Estaban sentados en el living del departamento de Judd, charlando, y el enorme cuerpo de Moody se desparramaba en el diván. Moody había puesto las piezas de la bomba ya desmontada, cuidadosamente, en la baulera de su propio coche.
—¿No habría sido mejor dejarlas donde estaban para que la policía hubiera podido examinar todo? —Preguntó Judd.
—Siempre digo que lo más confuso del mundo es la información excesiva.
—Pero eso habría probado al teniente McGreavy que le he estado diciendo la verdad.
—¿Lo habría probado?
Judd entendió su punto de vista. Tal como andaban las cosas con McGreavy, éste podría haber creído que Judd quizá habría colocado la bomba él mismo. Sin embargo, le parecía extraño que un detective privado escondiera pruebas a la policía. Tenía la sensación de que Moody era como un enorme témpano de hielo. Casi todo el hombre estaba oculto por la superficie, bajo la fachada de aquel amable fanfarrón de pueblo chico. Pero ahora, al oír hablar a Moody, se encontraba lleno de júbilo. Él no estaba loco y el mundo no se había llenado de pronto con salvajes coincidencias. Había un asesino suelto. Un asesino de carne y hueso. Y por alguna razón había elegido a Judd como blanco. Dios mío, pensó Judd, qué fácilmente nuestros egos pueden ser destruidos. Pocos minutos antes estaba pronto a admitir que él era un paranoico. Tenía con Moody una deuda incalculable.
—Usted es el médico —estaba diciendo Moody—. Yo no soy más que un viejo polizonte. Siempre digo que cuando se quiere miel hay que ir a una colmena.
Judd estaba empezando a entender la jerga de Moody.
Usted quiere saber mi opinión sobre la clase de hombre, o de hombres, que andamos buscando.
—Eso mismo —dijo Moody contento—. ¿Estamos frente a un maniático homicida que se escapó de una jaula de locos…
Un instituto mental, pensó automáticamente Judd.
—… o hay algo más profundo en todo esto?
—Algo más profundo —dijo Judd instantáneamente.
—¿Qué es lo que le hace pensar eso, doctor?
—Ante todo, fueron dos los hombres que anoche se introdujeron en mi consultorio. Podría tragarme la teoría de un lunático, pero dos lunáticos actuando ya es demasiado.
Moody asintió aprobando. Siga.
—Segundo, una mente perturbada puede tener una obsesión, pero ésta actúa sobre un molde definido.
Ignoro por qué fueron asesinados John Hanson y Carol Roberts, pero a menos que me equivoque, estoy designado como la tercera víctima. La última.
—¿Por qué cree que será la última? —preguntó Moody con curiosidad.
—Porque —replicó Judd— si fuera a haber más asesinatos, la primera vez que fallaron en matarme habrían seguido adelante para ultimar al que fuese el siguiente en su lista. Pero en lugar de eso han estado concentrándose en tratar de matarme a mí.
—¿Sabe —dijo Moody aprobando— que usted es un tipo nacido para detective?
Judd fruncía el ceño.
—Hay varias cosas que no tienen sentido.
—¿Por ejemplo?
—Primero, el motivo —dijo Judd—. No sé de nadie que …
—Volveremos sobre eso. ¿Qué más?
—Si alguien estuviera en realidad tan ansioso por matarme, cuando el coche me arrolló, todo lo que tendría que haber hecho el conductor era dar marcha atrás y aplastarme. Yo estaba inconsciente.
—¡Ah! Ahí es donde entra el señor Benson.
Judd lo miró sin entender.
—El señor Benson fue quien dio testimonio sobre su accidente —explicó Moody con benevolencia—. Saqué su nombre del informe policial y fui a verlo cuando usted salió de mi oficina. Eso le va a costar tres dólares cincuenta por el taxi, ¿estamos?
Judd asintió, mudo.
—El señor Benson. Es un peletero, dicho sea de paso. Hermosa mercadería. Si alguna vez quiere comprarle algo a su novia puedo conseguirle un descuento. De todas maneras, el martes, la noche del accidente, él salía de una oficina donde trabaja su hermana. Fue a dejar unas píldoras, porque su hermano Mateo, que es vendedor de Biblias, estaba engripado y ella iba a llevarle esos remedios a su casa.
