20

—Más despacio, más despacio —dijo Angeli con voz ronca—. No entiendo una palabra de lo que dice.

—Disculpe —dijo Judd. Respiró profundamente. «¡Tengo la respuesta!». Se sintió tan aliviado al oír por teléfono la voz de Angeli que casi balbuceaba—. ¡Ya sé quién está intentando matarme. Ya sé quién es Don Vinton!

Se notaba un tono escéptico en la voz de Angeli.

—No encontramos a ningún Don Vinton.

—¿Sabe por qué? Porque no es «él»: es «quién».

—¿Quiere hablar más despacio?

La voz de Judd temblaba, excitada.

—Don Vinton no es un nombre. Es una expresión italiana. Quiere decir «el hombre grande». Eso era lo que Moody trataba de decirme. Que «El Hombre Grande» me perseguía.

—Me confunde, doctor.

—No quiere decir nada en inglés —dijo Judd—, pero si se dice en italiano, ¿a usted no le sugiere nada? ¿Una organización de asesinos dirigida por «El Hombre Grande»?

Hubo un largo silencio en el teléfono.

—¿La Cosa Nostra?

—¿Quién más podría reunir un grupo de asesinos y armas como éste? ¿Ácido, bombas, armas de fuego? ¿Recuerda que le dije que el hombre que estamos buscando era un europeo meridional? Es italiano.

—No tiene sentido. ¿Por qué iba La Cosa Nostra a querer matarlo a usted?

—No tengo la menor idea. Pero estoy en lo cierto. Sé que estoy en lo cierto. Y calza con algo que, Moody dijo. Que era un grupo de hombres el que trataba de matarme.

—Es la teoría más absurda que he oído —dijo Angeli, y hubo una pausa. Entonces añadió—. Pero supongo que podría ser exacta.

Judd se sintió inundado por un súbito alivio. Si Angeli no hubiese querido escucharlo, no hubiera tenido a nadie hacia quien volverse.

—¿Ha hablado de esto con alguien?

—No —dijo Judd.

—¡No hable! —la voz de Angeli lo urgía—. Si usted está en lo cierto, entonces su vida depende de eso. Ni se acerque a su consultorio o a su departamento.

—No lo haré —prometió Judd. De pronto recordó—. ¿Usted sabe que McGreavy ha obtenido mi orden de arresto?

—Sí. —Angeli vaciló—. Si McGreavy lo atrapa usted no llega vivo a la comisaría.

¡Dios mío! Así que había estado en lo cierto respecto a McGreavy. Pero no podía creer que McGreavy fuese el cerebro dirigente. Alguien lo dirigía a él…, Don Vinton, El Hombre Grande.

—¿Me oye?

La boca de Judd se secó de pronto.

—Sí.

Un hombre de sobretodo gris estaba junto a la cabina telefónica mirando a Judd. ¿Era el hombre que había visto hacía un rato?

—Angeli…

—¿Si?

—No sé quiénes son los otros. No sé qué aspecto tienen. ¿Cómo hago para seguir viviendo hasta que los prendan?

El hombre que estaba junto a la cabina lo seguía mirando.

Llegó la voz de Angeli por la línea.

—Vamos a ir directamente al FBI. Tengo un amigo bien relacionado, se ocupará de que usted sea protegido hasta estar a salvo. ¿Estamos? —había una nota de seguridad en la voz de Angeli.

—Muy bien —dijo Judd con gratitud, sentía las rodillas como si fueran de gelatina.

—¿Dónde está usted ahora?

—En una cabina telefónica, en la planta baja del edificio de la Pan-American.

—No se mueva de ahí. Manténgase entre mucha gente. Voy yendo —se oyó un clic. Angeli había colgado.

Colocó el teléfono sobre el escritorio del salón de la brigada, con una sensación de náuseas muy profunda dentro de él. A través de los años se había acostumbrado a tratar con asesinos, violadores, pervertidos de todas clases y en cierto modo, a su debido tiempo, una pequeña costra defensiva se le había formado, permitiéndole seguir creyendo en la dignidad básica y en la humanidad del hombre.

Pero un policía bandido era una corrupción que alcanzaba a cada uno de los componentes de la fuerza, que violaba todo aquello contra lo cual luchaban y por lo cual morían los policías decentes.

