17

Se trataba de un hombre de tez oscura, robusto, con un rostro picado de viruelas y ojos negros, hundidos. Una vieja cicatriz atravesaba su cuello. Usaba el chaquetón del uniforme de Mike, que le quedaba demasiado estrecho.

El taxi arrancó, y Judd quedó solo con el hombre. Sintió una oleada súbita de dolor. ¡Dios mío, ahora no! Le castañearon los dientes.

—¿Dónde está Mike? —Preguntó.

—De vacaciones, doctor.

Doctor. Así que el hombre sabía quién era. ¿Y Mike de vacaciones? ¿En diciembre?

Había una pequeña sonrisa satisfecha en la cara del hombre. Judd miró a ambos lados de la calle barrida por el viento, pero estaba completamente desierta. Podía tratar de correr, pero en sus condiciones no podría hacerlo. Su cuerpo estaba golpeado y dolorido, y dolía cada vez que él respiraba.

—Parece haber sufrido un accidente —la voz del hombre era casi alegre.

Judd se dio vuelta sin contestar y avanzó hacía el hall de la casa de departamentos. Podía contar con Eddie para ser auxiliado.

El portero lo siguió al hall, Eddie estaba en el ascensor, de espaldas. Judd comenzó a dirigirse hacia el ascensor, y cada paso era una agonía, sabía que ahora no podía desmayar. Lo importante era no dejar que el hombre lo agarrara solo. Seguramente tendría temor de que hubiera testigos.

—¡Eddie! —llamó Judd.

El hombre que estaba en el ascensor se dio vuelta Judd jamás lo había visto. Era una versión reducida del portero, salvo que no tenía la misma cicatriz. Era evidente que ambos eran hermanos.

Judd se detuvo, atrapado entre los dos. No había nadie más en el hall.

—Subiendo —dijo el del ascensor. Tenía la misma sonrisa satisfecha que su hermano.

Así que éstas, finalmente, eran las caras de la muerte. Judd estaba seguro de que ninguno de ellos era el cerebro que manejaba lo que estaba sucediendo. Eran asesinos profesionales alquilados. ¿Lo matarían en el hall o preferirían hacerlo en su departamento? Su departamento, razonó. Eso les daría más tiempo para huir antes de que su cadáver fuera encontrado.

Judd dio un paso hacia la oficina del administrador.

—Tengo que ver al señor Katz para…

El más grande de los hombres le bloqueó el paso.

—El señor Katz está ocupado, doctor —dijo suavemente. El del ascensor habló. Lo llevaré arriba.

—No —dijo Judd—. Yo…

—Haga lo que él le dice —no había emoción en su voz.

Entró una súbita ráfaga de aire al abrirse la puerta del hall, dos hombres y dos mujeres entraron de prisa riendo y charlando, envueltos en sus abrigos.

—Está peor que Siberia —dijo una de las mujeres. El hombre que la llevaba del brazo tenía una cara regordeta y un acento del Middlewest—. No es noche para hombres ni para animales.

El grupo avanzaba hacia el ascensor. El portero y el ascensorista se miraron en silencio.

La segunda mujer habló, Era una rubia platinada diminuta, con fuerte acento sureño.

—Ha sido una noche perfecta de ensueño. Gracias a los dos por todo —despedía a los dos hombres.

El otro hombre dio un aullido de protesta.

—No nos va a dejar ir sin una copita, ¿no?

—Es horriblemente tarde, George —gimió la primera.

—Pero afuera hace bajo cero. Tiene que darnos algo para no helarnos.

—Una copita y nos vamos —insistió también el otro.

—Bueno…

Judd contenía la respiración. ¡Por favor!

La rubia platinada se rindió.

—Muy bien, pero sólo una, ¿eh?

Riendo, el grupo entró en el ascensor. Judd avanzó rápido junto a ellos. El portero se quedó allí, inseguro, mirando a su hermano. El del ascensor se encogió de hombros, cerró la puerta y puso en marcha el ascensor. El departamento de Judd estaba en el quinto piso. Si el grupo bajaba antes, habría peligro. Si salían después de él tenía una probabilidad de alcanzar su departamento, entrar y hacerse una barricada y pedir auxilio.

—¿Piso?

La rubiecita se rió.

—No sé lo que diría mi marido si me viera invitando a dos desconocidos a mi departamento —se volvió hacia el operador—. Décimo.

Judd respiró y percibió que había estado conteniendo su aliento. Habló rápido.

—Quinto.

El ascensorista le lanzó una mirada paciente, intencionada y abrió la puerta en el quinto. Judd salió. La puerta del ascensor se cerró.

Judd avanzó hacia su departamento, tropezando de dolor. Sacó la llave, abrió la puerta y entró, sentiría los golpes de su corazón. Tenía por lo menos cinco minutos antes de que vinieran a matarlo. Cerró la puerta y comenzó a colocar la cadena de seguridad en el calce. Se le quedó en la mano. La miró y vio que había sido cortada. La tiró al suelo y fue al teléfono. Lo acometió un mareo. Se mantuvo allí, luchando contra el dolor, con los ojos cerrados, mientras el valioso tiempo pasaba. Intentó de nuevo acercarse al teléfono, lentamente. La única persona a quien podía pensar en llamar era Angeli, pero Angeli estaba en su casa, enfermo. Además…, ¿qué podía decir? Tenemos un nuevo portero y un nuevo ascensorista y creo que me quieren matar. Lentamente, tuvo conciencia de que estaba de pie allí entumecido con el receptor en la mano, demasiado aturdido para poder hacer algo. Conmoción, pensó. Boyd puede haberme matado, después de todo. Entrarían y lo encontrarían allí, indefenso. Recordó la mirada de los ojos del tipo más alto. Tenía que ser más vivo que ellos, mantenerlos fuera de equilibrio. Pero Dios santo, ¿cómo?

