Los hombres del forense habían terminado su tarea. Tras retirar el cadáver de Moody, todos se habían ido, salvo Judd, McGreavy y Angeli. Estaban sentados en el pequeño despacho del director, decorado con varios impresionantes desnudos de almanaque, Los muebles eran un escritorio viejo, un sillón giratorio y varios ficheros. Las luces estaban encendidas y funcionaba una estufa eléctrica.
El director de la planta, un señor Paul Moretti había sido encontrado y arrancado de una fiesta de pre-Navidad para que contestara algunas preguntas. Había explicado que ya que se trataba de un fin de semana antes de un feriado, había dejado libres a sus empleados a mediodía. Él mismo había cerrado a las doce y media y, según suponía, nadie había en aquel lugar a esa hora. El señor Moretti estaba beligerantemente borracho, y cuando McGreavy vio que no iba a servir para nada más, lo había conducido hasta su casa. Judd tenía escasa conciencia de lo que estaba sucediendo en aquel cuarto. Sus pensamientos se centraban en Moody, en lo gozoso y pleno de vida que había sido, y en lo cruelmente que había muerto, Y Judd se culpaba a sí mismo. Si él no hubiera implicado a Moody, el pequeño detective estaría aún vivo.
Era casi medianoche. Judd había repetido con cansancio, por décima vez, la historia del llamado telefónico de Moody. McGreavy se envolvía en su sobretodo, sentado allí observándolo, mordiendo furiosamente un cigarro. Finalmente habló.
—¿Usted lee muchas novelas policiales?
Judd lo miró sorprendido.
—No. ¿Por qué?
—Le diré. Creo que usted parece demasiado perfecto para ser real, doctor Stevens. Desde el principio he pensado que usted estaba implicado en todo esto hasta el cogote. Y se lo dije. ¿Y que ha pasado?
De repente usted pasa a ser el blanco en lugar del tirador. Primero informa que un coche lo ha atropellado y…
—Un coche lo atropelló —le recordó Angeli.
—Un novato podría contestar lo mismo —interrumpió McGreavy—. Eso podría haber sido arreglado por alguien implicado con este doctor. Después, usted llama al detective Angeli con una historia desorbitada sobre dos hombres que trataban de entrar a su consultorio y matarlo.
—Se introdujeron de verdad —dijo Judd.
—No se introdujeron. Usaron una llave especial —su voz se endureció—. Usted dijo que había sólo dos llaves de ese consultorio: la suya y la de Carol Roberts.
—Es cierto. Se lo dije: copiaron la de Carol.
—Ya sé que me lo dijo. Hice hacer una prueba de parafina. La llave de Carol nunca fue copiada —dejó que una pausa hiciera penetrar sus palabras—. Y dado que yo tengo la llave de Carol, queda sólo la suya, ¿no?
Jiidd lo miró, enmudecido.
—Cuando no acepté su teoría de un loco, usted contrata a un detective sacado de las páginas amarillas y él, convenientemente, encuentra una bomba en su coche. Lo raro es que yo no pude verla, porque fue retirada. Entonces usted decide que ya es tiempo de tirarme con otro cadáver, y se entretiene llamando a Angeli para decirle algo sobre una comunicación telefónica para que se encontrase con Moody, que conoce al loco misterioso que quiere matarlo. Y adivine lo que pasa. Llegamos aquí y lo encontramos colgado de un gancho.
Judd se puso rojo de ira.
—No soy responsable de lo que haya sucedido.
McGreavy le echó una mirada larga y dura.
—¿Sabe la única razón por la cual no lo he arrestado? Porque no he encontrado todavía ningún motivo en este rompecabezas chino. Pero voy a encontrarlo, doctor. Se lo prometo —se puso de pie.
Judd de pronto recordó.
—¡Espere un momento! —dijo—. ¿Qué hay de Don Vinton?
—¿Qué pasa con él?
—Moody dijo que era el hombre que estaba detrás de todo esto.
—¿Usted conoce a alguien llamado Don Vinton?
—No. Pero presume que podría ser conocido por la policía.
—Nunca lo oí nombrar —McGreavy se volvió hacia Angeli. Angeli negó con la cabeza.
