Angeli encendió las luces del coche. Eran las cuatro de la tarde, pero el sol estaba enterrado tras la suma de cúmulos que corrían por el cielo, impulsados por el viento glacial. Hacía alrededor de una hora que estaban en marcha.
Angeli estaba en el volante, con Rocky Vaccaro a su lado. Judd iba en el asiento de atrás con Anthony De Marco.
Al principio Judd había tratado de descubrir algún coche policial, esperando poder hacer alguna seña desesperada para llamar la atención, pero Angeli manejaba a través de rutas laterales poco frecuentadas, donde casi no había tránsito. Rozaron las orillas de Morristown, tomaron la ruta 206 y se encaminaron hacia las llanuras áridas y poco pobladas del sur de la New Jersey central. El cielo gris se abrió y empezó a caer una lluvia fría, glacial, que golpeaba contra el parabrisas como tamboriles enloquecidos.
—Más despacio —ordenó De Marco—. No queremos tener un accidente.
Angeli, obediente, pisó con menos fuerza el acelerador.
De Marco se volvió hacia Judd.
—En eso es donde la gente se equivoca. No planea las cosas como yo.
Judd miró a De Marco, estudiándolo clínicamente. El hombre padecía de megalomanía más allá de toda razón o lógica, No había manera de llegar a él. Le faltaba algún sentido moral, lo cual le permitía matar sin compunción. Judd conocía ahora casi todas las respuestas.
De Marco había cometido los asesinatos con sus propias manos, movido por un sentido del honor: una venganza siciliana para borrar la mancha con que suponía que su mujer lo había mancillado a él y a su familia de La Cosa Nostra. Había matado a John Hanson por error. Cuando Angeli lo informó sobre lo sucedido, De Marco acudió a su consultorio y se encontró con Carol. Pobre Carol. No podía darle las grabaciones de la señora De Marco porque no conocía a Anne por ese nombre. Si De Marco hubiera dominado su enojo podría haber ayudado a Carol a imaginarse de quién estaban hablando; pero parte de su enfermedad consistía en no tolerar la frustración y entonces había caído en una rabia demencial y Carol había muerto. De manera horrible. Había sido De Marco quien había atropellado a Judd y luego había vuelto a su consultorio, con Angeli, a matarlo. Judd quedó intrigado ante el hecho de que no hubiesen violentado la puerta y lo hubieran matado de un tiro. Pero ahora se daba cuenta de que ya que McGreavy estaba seguro de que el culpable era Judd, habían decidido hacer aparecer su muerte como un suicidio cometido a causa de sus propios remordimientos. Esto detendría cualquier futura investigación policial.
Y Moody… Pobre Moody. Cuando Judd le dio los nombres de los detectives encargados del caso, había pensado que Moody reaccionaba contra McGreavy, y en realidad había reaccionado contra Angeli. Moody sabía que Angeli estaba relacionado con La Cosa Nostra y cuando siguió esa pista…
Miró a De Marco.
—¿Qué va a pasar con Anne?
—No se preocupe. Yo me voy a ocupar de ella —dijo De Marco.
Angeli sonrió.
—Claro.
Judd se sintió invadido por una rabia impotente.
—Me equivoqué al casarme con alguien que no pertenecía la familia —rumió De Marco—. Los de afuera nunca pueden entenderla tal como es. Nunca.
Viajaban por una de las secciones áridas de llanuras. Una fábrica, ocasionalmente ponía marca en el horizonte borroso por la cellisca, a la distancia.
—Estamos cerca —anunció Angeli.
—Has hecho un buen trabajo —dijo De Marco—. Vamos a esconderte en algún lugar hasta que se apacigüen las cosas. ¿Adónde te gustaría ir?
—Me gusta Florida.
—No hay problema. —Asintió De Marco—. Te alojarás en casa de alguien de la familia.
—Conozco algunas tipas macanudas ahí —sonrió Angeli.
