19

Se quedó sentado en el auto frente al terreno baldío, tratando de juntar las piezas del rompecabezas. El número de teléfono equivocado pudo haber sido un error. O la dirección, otro. Pero no ambos. Anne le había mentido deliberadamente. Y si le había mentido sobre quién era y sobre dónde vivía, ¿qué otras mentiras le habría dicho? Hizo un esfuerzo para examinar objetivamente todo lo que realmente sabía de ella. Se redujo a casi nada, Había ido a su consultorio sin anunciarse y había insistido en convertirse en paciente suya. En las cuatro semanas durante las cuales lo había visitado se las había arreglado cuidadosamente para no revelar cuál era su problema, y de pronto le había anunciado que aquél ya estaba resuelto y que se iba a ausentar. Después de cada visita le había pagado en dinero constante para que no hubiera manera de seguirle las huellas. Pero ¿qué razón había tenido para hacerse pasar por paciente y luego desaparecer? Había una sola respuesta. Y cuando ésta se rebeló de pronto a Judd, se sintió físicamente nauseado.

Si alguien hubiese querido preparar su asesinato, hubiese querido conocer su rutina en el consultorio, hubiese querido saber cómo era el interior del mismo; entonces, ¿qué mejor manera que la de obtener acceso a él como paciente? Eso era lo que ella había estado haciendo. Don Vinton la había mandado. Cuando supo lo que quería saber había desaparecido sin dejar rastros.

Todo había sido ficción, y pensar que él había estado tan ávido de ser atrapado. Cómo se habría reído ella al volver con sus informes a Don Vinton, a propósito del idiota enamorado que se llamaba a sí mismo un analista y pretendía ser un experto en materia de gente. Estaba enamorado de pies a cabeza de una muchacha cuyo único interés por él era prepararlo para ser asesinado. ¿Cómo sonaba eso respecto a quién debía ser juez en materia de caracteres? ¡Qué informe divertido podría ser aquél para la Asociación Americana de Psiquiatría!

Pero ¿y si no fuese cierto? Suponiendo que Anne hubiera llegado a él con un problema auténtico, ¿habría usado un nombre ficticio porque tenía miedo de avergonzar a alguien? Mientras tanto, el problema se había resuelto y ella decidió que ya no necesitaba la ayuda de un analista. Había una cantidad «x» en torno a Anne que debía ser descubierta. Tenía una fuerte sensación de que en esa cantidad incógnita podía residir la respuesta a todo lo que estaba sucediendo. Era posible que ella estuviera siendo forzada a actuar contra su propia voluntad. Pero aun cuando lo pensaba, sabía que era una tontería. Estaba tratando de caracterizarla como a una damisela en peligro y a sí mismo como a un caballero de reluciente armadura. ¿Habría ayudado a preparar su asesinato ella? De una manera o de otra, debía descubrirlo.

Una mujer de cierta edad vestida con un batón rotoso salió de una de las casas de enfrente y lo miró fijamente. Dio la vuelta a su coche y enfiló de nuevo hacia el puente George Washington.

Había una cola de coches detrás de él. Cualquiera de ellos podía estar siguiéndolo. Pero ¿por qué habían de seguirlo? Sus enemigos sabían dónde encontrarlo. No podía quedarse sentado y esperar pasivamente el ataque. Tenía que ser él quien atacara, despistarlos, enfurecer a Don Vinton para hacerle cometer un error por el cual pudiera dársele jaque mate. Y tenía que hacerlo antes de que McGreavy lo pescara y lo encerrara.

Judd manejó hacia Manhattan. La única clave posible de todo esto era Anne… y había desaparecido sin dejar huellas. Y al día siguiente habría salido del país.

Y Judd supo entonces que tenía una posibilidad para encontrarla.

Era la víspera de Navidad y la oficina de PanAm estaba repleta de viajeros y de futuros viajeros en espera luchando por conseguir plazas en aviones que volaban hacia todo el mundo.

Judd avanzó hacia el mostrador a través de la cola de espera y dijo que quería hablar con el gerente. La chica uniformada que estaba tras el mostrador le hizo una sonrisa profesionalmente, codificada y le pidió que esperase; el gerente estaba hablando por teléfono.

Judd se quedó allí oyendo una babel de frases.

—Quiero salir de la India el cinco.

—¿Hará frío en París?

—Quiero que en Lisboa me esté esperando un coche.

Sentía un deseo desesperado de subir a un avión y huir. Dé pronto tomó conciencia de lo exhausto que estaba, física y emocionalmente. Don Vinton parecía tener un ejército a su disposición, pero Judd estaba solo.

—¿En qué puedo serle útil?

Judd se dio vuelta. Un hombre alto, con aspecto cadavérico, estaba detrás del mostrador.

—Soy Friendly —dijo. Esperó que Judd apreciara el chiste que consistía en presentarse por su apellido, de significado tan amistoso… Judd sonrió, como se esperaba de él—. Charles Friendly. ¿Puedo serle útil?

—Soy el doctor Stevens. Estoy tratando de localizar a una de mis pacientes. Es pasajera de un vuelo que sale para Europa mañana.

—¿El nombre?