—Muy bien. Mande un pedido de informes sobre Don Vinton. FBI Interpol. Jefes de policía de todas las más importantes ciudades americanas —miró a Judd—. ¿Satisfecho?
Judd asintió. Quien estuviera detrás de todo esto debía tener algún antecedente policial. No sería difícil identificarlo.
Pensó nuevamente en Moody con sus modestos aforismos y su mente veloz. Debían de haberlo seguido hasta aquí. Era poco probable que hubiera dicho a otros algo sobre la cita que le había dado, porque había insistido en la necesidad del secreto. Por lo menos ahora sabían el nombre del hombre a quien buscaban.
Praemonitus, praemunitas.
Advertido de antemano, armado de antemano.
El asesinato de Norman Z. Moody ocupó las primeras planas de los diarios del día siguiente. Judd compró un diario al dirigirse a su consultorio, lo mencionaba como un testigo que había hallado el cadáver junto con la policía, pero McGreavy se las había arreglado para mantener la historia completa lejos del alcance de la prensa. McGreavy no mostraba su juego. Judd pensó qué creería Anne de aquello.
Era sábado, el día en que Judd cumplía sus tareas en la clínica. Se había puesto de acuerdo con alguien para que lo sustituyese. Fue a su consultorio, subiendo solo en el ascensor y asegurándose de que nadie estuviera acechando en el corredor. Se preguntaba, mientras hacía todo aquello y cuánto tiempo podría seguir viviendo así, esperando que un asesino diese el golpe en cualquier momento.
Durante la mañana estuvo por tomar el teléfono y llamar al detective Angeli por lo menos media docena de veces para preguntarle por Don Vinton pero dominó su impaciencia. Seguramente Angeli lo llamaría no bien tuviese alguna noticia. Judd estaba intrigado por el motivo que podría tener Don Vinton. Podía tratarse de un paciente que Judd hubiera atendido hacía años, quizás mientras era médico interno. Alguien resentido por creer que Judd lo hubiera ofendido o dañado en alguna forma. Pero no podía acordarse de ningún paciente llamado Vinton.
A mediodía oyó que alguien trataba de abrir la puerta del corredor a la recepción. Era Angeli. Judd no sacó nada en limpio de su expresión, salvo que parecía más tenso y ojeroso. Tenía la nariz colorada y resollaba. Entró en el despacho interior y se dejó caer, cansado, en un sillón.
—¿Ha conseguido noticias sobre Don Vinton? —preguntó Judd ávidamente.
Angeli asintió.
—Hemos recibido teletipos del FBI, de los jefes de policía de las principales ciudades de los Estados Unidos y de la lnterpol.
Judd esperó, temiendo respirar.
—Nadie ha oído hablar de Don Vinton.
,Judd miró a Angeli sin poder creerle, con una sensación súbita de vacío en el estómago.
—Pero es imposible. Es decir… alguien tiene que conocerlo. ¡Un hombre que puede haber hecho todo esto no puede brotado de la nada!
—Eso es lo que dijo McGreavy —replicó Angeli, fatigado—. Doctor, mis hombres y yo hemos pasado la noche entera investigando a cada Don Vinton de Manhattan y los demás distritos. Hasta cubrimos New Jersey y Connecticut —sacó una hoja de papel rayado de su bolsillo y se la mostró a Judd—. Encontramos once Don Vinton en la guía de teléfonos, algunos que deletrean su nombre «ton», cuatro que lo deletrean «ten», y dos que lo deletrean «tin». Hasta probamos el nombre como una sola palabra. Lo redujimos hasta cinco posibles y los investigamos. Uno es paralítico. Otro es clérigo. Otro es primer vícepresidente de un banco. Otro es bombero, estaba de turno cuando dos de los asesinatos fueron cometidos. Dejé afuera al último: tiene un negocio de animalitos y debe de estar cerca los ochenta años de edad.
La garganta de Judd estaba seca. Percibió de pronto cuanto había contado con esto. Seguramente Moody no le habría dado ese nombre sí no hubiera estado seguro. Era inconcebible que la policía no tuviera una ficha referente a semejante sujeto. Moody fue asesinado porque había llegado a la verdad. Y ahora que a Moody lo habían sacado del camino, Judd estaba completamente solo. La telaraña se estaba estrechando.