De Marco le devolvió la sonrisa por el retrovisor.
—Vas a volver con el culo bronceado.
—Espero volver solo con eso.
Rocky Vaccaro se rió.
A distancia, a la derecha, Judd vio el extenso edificio de una fábrica que llenaba el aire de humo. Llegaron a un pequeño camino lateral que llevaba a la planta. Angeli entró por él y siguió manejando hasta llegar a un alto muro. El portón estaba cerrado. Angeli hizo sonar la bocina y un hombre con impermeable y sombrero de lluvia apareció detrás del portón. Cuando vio a De Marco saludó con la cabeza, abrió el portón de par en par. Angeli entró con el coche y el portón se cerró tras ellos. Habían llegado.
En el Distrito Diecinueve, el teniente McGreavy se encontraba en su despacho revisando una lista de nombres con tres detectives, el capitán Bertelli y los dos hombres del FBI.
—Ésta es una lista de las familias de La Cosa Nostra del Este. Todos los capos y subcapos. Nuestro problema consiste en que no sabemos con cuál está vinculado Angeli.
—¿Cuánto tardaríamos en agotar los informes?
Uno de los del FBI habló.
—Hay más de sesenta nombres aquí. Eso tomaría por lo menos veinticuatro horas pero… —se detuvo.
McGreavy terminó la frase.
—Pero el doctor Stevens no estaría vivo para ese entonces.
Un joven policía uniformado venía de prisa hacia la puerta abierta. Vaciló cuando vio al grupo.
—¿Qué pasa? —preguntó McGreavy.
—New Jersey no sabe si se trata de algo importante, teniente, pero usted les pidió que informaran cualquier cosa insólita. Una operadora recibió una llamada de una mujer que pedía comunicación con la Jefatura de Policía. Dijo que se trataba de un caso de emergencia y entonces la línea quedó muerta. La operadora esperó, pero no volvieron a llamar.
—¿,De dónde venía el llamado?
—De un lugar llamado Old Tappan.
—¿Averiguaron el número?
—No. Colgaron demasiado rápido.
—Formidable —dijo McGreavy con amargura.
—No piense en eso. Probablemente era alguna vieja comunicando que se le había perdido un gato —dijo Bertelli.
Sonó el teléfono de McGreavy con un timbrazo largo e insistente. Levantó el receptor.
—Teniente McGreavy —los que estaban en el despacho vieron cómo su cara se comprimía por la tensión—. ¡Bien! Dígales que no hagan un solo movimiento hasta que llegue yo. ¡Ya salgo! —colocó el receptor con un golpe—. La patrulla caminera acaba de localizar el coche de Angeli que va hacia el sur por la ruta 206, justo fuera de Millstone.
—¿Lo siguen? —era uno de los del FBI quien hablaba.
—El patrullero iba en dirección opuesta. Cuando dieron la vuelta había desaparecido. Conozco esa área. Hay allí sólo unas pocas fábricas —se volvió hacia une de los del FBI—. ¿Puede conseguirme rápidamente un informe de los nombres de esas fábricas y quiénes son los propietarios?
—Cómo no, —el hombre del FBI tomó el teléfono.
—Me voy por ese lado —dijo McGreavy—. Llámame cuando consigas el informe —se dirigió a sus hombres—. ¡En marcha!
Salió con los tres detectives y el otro hombre del FBI pisándole los talones.
Angeli siguió más allá de la casilla del sereno, que estaba junto al portón, hacia un grupo de estructuras de aspecto extraño que parecían alcanzar el cielo. Había allí altas chimeneas de ladrillos y gigantescos canales de descarga, cuyas formas curvas salían de la cellisca gris como monstruos prehistóricos en un antiguo paisaje fuera del tiempo.
El coche rodaba hacia un complejo de grandes tubos y correas de transmisión y frenó entonces, Angeli y Vaccaro bajaron del coche y Vaccaro abrió la portezuela posterior del lado de Judd. Tenía un revólver en la mano.
