Había empezado a nevar nuevamente. Desde la calle quince pisos más abajo, los sonidos flotaban hacia arriba, apagados por los copos blancos, algodonosos, que bailaban en el viento ártico. En una oficina iluminada, en la acera de enfrente, vió la cara borrosa de una secretaria a través de una ventana.
—Norah, ¿estás segura?
—Cuando se trata de Hollywood, estás hablando con una enciclopedia que camina, querido. Teri vivía con el presidente de los Continental Studios pero mantenía, además, a un director asistente. Lo pescó engañándola una noche y lo mató de una puñalada. El presidente movió un montón de hilos y sobornó a mucha gente y la cosa se silenció y se hizo pasar por un accidente. Parte del arreglo consistió en que ella se fuera de Hollywood y no volviese nunca más. Y nunca ha vuelto.
Judd se quedó mirando el teléfono.
—Judd, ¿me oyes?
—Te oigo.
—Tienes una voz rara.
—¿Cómo supiste todo eso?
—¿Cómo lo supe? Salió en todos los diarios y en todas las revistas de cine. Todos se enteraron.
Menos él.
—Gracias, Norah —dijo—. Saludos a Peter.
Así que ése era el «incidente casual». Teri Washburn había asesinado a un hombre y nunca se lo había dicho. Y si había asesinado una vez…
Pensativamente tomó un bloc y anotó «Teri Washburn».
Sonó el teléfono. Judd lo atendió.
—Doctor Stevens…
—Era para ver cómo estaba usted —era el detective Angeli. Su voz todavía conservaba la ronquera de su resfriado.
Judd tuvo una sensación de gratitud. Alguien estaba de su parte.
—¿Algo nuevo?
Judd vaciló. No veía la razón para guardar silencio con respecto a la bomba.
—Lo intentaron de nuevo. —Judd le contó a Angeli lo de Moody y lo de la bomba que había sido introducida en su coche—. Esto debería convencer a McGreavy —concluyó.
—¿Dónde está la bomba? —la voz de Angeli estaba excitada.
Judd dudó.
—Ha sido desarmada.
—¿Qué ha sido qué? —Angeli preguntó sin poder creer—. ¿Quién hizo eso?
—Moody. Dijo que no tenía importancia.
—¡Que no tenía importancia! ¿Qué piensa el señor ese del Departamento de Policía? ¿Que no sirve para nada? Podríamos haber sabido quién puso la bomba sólo con mirarla. Tenemos un archivo de M. O.
—¿M. O.?
—Modus operandi, La gente cae en modelos de costumbres. Si hacen una cosa de un modo la primera vez, hay posibilidades de que sigan haciéndola igual. No es a usted a quien hay que decírselo.
Judd pensativo. Con seguridad Moody sabía eso. ¿Tendría alguna razón para no querer mostrar la bomba a McGreavy?
—Doctor Stevens, ¿cómo contrató a Moody?
—Lo encontré en las páginas amarillas de la guía telefónica —sonaba a ridículo hasta cuando lo decía.
Sintió la sorpresa de Angeli.
—Oh. Entonces usted no sabe nada de él.
—Sólo sé que le tengo fe. ¿Por qué?
—En estos precisos momentos —dijo Angeli— creo que usted no debe tener fe en nadie.
—Pero Moody no pudo, simplemente, haber estado relacionado con nada de esto. ¡Dios mío! Lo saqué de la guía de teléfonos, al azar.
—No importa de dónde lo sacó. Algo huele mal. Moody dice que pone una trampa para atrapar a cualquiera que ande con ganas de matarlo a usted, pero no cierra la trampa hasta que el señuelo ha sido retirado, de modo que no podemos atribuirlo a nadie. Y entonces le muestra una bomba que él mismo pudo haber puesto en su coche. Y se gana su confianza. ¿Estamos?