—Lo siento —dijo Angeli.
Judd miró al detective y de pronto recordó que Angeli no había estado en su casa durante toda la noche.
—Le agradezco mucho lo que ha tratado de probar —dijo con gratitud.
Angeli se inclino hacia adelante.
—¿Está seguro de haber oído bien a Moody?
—Sí. —Judd cerró los ojos para concentrarse. Le había preguntado a Moody si realmente estaba seguro de quién estaría detrás de todo aquello. Oyó nuevamente la voz de Moody. Sí, doctor. ¿Oyó alguna vez hablar de Don Vinton? Abrió los ojos—. Sí —repitió.
Angeli suspiró.
—Entonces estamos en punto muerto —rió sin alegría—. Mire que no quise hacer un chiste —estornudó.
—Es mejor que se vaya a la cama.
Angeli se puso de pie.
—Sí. Me parece.
Judd vaciló.
—¿Desde hace cuánto tiempo usted trabaja junto McGreavy?
—Éste es el primer caso en que trabajamos junto. ¿Por qué?
—¿Usted puede creer que es capaz de inculparme de asesinato?
Angeli estornudó de nuevo.
—Podría estar en lo cierto, doctor. Bueno. Lo mejor será que me vaya a la cama —avanzó hacia la puerta.
—Yo podría tener una pista —dijo Judd.
—Siga —Angeli se detuvo.
Judd le habló de Teri. Añadió que iba a investigar también a algunos de los antiguos amiguitos de John Hanson.
—No parece gran cosa —dijo Angeli con franqueza—. Pero siempre es mejor que nada.
—Estoy harto de ser considerado un blanco. Voy a empezar a replicar. Voy a perseguirlos a ellos.
—¿Con qué? Estamos luchando contra sombras —dijo Angeli mirándolo.
—Cuando los testigos describen a un sospechoso la policía hace que un dibujante trace un retrato compuesto con todas las descripciones, ¿verdad?
Angeli asintió.
—Un identi-kit.
Judd empezó a caminar, inquieto y excitado.
—Voy a darle un identi-kit de la personalidad del hombre que se oculta tras esto.
—¿Cómo? Usted no lo ha visto nunca. Podría ser cualquiera.
—No. No podría —corrigió Judd—. Estamos buscando a alguien muy, muy especial.
—Alguien que está loco.
—La locura es una muletilla. No tiene sentido médico. Estar cuerdo significa solamente la aptitud de la mente para adaptarse a la realidad. Cuando no podemos adaptarnos, o bien nos escondemos de la realidad, o nos situamos por encima de la vida, donde nos sentimos superhombres que no tienen por qué observar reglas.
—Nuestro hombre se cree un ser superior.
—Exactamente. En una situación de peligro tenemos tres alternativas, Angeli, La fuga, un pacto constructivo, o el ataque. Nuestro hombre ha elegido el ataque.
—Entonces es un loco.
Los locos matan raras veces. Su área de concentración es extremadamente reducida, estamos frente a alguien más complicado. Puede ser somático, hipofrénico, esquizoide, cicloide, o cualquier combinación de estos tipos. Podríamos estar tratando con una amnesia temporaria de fuga precedida por actos irracionales. Pero lo fundamental está en que su apariencia y su conducta parecen normales a todos.
—Asi que, no tenemos nada que nos ayude.
—Se equivoca. Tenemos mucho. Puedo describírselo físicamente —dijo Judd. Entrecerró los ojos. Concentrándose—. Don Vinton supera la estatura normal, es bien proporcionado y tiene figura atlética. Es pulcro en su aspecto y meticuloso respecto a todo lo que hace. No tiene talento artístico. No pinta ni escribe ni toca el piano.
Angeli lo miraba con la boca abierta.
Judd continuó, hablando ahora más velozmente, exaltándose.
—No pertenece a ningún club u organización social. A menos que sea dirigente de alguno de ellos. Se trata de un hombre que tiene que dirigir. Es implacable e impaciente. Piensa a lo grande. Por ejemplo, nunca estaría implicado en raterías chicas. Sí tuviera antecedentes delictuosos, se trataría de asaltos a bancos, secuestros o asesinatos —la excitación de Judd crecía. El retrato se hacía más definido dentro de su mente—. Cuando lo prendan ustedes se encontrarán con que probablemente fue rechazado por uno de sus padres cuando era chico.
