Venecia, 2 de febrero de 1943
Varias palomas que se habían escapado de los hambrientos venecianos levantaron el vuelo en la plaza de San Marcos cuando Fritz Rutger cruzó a grandes zancadas el pavimento de mármol. De la fachada de la basílica habían desaparecido los cuatro caballos de bronce dorados que decoraban la cornisa. Venecia era una ciudad de pedestales vacíos. Habían desmontado las estatuas para preservarlas de la guerra. También a Fritz Rutger lo habían puesto a salvo. Mientras sus compatriotas luchaban en los campos de Europa o perecían en Alemania bajo los bombardeos aliados, él podía considerarse doblemente afortunado. El ejército lo había declarado inútil para el servicio y su abuelo, un próspero, aunque tacaño, comerciante bávaro, le había dado el dinero necesario, ni un pfening más, para escribir su tesis doctoral en Venecia. Sus primos, compañeros y amigos combatían, y morían, en Rusia, en Francia, en África y en el Atlántico, pero su débil corazón necesitaba evadirse de las miserias del mundo presente y el mejor remedio que encontró fue sumergirse en el pasado a través de los antiguos legajos de los archivos de la Serenísima República.
Venecia estaba hecha un asco. Con las drásticas restricciones que imponía la economía de guerra, la recogida de basuras no parecía prioritaria en una ciudad de la que había huido el turismo y en la que muchos se acostaban con el estomago vacío. Los desperdicios se acumulaban en los rincones y los excrementos flotaban en los canales. Con los turistas habían desaparecido muchos venecianos que vivían de ellos. Los gigolós y los gondoleros se habían alistado en el ejército o se habían convertido en malviventi que dormían de día para dedicarse al contrabando con las islas y el Torcello, aquella cueva de ladrones, en cuanto se hacía de noche.
Fritz Rutger se detuvo un momento para recuperar el resuello ante la pietra del bando, donde se exhibían anuncios desde hacía siglos. Estaba ocupada por un cartel fascista que representaba a un idealizado bersaglieri tocado con casco de acero, el cuello más ancho que la cabeza, el mentón enorme, la imponente nariz recta, romana. El lema mussoliniano cruzaba el cartel: Credere, Obbedere, Combattere. Quizá él, a su manera, pudiera ofrecer su pequeña contribución a la guerra.
Prosiguió su camino hasta la Mazaría San Zulian, donde estaba la central telefónica. El viejo calvo que atendía el mostrador le sonrió al reconocerlo.
—Signore Fritz, apresúrese que tenemos a punto su conferencia con Berlín. Por la tres.
Mientras entraba en la cabina, el débil corazón le saltaba en el pecho: había encontrado noticias inéditas de uno de los antiguos héroes germánicos.
Reconoció al otro lado del hilo la voz del doctor Karl Ulstein, su profesor de Historia Medieval en la Universidad de Colonia.
—¿Herr profesor? Perdone que lo importune tan temprano, pero he pensado que la noticia le agradaría. He encontrado documentos inéditos sobre Lotario de Voss.
Se hizo un silencio al otro lado de la línea:
—¿Te refieres a Lotario de Voss, el héroe de la orden teutónica?
—Al mismo, Herr profesor, el antiguo pirata al que Felipe el Hermoso de Francia envió a Oriente para arrebatarle a los templarios el Arca de la Alianza.
Todos los medievalistas alemanes sabían que Lotario de Voss fue un caballero que, después de convertirse en el héroe de la orden teutónica en Tierra Santa y de recibir su más alta condecoración, la Espuela de Oro (considerada precedente de la Cruz de Hierro), se declaró en rebeldía, renegó de su pasado y de su fe, se hizo pirata al servicio de los sarracenos y sembró el terror en los mares cristianos. Su historia ocupaba media página en la crónica de Edergardo de Sajonia editada por Shoultz en 1852 en Leiden. Un clásico.
—¿Está usted seguro de que se trata del histórico Lotario de Voss? —preguntó Ulstein.
