El cuarto del hospital era diferente, pero la enfermera era la misma. Una masa de evidente desaprobación. Sentada junto a su cama, fue lo primero que Judd vio al abrir los ojos.
Estamos despiertos —dijo fríamente—. El doctor Harris quiere verlo, voy a decirle que estamos despiertos —salió, tiesa, del cuarto.
Judd se incorporó con movimientos cuidadosos. Los reflejos de brazos y piernas eran un poco lentos, pero estaban ilesos. Trató de fijar los ojos, uno por vez, sobre una silla que estaba al otro lado. Su visión era algo turbia.
—¿Quiere una consulta?
Levantó la vista. El doctor Seymour Harris había entrado en el cuarto.
—Bueno —dijo alegremente el doctor Harris—, usted se está convirtiendo en uno de nuestros mejores clientes. ¿Sabe a cuánto asciende su cuenta por costuras solamente? Vamos a tener que hacerle tarifas rebajadas… ¿Cómo durmió, Judd? —se sentó en la orilla de la cama.
—Como un bebé. ¿Qué me dieron?
—Un pinchazo de luminal sódico.
—¿Qué hora es?
—Mediodía.
—¡Dios mío! —dijo Judd—. Tengo que salir.
El doctor Harris retiró el gráfico del sujetapapeles que llevaba en la mano.
—¿De qué le gustaría que habláramos primero? ¿De su conmoción? ¿De sus desgarrones? ¿De sus contusiones?
—Me siento muy bien.
El doctor dejó de lado el gráfico.
—Judd, su cuerpo ha sido muy castigado. Mucho más de lo que cree. Si usted es algo despejado, quédese exactamente en esa cama por unos pocos días Y descanse. Y después tómese un mes de vacaciones.
—Gracias, Seymour —dijo Judd.
—Usted no quiere decir «gracias», sino «muy agradecido», como despedida.
—Es que tengo que ocuparme de algo.
El doctor Harris suspiró.
—¿Sabe quiénes son los peores pacientes del mundo? Los médicos —cambió de tema, admitiendo la derrota—. Peter pasó aquí toda la noche. Ha estado llamando cada hora. Está preocupado por usted. Piensa que alguien trató de matarlo anoche.
—Usted sabe cómo somos los médicos: tenemos exceso de imaginación.
Harris le lanzó una ojeada, se encogió de hombros y dijo:
—El analista es usted. Yo no soy más que Ben Casey. Es posible que sepa lo que hace, pero yo no apostaría un centavo en todo esto. ¿Está seguro de no querer quedarse unos días en cama?
—No puedo.
—Bueno, tigre. Lo daré de alta mañana.
Judd empezó a protestar, pero el doctor Harris le cortó la palabra.
—No discuta. Mañana es domingo. Los tipos que lo golpearon tienen que descansar.
—Seymour…
—Algo más. Detesto portarme como una mama judía, pero ¿ha comido algo últimamente?
—No mucho —dijo Judd.
—Muy bien. Voy a darle, a la señorita «Delachata» 24 horas para engordarlo. Y, Judd…
—¿Sí?
—Cuídese. Detestaría perder a un cliente tan bueno como usted —y el doctor Harris salió.
Judd cerró los ojos para descansar un momento. Oyó un ruido de platos, cuando levantó la vista una hermosa enfermera irlandesa entró haciendo rodar una mesita con comida.
—¿Está despierto, doctor Stevens? —sonrió.
—¿Qué hora es?
—Las seis.
Había dormido todo el día.
Estaba colocando su comida en la bandeja.
—Esta noche estará de fiesta: pavo. Mañana es Nochebuena.
—Ya sé.
No tenía ganas de cenar hasta que tomó el primer bocado y descubrió que estaba muerto de hambre. El doctor Harris había cortado todas las llamadas telefónicas, de modo que se quedó en la cama sin que nadie lo molestara, juntando fuerzas, apelando a sus reservas interiores. Mañana necesitaría toda la energía que pudiese reunir.
A las diez de la mañana siguiente el doctor Seymour Harris entró en el cuarto de Judd.
—¿Cómo marcha mi paciente favorito? —le preguntó con una sonrisa radiante—. Casi tiene aspecto humano.
—Me siento casi humano.
—Bueno. Va a recibir una visitante. No me gustaría que lo asustara.
Peter, y también Norah, probablemente. Daba la impresión de que pasaban la mayor parte de su tiempo haciéndole visitas de hospital.
El doctor Harris prosiguió.
—Es un tal McGreavy, teniente.
A Judd se le paró el corazón.
—Está ansioso por hablar con usted. Ya viene para acá. Quería estar seguro de encontrarlo despierto.
Para poder arrestarlo. Con Angeli enfermo, en cama, McGreavy habría podido confeccionar testimonios que condenaran a Judd. Si McGreavy le ponía las manos encima, entonces no habría esperanza. Tenía que huir antes de que McGreavy llegara.
—¿Me haría el favor de pedirle a la enfermera que llame al barbero? —dijo Judd—. Me gustaría afeitarme.