El salón de la Brigada estaba lleno de pies que pasaban y de murmullos de voces, pero él no oía nada de ello. Dos patrulleros de uniforme pasaron por el salón llevando a un borracho gigantesco esposado. Uno de los oficiales tenía un ojo en compota y el otro sostenía un pañuelo contra su nariz ensangrentada. La manga de su uniforme había sido arrancada a medias. Y el patrullero tendría que pagar la compostura. Esos hombres estaban prontos para arriesgar sus vidas cada día y cada noche del año. Pero eso no obtenía titulares en los diarios. Un policía bandido sí. Un policía bandido los manchaba a todos. Su propio compañero.

Se puso de pie fatigado y caminó por el viejo corredor hacia la oficina del capitán. Golpeó una sola vez y entró.

Detrás de un escritorio baqueteado, con marcas puchos encendidos de incontables años, estaba sentado el capitán Bertelli. Dos hombres del FBI estaban con él, vestidos de civil. El capitán Bertelli miró hacia la puerta que se abría.

—¿Y?

El detective asintió.

—Todo combina. El guardián de objetos y útiles dice que él entró y tomó la llave de Carol Roberts del armario de pruebas el viernes de tarde y la volvió a poner allí el miércoles de noche. Por eso la prueba de parafina resultó negativa. Entró en el consultorio del doctor Stevens por medio de una de las llaves originales. El guardián nunca cuestionó el asunto, porque sabía que el caso estaba a su cargo.

—¿Sabe dónde está él ahora? —preguntó el más joven de los hombres del FBI.

—No. Le pusimos un seguidor, pero éste lo perdió. Podría estar en cualquier parte.

—Debe de estar persiguiendo al doctor Stevens —dijo el segundo agente del FBI.

El capitán Bertelli se volvió a los dos del FBI.

—¿Qué posibilidades tiene el doctor Stevens de seguir viviendo?

El hombre meneó la cabeza.

Si lo encuentran antes que nosotros, ninguna. El capitán Bertelli asintió.

—Tenemos que encontrarlo antes —su voz se volvió feroz—. Quiero que traigan a Angeli también. No importa como —se volvió al detective—. Atrápelo, McGreavy.

La radio de la policía empezó a transmitir un mensaje en staccato: «Código diez… Código diez… Todos los coches…, pick-up cinco…».

Angeli apagó la radio.

—¿Alguien sabe que lo recogí? —preguntó.

—Nadie —aseguró Judd.

—¿No ha hablado de La Cosa Nostra con nadie?

—Sólo con usted.

Angeli asintió, satisfecho.

Habían cruzado el puente George Washington y se dirigían a New Jersey. Pero todo había cambiado. La otra vez había estado lleno de aprensión. Ahora, con Angeli a su lado, ya no se sentía como si hubieran cazadores persiguiéndolo. Él era ahora el cazador. Y ese pensamiento lo llenó de honda satisfacción.

Por una sugerencia de Angeli, Judd había dejado su coche alquilado en Manhattan y viajaba en el auto policial sin identificación de Angeli. Angeli se había dirigido hacia el Norte por la ruta interestado de Palisades y había salido por Orangeburg. Se acercaban a Old Tappan.

—Usted fue muy astuto al localizar lo que estaba sucediendo, doctor —dijo Angeli.

Judd meneó la cabeza.

—Debía haberlo imaginado tan pronto como supe que había más de un hombre implicado. Tenía que ser una organización que empleara asesinos profesionales. Creo que Moody, sospechó la verdad cuando vimos la bomba dentro de mi coche. Tenían acceso a cualquier clase de armas.

Y Anne. Era parte de la operación, ubicándolo para que pudieran matarlo. Y sin embargo… no podía odiarla. A pesar de lo que hubiese hecho, nunca la podría odiar.

Angeli había salido de la carretera principal. Hábilmente hizo pasar el coche a un camino secundario que llevaba a un área boscosa.

—¿Sabe su amigo que estamos por llegar? —preguntó Judd.

—Lo llamé por teléfono. Lo está esperando.

Un camino lateral apareció de pronto, y Angeli dió la vuelta para entrar en él. Manejó durante una milla y frenó deteniéndose frente a un portón eléctrico. Judd observó una pequeña cámara de televisión montada sobre el portón. Se oyó un «clic» y el portón se abrió de par en par, cerrándose luego sólidamente tras ellos. Comenzaron a recorrer un camino de entrada largo y ondulante. A través de los árboles que estaban más adelante, Judd tuvo la visión rápida del techo inclinado de una casa enorme. Sobre él, en lo alto, relumbrante bajo el sol, había un gallo de bronce.

Le faltaba la cola.