Judd dominó su impaciencia. Si Norman Z. Moody hubiera tenido deseos de quedarse allí sentado y recitarle todo el texto de la Constitución lo escucharía.
—Entonces el señor Benson dejó esas pastillas y estaba saliendo del edificio cuando vio a esa limousine que se iba sobre usted. Naturalmente, él no sabía que se trataba de usted en ese momento.
Judd asintió.
—El coche estaba como gateando hacia un lado, y desde el punto de vista de Benson, parecía patinar. Cuando vio que lo arrolló a usted empezó a correr para ver si podía auxiliarlo. La limousine dio marcha atrás para arrollarlo de nuevo. Pero vio al señor Benson y partió como un murciélago saliendo del infierno.
Judd tragó saliva.
—Así que sí el señor Benson no hubiera andado por allí…
—Sí —dijo Moody mansamente—. Puede decir que usted y yo no habríamos llegado a encontrarnos. Estos muchachos no andan con bromas. Se han propuesto liquidarlo, doctor.
—¿Y qué pasa con el asalto a mi consultorio? ¿Por qué no derribaron la puerta?
Moody quedó en silencio un momento, pensando.
—Eso es una adivinanza. Podrían haber entrado y matarlo a usted y a cualquiera que estuviera con usted y haber huido sin que nadie los viera. Pero cuando pensaron que usted no estaba solo se fueron. Eso no calza con el resto —seguía sentado allí mordisqueándose el labio inferior—. A menos que… —dijo.
—¿A menos que qué?
Una mirada especulativa se formó en el rostro de Moody.
—Me pregunto… —respiró.
—¿Qué?
—No voy a decirlo por el momento. Tengo una ideíta, pero no tiene sentido mientras no demos con el motivo.
Judd se encogió de hombros, indefenso.
—No sé de nadie que tenga un motivo para matarme.
Moody meditó en esto por un momento.
—Doctor, ¿tenía usted algún secreto que compartiese con ese paciente suyo, Hanson, y con Carol Roberts? ¿Algo que sólo ustedes tres supieran?
Judd negó con la cabeza.
—Los únicos secretos que tengo son secretos profesionales respecto a mis pacientes. Y no hay una sola cosa en sus historias clínicas que justifique un crimen. Ninguno de mis pacientes es un agente secreto, o un espía extranjero, o un reo fugado. Son gente corriente: amas de casa, profesionales, empleados de banco, que tienen problemas que no pueden resolver.
Moody lo miró inocente.
—¿Y está seguro de que no alberga a ningún maniático homicida en su pequeño grupo?
—Seguro. Ayer no lo habría estado del todo. Para decirle la verdad, estaba empezando a creer que yo mismo sufría de paranoia y que usted me seguía el tren.
Moody le sonrió.
—Yo también tuve esa impresión —dijo—. Después que me llamó para arreglar la entrevista hice algunas averiguaciones sobre usted. Llamé a un par de doctores amigos muy buenos. Usted tiene una gran reputación.
Así que lo de «señor Stevenson» había sido parte de la fachada de macaneador campechano de Moody.
—Si vamos ahora a la policía —dijo Judd—, con lo que sabemos, podemos por lo menos conseguir que empiecen a buscar a quien esté detrás de todo esto.
Moody lo miró con modesta sorpresa.
—¿Le parece? Todavía no tenernos bastante con qué seguir, ¿no, doctor?
Era cierto.
—Yo no me desanimaría —dijo Moody—. Pienso que estamos adelantando bastante. Hemos reducido el campo considerablemente.
Una nota de frustración se insinuó en la voz de Judd.
—Ya lo creo. Podía ser cualquier habitante de Estados Unidos.
Moody quedó sentado en un momento, contemplando el techo.
Por último sacudió la cabeza.
—Las familias —suspiró.
—¿Las familias?
—Doctor: le creo cuando usted dice que conoce a sus pacientes de arriba abajo. Sí me dice que ninguno de ellos podría hacer algo semejante, tengo que creerle. Se trata de su colmena y usted es el cuidador de la miel —se inclinó hacia adelante en el sofá—. Pero dígame una cosa. Cuando usted los toma como pacientes, ¿entrevista a sus familias?
—No. A veces la familia ni siquiera sabe que el paciente está bajo psicoanálisis.
Moody volvió a recostarse, satisfecho.
—Ahí tiene —dijo.
Judd lo miró.