Angeli interrumpió.
—Doctor, no quiero pincharle el globo, pero podría tratarse de algún chiflado adicto a las drogas que…
—No. El hombre que buscamos no toma drogas. —La voz de Judd era seria—. Le diré algo más. En la universidad jugaba a deportes como fútbol o hockey. No le interesan el ajedrez, los criptogramas ni los rompecabezas.
Angeli lo miraba escépticamente.
—Había más de uno —objetó Usted mismo lo dijo.
—Le estoy describiendo a Don Vinton —dijo Judd el hombre que dirije esto con su mente. Voy a decirle algo más sobre él. Es un tipo latino.
—¿Por qué lo cree?
—Por los métodos usados en sus asesinatos. Un cuchillo, ácido, una bomba. Es sudamericano, italiano o español —tomó aliento—. Ahí tiene su identi-kit. Ése es el hombre que ha cometido tres asesinatos y está tratando de asesinarme a mí.
Angeli tragó saliva.
—¿Cómo demonios sabe todo eso?
Judd se sentó y se inclinó hacia Angeli.
—Por mi profesión.
—El aspecto mental, claro. Pero ¿cómo puede dar una descripción física de un hombre a quien nunca ha visto?
—Juego al absurdo. Un médico llamado Kretschmer descubrió que el ochenta y cinco por ciento de los que sufren de paranoia tienen cuerpos bien formados, de tipo atlético. Nuestro hombre es un paranoico evidente. Tiene manía de grandezas. Es un megalómano que cree estar por encima de la ley.
—Y entonces, ¿por qué no lo encerraron hace tiempo?
—Porque lleva una máscara.
—¿Lleva qué?
—Todos usamos máscaras, Angeli. Desde el tiempo en que salimos de la primera infancia, se nos enseña a ocultar nuestros sentimientos reales, a encubrir nuestros odios y nuestros miedos —su voz tenía autoridad—. Pero bajo tensión, Don Vinton va a arrojar su máscara y nos mostrará su cara descubierta.
—Ahora comprendo.
—Su ego es su punto vulnerable. Si lo ve amenazado —realmente amenazado— se derrumba. Está, ahora, al borde. No va a hacer falta mucho para derribarlo —vaciló, pero continuó hablando casi para sí mismo—. Es un hombre que tiene… mana.
—¿Que tiene qué?
—Mana. Es un término que usaban los primitivos para designar a un hombre que ejerce influencia sobre los demás a causa de los demonios que lo habitan; un hombre con una personalidad imperiosa.
—Usted dice que no pinta, escribe o toca el piano. ¿Cómo lo sabe?
—El mundo está lleno de artistas que son esquizoides. La mayoría de ellos se las arregla para atravesar la vida sin ninguna violencia porque su trabajo les proporciona un escape para expresarse a sí mismos. Nuestro hombre carece de esa válvula. Y por eso es como un volcán. La única manera que tiene de evitar la presión interna es la erupción: Hanson…, Carol…, Moody.
¿Quiere decir que ésos fueron asesinatos sin sentido que cometió para…
—Para él tenían sentido. Por el contrario… —su mente galopaba hacia adelante. Muchas piezas más del rompecabezas empezaban a ubicarse en su lugar. Se maldijo por haber estado demasiado ciego, o, asustado para verlas—. Yo soy el único a quien persigue Don Vinton: el blanco principal. John Hanson fue asesinado porque lo tomaron por mí. Cuando el asesino se dio cuenta de su error, vino al consultorio a probar de nuevo, pero yo me había ido y encontró Carol —su voz indicaba enojo.
—¿La mató para que no lo pudiera identificar?
—No. El hombre que buscamos no es sádico. Carol fue torturada porque él buscaba algo. Por ejemplo algún testimonio acusador. Y ella no quiso, o no pudo dárselo.
—¿Qué clase de testimonio? —indagó Angeli.
—No tengo la menor idea —dijo Judd—. Pero se trata de la clave de todo el asunto. Moody encontró la respuesta y por eso lo mataron.