—Creo que podría verse desde ese punto de vista —dijo Judd—. Pero…
—A lo mejor su amigo Moody es un tipo derecho, y a lo mejor, también, lo está estafando. Quiero que usted actúe tranquilo y frío hasta que lo averigüemos.
¿Moody contra él? Era difícil creerlo. Y sin embargo, Judd recordó sus dudas anteriores cuando había pensado que Moody lo mandaba hacia una emboscada.
—¿Qué me aconseja hacer? —preguntó Judd.
—¿Qué le parecería salir de la ciudad? Pero quiero decir salir realmente.
—No puedo dejar a mis pacientes.
—Doctor Stevens…
—Además —añadió Judd—, realmente eso no resolvería nada: ¿o sí? Ni siquiera sabría de qué estoy huyendo. Al volver, todo empezaría de nuevo.
Hubo un momento de silencio.
—Tiene cierta razón —Angeli dio un suspiro y éste se convirtió en estornudo. Sonaba feo—. ¿Cuándo espera saber algo más de Moody?
—No lo sé. Él cree tener una idea de quién está detrás de todo esto.
—¿Se le ha ocurrido a usted que cualquiera que esté detrás de esto puede pagarle a Moody mucho más que usted? —había urgencia en la voz de Angeli—. Si le pide que se encuentre con él llámeme. Estaré en casa, en la cama, por un día o dos más. Decida usted lo que decidiere, doctor, ¡no vaya solo a verlo!
—Usted está fabricando un caso un caso sin ningún indicio —contradijo Judd—. Sólo porque Moody sacó la bomba del coche…
—Hay algo más que eso —dijo Angeli—. Tengo el pálpito de que usted eligió mal.
—Lo llamaré si tengo noticias de él —prometió Judd.
Colgó, intranquilizado. ¿Sospechaba Angeli demasiado? Era cierto que Moody podía haber mentido acerca de la bomba para ganarse la confianza de Judd. Entonces, el paso siguiente sería fácil. Todo lo que Moody tendría que hacer era llamar a Judd y pedirle que se encontrara con él en algún lugar desierto con el pretexto de tener alguna prueba para él. Entonces…, Judd se estremeció. ¿Podía haberse equivocado en cuanto al carácter de Moody? Recordó su reacción cuando lo vio por primera vez. Había pensado que el hombre era ineficaz y no demasiado inteligente. Pero se había dado cuenta de que su máscara doméstica era una fachada que ocultaba un cerebro rápido y agudo. Pero ello no significaba que se pudiera confiar en Moody. Y sin embargo… Oyó que alguien andaba cerca de la puerta de la recepción y miró su reloj. ¡Anne! Guardó rápidamente las grabaciones, fue hacia la puerta privada que daba al corredor y la abrió.
Anne estaba de pie allí. Llevaba un elegante traje sastre azul marino y un sombrerito que enmarcaba su rostro. Se encontraba soñadoramente perdida en sus propios pensamientos, sin darse cuenta de que Judd la estaba mirando. La estudió, llenándose de su belleza, tratando de encontrarle alguna imperfección, algo que le sirviera de razón para decirse que ella no era apta para él, que algún día encontraría a alguna otra mejor dotada. El zorro y las uvas. Freud no era el padre de la psiquiatría. Era Esopo.
—Hola —dijo Judd.
Ella lo miró, sorprendida, luego sonrió.
—¡Hola!
—Entre, señora Blake.
Pasó delante de él al consultorio, rozándolo con su cuerpo firme. Se dio vuelta y lo miró con aquéllos increíbles ojos violetas.
—¿Encontraron al conductor que lo atropelló y huyó? —había preocupación en su cara, un inquieto, genuino interés.
Judd sintió nuevamente unas ganas locas de decirle todo. Pero sabía que no debía hacerlo. A lo sumo, aquello consistiría en un truco barato para obtener su compasión. Y, lo peor, podía complicarla en algún peligro desconocido.