—Absolutamente, Herr profesor. He encontrado la carta de un cónsul veneciano que habla de él. El informe está fechado en Túnez en 1308. La fecha y el lugar coinciden con las últimas noticias históricas de Lotario de Voss.
El doctor Ulstein se tomó un instante para considerar el asunto.
—Si es como dice, es posible que estemos ante un descubrimiento sensacional —aventuró—. No obstante, conviene extremar las cautelas. Consiga usted una copia de ese documento y preséntese con ella en el Ministerio de Cultura, en Berlín.
Fritz Rutger guardó silencio. No sabía cómo plantear la cuestión. Carraspeó ligeramente y dijo:
—Verá, Herr profesor, ¿no podría enviarlo por correo? Me temo que carezco de medios para sufragar el viaje.
—Preséntese ante el cónsul Werner, en el Fondaco dei Tedeschi. Lo llamaré para que le facilite el viaje.
Se acercaba la hora del almuerzo y la biblioteca archivo del Palazzo Ducale cerraba hasta las cuatro. El joven investigador se dirigió a la trattoría dei Pazzi, frente a la iglesia de San Giuliano, donde almorzó una sopa de tagliale con seis alubias. La guerra va mal, pensó. Antes entraban más de veinte alubias en la sopa. El segundo plato fue un fegato alla veneziana, o hígado con cebolla, su comida favorita, con un vaso de bardolino, el vino espeso y corpudo de la región. Después de comer se sintió mucho mejor y caminó por la soleada ribera del río di Palazzo, un paseo agradable, recordaba, antes de la guerra. Ahora no resultaba tan agradable. Venecia apestaba.
Otros días, el descuido de la ciudad lo había deprimido, pero en esta ocasión estaba exultante: tenía algo importante entre manos, uno de esos afortunados azares que hacen a veces el nombre de un historiador. El doctor Ulstein no había ocultado su satisfacción. Sin duda, el hallazgo sería una baza importante en su carrera universitaria. Fritz Rutger atravesó el puente di Paglia para regresar al archivo paseando y tomando el sol a lo largo del muelle ducal. La historia estaba nuevamente de su parte. Años atrás, la comisión médica lo había rechazado, mientras sus mejores amigos del colegio ingresaban en la Orden Negra de las SS y se convertían en los caballeros teutónicos de la Nueva Alemania. ¡Con cuánta envidia había recibido las postales que le enviaban desde las Ordensburger, o burgos de la orden, donde cursaban estudios! Fritz Rutger conocía el programa. Unos meses de Napola o escuela preparatoria y después un recorrido por los cuatro Burgs, híbridos de castillo y monasterio, a semejanza de los antiguos castillos teutónicos: Crossinsee, en Prusia Oriental, para entrenamiento físico y militar; Vogelsang, en Renania, para la preparación política y espiritual; Sonthofen, en Baviera, para la preparación profesional superior: diplomáticos, científicos, Alto Estado Mayor. La habitación de Rutger estaba decorada con postales de aquellos lugares. De todo eso lo había excluido su enfermedad, pero su corazón pertenecía a la Orden Negra, aunque estuviera excluido de su franca camaradería y de su milicia.
El joven dedicó la tarde a transcribir cuidadosamente los siete folios del informe consular que había encontrado. En ellos se aludía a una carta anterior del cónsul que acompañaba a «los testigos del Arca». Estaba fechada en las calendas de marzo de 1308. Fritz Rutger solicitó el legajo correspondiente y encontró lo que buscaba. En su carta primera el cónsul explicaba que había conseguido «por medios secretos» arrebatar los brazos del Arca a un templario llamado Roger de Beaufort y que Lotario de Voss había desaparecido, probablemente asesinado por los templarios.
Fritz Rutger pensó ante el viejo papel.
«Los brazos del Arca», lo que designaran estas enigmáticas palabras, había llegado a Venecia con aquella carta.