—¿Usted cree que algún miembro de la familia de un paciente está tratando de matarme?
—Podría ser.
—No tiene más motivos que los mismos pacientes. Menos, probablemente.
Moody se puso de pie trabajosamente.
—Nunca se sabe, ¿verdad, doctor? Voy a decirle lo que me gustaría que hiciese. Consígame una lista de todos sus pacientes, los que usted ha tratado en las últimas cuatro o cinco semanas. ¿Puede hacerlo?
Judd vaciló.
—No —dijo finalmente.
—¿Ese asunto de la ética profesional paciente-médico? Creo que es tiempo de aflojar un poquito en ese sentido. Su vida está en juego.
—Pienso que usted sigue una pista falsa. Lo que ha venido sucediendo no tiene nada que ver con mis pacientes o sus familias. Si hubiera habido algún caso de enfermedad mental en sus familias, hubiera sido revelado en el psicoanálisis —meneó la cabeza—. Disculpe, señor Moody. Debo proteger a mis pacientes.
—Usted dijo que en sus archivos no había nada importante.
—Nada que sea importante para nosotros —pensó en alguno de los materiales archivados. John Hanson levantando marineros en bares de maricones de la Third Avenue. Teri Washburn haciendo el amor con los muchachos de la orquesta. Evelyn Warshak, de catorce años, prostituta residente mientras concurría a noveno grado…—. Lo siento mucho —dijo nuevamente—. No puedo mostrarle mis fichas.
Moody se encogió de hombros.
—Muy bien —dijo—. Muy bien. Entonces usted va a tener que hacer parte de mí propio trabajo.
—¿Qué quiere, que haga?
—Tome las cintas de todos los que se hayan tendido en su diván durante el último mes. Escuche con verdadero cuidado cada una de ellas. Pero esta vez no escuche como médico: escuche como detective. Busque cualquier cosita que esté ligeramente fuera de compás.
—Siempre lo hago, de todos modos. Ése es mi trabajo.
—Vuelva a hacerlo. Y mantenga los ojos abiertos. No quiero perderlo hasta tener resuelto este caso —tomó su sobretodo y luchó para ponérselo como si aquello fuera un ballet de elefantes. Los gordos tenían fama de poseer movimientos elegantes, pero aquello no rezaba para Moody—, ¿sabe qué es lo más raro de todo este entrevero? —inquirió Moody pensativamente.
—¿Qué?
—Usted puso el dedo en la llaga hace un rato cuando dijo que había dos hombres. Quizás uno de ellos tenga verdadero ardor por liquidarlo: pero ¿por qué los dos?
—Lo ignoro.
Moody la estudió un momento, especulando.
—¡Por Dios! —dijo finalmente.
—¿Qué pasa?
—Puede ser sólo una sugestión. Si no me equivoco, podría haber más de dos hombres que estuvieran tratando de matarlo.
Judd lo miró incrédulamente.
—¿Usted quiere decir que hay todo un grupo de maniáticos que me quieren matar? Eso no tiene sentido.
Había un aspecto de creciente excitación en el rostro de Moody.
—Doctor, tengo una idea de quién podría ser el juez en este partido —miró a Judd con los ojos brillantes—. No sé todavía cómo, o por qué…, pero podría suceder que sepa quién.
—¿Y quién es?
Moody meneó la cabeza.
—Usted me mandaría a una fábrica de cohetes si se lo dijera. Siempre digo que si se va a disparar un tiro en la boca hay que asegurarse primero de que esté cargado. Déjeme practicar un poquito tirando al blanco primero. Si estoy en la pista justa, se lo diré.
—Espero que lo esté —dijo Judd convencido.
Moody lo miró un momento.
—No, doctor. Si usted valora su vida en lo más mínimo, ruegue a Dios que me equivoque.
Y Moody se fue.
Judd tomó un taxi hasta su consultorio.
Era el viernes de tarde, y con sólo tres días más de compras para Navidad las calles estaban repletas de compradores retrasados, amontonados contra el áspero viento que soplaba desde el río Hudson. Las vidrieras estaban festivas y brillantes, llenas de árboles de Navidad iluminados y de figuras de pesebre talladas. Paz en la Tierra. Navidad. Y Elizabeth y su niño que no había nacido. Un día pronto —si sobrevivía— tendría que construir él mismo su paz, libre del pasado muerto y dejar todo. Sabía que con Anne hubiera podido… Firmemente, detuvo sus propios pensamientos. ¿Qué ganaba con fantasear a propósito de una mujer casada que estaba por partir con un marido al que amaba?
