Anthony de Marco tenía mana.
Judd sentía la vibrante fuerza de su personalidad desde el otro lado de la sala. Ésta le llegaba en ondas que golpeaban como una fuerza tangible. Cuando Anne había dicho que su marido era muy atrayente, no había exagerado.
De Marco tenía un rostro clásico, romano, de perfil perfectamente esculpido, ojos negros como el carbón y atrayentes mechones grises entre su pelo negro. Andaba por los cuarenta y cinco años, alto y atlético, y se movía con inquieta gracia animal. Su voz era profunda y magnética.
—¿Aceptaría una copa, doctor?
Judd meneó la cabeza fascinado por el hombre que estaba ante él. Cualquiera hubiera jurado que De Marco era un hombre perfectamente normal, encantador, el perfecto dueño de casa dando la bienvenida al invitado de honor. Había cinco hombres en la biblioteca de ricos paneles. Judd, De Marco, el detective Angeli y los dos que habían tratado de asesinar a Judd en su departamento, Rocky y Nick Vaccaro. Habían formado un círculo en torno a Judd. Estaba frente a las caras del enemigo, y, había en ello una torva satisfacción. Por fin sabía contra quién estaba luchando. Si «luchando» era la palabra adecuada. Se había metido en la trampa de Angeli. Peor, ¡había llamado por teléfono a Angeli y lo había invitado a venir a liquidarlo! Angeli, el chivo-Judas que lo había guiado hacía el matadero.
De Marco estaba estudiándolo con profundo interés, sondeándolo con sus ojos negros.
—He oído hablar mucho de usted.
Judd no contestó.
—Discúlpeme por haberlo traído aquí de esta manera, pero es necesario hacerle algunas preguntas —sonrió excusándose, irradiando calidez.
Judd vio lo que se venía; su mente se adelantaba veloz.
—¿De qué hablaban usted y mi mujer, doctor Stevens? Judd fingió sorpresa en su voz.
—¿Su mujer? No la conozco. De Marco sacudió la cabeza con reproche, —en las últimas semanas ha estado yendo a su consultorio dos veces semanalmente.
Judd frunció el entrecejo como hacienda memoria.
—No tengo ninguna paciente de apellido De Marco.
De Marco asintió comprensivamente.
—Quizás ella halla usado otro nombre. A lo mejor, su nombre de soltera. Blake. Anne Blake.
Judd, cautelosamente, demostró sorpresa.
—¿Anne Blake?
Los hermanos Vaccaro se le acercaron más.
No —les dijo De Marco cortante. Se volvió a Judd. Su modo afable había desaparecido—. Doctor si usted trata de hacer jugarretas conmigo voy a hacerle cosas que usted no creería posibles.
Judd le miró los ojos y le creyó. Sabía que su vida colgaba de un hilo. Puso indignación en su voz.
—Puede hacerme lo que quiera. Hasta este momento no tenía la menor idea de que Anne Blake fuera su mujer.
—Podría ser cierto —dijo Angeli—. El…
De Marco ignoró a Angeli.
—¿De qué hablaron usted y mi mujer durante tres semanas?
Había llegado la hora de la verdad. A partir del instante en que Judd había visto el gallo de bronce en lo alto del tejado, las últimas piezas del rompecabezas habían calzado en sus lugares. Anne no había tendido ninguna trampa para que lo asesinaran. Había sido victima, como él. Se había casado con Anthony De Marco, propietario exitoso de una gran empresa de construcciones, sin tener la menor idea de su verdadera identidad. Entonces algo había sucedido para hacerle sospechar que su marido no era quien había parecido ser, que estaba implicado en algo sombrío y terrible. Sin nadie con quien hablar, había buscado apoyo en un analista, un desconocido en quien poder confiar. Pero en el consultorio de Judd, su fundamental lealtad hacia su marido le había impedido hablar de sus temores.
—No hablamos mucho de nada —dijo Judd sin inmutarse—. Su mujer se negó a decirme cuál era su problema.
Los ojos negros de De Marco estaban fijos en él, sondeando, sopesando.
—Usted tendrá que inventar algo mejor que eso.
Qué pánico habría acometido a De Marco que su mujer visitaba a un psicoanalista, mujer de un dirigente de La Cosa Nostra. No era posible extrañarse de que De Marco hubiera matado por tratar de obtener la ficha de Anne.
—Todo lo que me dijo —respondió Judd— fue que se sentía desdichada por algo pero que no iba a discutirlo conmigo.
—Eso duró diez segundos —dijo De Marco—. Tengo un informe de cada minuto pasado por ella en su consultorio. ¿Qué le dijo a usted en el resto de las tres semanas? Tiene que haberle dicho quién soy.