Tomó nota de los párrafos más sobresalientes. La carta iba dirigida a Marcos Mocénigo, presidente del Consejo de los Diez a la sazón. Buscó en la lista de los presidentes que pendía de uno de los muros: mil años de historia veneciana. En efecto, Marcos Mocénigo había ocupado el cargo de la Señoría desde 1306 hasta 1310.
El alemán recogió sus cosas, devolvió los legajos y solicitó una entrevista con el director de la biblioteca, un burócrata fascista que, aunque había nacido en tiempos de Garibaldi, y era ya viejo cuando Mussolini hizo la marcha sobre Roma, se esforzaba por disimular la vejez tiñéndose el pelo y usando faja. Estaba encantado de tener entre los usuarios de su establecimiento a un joven alemán, representante de aquella juventud rubia que triunfaba en los campos de batalla de media Europa.
—¿Un objeto, dice? ¿Enviado al Dogo en 1308? —meditó—. ¿Qué clase de objeto?
—El cónsul en Túnez lo llama «los brazos del Arca». Debe de tratarse de un objeto religioso.
El bibliotecario meditó un momento.
—¡Hum! Si es religioso podría estar en la basílica. Ahí enfrente hay una extensa colección de reliquias. Incluso tienen un cuerno de unicornio. Falso, naturalmente.
—Muy interesante, signore director. Me interesaría mucho comprobar qué clase de reliquia son esos brazos del Arca, y si todavía la conservan, ¿cree usted que me permitirán verla, fotografiarla quizá?
El del pelo teñido sonrió.
—El canónigo prefecto de las fábricas, o sea, el encargado de reemplazar las placas de plomo del tejado para evitar las goteras, es un buen amigo mío y un buen fascista. Aguarde un momento.
Descolgó el teléfono y pidió a la operadora que lo comunicara con la basílica. La operadora acababa de pintarse las uñas en aquel momento y sabía por experiencia que si manipulaba las clavijas necesarias para atender el servicio podría estropearse la manicura con el precio que la laca alcanzaba en el mercado negro, así que dijo:
—Los dos teléfonos de la basílica comunican en este momento.
—¡Vaya por Dios! —se lamentó el del pelo negrísimo—. Bueno, quizá sea más rápido que le escriba una nota de presentación. El reverendo Tomassi lo atenderá estupendamente. Usted lo reconocerá en seguida porque se mantiene gordo y saludable a pesar del racionamiento —añadió sin pizca de ironía.
Un minuto después el joven Fritz Rutger volvía a molestar a las palomas al cruzar el mármol de la piazza. El despacho del canónigo Tomassi en la basílica parecía la tienda de un anticuario, a lo largo de los muros se amontonaban los cuadros unos contra otros, según tamaños. En el espacio restante había una colección de Vírgenes dolientes y Cristos ensangrentados, procedentes de las parroquias de la diócesis. El alemán avanzó por el estrecho pasillo libre de obstáculos que conducía al escritorio del padre Tomassi y le entregó la nota de recomendación del bibliotecario. El ademán severo con que el sacerdote había observado la intrusión del visitante en sus dominios se trocó en amable sonrisa en cuanto vio quién firmaba el papel.
—Ya ve el desorden en el que vivimos estos días —se excusó.
Fritz Rutger observó que en el almacén había otros productos, además de las imágenes religiosas. Detrás de una pietá barroca se ocultaban un bidón de aceite y una caja de las que se usan para transportar quesos; una de las pilas de cuadros se apoyaba sobre un parapeto de sacos de harina y un san Juan Bautista señalaba con su dedo extendido el reverso de un espejo con marquetería de plata del que pendía un mazo de tripas de salami ahumado. La Iglesia, que había sobrevivido a la caída del Imperio romano y a la del romano-germánico, parecía dispuesta a sobrevivir, igualmente, a la caída de la civilización cristiana occidental.