El taxi se detuvo frente al edificio del consultorio y Judd bajó, mirando nerviosamente en derredor. Pero ¿qué podría observar? No tenía la menor idea de cuál sería el arma, ni quién la esgrimiría.
Cuando llegó al consultorio, trancó la puerta exterior, fue hacia los paneles que escondían las grabaciones y los abrió. Las cintas estaban archivadas, cronológicamente, bajo el nombre de cada paciente. Seleccionó las más recientes y las llevó al grabador. Ya que había cancelado todas sus consultas por el día, podría concentrarse en tratar de descubrir alguna clave que pudiera referirse a amigos o familias de sus pacientes. Sintió que aquella sugerencia de Moody era algo exagerada, pero sentía demasiado respeto por él para ignorarla.
Al colocar la primera cinta recordó la última vez que había usado aquella máquina. ¿Había pasado sólo una noche? Su memoria lo llenó de una aguda sensación de pesadilla, alguien se había propuesto asesinarlo en aquel mismo cuarto, donde también habían asesinado a Carol.
De pronto se dio cuenta de que no había pensado en los pacientes de la clínica gratuita de un hospital donde él trabajaba una mañana por semana. Probablemente ello había sucedido porque los asesinos habían andado en torno de su consultorio y no cerca del hospital. Sin embargo… Se dirigió a una de las secciones del armario marcado «clínica», miró algunas de las grabaciones y, por último, seleccionó media docena. Puso la primera en el grabador.
Rosa Graham.
—Un accidente, doctor. Nancy llora mucho. Siempre ha sido una niña llorona, así que cuando le pego es por su bien, ¿sabe?
—¿Trató alguna vez de descubrir por qué llora tanto Nancy? —preguntó la voz de Judd.
—Porque está muy mimada. Su papá la mimó demasiado y después se escapó y nos abandonó.
Nancy siempre pensó que era la nena de papa, pero ¿cómo podía quererla tanto si se escapó de esa forma?
—Usted y Harry nunca se casaron, ¿verdad?
—Bueno, la ley humana. Supongo que usted la llamaría así, íbamos a casarnos.
—¿Cuánto tiempo vivieron juntos?
—Cuatro años.
¿Cuánto tiempo después de irse Harry de usted rompió el brazo a Nancy?
—Una semana, me parece. No se lo quise romper. Lo que pasó es que no dejaba de llorar y entonces agarré un barrote de la cortina y empecé a darle duro.
—¿Usted piensa que Harry la quería más a Nancy que a usted?
—No. Harry estaba loco por mí.
—Entonces, ¿por qué piensa que la dejó?
—Porque era hombre. ¿Y usted sabe lo que son los hombres? ¡Animales! ¡Todos ustedes! ¡Deberían carnearlos como chanchos! —sollozos.
Judd suspendió la audición y pensó en Rosa Graham. Era una misántropa psicótica, y casi había matado a golpes a su hija de seis años en dos ocasiones distintas. Pero el modelo de los asesinatos no se ajustaban a la psicosis de Rosa Graham.
Puso la segunda grabación de la clínica.
Alexander Fallon.
-La Policía dice que usted atacó con un cuchillo al señor Champion, señor Fallon.
—No hice sino lo que me mandaron.
—¿Alguien le mandó que matara al señor Champion?
—Él me lo pidió,
—¿Él?
—Sí. Dios.
—¿Por qué le ordenó Dios que lo matara?
—Porque Champion es un hombre malo. Es un actor. Lo vi en la escena. Besó a aquella mujer. Aquella actriz. Frente a todo el público. La besó y …
Silencio.
—Siga.
—Le tocó la …tetita.
—¿Y eso lo perturbó a usted?
—¡Seguro! Me perturbó mucho. ¿No comprende lo que eso quería decir? Que la conocía carnalmente. Cuando salí del teatro me pareció salir de Sodoma y Gomorra. Tenían que ser castigados.
—Entonces usted decidió matarlo.
—Yo no lo decidí, Lo decidió Dios. Yo sólo cumplo sus órdenes.
—¿Le habla Dios a menudo?
