Capítulo 2

Berlín, 5 de febrero de 1943

Himmler, empequeñecido por las colosales proporciones de su mesa de despacho, bajo un gigantesco retrato de Hitler, pintado por Eibach, se ajustó en los fatigados ojos las lentes de montura de tortuga y le ofreció asiento al visitante en una de las dos incómodas sillas estilo imperio. El profesor Karl Ulstein, descendiente de una próspera familia de industriales de Hamburgo, se sintió inquieto ante aquel hombrecillo. Parecía un tendero de barrio de los que les venden caramelos a los niños, o un funcionario de una pequeña oficina estatal, con sus manguitos para preservar los puños de la camisa. Sin embargo, era el segundo hombre más poderoso del Reich, y el profesor Karl Ulstein le debía su ascendente carrera universitaria y ciertas prebendas reservadas a los escalafones altos del partido.

El profesor Ulstein se sentó y, como otras veces, leyó la inscripción taraceada en letra gótica sobre el tablero de la mesa: Eine solide Arbeit, trabajo bien hecho.

El profesor Ulstein estaba allí por ese motivo, por trabajar bien. Había formado bien a uno de sus discípulos, que había realizado un descubrimiento tan sensacional que podía alterar el curso de la historia.

Himmler tomó un par de notas mientras escuchaba al profesor Ulstein. Usaba una estilográfica pequeña, de señorita, pensó Ulstein. Su mano parecía también de señorita, pequeña y blanca, con las uñas cuidadosamente recortadas. Escribía con una letra minúscula, y usaba tinta verde. Una firma de aquel hombrecillo enviaba a la muerte a centenares de miles de deficientes raciales. Nacht und Nebel, noche y niebla, era el eufemismo que Himmler y sus SS usaban para condenar a muerte a pueblos enteros. Ulstein, a pesar del aplomo con que exponía su embajada, no podía evitar un leve temblor en la voz. Como muchos alemanes, el doctor era especialmente sensible al poder y a la fuerza.

Cuando Ulstein terminó, Himmler le puso el capuchón a la pluma y la colocó en el precioso plumier de plata, rematado con la figura de un lansquenete, que decoraba la mesa. Después se abismó en sus pensamientos con las manos unidas y las puntas de los dedos corazón apoyadas en los labios.

—El Arca de la Alianza —dijo—, el arma con la que los judíos derrotaron a los filisteos arios y les arrebataron la tierra prometida. La mayor reliquia del judaísmo.

Karl Ulstein hizo un gesto de resignación, como si lamentara que un objeto tan precioso procediera de los judíos. Himmler le adivinó el pensamiento.

—En realidad, toda las reliquias mágicas de Europa proceden de los judíos —añadió, comprensivo—: la Lanza Sagrada, el Grial… Esos truhanes semitas heredaron la magia y la ciencia de la antigüedad, se la arrebataron a los antiguos arios.

Era la explicación oficial y el doctor Karl Ulstein, que era nazi antes que historiador, como tantos profesores alemanes, llevaba diez años reescribiendo la historia al gusto del Führer. Asintió con entusiasmo.

—No obstante… —Himmler se acomodó en su sillón giratorio de lado para poder cruzar las piernecitas oprimidas por las botas de montar—, quisiera entender cómo funcionaba esa magia judía.

—Todo se basa en el conocimiento de una palabra secreta que es el verdadero nombre de Dios —se apresuró a explicar Ulstein—, una palabra que al abarcar a Dios abarca su Creación y tiene fuerza para modificar la naturaleza. Esta palabra se denomina, en hebreo, el Shem Shemaforash. En los tiempos bíblicos solamente la conocían dos personas, el Baal Shem o Maestro del Nombre, que solía ser el sumo sacerdote, y otra persona designada por él para que la Palabra no se perdiera en caso de fallecimiento súbito del Baal Shem. Una vez al año, el sumo sacerdote se revestía con un peto ceremonial en el que había engastadas doce piedras de distinta naturaleza (una por cada tribu de Israel), y penetraba solemnemente en el sanctasanctórum del templo para pronunciar el Shem Shemaforash ante el Arca de la Alianza, en voz baja. El Arca de la Alianza era el asiento de Dios. De este modo se renovaba la Alianza entre Dios y la humanidad y se renovaba la Creación para que el mundo continuara existiendo.

Uno de los tres teléfonos negros que había sobre la mesa comenzó a sonar, interrumpiendo al profesor Ulstein. Himmler lo descolgó y le ordenó secamente a su secretario:

—¡Flurbëck, no me pase llamadas hasta nueva orden! —Colgó enérgicamente y se volvió hacia Ulstein con expresión amable, invitándolo a proseguir.

—El rey Salomón —explicó Ulstein— era el segundo depositario del Shem Shemaforash, y para evitar que algún día pudiera perderse ideó una especie de jeroglífico geométrico a partir del cual puede deducirse la Palabra Secreta.

—Muy interesante —dijo Himmler—. Y ese jeroglífico, ¿se ha conservado?