—Blake. Anne Blake —vaciló—. Es posible que la reserva haya sido hecha a nombre del señor Anthony Blake y señora.

—¿Hacia dónde vuelan?

—No…, no estoy seguro.

—¿Tienen reserva para uno de nuestros vuelo-matutinos o vespertinos?

—Ni siquiera estoy seguro de que se trata de la línea de ustedes.

Los ojos del señor Friendly dejaron de ser amistosos.

—Entonces me temo que no pueda ayudarlo.

Judd experimentó una súbita sensación de pánico.

—Es realmente urgente. Tengo que encontrarla antes de su partida.

—Doctor: Pan-American tiene uno o más vuelos, cada día, hacia Amsterdam, Barcelona, Berlín, Bruselas, Copenhague, Dublín, Düsseldorf, Fráncfort, Hamburgo, Lisboa, Londres, Munich, Paris, Roma, Shannon, Stuttgart y Viena. Casi todas las demás líneas internacionales hacen lo mismo. Tendría que tomar contacto individualmente con cada una de ellas. Y dudo que puedan ayudarlo a menos que usted les dé el destino exacto y la hora de partida —la expresión de la cara del señor Friendly era de impaciencia—. Si me disculpa… —se volvió para irse.

—Espere —dijo Judd. ¿Cómo podría explicarle que aquélla podía ser su última oportunidad de seguir viviendo? ¿Su último contacto para descubrir quién estaba intentando matarlo?

Friendly lo miraba con fastidio casi evidente.

—¿Cómo decía?

Judd se obligó a sonreír, detestándose por hacerlo.

—¿No tienen algún sistema computador central. —Preguntó— donde puedan conseguir los nombres de los pasajeros por medio de…?

—Sólo si se sabe el número del vuelo —dijo el señor Friendly. Se dio vuelta y desapareció.

Judd se quedó junto al mostrador, sintiendo náuseas. Jaque y Jaque mate. Había sido derribado. Ya no había piezas que mover.

Un grupo de sacerdotes ítalianos entró en montón, vestidos de largas sotanas flotantes y anchos sombreros negros, parecían salidos de la Edad Media. Iban cargados con valijas baratas de cartón, cajas y grandes canastas de fruta. Hablaban fuerte en italiano y evidentemente estaban haciéndole bromas al miembro más joven del grupo, un muchacho que no parecía tener más de dieciocho o diecinueve años. Probablemente iban de regreso a Roma luego de unas vacaciones, pensó Judd mientras oía su charla. Roma…, donde Anne estaría pronto… De nuevo Anne.

Los curitas se acercaban al mostrador.

«E molto bene di ritornare a casa».

«Sí, d’accordo».

«Signore, per piacere, guardatemi».

«Tutto va bene?».

«Si, ma…».

«Dio mío, dove sono i miei biglietti».

«Cretino, hai perduto i biglietti».

«Ah, eccoli».

Los curas entregaron sus billetes de vuelo al más joven de ellos, que se dirigió, vergonzoso, a la chica del mostrador.

Judd miró hacia la salida. Un hombre grandote con sobretodo gris se detenía en la puerta.

El joven sacerdote hablaba a la chica del mostrador. «Disci, disci».

La muchacha lo miró sin expresión. El curita sumó todo su conocimiento del inglés y dijo con mucho cuidado: «Ten. Billetta. Tiquet», y empujó los billetes hacia ella.

La chica sonrió, feliz, y empezó a controlarlos. Los curas rompieron en dichosos gritos de aprobación por la habilidad de su compañero en materia lingüística y le golpearon la espalda.

No tenía sentido quedarse allí más tiempo. Tarde o temprano tendría que hacer frente a lo que fuera a pasar. Judd se volvió lentamente y empezó a tratar de atravesar el grupo de sacerdotes.

«Guardate che ha fatto il Don Vinton».

Judd se paró, con la sangre subiéndole a la cara violentamente. Se dirigió al cura gordito que había hablado y lo tomó del brazo.

—Discúlpeme —dijo con la voz ronca e insegura—. ¿Dijo usted Don Vinton?

El cura lo miró inexpresivo, le dio unos golpecitos en el brazo y empezó a alejarse.

Judd le apretó más el brazo.

—¡Espere! —dijo.

El cura lo miraba nerviosamente. Judd se obligó a hablar tranquilamente.

—Don Vinton. ¿Cuál es? Muéstremelo.

Todos los curas miraban ahora a Judd. El curita miró a sus compañeros. «E un americano matto».

Un parloteo de excitado italiano se elevó del grupo. Con el rabo del ojo, Judd vio que Friendly lo miraba desde atrás del mostrador. Friendly abrió la portezuela del mostrador y empezó a avanzar hacia él. Judd luchó para dominar un pánico creciente. Soltó el brazo del cura, se inclinó hacia él y dijo lenta y claramente «Don Vinton».

El cura bajito miró un momento la cara de Judd y entonces su propia cara demostró diversión. «¡Don Vinton!».

El gerente se iba acercando rápidamente, con aire hostil. Judd hizo un gesto animando al cura a que hablase. El cura indicó al curita joven: «Don Vinton…, “hombre grande”».

Y las piezas del rompecabezas calzaban de pronto.