—Salga, doctor.
Lentamente Judd salió del coche, seguido por De Marco. Frente a ellos, a unos siete metros de distancia había un enorme caño lleno de aire comprimido, cuyo atroz estruendo los acometió como un viento feroz. La boca del caño, con sus labios abiertos y ávidos, sorbía todo lo que se le acercara.
—Éste es uno de los tubos más grandes del país —se jactó De Marco, gritando para hacerse oír, ¿quiere ver cómo funciona?
Judd lo miró, incrédulo. De Marco estaba representando de nuevo el papel del perfecto dueño de casa recibiendo a un invitado. No, no representaba. Era sincero. Eso era lo que horrorizaba: De Marco estaba a punto de asesinar a Judd, pero lo haría como si se tratara de una simple transacción comercial, de algo que había que hacer, como si se tratara de descartar una pieza inútil del equipo. Pero quería impresionarlo primero.
—Venga, doctor, es interesante.
Se acercaron al caño guiados por Angeli. De Marco se mantenía junto a Judd, y Rocky Vaccaro en la retaguardia.
—Esta planta rinde más de cinco millones de dólares por año —dijo De Marco orgulloso—. Toda la operación es automática.
Cuando estaban más cerca del caño, aumentó el rugido y el estruendo se hizo intolerable. A cien yardas de la entrada a la cámara de vacío una enorme correa de transmisión llevaba troncos de árboles a una máquina aplanadora de seis metros de largo por dos de alto, con media docena de cuchillas afiladas como navajas. Los troncos convertidos en tablones eran entonces llevados hacia un feroz rotor con el aspecto de un puercoespín cuyas cerdas fuesen grandes cuchillos. El aire estaba lleno de aserrín volador mezclado con la lluvia, que era absorbido por el tubo.
—Por más grandes que sean los troncos —dijo De Marco con vanidad—, las máquinas los cortan totalmente ajustados a ese caño de noventa centímetros.
De Marco sacó un Colt 38 de su bolsillo y llamó:
—¡Angeli!
Angeli se dio vuelta.
—¡Buen viaje a Florida! —De Marco apretó el gatillo y un agujero rojo estalló en la pechera de la camisa de Angeli. Angeli miró a De Marco con una intrigante semisonrisa de sorpresa como esperando la respuesta a una adivinanza que acabara de oír. De Marco apretó de nuevo el gatillo. Angeli cayó pesadamente al suelo. De Marco hizo una señal a Vaccaro, y el hombre grande recogió el cuerpo de Angeli, lo cargó sobre sus hombros y avanzó hacia el tubo.
El asesinato a sangre fría de Angeli había sido algo más que un horror pero lo que siguió fue todavía peor. Judd miraba, horrorizado, cómo Vaccaro cargaba el cadáver de Angeli hacia la boca del tubo gigante. La tremenda presión se adueñó del cuerpo sin vida, chupándolo ávidamente. Vaccaro tuvo que agarrarse de una manija grande, metálica de la boca del caño para evitar ser absorbido también por el mortífero ciclón de aire. Judd alcanzó a ver el cuerpo de Angeli girando dentro del tubo a través del vórtice de aserrín y de troncos, hasta que desapareció. Vaccaro hizo girar una válvula y una tapa se deslizó lentamente sobre la boca del caño, encerrando herméticamente el ciclón de aire. El súbito silencio resultó paradójicamente ensordecedor.
De Marco se volvió hacia Judd y levantó su revólver. Su cara tenía una expresión mística, exaltada, y Judd comprendió que asesinar era, para él, casi una experiencia religiosa. Era un crisol purificador. Judd sintió que el momento de su propia muerte había llegado. No temía por él mismo, pero se consumía de ira por el hecho de que este hombre pudiera seguir viviendo, asesinando a Anne, destruyendo a otra gente inocente, decente. Oyó un gruñido, un gemido de rabia y frustración, y tuvo conciencia de que salía de sus propios labios. Se encontraba como un animal en una trampa, obsesionado por el deseo de matar a su cazador.
