En el centro de comunicaciones de la Jefatura de Policía iluminado con neón y procesado contra sonidos, una docena de oficiales en mangas de camisa, manejaban la gigantesca central. Seis operadores estaban sentados a cada lado del tablero. En medio del tablero había un tubo neumático de salida. A medida que llegaban las llamadas, los operadores escribían un mensaje, lo colocaban en el tubo y lo enviaban al piso alto, hacia el encargado de despachos para obtener inmediata entrega a alguna subestacíón o a algún coche patrullero. Las llamadas no cesaban nunca. Se derramaban allí, día y noche, como un río de tragedias que brotase de los ciudadanos de la inmensa metrópolis. De hombres y mujeres aterrorizados…, solitarios…, borrachos…, heridos…, homicidas… Era como una escena pintada por Hogarth, pero no con colores sino con palabras vívidas, angustiadas.
Ese lunes se sentía una tensión más en el aire. Cada operador telefónico atendía su tarea con plena concentración, y sin embargo cada uno de ellos tenía conciencia de la cantidad de detectives y de agentes de la FBI que permanentemente entraban y salían de la sala recibiendo y dando órdenes, trabajando eficiente y tranquilamente mientras extendían una vasta red electrónica para arrestar al doctor Judd Stevens y al detective Frank Angeli. La atmósfera consistía en un acelerado, extraño staccato, como si la acción fuera dirigida por un torvo y nervioso titiritero.
El capitán Bertelli hablaba con Allen Sullivan, miembro de la Comisión del Crimen de la Municipalidad, cuando entró McGreavy. McGreavy conocía de antes a Sullivan. Éste era áspero y franco. Bertelli cortó la conversación y se volvió hacia el detective con la cara convertida en un signo de interrogación.
—Las cosas están marchando —dijo McGreavy—. Encontramos un testigo ocular, un sereno que trabaja en el edificio que está frente al consultorio del doctor Stevens. El martes de noche, cuando alguien penetró en el consultorio, el sereno entraba en su turno. Vio que dos hombres entraban en el edificio. La puerta de calle estaba cerrada, pero entraron mediante una llave. Él creyó que trabajarían allí.
—¿Consiguió un identi-kit?
—El hombre identificó una foto de Angeli.
—El martes de noche creíamos que Angeli estaba en casa resfriado.
—Así es.
—¿Y qué hay del otro hombre?
—El sereno no lo pudo ver bien.
Una operadora enchufó una de las innumerables luces rojas que parpadeaban sobre el tablero y se volvió hacia el capitán Bertelli.
—Para usted, capitán. Patrulla de la carretera de New Jersey.
Bertellí se apoderó de un teléfono extensible.
—Capitán Bertelli —escuchó durante un momento—. ¿Está seguro?… ¡Muy bien! ¿Puede reunir todas las unidades posibles ahí? Bloquee los caminos, Quiero que cubran el área como con una manta. Manténganse en contacto estrecho… Gracias —colgó y se volvió hacía los dos hombres—. Parece que hemos conseguido una pista. Un patrullero novicio ubicó el coche de Angeli en un camino secundario cerca de Orangeburg. La patrulla caminera está ahora rastrillando el área.
—¿Y el doctor Stevens?
—Estaba en el coche con Angeli. No se preocupe. Los van a encontrar.
McGreavy sacó dos cigarros. Le ofreció uno a Sullivan, que lo rechazó, se lo dio a Bertelli y se puso uno entre los dientes.
—Tenemos algo a favor nuestro. El doctor Stevens está vivo porque tiene un Dios aparte —encendió un fósforo y dio fuego a los dos cigarros—. Acabo de hablar con un amigo de él, el doctor Peter Hadley. El doctor Hadley me contó que fue a buscar a Stevens a su consultorio hace unos días y encontró a Angeli allí con un revólver en la mano. Angeli le contó un cuento disparatado sobre un ratero que estaban acechando. Me juego a que la llegada del doctor Hadley le salvó la vida a Stevens.
—¿Cómo empezó a sospechar de Angeli? —preguntó Sullivan.