Puso en marcha el aparatito de TV que hacía de monitor para la entrada. El hall estaba desierto. El dolor volvió, cubriéndolo de oleadas pronto a desmayarse. Forzó su mente cansada a centrarse en el problema. Estaba en una emergencia. Tenía que tomar medidas de emergencia. Sí…, de emergencia. Sí… Su visión volvió a hacerse borrosa. Sus ojos enfocaban el teléfono. Emergencia… Acercó el disco a sus ojos para poder leer los números. Lenta, penosamente, discó. Una voz contestó la quinta llamada.

Judd habló, con palabras pastosas e indistintas. Su ojo captó un ramalazo de movimiento en el monitor de TV. Los dos hombres, con traje de calle, cruzaban el hall y se dirigían al ascensor.

Se le había acabado el tiempo.

Sin ruido, los hombres se desplazaban hacia el departamento de Judd y tomaban posiciones a cada lado de la puerta. El más grande, Rocky, tanteó la puerta suavemente, probándola. Estaba trancada. Sacó una tarjeta de celuloide y la insertó con cuidado por encima de la cerradura. Hizo un gesto afirmativo a su hermano, y ambos sacaron revólveres que tenían silenciadores. Rocky hizo deslizar la tarjeta de celuloide contra la cerradura y empujó la puerta abriéndola despacio. Entraron al living-room con sus armas apuntando hacia adelante. Fueron enfrentados por tres puertas cerradas. No había señales de Judd. El más bajo de los dos, Nick, tanteó la primera puerta. Estaba atrancada. Sonrió a su hermano, puso la boca de su revólver contra la cerradura y apretó el gatillo. La puerta se abrió sin ruido hacia el dormitorio. Los dos hombres entraron barriendo el cuarto con sus revólveres.

No había nadie adentro. Nick revisó tres armarios mientras Rocky volvía al living-room. Se movían sin prisa, sabiendo que Judd estaba escondido dentro del departamento, indefenso. Había una satisfacción casi deliberada en su lentitud, como si estuvieran saboreando los momentos que precederían al asesinato.

Nick probó con la segunda puerta. Estaba atrancada. Baleó la cerradura y entró. Era el escritorio. Vacío. Se miraron con una sonrisa sardónica y avanzaron hasta la última puerta cerrada. Al pasar junto al monitor de TV, Rocky tomó a su hermano del brazo. En la pantalla vieron a tres hombres que se apresuraban por el hall. Dos de ellos, que llevaban las chaquetas blancas de los enfermeros empujaban una camilla de ruedas. El tercero llevaba una valija médica.

—¡Qué demonios!

—Estate tranquilo, Rocky. Habrá algún enfermo. Debe de haber cien departamentos en esta casa.

Siguieron mirando la pantalla de TV, fascinados, mientras los dos enfermeros metían la camilla en el ascensor. El grupo desapareció dentro de éste y su puerta se cerró.

—Dales un par de minutos —era Nick quien hablaba—. Podría tratarse de un accidente y a lo mejor hay policías.

—¡Suerte de mierda!

—No te preocupes. Stevens no va a salir.

La puerta del departamento se abrió de golpe y entraron el doctor y los dos enfermeros empujando hacia adelante la camilla. Rápidamente, los dos asesinos metieron sus revólveres en los bolsillos de sus sobretodos.

El médico se dirigió al hermano.

—¿Murió?

—¿Quién?

—La víctima del suicidio. ¿Está muerto o vive?

Los asesinos se miraron, asombrados.

—Ustedes se equivocaron de departamento.

El médico pasó entre los asesinos y probó la del dormitorio.

—Está atrancada. Ayúdenme a romperla.

Los dos hermanos miraron indefensos cómo el médico y los dos enfermeros rompían la puerta con sus hombros. El médico entró en el dormitorio.

—Traigan la camilla —se acercó junto a Judd, que yacía en la cama. ¿Cómo te sientes?

Judd miró, tratando de que sus ojos se pusieran en foco.

—Hospital —murmuró Judd.

—Ya vamos, ya vamos.

Mientras los dos asesinos observaban, frustrados, los enfermeros hicieron entrar la camilla al dormitorio, con pericia deslizaron a Judd sobre ella y lo envolvieron en frazadas.

—Rajémonos —dijo Rocky.

El médico vio irse a los dos hombres. Y se volvió hacia Judd, que yacía en la camilla con el rostro blanco y ojeroso.

—¿Estas bien, Judd? —dijo con voz muy preocupada.

Judd ensayó una sonrisa y no tuvo éxito.

—Regio —dijo. Apenas podía oír su propia voz.

—Gracias, Peter.

Peter miró a su amigo e hizo un gesto a los dos enfermeros.

—¡Vamos!