—Sólo cuando hay que cumplir Su obra, Él me ha elegido como instrumento. Porque yo soy puro, ¿y sabe qué es lo que me hace puro? ¿Sabe cuál es la cosa que limpia mejor en el mundo? ¡Matar a los perversos!
Alexander Fallon. Treinta y cinco años, un ayudante de panadero. Había sido enviado a una clínica mental por seis meses y después lo habían dado de alta. ¿Acaso Dios le habría dicho que matara a John Hanson, un homosexual, y a Carol, exprostituta, Y a Judd, benefactor de ambos? Judd pensó que aquello era poco verosímil. Los procesos mentales de Fallon acaecían en breves, penosos espasmos. El que había planeado aquellos crímenes ero un hombre altamente organizado.
Reprodujo varias grabaciones más de su clínica, pero ninguna de ellas calzó en el modelo que buscaba. No. No era ningún paciente de la clínica.
Buscó en los archivos del consultorio nuevamente y un nombre le llamó la atención.
Skeet Gibson.
Conectó la grabación.
—Buen día, buen día, doctorcito. ¿Qué le parece este día lin-dí-si-mo que le preparé?
—¿Se siente bien hoy?
—Si me sintiera un poquitito mejor me encerrarían. ¿Vio mi show anoche?
—No. Lo siento mucho, no pude.
—Estuve sensacional. Jack Gould dijo que yo era «el cómico más amado del mundo». ¿Y quién soy yo para discutir con un genio como Jack Gould? ¡Si usted hubiera oído al público! Aplaudían como si fuera la última vez. ¿Sabe lo que eso prueba?
—Que saben leer las tarjetas que dicen «aplausos».
—Usted es vivo, pedazo de demonio. Eso es lo que me gusta: un exprimesesos con sentido del humor.
El último que vi era un opio. Tenía una barba larga que realmente me fastidiaba.
—¿Por qué?
—¡Porque se trataba de una dama!
Gran carcajada.
—Lo pesqué esta vez, ¿no, gallo viejo? En serio, una de las razones por las cuales me siento tan bien es porque acabo de prometer un millón de dólares, ¡un millón!, para ayudar a los pibes de Biafra.
—No me extraña que se sienta bien.
—Puede apostar su lindo culito. Esa historia va a verse en las primeras planas del mundo entero.
—¿Y eso es importante?
—¿Qué quiere decir si «es importante»? ¿Cuántos tipos son capaces de comprometer esa cantidad?
Hay que hacer sonar su propia corneta, Peter Pan. Me allegro de poder costear esa cantidad.
—Usted dice siempre «promete, comprometer, costear». ¿Quiere decir «dar»?
—Comprometer…, dar…, ¿qué diferencia hay? Uno compromete un millón, da unos pocos miles, y la gente le besa el culo… ¿le dije que hoy es mi aniversario?
No. Felicitaciones.
—Gracias. Quince años grandiosos. Usted nunca conoció a Sally. La tipa más encantadora que ha andado por la tierra de Dios. Realmente tuve suerte en mi casamiento. Usted sabe bien qué joda pueden los parientes políticos. Bueno: Sally tiene esos dos hermanos, Ben y Charley. Ben es el redactor jefe de mi show de TV. Charley es mí productor.
Son unos genios. Ya van siete años que estoy en el aire. Y nunca bajamos del máximo, el diez, en el rating de Nielsen. Fui un vivo al unirme a una familia como esa ¿eh? La mayoría de las mujeres se vuelven gordas y dejadas una vez que han enganchado un marido. Pero Sally, que Dios la bendiga, está más delgadita ahora que el día que nos casamos. ¡Qué mujercita!… ¿Me da un cigarrillo?
—Tome. Creí que había dejado de fumar.
—Sólo quise demostrarme a mí mismo que todavía tenía esa vieja y querida fuerza de voluntad, y entonces dejé. Ahora fumo porque quiero… Hice un contrato nuevo con la red de emisiones ayer. Realmente les puse la tapa. ¿Ya hemos terminado?
—No. ¿Está intranquilo, Skeet?
—Para decirle la verdad, monada, estoy en tan grande forma que no sé para qué cuernos sigo viniendo a verlo.
—¿Se acabaron los problemas?