De Marco le sonreía, leyendo sus pensamientos.
—Voy a tirarle a las tripas, doctor. Va a demorar un poquito más, pero va a tener más tiempo para preocuparse por lo que le pasará a Anne.
Había una única esperanza. Una magra esperanza.
—Alguien debería preocuparse por ella —dijo Judd—. Nunca tuvo un hombre.
De Marco lo miró sin entender.
Judd gritaba, ahora, luchando para que De Marco lo escuchara.
—Usted no es un hombre, De Marco. Sin revólver o cuchillo usted es una mujer.
Vio que la cara de De Marco se llenaba lentamente de odio.
—Usted no tiene pelotas, De Marco. Sin revólver usted es un chiste.
Un velo rojo cubría los ojos de De Marco, como una bandera de señales de la muerte. Vaccaro se adelantó un paso. De Marco le hizo señas de que retrocediera.
—Lo voy a matar con las manos, no más —gritó De Marco mientras arrojaba el revólver al suelo—. ¡Con las manos desnudas! —lentamente, como un animal poderoso empezó a acercarse a Judd.
Judd retrocedió, fuera de su alcance. Sabía que, físicamente no podría defenderse de De Marco. Su única esperanza era trabajar sobre la mente enferma de De Marco para que dejara de funcionar. Tenía que herir de nuevo el área más vulnerable de De Marco: el orgullo que tenía por su virilidad.
—¡Usted es un homosexual, De Marco!
De Marco rió y se abalanzó. Pero Judd se había puesto fuera de su alcance.
Vaccaro recogió el revólver del suelo.
—¡Jefe! ¡Déjeme a mí!
—¡Fuera de aquí! —rugió De Marco.
Los dos hombres daban vueltas, finteando en busca de posiciones. El pie de Judd resbaló en una pila de aserrín y De Marco se le echó encima como un toro. Su enorme puño hirió a Judd al costado de la boca, volteándolo. Judd se recuperó y le pegó un puñetazo en la cara. De Marco se inclinó hacia atrás, y luego atacó de frente y encajó sus puños en el estómago de Judd. Tres golpes aplastantes que lo dejaron sin respiración. Trató de hablar para torear a De Marco, pero sólo pudo intentar aspirar un poco de aire. De Marco se cernía sobre él como un ave de rapiña.
—¿Se está quedando sin respiración, doctor? —rió—. Yo fui boxeador. Le voy a dar unas lecciones. Voy a darle en los riñones y después en la cabeza y en los ojos. Voy a sacarle los ojos, doctor. Antes de que termine con usted me va a suplicar que le pegue un tiro.
Judd le creyó. En la luz pavorosa que derramaba el cielo nublado, De Marco aparecía como un animal rabioso. Se abalanzó de nuevo sobre Judd y lo alcanzó con su puño, abriéndole la mejilla con un pesado anillo de camafeo. Judd atacó a De Marco golpeándole la cara con los dos puños. De Marco ni siquiera pestañeó.
De Marco empezó a golpear los riñones de Judd con las manos como pistones. Judd se desprendió de él con el cuerpo convertido en un mar de dolor.
—¿No se cansa, verdad, doctor? —empezó a arrimársele de nuevo. Judd sabía que su cuerpo no podría resistir mucho más castigo. Tenía que seguir hablando. Era su única oportunidad.
—De Marco… —jadeó.
De Marco finteó y Judd le tiró un golpe. De Marco esquivó, se rió y encajó su puño directamente entre las piernas de Judd. Judd se dobló en dos, lleno de increíble sufrimiento, y cayó al suelo. De Marco estaba encima de él, con las manos en su garganta.