—No estamos seguros. —Ulstein esbozó un signo de desaliento—. El rey judío lo hizo inscribir en una plancha metálica, una especie de talismán de oro engastado con piedras preciosas que los autores latinos denominan la Mesa de Salomón, y los autores árabes, el Espejo de Sulimán. Este objeto se guardaba en el sanctasanctórum del templo, junto con el Arca de la Alianza y los otros tesoros sagrados. Cuando los romanos conquistaron Jerusalén, en tiempos de Tito, se apoderaron de la Mesa de Salomón y la depositaron en el templo de Júpiter, en Roma, donde permaneció cuatro siglos, hasta que los godos conquistaron Roma y se llevaron el tesoro imperial. Tiempo después, cuando los moros invadieron el reino godo de España, la Mesa de Salomón formó parte del botín que reclamaba el califa de Bagdad, pero en este punto la pista se perdió.

—Y con ella el jeroglífico del Nombre Secreto —aventuró Himmler.

—No exactamente, Herr Reichsführer, porque, al parecer, quedaron copias de su jeroglífico en algunos monasterios de la región. Desde entonces, el secreto de la Mesa de Salomón se ha buscado en esos santuarios. Los templarios poseían el Shem Shemaforash, la Palabra Secreta, y realizaban cada año los ritos de propiciatorio, oficiando el Gran Maestre como sumo sacerdote. De ahí su interés por encontrar el Arca de la Alianza. Por eso fueron a buscarla a Etiopía, donde Lotario de Voss intentó arrebatársela, comisionado por el rey de Francia.

—Pero los templarios se extinguieron hace cientos de años.

—Me temo que no es tan simple, Herr Reichsführer. El papa los suprimió como orden, pero muchos de ellos huyeron de Francia y se establecieron en Escocia; o ingresaron en otras órdenes; pero siguieron manteniendo su espíritu de cuerpo hasta que, finalmente, formaron las Compañías del Santo Deber, una especie de gremios con iniciaciones secretas.

—¿Quiere eso decir que la Palabra que desencadena el poder del Arca ha podido transmitirse entre ellos?

—No es seguro, Reichsführer, pero es evidente que esas asociaciones templarias han mantenido cierto poder. Quizá participaran en la caída de la monarquía francesa durante la Revolución. El día que decapitaron a Luis XVI, un hombre desconocido mojó su sombrero en la sangre del rey que chorreaba de la guillotina y lo sacudió sobre los espectadores, diciendo: «¡Pueblo de Francia, te bautizo en el nombre de Jacques de Molay!»

—Una venganza histórica.

—Sí, Reichsführer. Es posible que el hombre que lo hizo fuera solamente un loco, pero la leyenda sostiene que los templarios sobrevivieron y que una de sus metas es vengarse de la monarquía francesa y de la Iglesia, los enemigos seculares de la orden. No obstante, yo me permito dudar de que la Palabra Secreta se haya mantenido entre los actuales templarios.

—¿Por qué?

—Porque hace treinta años sus representantes se asociaron con el Vaticano y con los judíos para buscar la Palabra Secreta. Las reuniones se realizaron en el sur de España, cerca de los antiguos monasterios en los que se había depositado la Mesa de Salomón en tiempos de los godos.

—¿Y qué ocurrió?

—Un cabalista experto examinó los datos que consiguieron reunir e intentó deducir el jeroglífico original, el Shem Shemaforash. Al parecer, había una copia de la Mesa, tallada por un antiguo templario, sobre una piedra en un antiguo monasterio visigodo.

Himmler se impacientaba.

—¿Y lo consiguieron?

—Parece que no, Herr Reichsführer; al parecer, tanto el Vaticano como los judíos hicieron trampas y al final no consiguieron nada.

—¡Ajá, típico de ellos! —dijo Himmler. Meditó un momento con los dedos apoyados en el labio y prosiguió—: Bien, profesor, por lo que me está diciendo, hay una posibilidad de obtener esa reliquia, el Arca de la Alianza, a partir de los descubrimientos de ese investigador, del que habló, en los archivos de Venecia. Y existe, también, la posibilidad de obtener la fórmula del Nombre Divino, que sirve para hacerla funcionar, en esos monasterios del sur de España.

—Sí, más o menos —admitió Ulstein, al que no le agradaba el reduccionismo del Reichsführer—. Lo malo es que la comisión se disolvió un tanto abruptamente y luego vino la Gran Guerra, que acabó de dispersarlos.

—¿Había algún alemán entre ellos?

—Dos alemanes, Herr Reichsführer, dos dignatarios eclesiásticos, pero han muerto, al igual que el resto de los miembros de la comisión. También había un judío berlinés, un rabino, llamado Moshé Gerlem. Eran todos ancianos. Hemos conseguido la minuta del viaje de uno de ellos, que era obispo de Ulm. Por ella sabemos dónde estuvo cada día, y hemos deducido que la Piedra del Letrero, probablemente con la copia de la Mesa de Salomón, está en un lugar de España, entonces llamado Monte Sión, y hoy Montizón.

—¡Ah, España y los españoles! —El puñito de Himmler se crispó sobre el escritorio mostrando unos nudillos blancos—. Hace dos años visité la montaña de Montserrat, probable escondite del Santo Grial, pero el abad y los curas me trataron displicentemente y se negaron a enseñarme sus tesoros. Fingían ignorar de qué estaba hablando. Esos españoles son unos cazurros malintencionados. La gente inferior sólo atiende al palo. Si vieran aparecer una columna de panzer por la mezquina carretera que conduce a su montaña se pondrían suaves como malvas.

Los dos hombres departieron un rato más y, al despedirse, Himmler decidió que se verían de nuevo cuatro días después en el castillo de Wewelsburg.