Su voz debió sonar rara porque el doctor Harris lo miraba extrañado, o sería porque McGreavy le había dicho algo sobre él.
—Claro, Judd —salió.
Al momento de cerrarse la puerta Judd saltó de la cama y se quedó de pie. Las dos noches de sueño habían hecho milagros con él. Se sentía un poco vacilante, pero eso ya pasaría. Tenía que hacer las cosas rápidamente. En tres minutos estuvo vestido.
Abrió la puerta con cautela, se aseguró de que nadie pudiese tratar de detenerlo y fue hacia las escaleras de servicio. Cuando empezó a bajar se abrió la puerta del ascensor y vio salir de él a McGreavy y detrás de él a un policía de uniforme y dos detectives. De prisa, Judd bajó las escaleras dirigiéndose a la entrada de ambulancias. A una cuadra del hospital tomó un taxi.
McGreavy entró en el cuarto del hospital y echó una mirada a la cama vacía y al armario sin nada adentro.
—Corran afuera —dijo a los otros—. Todavía podrían pescarlo —descolgó el teléfono. La operadora lo comunicó con la central policial—. Habla McGreavy —dijo rápido—. Quiero que despachen un boletín a todos los puntos. Urgente… Doctor Stevens, Judd. Masculino. Caucásico. Edad …
El taxi se detuvo frente al edificio del consultorio de Judd. A partir de ese momento ya no había seguridad en ninguna parte para él. No podía volver a su departamento. Tendría que ir a algún hotel, volver al consultorio era peligroso, pero había que hacerlo por lo menos esta vez.
Necesitaba un número de teléfono.
Pagó al chofer y avanzó por el hall. Todos los músculos de su cuerpo le dolían. Se movió con rapidez.
Sabía que disponía de muy poco tiempo. No era verosímil que esperasen que él volviera al consultorio pero no podía correr riesgos. Ahora se trataba de quién lo atraparía primero. La policía o su asesino.
Cuando llegó al consultorio abrió la puerta y entró, atrancando la puerta tras él. El consultorio interior le pareció extraño y hostil, y Judd reconoció que ya no podría seguir tratando allí a sus pacientes. Los pondría en excesivo peligro. Estaba lleno de ira por lo que Don Vinton estaba haciendo con su vida. Podía visualizar la escena que podría haber ocurrido cuando los dos hermanos habían vuelto e informado que no habían podido matarlo. Si él había imaginado correctamente el carácter de Don Vinton, éste habría estado entonces presa de una ira feroz. El próximo ataque podía producirse en cualquier momento.
Judd cruzó el cuarto para buscar el número de teléfono de Anne. Porque había recordado dos cosas en el hospital. Algunas de las consultas de Anne estaban anotadas justo en seguida de las de John Hanson.
Tomó de uno de los cajones cerrados con llave su libreta de teléfonos, comprobó el número de Anne y discó. Hubo tres llamados, y entonces respondió una voz neutra.
—Soy la operadora especial. ¿A qué número llama, por favor?
Judd le dio el número. Pocos momentos después volvía a la línea la voz de la operadora.
—Disculpe. Usted llama a un número equivocado. Compruebe en la guía o llame a Informes.
—Gracias —dijo Judd. Colgó. Se sentó un momento, recordando lo que su agencia telefónica había dicho pocos días antes. Habían podido comunicarse con todos sus pacientes, salvo con Anne. Los números pudieron haber sido transpuestos cuando fueron escritos en la libreta. Miró la guía, pero no figuraba en ella ningún número a nombre de Anne o de su marido. Sintió de pronto que era importantísimo para él hablar con Anne. Copió su dirección: 617 Woodside Avenue, Bayonne, New Jersey.
Quince minutos después se encontraba en una agencia Avis alquilando un coche. Había un letrero detrás del mostrador que decía: «Somos los segundos, y por eso nos esforzamos más». Estamos en el mismo barco, pensó Judd.
Pocos minutos después salió manejando del garaje. Dio la vuelta a la manzana, comprobó que no era seguido y cruzó el puente George Washington hacia New Jersey.
Cuando llegó a Bayonne se detuvo en una estación de servicio y pidió informes.
—En la esquina siguiente dé vuelta a la izquierda, y después es la tercera calle.
—Gracias.
Judd siguió su marcha. Con sólo pensar en que vería a Anne su corazón empezó a acelerarse.
¿Qué podría decirle sin alarmarla? ¿Estaría allí su marido? Judd viró a la izquierda para entrar a la Woodsíde Avenue. Miró los números. Estaba en la manzana del novecientos. Las casas a ambos lados de la calle, eran pequeñas, viejas, y habían sufrido los embates del tiempo. Manejó hasta la manzana del setecientos. Las casas parecían volverse progresivamente más viejas, y pequeñas.
Anne vivía en una propiedad hermosa, llena de bosques. Virtualmente no había árboles por allí. Cuando Judd llegó a la dirección que le había dado Anne, estaba casi preparado para lo que vio.
El 617 era un terreno baldío cubierto de maleza.