—Solo con mis manos —chilló De Marco—. Voy a arrancarle los ojos solo con mis manos.
Hundió sus enormes puños en los ojos de Judd.
Iban a toda velocidad más allá de Bedminster hacia el sur por la ruta 206 cuando una llamada restalló por la radio. «Código tres… Código tres…, Todos los coches escuchen… Unidad veintisiete de New York… Unidad veintisiete de New York…».
McGreavy se apoderó del micrófono de la radio.
—Veintisiete de New York… ¡Diga!
La voz excitada del capitán Bertelli se escuchó por la radio.
—Ya lo ubicamos, Mac, Hay una fábrica de caños en New Jersey a dos millas de Millstone, hacia el Sur. Es propiedad de la Compañía Five Star. la misma que tiene el frigorífico. Es uno de los frentes que utiliza De Marco.
—Parece acertado —dijo McGreavy—. Vamos para allá.
—¿A qué distancia están?
—Quince kilómetros.
—Buena suerte.
—¡Sí!
McGreavy apagó la radio, puso en marcha la sirena y oprimió el acelerador a fondo.
El cielo giraba en círculos húmedos sobre su cabeza y algo lo golpeaba, partiéndole el cuerpo en pedazos. Trataba de ver, pero sus ojos habían sido cerrados a golpes. Un puño se aplastó contra sus costillas y sintió las esquirlas dolorosísimas de los huesos que se quiebran. Sentía el aliento caliente de De Marco en su cara que brotaba en jadeos rápidos, excitados. Trató de verlo, pero estaba envuelto en tinieblas. Abrió la boca y forzó sus palabras a través de una lengua espesa e hinchada.
—Ve —jadeó—. Y-yo te… tenía r-r-razón… Usted… sólo puede dañar a un hombre… cuando está en el suelo…
El aliento que sentía en su cara cesó. Sintió que dos manos tiraban de él y que lo hacían ponerse de pie.
—Usted está muerto, doctor. Y lo hice solo con mis manos.
—Us… ted… es una bes…, una bestia —dijo Judd, jadeando por respirar—. Un psicópata… Deberían encerrarlo… en un… manicomio… —De Marco le gritó, con la voz espesa de rabia.
—¡Usted miente!
Es la v-verdad —dijo Judd retrocediendo—. Su… mente está… enferma… Su cerebro… va a… reventar y usted… va a quedar… como un bebe idiota.
Judd siguió retrocediendo, sin poder ver adónde iba a parar. Detrás de él sintió el débil zumbido del caño cerrado que esperaba como un gigante dormido.
De Marco se abalanzó hacia Judd y sus grandes manos se cerraron en torno de su cuello.
—¡Voy a romperle el pescuezo! —sus dedos enormes apretaron el cuello de Judd, oprimiendo cada vez más.
Judd empezó a sentir que su cabeza estallaba. Ésta era su última oportunidad. Cada uno de sus instintos gritaba por tomar las manos de De Marco y arrancarlas de su cuello para poder respirar. Pero en lugar de eso, con un esfuerzo final y tremendo de voluntad, puso sus manos tras él, buscando a tientas la válvula del caño. Se sintió deslizar a la inconsciencia, y en ese instante sus manos encontraron la válvula. Con una explosión desesperada, final, de energía, hizo girar la manija y fue dando vuelta a su cuerpo para que De Marco quedara más cerca de la boca. Un tremendo vacío de aire súbitamente se lanzó sobre ellos, tratando de arrastrarlos al vórtice del tubo. Judd se agarró frenéticamente a la válvula con las dos manos, luchando contra la furia ciclónica del viento. Sintió que los dedos de su enemigo apretaban aún más su cuello mientras De Marco era arrastrado hacia el caño. De Marco podría haberse salvado, pero en su insensata, demente furia, rehusó soltar a su presa. Judd no podía ver el rostro de De Marco pero su voz era como un grito de animal enloquecido, y sus palabras se perdían en el estruendo del viento.