—La cosa empezó por dos datos que tuve sobre el hecho de que Angeli estaba extorsionando a unos comerciantes —dijo McGreavy—. Cuando fui a comprobarlo, las víctimas no quisieron hablar. Estaban aterrorizados, pero no me pude figurar por qué. No le dije nada a Angeli. Sólo empecé a seguirlo de cerca. Cuando se supo lo del asesinato de Hanson, Angeli vino y me pidió que lo dejara trabajar conmigo en el caso. Me dijo algunas tonteras sobre lo mucho que me admiraba y cómo siempre había deseado ser mi compañero. Sabía que debía tener alguna intención y entonces, con permiso del capitán Bertelli, le hice el juego. No hay que extrañarse de que quisiera trabajar en el caso; ¡estaba metido en él hasta la cabeza! En ese momento yo no estaba seguro de que el doctor Stevens estuviera implicado en los asesinatos de John Hanson y Carol Roberts, pero decidí utilizarlo para tenderle una trampa a Angeli. Inventé una acusación falsa contra Stevens, y le dije a Angeli que iba a culpar a Stevens por los dos asesinatos. Me imaginé que Angeli pensaba estar libre del anzuelo, y entonces iba a aflojar la tensión y a descuidarse.
—¿Dio resultado?
—No. Me sorprendió condenadamente fingiendo luchar por salvar a Stevens de la cárcel.
Sullivan lo miró, sorprendido.
—Pero ¿por qué?
—Porque quería matarlo y no iba a poder hacerlo si lo prendíamos.
—Cuando McGreavy empezó a presionar —dijo el capitán Bertelli— Angeli me vino a ver sugiriendo que McGreavy estaba tratando de hacer imputaciones falsas contra el doctor Stevens.
—Estábamos seguros de encontrarnos en una buena pista —dijo McGreavy—. Stevens contrató a un detective privado llamado Moody. Investigué a Moody y supe que se había indispuesto con Angeli cuando un cliente de Moody había sido acusado por Angeli en un asunto de drogas. Moody dijo que su cliente había sido imputado en falso. Sabiendo lo que sé ahora, creo que Moody decía la verdad.
—Así que Moody adivinó la respuesta desde el principio.
—No todo fue adivinar. Moody era inteligente. Sabía que Angeli debía de estar implicado. Cuando encontró la bomba en el coche del doctor Stevens la entregó al FBI y pidió que la registraran.
—¿Temía que si Angeli se apoderaba de ella encontrase algún modo para hacerla desaparecer?
—Eso es lo que creo. Pero alguien lo traicionó y mandó una copia del informe a Angeli. Éste supo entonces que Moody lo perseguía. La primera pista segura la tuvimos cuando Moody salió con lo del nombre de «Don Vinton».
—Que, para La Cosa Nostra, quiere decir «El Hombre Grande».
—Sí. Por alguna razón, alguien de La Cosa Nostra quería matar al doctor Stevens.
—¿Cómo vinculó usted a Angeli con La Cosa Nostra?
—Volví a ver a los comerciantes que Angeli había estado exprimiendo. Cuando mencioné La Cosa Nostra verdadero pánico. Angeli trabajaba para una de las familias de La Cosa Nostra, pero se volvió ambicioso y hacía trabajitos por cuenta propia además.
—¿Y porque La Cosa Nostra quería matar al doctor Stevens? —Preguntó Sullivan—. No sé. Estamos trabajando desde distintos ángulos —suspiró—. Hemos tenido dos fracasos: Angeli se escurrió de los dos hombres que habíamos puesto a seguirlo y el doctor Stevens se escapó del hospital antes que yo pudiera ponerlo en guardia contra Angeli y concederle protección.
La central dió una señal luminosa. Una operadora enchufó, escuchó un momento y dijo:
—Capitán Bertelli.
Bertelli agarró el teléfono extensible.
—Capitán Bertelli —escuchó sin decir nada. Y lentamente puso el receptor en su sitio y se volvió hacia McGreavy.
—Les perdieron la pista.