—¿A quién? ¿A mí? El mundo es mi ostra y yo soy Diamond Jim Brady. Tengo que decírselo: usted realmente me ha ayudado. Usted es mi hombre. Con la cantidad de plata que usted gana, a lo mejor yo debería entrar en su negocio y armar mi propio consultorio, ¿eh?… Eso me recuerda aquel cuento macanudo del tipo que va a ver a un escarbapelucas, pero está tan nervioso que sólo se recuesta en el diván y no dice nada. Al final de la hora, el exprimesesos dice: «Son cincuenta dólares». Bueno, la cosa sigue igual por dos años enteritos sin que el tipo diga una sola palabra. Finalmente, el tipito abre la boca un día y dice: «¿Doctor, puedo preguntarle algo?». «Claro», dice el doctor. Y el tipito dice «¿No le gustaría tener un socio?».
Carcajada fuerte.
—¿Tiene una aspirina o algo?
—Claro. ¿Uno de sus dolores de cabeza?
—Nada que me preocupe, amiguito… Gracias. Con esto se termina.
—¿Qué cree usted, que le causa esos dolores de cabeza?
—Tensión de negocios normal… Tenemos lectura de guión esta tarde.
—¿Y eso lo pone nervioso?
—¿A mí? ¡Un como! ¿Por qué me iba a poner nervioso? Si los chistes son bobos hago una morisqueta, le hago guiñadas al público y se los tragan. Por malo que sea el show, este nene Skeet sale oliendo a rosas.
—Según usted, ¿por qué esas jaquecas le dan cada semana?
—¿Cómo carajo quiere que lo sepa? Es usted el médico, ¿no? Usted me lo tiene que decir a mí. No le pago para que esté sentado durante una hora haciendo preguntas tontas. ¡Jesucristo!, si un idiota como usted no puede curar una simple jaqueca, no deberían dejarlo andar suelto, embromando la vida de la gente. ¿De dónde saca el título de médico? ¿De una escuela de veterinarios? Yo no le confiaría a usted ni a mis gatos. ¡Usted es un condenado charlatán! La única razón por la que vine a verlo fue porque Sally no me iba a dejar tranquilo hasta que lo hiciese. Era la única manera de sacársela de encima. ¿Sabe cuál es mi definición del infierno? Estar casado durante quince años con una tipa fea, flaca. Si usted busca otros cretinos para estafarlos, agarre a esos dos idiotas, los hermanos de ella, Ben y Charley. Ben, mi redactor jefe, no sabe distinguir de qué lado está la punta del lápiz, y su hermano es todavía más cretino. Me gustaría verlos caer muertos. Me están persiguiendo. ¿Usted se cree que usted me gusta? ¡Me resulta hediondo! Es tan correcto, sentadito ahí mirando de arriba abajo a todo el mundo. Usted no tiene ningún problema, ¿verdad? ¿Sabe porqué? Porque usted no es real. Está fuera de todo. Lo único que hace es, estar sentado sobre su culo, gordo a lo largo del día robándoles la plata a los enfermos. Bueno. Yo voy a liquidarlo, hijo de puta. Voy a dar un informe sobre usted a la Asociación Médica Americana… —Sollozos—. Me gustaría no ir a esa condenada lectura. —Silencio—. Bueno. Levante el espíritu. Lo veré la semana que viene, monada.
Judd cerró el receptor. Skeet Gibson. El más amado cómico de América, debería haber sido internado diez años atrás. Sus «hobbies» consistían en pagarles a las chicas rubias, jóvenes, de los shows y enredarse en peleas en los bares. Skeet era bajito, pero había empezado como boxeador, y sabía como lastimar. Uno de sus deportes favoritos consistía en ir a un bar de maricas, atraer al baño a un homosexual ingenuo y pegarle hasta dejarlo inconsciente. Skeet había sido pescado por la policía varias veces, pero esos incidentes habían sido acallados prontamente. Después de todo, era el cómico más amado de América. Skeet era lo suficientemente paranoico como para tener deseos de matar, y era capaz de hacerlo en un ataque de furia. Pero Judd no creía que tuviese suficiente sangre fría como para llevar a cabo esa clase de vendetta planificada. Y en esto, Judd tenía la certidumbre, estaba la clave de la solución. Quienquiera estuviese tratando de matarlo no lo estaba hacienda bajo el fuego de ninguna pasión, sino metódicamente y con sangre fría. Un loco.
Que no estaba loco.