—Dijo que usted era propietario de una empresa de construcciones.
De Marco lo estudiaba fríamente. Judd sentía formarse gotas de transpiración en su frente.
—He leído algo sobre psicoanálisis, doctor. El paciente habla de todo lo que pasa por su cabeza.
—Eso es parte de la terapia —dijo Judd con naturalidad—. Por eso no llegué a nada con la señora Blake, perdón, con la señora De Marco. Pensaba pedirle que dejara de ser mi paciente.
—Pero no lo hizo.
—No tuve necesidad de hacerlo. Cuando vino a verme el viernes me dijo que se iba a Europa.
—Annie ha cambiado de idea. No quiere irse a Europa conmigo. ¿Y sabe por qué?
Judd lo miró, auténticamente intrigado.
—No.
—Por usted, doctor.
Judd sintió un salto en el corazón. Cuidadosamente trató de que su voz no expresara sentimiento alguno.
—No comprendo.
—Sí que comprende. Annie y yo conversamos mucho anoche. Piensa que se equivocó al casarse. Ya no es feliz conmigo, porque cree que está enamorada de usted —De Marco hablaba en un susurro casi hipnótico—. Quiero que me diga todo lo que sucedió mientras ustedes dos estaban solos en su consultorio y ella estaba tendida en su diván.
Judd se revistió de acero contra las emociones mixtas que corrían a través de él. ¡Lo quería! ¿Pero qué iban a sacar ellos dos de esto? De Marco seguía mirándolo, esperando una respuesta.
—No sucedió nada. Si usted ha leído algo sobre análisis, sabrá que todo paciente femenino atraviesa por una etapa de transferencia afectiva. A determinada altura del tratamiento, antes o después, todas creen estar enamoradas de su médico. Se trata de una fase pasajera.
De Marco seguía mirando con gran atención, sus ojos sondeaban los de Judd.
—¿Cómo supo que ella me consultaba? —dijo Judd, con voz indiferente.
De Marco miró a Judd por un momento y entonces se dirigió a un amplio escritorio y tomó de él un cortapapeles, afilado como una navaja, en forma de puñal.
—Uno de mis hombres la vio entrar en su edificio. Hay un montón de ginecólogos ahí y pensó que ella me estaba preparando una pequeña sorpresa. La siguieron hasta su consultorio —se volvió hacia Judd. Fue una sorpresa, de veras. Se encontraron con que ella visitaba a un psiquiatra. ¡La mujer de Anthony De Marco charlando de mis asuntos personales con un exprimesesos!
—Le he dicho que ella no me habló…
La voz de De Marco era suave.
—La Comissione se reunió. Votaron porque yo la matara, como matamos a todos los traidores —caminaba ahora de un lado a otro recordándole a Judd algún peligroso animal enjaulado—. Pero a mí no me pueden dar órdenes como a un soldado campesino. Yo soy Anthony De Marco, un capo. Les prometí que si ella hubiera dicho algo sobre nuestros asuntos mataría al hombre a quien hubiese hablado. Con estas dos manos —levantó los puños y uno de ellos asía el cortapapeles filoso—. Y ese hombre es usted, doctor.
De Marco caminaba alrededor de él mientras hablaba.
—Se equivoca si… —comenzó Judd.
—No. ¿Sabe quién se equivocó? Annie —miró a Judd de arriba abajo. Parecía auténticamente intrigado—. ¿Cómo pudo pensar que usted valía más, como hombre, que yo?
Los hermanos Vaccaro no pudieron contener la risa.
—Usted no es nada. Un tipito que va a un consultorio todos los días y que gana…, ¿qué? ¿Treinta mil dólares por año? ¿Cincuenta? ¿Cien? Yo gano más en una semana —la máscara de De Marco estaba desapareciendo ahora más rápidamente, erosionada por la presión emocional. Empezaba a hablar en estallidos cortos y excitados, y una capa repulsiva iba cubriendo sus atrayentes facciones. Anne sólo lo había visto detrás de la fachada. Judd estaba con templando la cara descubierta de un paranoico homicida.
—Usted y esa pequeña putana se eligieron el uno al otro.
—No nos elegimos —dijo Judd.
De Marco lo observaba con ojos llameantes.
—¿Ella significa algo para usted?
—Ya le he dicho que es sólo una de mis pacientes.
—Muy bien. Dígaselo a ella misma.
—¿Qué pretende que le diga?
—Que a usted ella no le importa nada. Voy a hacerla venir aquí. Quiero que usted hable con ella a solas.
El pulso de Judd comenzó a galopar. Le iban a dar una oportunidad de salvarse y de salvar a Anne.