Los dedos de Judd comenzaron a deslizarse de la válvula. Iba a ser arrastrado dentro del caño con De Marco. Emitió una última, veloz plegaria, y en ese mismo instante sintió que las manos de De Marco se abrían, librando su cuello. Se oyó un grito estremecedor y luego sólo el rugido del tubo. De Marco había desaparecido.
Judd estaba allí, con los huesos fatigados, esperando el tiro de Vaccaro.
Y un momento después el tiro sonó.
Judd se quedó atónito, preguntándose por qué Vaccaro le había errado. A través de la opaca niebla del sufrimiento oyó más disparos, el ruido de pies que corrían y que gritaban su nombre. Entonces alguien le rodeó los hombros con un brazo y la voz de McGreavy decía:
—¡Madre de Dios! ¡Mírenle la cara!
Unas manos fuertes lo tomaron del brazo y lo arrastraron fuera del espantoso, rugiente tironeo del tubo. Algo húmedo corría por sus mejillas y no sabía si aquello era sangre o lluvia o lágrimas y no le importaba.
Había terminado.
Se esforzó por abrir un ojo hinchado y a través de una abertura angosta, enrojecida de sangre, pudo ver turbiamente a McGreavy.
—Anne está en la casa. La mujer de De Marco. Tenemos que ir a buscarla.
McGreavy lo miraba con extrañeza, sin moverse, y Judd sintió que sus propias palabras no habían sido pronunciadas. Alzó la boca hasta la oreja de McGreavy y habló lentamente, en un graznido ronco, quebrado.
—Anne De Marco… Está en la casa…, auxilio.
McGreavy se dirigió al coche policial, levantó el transmisor de radio y emitió instrucciones. Judd se mantuvo de pie, inestable, todavía balanceándose hacia atrás y hacia adelante a causa de los golpes, Dejándose lavar por el frío cortante del viento. Frente a él entrevía un cadáver en el suelo y comprendió que se trataba de Nick Vaccaro.
Ganamos, pensó. Ganamos. Siguió repitiendo esas palabras una y otra vez en su mente, Y mientras lo decía sabía que aquello no tenía sentido. ¿Qué clase de victoria era aquélla? Él se creía un ser humano civilizado, decente —un medico, un hombre que curaba—, y se había convertido en un animal salvaje, lleno de la concupiscencia de matar. Había llevado a un hombre más allá del borde de la demencia, y después lo había asesinado. Se trataba de una carga inmensa con la cual tendría que convivir siempre. Porque aunque tenía derecho a decirse que había sido en defensa propia, él sabía —y que Dios lo ayudase— que había gozado al hacerlo. Y eso nunca podría perdonárselo. No era mejor que De Marco, o los hermanos Vaccaro, o ninguno de los otros. La civilización era un barniz muy delgado, frágil, y cuando ese barniz se cuarteaba, el hombre se volvía uno con las bestias, volviendo a caer en el cieno del abismo primigenio de donde él se jactaba de haberse elevado.
Judd estaba demasiado fatigado para seguir pensando. Ahora sólo quería cerciorarse de que Anne se hallaba a salvo.
McGreavy estaba allí de pie con un modo desusadamente suave.
—Un coche policial se dirige a la casa, doctor Stevens. ¿Estamos?
Judd asintió con gratitud.
McGreavy lo tomó del brazo y lo guió hacia un coche. Al avanzar lentamente, penosamente, a través del patio se dio cuenta de que había cesado de llover. A lo lejos, en el horizonte, los núcleos de tormenta habían sido barridos por el áspero viento de diciembre y el cielo se estaba aclarando. Por el oeste apareció un pequeño rayo de luz, mientras el sol luchaba por abrirse paso, cada vez más luminoso.
Aquélla iba a ser una hermosa Navidad.