13

Veinte minutos más tarde Judd abrió la puerta de su consultorio para dar paso a Angeli y al teniente McGreavy. Los ojos de Angeli estaban colorados y lagrimeantes, su voz ronca. Judd sintió una pena momentánea por haberlo arrancado de su lecho de enfermo. El saludo de McGreavy consistió en un corto, inamistoso movimiento de cabeza.

—Le dije al teniente McGreavy lo de la llamada de Norman Moody —dijo Angeli.

—Sí. Sepamos de una vez que demonio es todo esto —dijo McGreavy agriamente.

Cinco minutos después estaban en un coche de policía sin número, yendo velozmente hacia el West Side. Angeli conducía. La ligera nevada había cesado y los rayos del sol, casi agotados, se habían rendido a la opresora cubierta de nubes de tormenta que cubría el cielo de Manhattan. Hubo un largo resonar de truenos a la distancia y enseguida un relámpago como una brillante espada dentada. Empezaron a aplastarse en el parabrisas las gotas de lluvia. Mientras que el coche seguía hacia afuera, los altos rascacielos comenzaron a dar lugar a edificios cubiertos de hollín, amontonados unos junto a otros como para buscar consuelo contra el mordiente frío.

El coche dio la vuelta hacia la calle 23 al oeste, hacia el rio Hudson. Se movían en una área de balcones y tallercitos de remendones y también de boliches mugrientos y, después, entre manzanas de garajes, estacionamientos de camiones y compañías de fletes. Cuando estaban acercándose a la esquina de la Décima Avenida, McGreavy dio instrucciones a Angeli para que se acercara a la vereda.

—Nos bajamos aquí —McGreavy se volvió hacia Judd—. ¿Dijo Moody si iba a estar con alguien?

—No.

McGreavy desabrochó su sobretodo y transfirió su revólver de servicio de su estuche al bolsillo de su sobretodo. Angeli hizo lo mismo.

—Quédese detrás de nosotros —ordenó McGreavy a Judd.

Los tres empezaron a caminar, agachando las cabezas contra la lluvia y el viento. A la media cuadra llegaron a un edificio muy estropeado que tenía un letrero sobre la puerta. Éste decía:

FRICORÍFICO FIVE STAR

No había allí autos, camiones o luces, ni señal alguna de vida.

Los dos detectives fueron hacia la puerta, uno de cada lado. Estaba cerrada. McGreavy la probó. Miró en derredor, pero no pudo ver el timbre. Escucharon. Silencio, salvo los rumores de la lluvia.

—Parece cerrado —dijo Angeli.

—Probablemente lo está —replicó McGreavy—. El viernes anterior a Navidad casi todas las compañías cierran antes del mediodía.

—Debe de haber una entrada de cargas.

Judd siguió a los dos detectives mientras éstos avanzaban cautelosamente hacia el fondo del edificio, tratando de evitar los charcos. Llegaron a un corredor de servicio, y mirando a lo largo de éste pudieron discernir una plataforma de carga con camiones vacíos estacionados junto a ella. No había actividad. Avanzaron hasta llegar a la plataforma.

—Bueno —dijo McGreavy a Judd—. Llame.

Judd vaciló, sintiéndose irracionalmente triste por estar traicionando a Moody. Entonces levantó la voz, «¡Moody!». La única respuesta fue el maullido de un gato enojado porque se lo distraía en su búsqueda de un refugio seco. «¡Señor Moody!».

Había una gran puerta corrediza sobre la plataforma, que era usada para pasar mercadería desde el interior del galpón al área en que eran cargados los camiones. No había escalones hacia la plataforma. McGreavy se izó hacia arriba, moviéndose con sorprendente agilidad para ser un hombre tan grande. Angeli lo siguió, y después Judd. Angeli se acercó a la puerta corrediza y la empujó. No estaba cerrada. La gran puerta se deslizó con un fuerte y agudo gemido de protesta. El gato contestó con esperanzas, olvidándose del refugio. Dentro del galpón había una oscuridad completa.

—¿Trajo una linterna? Angeli, —preguntó McGreavy a Angeli.

—No.

—¡Mierda!

Cautelosamente prosiguieron, pulgada por pulgada, su camino en la sombra. Judd volvió a gritar. ¡Señor Moody! Es Judd Stevens.

No se oía un solo ruido, salvo el crujir de las tablas del piso, mientras los hombres avanzaban. McGreavy rebuscó en sus bolsillos y encontró una caja de fósforos. Encendió uno y lo sostuvo en alto. Su débil, parpadeante luz, arrojaba un vacilante resplandor amarillo en lo que parecía ser una enorme caverna vacía. El fósforo se apagó.

—Encuentren la maldita llave de la luz —dijo McGreavy. Judd oía a Angeli tanteando a lo largo de las paredes en busca de la llave. Judd siguió avanzando—. Es mi último fósforo —insistió McGreavy. Judd no podía ver a sus dos compañeros.

—¡Moody! —volvió a llamar.

Oyó la voz de Angeli desde el otro lado del galpón.

—Aquí hay una llave.

Se oyó un «clic». No pasó nada.

—La llave central debe de estar desconectada —dijo McGreavy.

Judd tropezó con una pared. Al extender sus manos para sostenerse, sus dedos encontraron el pestillo de una puerta. Lo levantó y tiró. Una puerta maciza se abrió y sintió un golpe de aire helado.

—Encontré una puerta —gritó. Pasó sobre un umbral y avanzó con cuidado. Oyó que la puerta se cerraba tras él y su corazón empezó a palpitar. De manera imposible, parecía estar más oscuro allí que en el galpón, como si hubiera entrado en una negrura más profunda.

—¡Moody! ¡Moody!…

Un espeso, pesado silencio. Moody tenía que estar allí, en alguna parte. Si no estuviese, Judd sabía lo que McGreavy iba a pensar. Se trataría, nuevamente, del chico que gritaba «al lobo».

Judd dio un paso más hacia adelante, y súbitamente sintió algo frío rozarle la cara. Dio un salto hacia atrás, en pleno pánico, sintiendo erizársele los pelos de la nuca. Tuvo conciencia de un fuerte olor a sangre y a muerte que lo rodeaba. Su corazón empezó a palpitar tan rápidamente que le era difícil respirar. Con dedos temblorosos exploró los bolsillos de su sobretodo para ver si encontraba una caja de fósforos; encontró una y froto un fósforo en la tapa. A su luz vio un gran ojo muerto inclinándose sobre su cara, Y pasó un estremecido segundo antes que se diera cuenta de que estaba viendo una vaca carneada colgando de un gancho de carnicería. Lanzó una breve mirada a otras reses que colgaban de ganchos y el perfil de una puerta en el rincón opuesto antes de que el fósforo se apagase. La puerta probablemente daba a alguna oficina. Moody podría estar allí, esperándolo.

Judd se internó algo más en el interior de la negra caverna hacía la puerta. Sintió una vez más el roce frío de la carne animal muerta. Se apartó velozmente y siguió avanzando cuidadosamente hacia la puerta de la oficina.

—¡Moody!

Se preguntó qué sería lo que demoraba a Angeli y McGreavy. Pasó al lado de los animales muertos, sintiendo como si alguien que hubiera tenido un macabro sentido del humor le estuviera haciendo una broma horrible, de maniático, pero quién y porqué estaba más allá de su imaginación. Al acercarse a la puerta chocó con otra res colgada.

Judd se detuvo para ver dónde estaba, encendió el último fósforo que le quedaba. Frente a él, empalado en un gancho de carnicería, y mostrando obscenamente los dientes, estaba el cadáver de Norman Z. Moody. El fósforo se apagó.