De Marco movió la mano y los hombres salieron al hall. De Marco se volvió hacia Judd. Sus profundos ojos negros estaban como encapotados. Sonrió amablemente, la máscara de nuevo en su sitio.
—Mientras Annie no sepa nada seguirá viva.
—Usted la va a convencer de que debe irse a Europa conmigo.
Judd sintió secársele la boca súbitamente. Había un resplandor de triunfo en los ojos de De Marco. Judd sabía por qué. Había subestimado a su opositor.
Fatalmente.
De Marco no era jugador de ajedrez, pero había sido lo bastante hábil para retener un peón que volvía indefenso a Judd: Anne. Cualquier movimiento que hiciera Judd la pondría en peligro. Si la mandaba a Europa con De Marco, estaba seguro de que su vida seguiría amenazada. No creía que De Marco la dejara seguir viviendo. La Cosa Nostra no lo iba a permitir. En Europa, De Marco fingiría un «accidente». Pero si le decía a Anne que no se fuese, si ella descubría lo que le estaba pasando a él, trataría de interponerse y eso significaría su muerte instantánea. No había salida: solamente la elección entre dos trampas.
Desde la ventana de su dormitorio del segundo piso, Anne había observado la llegada de Judd y de Angeli. Durante un momento de exaltación había creído que Judd venía a llevarla consigo, a rescatarla de la terrible situación en que estaba. Pero en ese momento vio que Angeli sacaba un revólver y obligaba a Judd a entrar en la casa.
Había sabido la verdad a propósito de su marido durante las últimas cuarenta y ocho horas. Antes de eso se trataba solamente de una sospecha borrosa, vacilante, tan increíble que ella trató de hacerla a un lado. Había empezado pocos meses antes, una vez que había ido al teatro de Manhattan y había vuelto a casa inesperadamente temprano, porque la primera actriz estaba borracha y habían bajado el telón por la mitad del segundo acto. Anthony le había dicho que tenía una reunión de negocios en casa, pero que terminaría antes de su regreso. Cuando llegó, la reunión continuaba. Y antes de que su sorprendido marido hubiera alcanzado a cerrar la puerta de la biblioteca había oído a alguien gritar. ¡Voto por que demos el golpe en la fábrica esta misma noche y que liquidemos de una vez a esos hijos de puta! La frase, el aire implacable de los desconocidos que estaban allí y la agitación de Anthony al verla se habían combinado para enervar a Anne. Había permitido que sus volubles explicaciones la convencieran, porque deseaba, desesperadamente, ser convencida. En los seis meses pasados desde su matrimonio, Anthony había sido un marido tierno y considerado. Ella le había visto algunos relámpagos ocasionales de carácter violento, pero él se las había arreglado siempre para dominarse rápidamente.
Pocas semanas después del incidente del teatro había levantado el receptor de un teléfono y había oído sin querer la voz de Anthony en la línea de extensión. «Recibimos un cargamento que viene de Toronto esta noche; usted tiene que hacerse cargo de la guardia y poner a alguien. Él no está con nosotros».
Había colgado, impresionada. «Recibimos un cargamento»…, «hacerse cargo de la guardia»… Parecían frases ominosas, pero también podía tratarse de frases inocentes de negocios. Cuidadosamente, con tono indiferente, trató de interrogar a Anthony sobre sus actividades comerciales. Fue como si se hubiera levantado un muro de acero. Se vio enfrentada a un desconocido iracundo que le dijo que se ocupara de su casa y no se metiera en sus asuntos. Habían peleado agriamente, y a la noche siguiente le regaló un collar escandalosamente caro, pidiéndole disculpas con ternura.
Un mes después aconteció el tercer incidente. Anne fue despertada a las cuatro de la mañana por el fuerte golpe de una puerta. Se puso con rapidez un negligé y bajó las escaleras para saber qué pasaba. Oyó que varias personas discutían en alta voz en la biblioteca. Se dirigió a la puerta, pero se contuvo al ver a Anthony allí hablando con medía docena de desconocidos. Con temor de que se enojara si lo interrumpía volvió sin ruido arriba y se acostó. A la hora del desayuno, a la mañana siguiente, le preguntó cómo había dormido.
—Espléndidamente. Caí dormido a las diez y no abrí los ojos una sola vez.
Anne supo entonces que estaba en peligro. No tenía idea de qué clase de peligro o en qué medida ese peligro sería serio. Todo lo que sabía era que su marido le había mentido por razones que ella no podía medir. ¿En qué clase de asuntos estaría implicado, si éstos tenían que ser conducidos secretamente en medio de la noche con hombres que parecían rufianes? Tenía miedo de volver a plantearle el tema de nuevo. Empezó a caer en el pánico.
