Roma, 10 de febrero de 1943
Luigi Ferrarese, archivero jefe de la Secretaría de Estado, era consciente de vivir un momento histórico cuando cruzó el patio de San Dámaso, subió por la escalinata de mármol y se dirigió a las habitaciones del pontífice por un pasillo que nunca había pisado en sus treinta y dos años de servicio en el Vaticano. Estaba tan nervioso que, a pesar de su interés por el arte, no prestó atención a los frescos de Lucca de Ferrara. Al final del pasillo había una puerta dorada. Consultó su reloj. Faltaban diez segundos para las cuatro y veinte. Aguardó a que transcurrieran antes de llamar. El propio Robert Leiber, el jesuita secretario personal del pontífice, le franqueó la entrada y lo hizo pasar a una rica antecámara cubierta de frescos y mármoles.
—Tenga la bondad de esperar, padre.
Se deslizó sobre la gruesa alfombra dorada que amortiguaba los pasos y desapareció tras la puerta del fondo, más lujosa aún que la anterior, para reaparecer al instante:
—El Santo Padre lo recibirá ahora —le susurró, invitándolo a pasar con un gesto elegante de la mano—. Recuerde que sólo dispone de dos minutos.
Pacelli estaba de pie ante su mesa de despacho, en la pose que adoptaba cuando recibía visitas protocolarias, las afiladas manos plegadas sobre el pecho, hierático e inmóvil. El padre Ferrarese conocía la etiqueta vaticana. Hizo una genuflexión junto a la puerta, se aproximó a cinco pasos del pontífice e hizo una profunda reverencia. Pío XII adelantó la mano del anillo y Ferrarese se lo besó.
—¿Tienes algo que decirme, hijo? —preguntó el papa con su voz algo chillona.
—Santo Padre, puede ser tan grave que prefiero comunicarlo solamente a Vuestra Santidad.
Pacelli le dirigió una mirada severa y por un momento un punto de ira brilló en sus ojos grandes y negros enmarcados por las gafas de oro, pero no descompuso su hierático semblante.
—Espero que sea verdaderamente grave —dijo, e hizo una señal imperceptible a su secretario, que abandonó la estancia y cerró la puerta.
El padre Ferrarese tragó saliva. Las pesadas cortinas de brocado tamizaban la luz procedente de la piazza de San Pedro, pero a pesar de ello la estancia relumbraba de rojos y dorados, de preciosos jaspes y mármoles, de cornisas y marquetería forradas de oro. Al fondo, detrás del escritorio papal, había un gran mapamundi y un mapa de Europa y el Mediterráneo, en los que el pontífice seguía el curso de la guerra con banderitas negras para las posiciones alemanas y rojas para las aliadas.
—Ahora estamos solos —dijo Pacelli—. ¿De qué se trata?
—Santo Padre, un arqueólogo alemán ha encontrado una pista segura del paradero del Arca de la Alianza. Está en Túnez.
Pacelli permaneció inmóvil, mirando fijamente a Ferrarese, pensativo.
—¡El Arca de la Alianza! —murmuró como si la enunciación de las palabras conjurara el prodigio—. ¿Cómo te ha llegado esta noticia, hijo mío?
—Un amigo, canónigo de San Marco de Venecia, me lo ha comunicado por carta, Santo Padre. La tengo aquí. —Ferrarese se sacó un sobre del bolsillo.
—Déjalo sobre esa mesa —indicó Pacelli.
El padre Ferrarese depositó la carta sobre una mesita taraceada que estaba junto a la ventana.
—¿Quién más conoce el asunto de esa carta?
—Nadie más, Santidad.
Pacelli asintió, complacido, y adoptando su pose más solemne le impartió su bendición, dando por terminada la audiencia. Ferrarese volvió a besar el anillo de la mano extendida y abandonó el despacho caminando hacia atrás, en una profunda inclinación.
El secretario del papa, que aguardaba frente a una de las ventanas de la antecámara, enarcó una ceja y contempló la marcha nerviosa de Ferrarese. Se disponía a entrar en el despacho papal cuando una lucecita roja se iluminó sobre la puerta. El Santo Padre estaba meditando y no se le debía interrumpir.