Sonó el teléfono. Era su servicio de comunicaciones. Habían podido comunicarse con todos sus pacientes, menos con Anne Blake. Judd agradeció a la operadora y colgó el receptor.
Así que Anne vendría. Se perturbó al notar que irracionalmente feliz se sentía ante la sola idea de verla. Tendría que recordar que si venía, era solamente porque él, como médico suyo, se lo había pedido. Se sentó y estuvo pensando en Anne. Cuánto sabía de ella… y qué poco.
Puso la grabación de Anne en el transmisor y escuchó. Era una de sus primeras visitas.
—¿Se siento cómoda, señora Blake?
—Sí, gracias.
—¿Distendida?
—Sí.
—Sus puños están apretados.
—Quizás estoy un poco tensa.
—¿Por qué razón?
Un largo silencio.
—Hábleme de su vida de hogar. Hace seis meses que está casada.
—Sí.
—Prosiga.
—Estoy casada con un hombre maravilloso. Vivimos en una casa muy hermosa.
—¿Cómo es su casa?
—Tipo casa de campo francesa… Es un lugar precioso, antiguo. Hay una larga avenida que lleva a ella. En lo alto del tejado hay un viejo gallo de bronce, muy divertido, al que le falta la cola. Pienso que algún cazador se la sacó de un balazo hace muchos años. Tenemos alrededor de cuatro hectáreas, casi todas boscosas. Ando por ellas en largas caminatas. Es como vivir en el campo.
—¿Le gusta vivir en el campo?
—Mucho.
—¿Y a su marido?
—Creo que también.
—Un hombre, en general, no compra cuatro hectáreas de terreno si no le gusta el campo.
—Le gusto yo. Lo hubiera comprado sólo por mí. Es muy generoso.
—Hablemos de él.
Silencio.
—¿Es buen mozo?
—Anthony es muy bien parecido.
Judd sintió un golpe de celos irracionales nada profesionales.
—¿Son ustedes compatibles físicamente? —era como tocarse un diente dolorido con la lengua.
—Sí.
Sabía lo que ella debía de ser en la cama: excitante, femenina y respondiendo. Cristo, pensó, déjate de pensar en eso.
—¿,Desea tener hijos?
—Oh, si.
—¿Su marido también?
—Sí, naturalmente.
Un largo silencio sólo interrumpido por el sedoso roce de la grabación. Entonces:
—Señora Blake, usted vino a verme porque dijo que tenía un problema insoluble. ¿Tiene que ver con su marido, verdad?
Silencio.
—Bueno. Supondré que sí. Por lo que usted me ha dicho, se quieren, son fieles el uno al otro, ambos quieren tener hijos, viven en una casa preciosa, su marido tiene éxito, es buen mozo, y la mima. Me temo que lo suyo sea como aquel chiste: «¿Cuál es mi problema, doctor?».
Hubo otro silencio salvo por el chirrido impersonal de la cinta. Ella habló al fin.
—Es…, es difícil para mí hablar de eso. Pensé que podría discutirlo con un desconocido, pero… —él recordaba en forma vívida cómo Anne se había vuelto hacia él en el diván para mirarlo con aquellos ojos grandes, enigmáticos— me resulta más difícil, ve —hablaba más rápidamente ahora, tratando de sobreponerse a las barreras que la habían mantenido en silencio—. Oí decir algo y… yo podría haber llegado fácilmente a conclusiones erróneas.
—¿Fue algo que tuviese que ver con la vida personal de su marido? ¿Alguna mujer?
—No.
—¿Sus negocios?
—Sí…
—¿Usted pensó que él le había mentido sobre algo? ¿O tratado de obtener ventajas sobre alguien en algún asunto?
—Algo parecido.
Judd se sentía ahora en terreno más seguro.
—Y esto perturbó su confianza en él. Le mostró un aspecto de él que usted no había visto antes.
—No…, no puedo hablar de esto. Me siento desleal con él hasta por el hecho de venir aquí. Por favor, no me pregunte más nada hoy, doctor Stevens.
Y aquello había hecho terminar la sesión. Judd detuvo la grabación.
Así que el marido de Anne había realizado algún contrato leonino. O podía haber eludido impuestos. O forzado a alguien a la bancarrota. Anne, naturalmente, se habría inquietado. Era una mujer sensible. La fe que tenía en su marido había tambaleado.
Pensó en el marido de Anne como un posible sospechoso. Estaba en el negocio de la construcción. Judd no lo había conocido, pero ninguno de sus problemas de negocios, por más imaginación que se tuviera, podía incluir a Hanson, a Carol Roberts o a Judd.
¿Y qué pasaba con Anne misma? ¿Acaso era una psicópata? ¿Una homicida maniática? Judd se recostó en su sillón y trató de pensar en ella objetivamente.
Sólo sabía de ella lo que ella le había dicho. Su trasfondo familiar podía ser ficticio, ella podía haberlo inventado, pero ¿qué podía ganar con eso?
Si, se trataba de una charada tan elaborada como para cubrir un asesinato, tenía que haber un motivo. El recuerdo de su cara y de su voz inundó su mente, y tuvo la certidumbre de que ella no podía tener nada que ver con todo esto. Hubiera apostado su vida. La ironía de la frase lo hizo sonreír con los dientes apretados.