No tenía a nadie con quien poder hablar.
Pocas noches después, durante una comida en el country-club del cual eran socios, alguien había mencionado a un psicoanalista llamado Judd Stevens y había comentado lo brillante que era.
—Es una especie de analista de analistas, si entiende lo que quiero decir. Es tremendamente buen mozo, pero eso es un desperdicio, porque es uno de esos tipos totalmente dedicados a su profesión.
Anne tomó nota del nombre, cuidadosamente, y a la semana siguiente fue a verlo.
El primer encuentro con Judd trastornó su vida. Se sintió atraída a un vórtice irracional que la estremeció. En su confusión se sintió casi incapaz de hablarle, y salió sintiéndose como una colegiala, prometiéndose no volver. Pero había vuelto para probarse a sí misma que lo que sucedía era una cosa casual, un accidente. Su reacción, la segunda vez, fue aún más fuerte. Siempre se había jactado de ser cuerda y realista y ahora se estaba portando como una chica de diecisiete años enamorada por primera vez. Se encontró incapaz de hablar de su marido con Judd y habían hablado de otras cosas. Y después de cada sesión Anne se sentía cada vez más enamorada de aquel afectuoso y sensible desconocido.
Se dio cuenta de que el asunto era imposible, porque nunca se divorciaría de Anthony. Sintió que debía de haber alguna terrible falla dentro de ella si había podido casarse con un hombre y seis meses después enamorarse de otro. Resolvió que sería mejor nunca volver a ver a Judd.
Y entonces una serie de cosas extrañas comenzaron a suceder. El asesinato de Carol Roberts y Judd arrollado por un coche que había huido. Después leyó en los diarios que Judd se encontraba en el lugar donde Moody había sido hallado muerto en el frigorífico Five Star, cuyo nombre había visto otra vez: en el membrete de una factura sobre el escritorio de Anthony.
Parecía increíble que Anthony pudiera estar implicado en alguna de las cosas espantosas que estaban sucediendo, y sin embargo… Se sintió como atrapada en una pesadilla horripilante y sin salida. No podía hablar de sus miedos con Judd y temía discutirlos con Anthony. Se decía que sus sospechas eran infundadas: Anihony ni siquiera conocía la existencia de Judd. Y cuarenta y ocho horas antes, Anthony había entrado a su dormitorio a interrogarla sobre sus visitas a Judd. Su primera reacción fue de ira por haber sido espiada, pero cedió el lugar rápidamente a todos los miedos que la habían estado acechando. Al mirar su cara retorcida, rabiosa, había comprendido que su marido era capaz de todo.
Hasta de un asesinato.
Durante el interrogatorio cometió un error terrible. Le hizo saber lo que sentía por Judd. Los ojos de Anthony se volvieron más negros, y sacudió la cabeza como esquivando un golpe físico.
Solo cuando quedó a solas se dio cuenta de cuánto más peligro corría ahora Judd y tuvo conciencia de que no podía abandonarlo.
Y ahora Judd estaba aquí, en esta casa. Con su vida en peligro por culpa de ella.
Se abrió la puerta del dormitorio y Anthony entró. Se detuvo y la miró largamente.
—¡Hay un visitante para ti! —dijo.
Anne entró en la biblioteca. Llevaba falda y blusa amarillas y el pelo negro suelto sobre los hombros. Su rostro estaba tenso y pálido, pero un aire de tranquila compostura la envolvía. Judd estaba allí, solo.
—¿Cómo está, doctor Stevens? Anthony me dijo que había venido.
Judd tuvo la sensación de que ambos estaban representando una charada para un público invisible y letal. Comprendió intuitivamente que Anne tenía conciencia de la situación y se ponía en sus manos, a la espera de responder a cualquier sugestión que se le ofreciera.
Y él no podía hacer sino tratar de mantenerla con vida un tiempo. Sí Anne rehusaba ir a Europa, De Marco la mataría allí mismo.
Vaciló, escogiendo cuidadosamente sus palabras. Cada una de ellas podía ser tan peligrosa como la bomba que habían puesto en su coche.
—Señora De Marco, su esposo está inquieto porque usted ha cambiado de idea en cuanto a su viaje con él a Europa.
Anne esperó, escuchando, sopesando.
—Lo siento —dijo.
—Yo también. Creo que usted debería ir —dijo Judd levantando la voz.
Anne estudiaba su cara, intentaba leer sus ojos.
—¿Y si me niego? ¿Y si me voy de aquí ahora mismo?
Judd se llenó de una alarma súbita.