—Hay algo que todavía no tiene significado, Si lo hubieran matado a usted en la calle, no habrían podido hallar el testimonio. Eso no calza con el resto de su teoría —persistió Angeli.
—Podría calzar. Imaginemos que el testimonio es una de las grabaciones de mis pacientes. Podría ser perfectamente inocente en sí, pero si yo la integro con otros hechos puede amenazarlos. O bien me la quitan, o bien me eliminan para que yo no pueda revelar el asunto a nadie. Primero trataron de eliminarme. Pero se equivocaron y mataron a John Hanson. Después siguieron con la segunda alternativa.
Trataron de que Carol les diera la grabación. Cuando eso también falló decidieron concentrarse en matarme. Eso fue el accidente del coche. Probablemente me siguieron cuando fui a contratar los servicios de Moody y éste, a su vez fue seguido. Cuando llegó a la verdad, lo asesinaron.
Angeli contemplaba a Judd pensativamente, con el ceño fruncido.
—Por eso es que el asesino no va a detenerse hasta que yo esté muerto —concluyó Judd con calma—. Se ha vuelto un juego mortífero, y el hombre que le describí no es buen perdedor.
Angeli lo estudiaba, sopesando lo que Judd había dicho.
—Sí es que está en lo cierto —dijo finalmente—, va a necesitar protección —sacó su revólver de servicio, abrió el cargador, y se aseguró de que estuviera completamente cargado.
—Gracias, Angeli, pero no necesito armas. Voy luchar con ellos por medio de las mías.
Se oyó el ruido del pestillo de la puerta exterior que se abría.
—¿Estaba esperando a alguien?
Judd nego con un gesto.
—No. Esta tarde no tengo pacientes.
Con. el revólver todavía en la mano, Angeli avanzó en silencio hacia la puerta que daba a la. Recepción. Se puso a uno de los lados y la abrió de golpe. Peter Hadley estaba allí, con expresión de asombro.
—¿Quién es usted? —preguntó Angeli bruscamente.
Judd fue hacia la puerta.
—No pasa nada —dijo Judd—. Es amigo mío.
—¡Epa! ¿Que demonios pasa? —preguntó Peter.
—Disculpe —se excusó Angeli. Guardó su revólver.
—El doctor Hadley, el detective Angeli.
—¿Qué loquero de clínica psiquiátrica tienes aquí? —preguntó Peter.
—Ha sido un pequeño lío —explicó Angeli—. El consultorio del doctor Stevens ha sido… visitado por rateros y pensamos que a lo mejor volverían.
Judd pescó la cosa en el aire.
—Sí.
—¿Tiene algo que ver esto con el asesinato de Carol? —inquirió Peter.
Angeli habló antes que Judd pudiera responder.
—No estamos seguros, doctor Hadley. Por el momento el Departamento ha pedido al doctor Stevens que no hable del caso.
—Comprendo —dijo Peter. Miró a Judd—. ¿Nuestro almuerzo sigue en pie?
Judd comprobó que se había olvidado del almuerzo.
—Claro —dijo prontamente. Se volvió hacia Angeli—. Creo que no hemos dejado de lado ningún detalle.
—Algo más que eso —asintió Angeli—. ¿Está seguro de que no necesita… —indicó su revólver.
Judd movió la cabeza negativamente.
—Gracias.
—Bueno; ande con cuidado —dijo Angeli.
—Lo prometo —dijo Judd—. Lo haré.
Judd se mostró preocupado durante al almuerzo, y Peter no lo apremió. Hablaron de amigos comunes, de pacientes que compartían. Peter le dijo a Judd que había hablado con el superior de Burke y se había convenido discretamente en un examen mental. Lo mandarían a una institución privada.
Cuando llegó el café, Peter dijo:
—No sé qué es lo que te preocupa, Judd, pero si puedo serte útil.
Judd meneó la cabeza.
—Gracias, Peter. Se trata de algo en que debo cuidarme solo. Te lo contaré cuando haya pasado.
—Espero que sea pronto —dijo Peter tratando de no mostrar su preocupación. Vaciló—. Judd, ¿estás en peligro?
—Por supuesto que no —replicó Judd.
A menos que se incluyera en la cuenta un maniático homicida que había cometido tres asesinatos y estaba dispuesto a hacer de Judd su cuarta víctima.