Siguió buscando en las grabaciones de Teri Washburn. Quizás había ahí algo que se le había escapado. Teri había realizado sesiones extra a su propio pedido. ¿Se encontraba acaso bajo alguna nueva presión que todavía no le hubiese confiado? A causa de su incesante preocupación por el sexo, era difícil determinar con exactitud el curso de sus progresos. No obstante…, ¿por qué había pedido ella súbitamente, con tanta urgencia, más sesiones con él? Judd eligió al azar una de sus grabaciones y la puso en marcha.
—Hablemos de sus matrimonios. Teri. Usted se ha casado cinco veces.
Seis. ¿Pero quién cuenta esas cosas?
—¿Fue fiel a sus maridos?
Risa.
—Me está tomando el pelo. No hay un hombre en el mundo que me pueda satisfacer. Se trata de algo físico.
—¿Qué quiere decir con «algo físico»?
—Quiero decir que estoy hecha así. Tengo un agujero caliente que tiene que ser llenado todo el tiempo.
—¿Usted cree eso?
—¿Qué tiene que ser llenado?
—Que usted es distinta, físicamente, de cualquier otra mujer.
—Cierto. El doctor del estudio me lo dijo. Es una cosa glandular o algo de eso —una pausa—. Era un tipo inmundo.
—He visto todas sus referencias. Fisiológicamente, su cuerpo es normal en todos los aspectos, —al diablo con las referencias, Charley. ¿Por qué no lo averigua por sí mismo? Silencio.
Déjese de mirarme tan serio. Yo no puedo evitarlo. Ya se lo he dicho. Estoy hecha así, Siempre tengo hambre.
—Le creo. Pero no es su cuerpo el que tiene hambre. Son sus emociones.
—Nunca me han poseído en mis emociones. ¿No quiere usted darse una vueltita por ellas?
—No.
—Entonces, ¿qué quiere?
—Ayudarla.
—¿Por qué no se acerca y se sienta junto a mí?
—Esto es todo por hoy.
Judd interrumpió la emisión. Recordó un diálogo que habían tenido cuando Teri le hablaba de su carrera de gran estrella y él le había preguntado por qué había dejado Hollywood.
—Le di una bofetada a un tipo siniestro en una fiesta de borrachos —había dicho—. Y resultó ser el señor Grandote. Me hizo echar de Hollywood.
Judd no había indagado más hondo porque en ese momento estaba más interesado en su trasfondo familiar, y el tema no había vuelto a surgir nunca. Ahora sentía una pequeña duda fastidiosa. Debería haber explorado más. Nunca se había interesado por Hollywood, salvo en la forma en que el doctor Louis Leakey o Margaret Mead se interesaban por los nativos de la Patagonia. ¿Quién sabría algo sobre Teri Washburn, la estrella del glamour?
Norah Hadley era una fanática del cine. Judd había visto una colección de revistas de cine en su casa y había hecho bromas a Peter por ello. Norah había pasado la noche entera defendiendo a Hollywood. Levantó el receptor y discó.
Norah contestó el teléfono.
—Hola —dijo Judd.
—¡Judd! —su voz era cálida y amistosa—. ¿Llamaste para decir que vas a venir a comer?
—Iré pronto.
—Será mejor que lo hagas —dijo ella—. Se lo prometí a Ingrid. Es preciosa.
Judd estaba seguro de ello. Pero no de una belleza como la de Anne.
—Si estropeas otra cita con ella estaremos en seguida en Guerra con Suecia. No volverá a suceder.
—¿Estás bien repuesto de tu accidente?
—Oh. Sí.
—¡Qué horrible fue!
Hubo una nota vacilante en la voz de Norah.
—Judd…, a propósito de Nochebuena. Peter y yo querríamos compartirla contigo. Por favor.
Sintió el acostumbrado y antiguo encogimiento en el pecho. Cada año que pasaba volvía a suceder esto. Peter y Norah eran sus amigos más queridos y detestaba que pasara todas las Navidades solo, caminando entre desconocidos, perdiéndose entre la muchedumbre indiferente, obligándose a seguir en movimiento hasta quedar demasiado exhausto para pensar. Era como si él se encontrara celebrando alguna terrible misa de difuntos, dejando que su dolor se posesionara de él y lo partiera en dos, lacerándolo y mortificándolo en algún antiguo ritual que no podía dominar. Estás dramatizando, se dijo con fatiga.
—Judd…
Aclaró su garganta.
—Discúlpame, Norah —él sabía cuánto se preocupaba ella—. Quizás la próxima Nochebuena.
Trató de no mostrar en su voz la decepción que sentía.
—Bueno. Se lo voy a decir a Peter.
—Gracias —recordó de pronto para qué había llamado—, Norah, ¿sabes quién es Teri Washburn?
¿La Teri Washburn? ¿La estrella? ¿Por qué me lo preguntas?
—La…, la vi en Madison Avenue esta mañana.
—¿En Persona? ¿De veras? —parecía una niña entusiasmada—. ¿Cómo estaba? ¿Vieja? ¿Joven? ¿Delgada? ¿Gorda?
—Parecía bien. Era una estrella bastante importante, ¿no?
—¿Bastante? Teri Washburn era la más importante, y en todos los aspectos, si te das cuenta de lo que quiero decir.
—¿Qué pasó para que una muchacha como ésa dejara Hollywood?
—No fue ella la que lo dejó. La echaron a patadas.
Así que Teri le había dicho la verdad. Judd se sintió mejor.
—Ustedes los médicos siempre tienen la cabeza metida en la arena, ¿no? Teri Washburn estuvo complicada en el mayor escándalo sucedido en Hollywood.
—¿Sí? ¿Y qué sucedió?
—Que asesinó a su amante.