—No debe hacerlo —nunca dejaría, viva, aquella casa—, señora De Marco —dijo pausadamente—, su esposo está bajo la falsa impresión de que usted está enamorada de mí —ella abrió los labios para decir algo y él prosiguió rápidamente—. Le expliqué que eso es parte normal del análisis: una transferencia afectiva por la cual atraviesan todas las pacientes.
Anne entendió su intención.
—Ya lo sé. Pienso que fui una tonta al ir a consultarlo, en primer término. Tendría que haber tratado de resolver sola mi problema —sus ojos le dijeron qué cierto era lo que afirmaba, cuánto se reprochaba por haberlo puesto en tal peligro—. Lo he estado pensando. Puede ser que unas vacaciones en Europa me hagan bien.
Judd respiró con alivio. Anne había comprendido.
Pero no había modo de que él pudiera ponerla sobre aviso respecto del peligro real en que ella estaba. ¿O acaso lo sabía? Y si lo sabía, ¿qué podría hacer él? Miró por encima de Anne hacia la ventana de la biblioteca que enmarcaba los árboles altos que bordeaban los bosques. Anne le había dicho que había hecho largas caminatas entre ellos. Era posible que ella conociera alguna vía de escape. Si pudieran llegar hasta los bosques… Bajó la voz con urgencia.
—Anne…
—¿Terminaron su charlita?
Judd giró sobre sí mismo. De Marco había entrado sin hacer ruido. Tras él venían Angeli y los hermanos Vaccaro.
Anne se dirigió a su marido.
—Sí —dijo—. El doctor Stevens piensa que debería ir a Europa contigo. Voy a seguir su consejo.
De Marco sonrió y miró a Judd.
—Sabía que podía contar con usted, doctor.
Irradiaba encanto, sonriendo ampliamente, con la satisfacción de un hombre que ha logrado un triunfo total. Era como si la increíble energía que corría a través de De Marco pudiera ser convertida a voluntad, conmutada de una negra maldad en una calidad imperiosa, atrayente. Hasta Judd tuvo dificultad en creer, en ese instante, que este Adonis lleno de gracia, tan amistoso, fuera un asesino psicópata, a sangre fría. No era de extrañarse que Anne se hubiera sentido atraída por él.
De Marco se volvió hacia Anne.
—Saldremos mañana muy temprano, querida. ¿Por qué no vas arriba a hacer las valijas?
—Bueno —Anne extendió su mano—. Adiós, doctor Stevens.
Judd se la estrechó.
—Adiós.
Y esta vez era adiós. No había escape. Judd la vio darse vuelta, inclinar la cabeza a los otro, y salir.
De Marco la miró subir.
—¿Verdad que es muy bonita? —había una extraña expresión en su cara. Amor, posesión… y algo distinto. ¿Lástima? ¿Por lo que iba a hacer de Anne?
—Ella no sabe nada de todo esto —dijo Judd—. ¿Por qué no la deja fuera de todo? Déjela irse.
Tuvo la sensación de que el conmutador dentro de De Marco giraba a la vista de todos. El encanto desapareció y el odio empezó a colmar la habitación, Era una corriente que iba de De Marco a Judd, que no tocaba a nadie más. Había una expresión de éxtasis casi orgiástica en la cara de De Marco.
—Vamos, doctor.
Judd miró en torno, midiendo sus posibilidades de fuga. Con seguridad, De Marco preferiría no matarlo dentro de su casa. Tendría que ser ahora o nunca. Los hermanos Vaccaro lo observaban golosamente, a la espera de que hiciese un movimiento. Angeli estaba junto a la ventana con la mano cerca del revólver.
—Yo no lo intentaría —dijo De Marco suavemente—. Usted es hombre muerto…, pero vamos a hacerlo a mi manera.
Empujó a Judd hacia la puerta. Los otros lo cercaron y el grupo se dirigió hacia el hall de entrada.
Cuando Anne alcanzó el vestíbulo superior esperó junto a la baranda, mirando hacia el hall de abajo. Se echó atrás para ocultarse al ver a Judd, que rodeado por los otros se dirigía hacia la puerta de entrada. Apresuradamente entró en su dormitorio y miró por la ventana. Los hombres empujaban a Judd hacia el coche de Angeli.
Rápida, Anne alcanzó el teléfono y discó el número de la operadora. Pareció una eternidad la espera de la contestación.
—¡Operadora, la policía! Rápido. ¡Es una emergencia!
Una mano de hombre avanzó frente a ella y cortó la comunicación. Anne lanzó un grito y giró sobre sí misma. Nick Vaccaro se inclinaba sobre ella sonriendo.