—Todavía no —le indicó un sillón.
Anne observaba su cara.
—Tiene aspecto cansado. ¿Tendrá que volver pronto a su trabajo?
Oh, Dios. No creía poder soportar ninguna clase de compasión. No en este momento. Y no viniendo de ella. Dijo:
—Estoy muy bien. Cancelé mis consultas por un solo día. Mi agencia no pudo dar con usted.
Una expresión angustiada apareció en la cara de Anne. Temía interferir. Anne, ¡interferir!
—Lo siento tanto. Si usted prefiere que me retire…
—No, por favor —dijo él muy rápido—. Me alegra que no hayan podido encontrarla —era la última vez que la vería—. ¿Cómo se siente? —preguntó.
Ella vaciló, empezó a decir algo, pero cambió de idea.
—Algo confusa.
Le miraba extrañamente y había algo en su mirada que hizo resonar un tenue acorde, perdido desde hacía tiempo, que él podía casi recordar, pero no del todo. Sintió una calidez que manaba de ella, un imperioso anhelo físico, y de pronto percibió lo que estaba haciendo. Estaba atribuyéndole a ella sus propias emociones. Por un instante se había engañado como cualquier estudiante de psiquiatría de primer año.
—¿Cuándo se va a Europa? —preguntó.
—En la mañana de Navidad.
—¿Se van sólo usted y su marido? —se sintió como un idiota tartamudo, reducido a decir trivialidades. Babbitt[1] en un día libre—. ¿Adónde van a ir?
—Estocolmo - París - Londres - Roma.
Me gustaría mostrarle Roma, pensó Judd. Había pasado allí un año como interno en el Hospital Americano. Había un viejo restaurante fantástico llamado Cibeles, cerca de los jardines de Tivoli, en lo alto de una colina, al lado de un antiguo templo pagano, donde uno podía sentarse al sol y mirar cientos de palomas salvajes oscurecer el cielo sobre las rocas moteadas.
Y Anne se iba a Roma con su marido.
—Va a ser una segunda luna de miel —dijo ella. Se sentía un esfuerzo en su voz, tan débil que él podía haberlo imaginado. Un oído no adiestrado no lo habría percibido.
Judd la miró más de cerca. En la superficie parecía tranquila, normal, pero por debajo él percibió una tensión. Si éste era el retrato de una muchacha enamorada que se iba a Europa en segunda luna de miel, entonces faltaba una parte de ese retrato.
Y de pronto él supo de qué se trataba.
No había excitación alguna en Anne. O si la había, estaba oscurecida por la pátina de alguna emoción más fuerte. ¿Tristeza? ¿Nostalgia?
Se dio cuenta de que la estaba mirando con fijeza.
—¿Por…, por cuánto tiempo se va? —Babbitt de nuevo.
Una pequeña sonrisa cruzó por sus labios, como sí hubiera sabido lo que Judd estaba haciendo.
—No lo sé exactamente —contestó con gravedad—. Los planes de Anthony son algo indefinidos.
—Ya veo —miró la alfombra, sintiéndose muy desdichado. Tenía que terminar con esto. No podía permitir que Anne se fuese con la impresión de que era un completo idiota. Había que despedirse ahora—. Señora Blake… —empezó.
—¿Sí?
Judd trató de mantener un tono ligero.
—Realmente la hice volver bajo un falso pretexto. Usted no tenía necesidad de otra consulta. Sólo quise… decirle adiós.
Curiosamente, intrigándolo, algo de su tensión parecía escurrirse de ella.
—Ya lo sé —dijo tranquila—. Yo también quería despedirme de usted —había algo en su voz que volvió a apresarlo.
Se estaba poniendo de pie.
—Judd… —lo miró con los ojos en sus ojos y él vio en los ojos de ella lo que ella debía estar viendo en los de él. Era el reflejo de una corriente tan fuerte que resultaba casi física.