—Así que usted busca las reliquias de Mocénigo —dijo Tomassi, tras leer la nota—. Hace un par de años hicimos inventario para la Magna Exposición de Arte Sacro Véneto y creo recordar que me topé con esos «brazos del Arca». Quizá lo decepcionen: son dos piedras sin interés alguno. Acompáñeme y se las mostraré. Esto no se le enseña a nadie, pero con usted haremos una excepción. Soy un gran admirador de Alemania y del Führer y tengo uno de los primeros carnets fascistas de Venecia.
—Muchas gracias, reverendo —dijo Fritz.
El investigador rubio y espigado y el canónigo moreno, más ancho que alto, salieron a la nave basilical, anduvieron bajo los espléndidos mosaicos medievales que retratan la vida de Jesucristo y de san Juan Bautista y recorrieron el crucero del sur, frente a la espesa reja de la tesorería donde se almacenaron las obras de arte que los cruzados saquearon en Constantinopla. Al lado, en una minúscula capilla, se guardaban las reliquias económicamente menos valiosas.
—Ésta es la capilla —dijo el sacerdote—. Los Mocénigo eran una de las estirpes más ilustres de Venecia. El patriarca Sterza donó en 1622 las reliquias familiares a esta capilla.
La verja estaba cerrada con una gruesa cadena y un candado que Tomassi abrió. Dentro de la capilla, encima del altar mayor, en la base del retablo, había cuatro puertas disimuladas con las molduras doradas. Las cerraduras empotradas en la base eran prácticamente invisibles. El canónigo extrajo de una de ellas dos cajas negras de madera. La segunda contenía dos relicarios de plata, uno de ellos en forma de calavera.
—Ésta es la cabeza de una de las Once Mil Vírgenes —dijo Tomassi—. Antiguamente había más vergüenza. Ahora sería difícil reunir a once mil vírgenes aunque rebuscáramos en toda la Cristiandad.
El alemán le rió la gracia moderadamente, estaban en lugar sagrado.
—No, es la otra caja —aclaró Tomassi.
En la otra había un estuche de plata oscura, cincelada, de forma rectangular con un lado redondeado, tal como suelen representarse las Tablas de la Ley.
—El relicario representa las Tablas de la Ley, pero no se haga ilusiones. Lo que hay dentro son dos simples trozos de mármol.
Fritz Rutger contempló dos piedras negras alargadas, pulidas y brillantes que le recordaron vagamente a las hachas prehistóricas.
—¿Puedo? —inquirió, alargando una mano.
—Por supuesto, Herr Rutger, puede cogerlas —lo invitó el canónigo.
Las examinó en una mesita lateral, a la luz de un flexo.
Dos piedras lisas con la superficie rayada y tachonada de pequeñas incisiones, probablemente vestigios de la herramienta del orfebre que les dio forma, o quizá solamente accidentes del tiempo. Fritz Rutger las estudió cuidadosamente, ocultando la emoción. Parecían dos palas de remo, ligeramente redondeadas por un lado y en forma de tejadillo, algo más tosco, por el otro.
Las situó bajo la luz de una ventana, las midió y las fotografió de un lado, del otro, de canto y en vertical.
Cuando concluyó, Tomassi devolvió las piedras a su lugar y salieron de la capilla.
—No sé cómo agradecerle su amabilidad.
—¡Por Dios, entre alemanes e italianos no es necesario agradecimiento! Somos camaradas, estamos uncidos bajo el mismo yugo en el sagrado empeño del Führer y el Duce por salvar la civilización occidental.
Se despidieron con un saludo a la romana, el brazo en alto, la mano extendida, por iniciativa del canónigo.
—No se imagina usted, Herr Rutger, cómo lamento que mi sagrado ministerio me impida estar en el frente, empuñando una ametralladora —dijo Tomassi—. En fin, la vida a veces nos exige sacrificios. —Y tras estrecharle efusivamente la mano y rogarle que transmitiera sus saludos al director del archivo, se recogió el manteo y regresó a su despacho entre el aceite de oliva, los jamones y las tripas de salami ahumado.