Judd comenzó a acercársele, pero se detuvo. No podía permitir que quedara implicada en el peligro que él estaba corriendo. Cuando por fin habló, su voz estaba casi normal.
—Mándeme una tarjeta desde Roma.
Ella lo miró durante un momento largo.
—Por favor, cuídese, Judd.
Él asintió, con la cabeza, temiendo hablar.
Y Anne se fue.
El teléfono sonó tres veces antes de que Judd lo atendiera. Descolgó.
—¿Es usted, doctor? —era Moody. Prácticamente su voz saltaba del teléfono, restallando de excitación—. ¿Está solo?
—Sí. Había una extraña calidad en la excitación de Moody, que Judd no podía identificar exactamente. ¿Precaución? ¿Miedo?
—Doctor ¿se acuerda de que le dije que tenía un pálpito sobre quién podría estar detrás de esto?
—Sí…
—Y tenía razón.
—Judd sintió helársele el cuerpo. —¿Sabe quién mató a Hanson y a Carol?
—Sí. Lo sé. Y también sé por qué usted es el siguiente, doctor.
—Dígamelo…
—Por teléfono, jamás —dijo Moody. Mejor sería encontrarnos y charlar sobre esto. Venga solo.
Judd miró el teléfono que tenía en la mano.
¡VENGA SOLO!
—¿Escucha? —preguntó la voz de Moody.
—Sí —dijo Judd rápido. ¿Qué le había dicho Angeli? Decida usted lo que decidiere, doctor, no vaya solo a verlo—. ¿Por qué no nos encontramos aquí?, —preguntó, tratando de ganar tiempo.
—Me parece que me están siguiendo. Pero he conseguido despistarlos. Lo estoy llamando desde la compañía exportadora de carne Five Star. Está en la calle 23 al oeste de la Décima Avenida cerca de los muelles.
La cosa era así.
A Judd todavía le resultaba imposible creer que Moody le estaba preparando una trampa. Decidió, probarlo. «Voy a llevar a Angeli».
La voz de Moody se hizo imperfecta: «No traiga a nadie. Venga solo».
Judd pensó en el Buda gordito que estaba del otro lado de la línea. Su impecable amigo que le cobraba cincuenta dólares por día más gastos para preparar su propio asesinato.
Judd mantuvo el dominio de su voz.
—Muy bien —dijo—. Llegaré en seguida —intentó un último tiro—. ¿Está seguro de que realmente sabe quién está detrás de todo esto?
—Una fija, doctor. ¿Oyó hablar alguna vez de Don Vinton? —y Moody colgó.
Judd se quedó inmóvil, tratando de sortear la tormenta de emociones que corría por su cuerpo. Buscó el número de la casa de Angeli y lo discó. Sonó cinco veces y Judd se llenó de pánico pensando que quizás Angeli no estuviera en su casa. ¿Se atrevería a encontrarse solo con Moody?
Entonces oyó la voz nasal de Angeli.
—¿Hola?
—Judd Stevens. Acaba de llamar Moody.
La voz de Angeli se aceleró.
—¿Qué le dijo?
Judd dudó, experimentando un último vestigio de irracional lealtad —y sí, afecto— hacia el zumbón gordito que estaba planeando, a sangre fría, matarlo. —Me pidió que nos encontrásemos en la Five Star, la compañía empaquetadora de carne. Está en la calle 23… cerca de la Décima Avenida. Me dijo que fuese solo.
Angeli rió sin alegría.
—Claro que le iba a decir eso. No se mueva de su consultorio, doctor. Voy a llamar al teniente McGreavy. Los dos vamos a ir a buscarlo.
—Bueno —dijo Judd. Colgó el receptor lentamente. Norman Z. Moody. El alegre Buda de las páginas amarillas. Judd sintió una súbita, inexplicable tristeza. Le había gustado Moody. Y había confiado en él.
Y Moody estaba esperándolo para matarlo.