A las cuatro de la tarde del día siguiente, Judd dejó su consultorio y se dirigió en su coche a una dirección del West Side bajo. Se trataba de una casa vieja de departamentos. Al estacionar frente al desgastado edificio, Judd empezó a sentir aprensiones. Quizás tenía la dirección equivocada. Pero un letrero que había en una de las ventanas de un departamento del primer piso llamó su atención:
NORMAN Z. MOODY
Investigador Privado
Satisfacción garantizada
Judd salió del coche. Aquel era un día áspero y ventoso, que anunciaba una nevada. Se desplazó con cuidado sobre la acera helada y entró en el vestíbulo del edificio.
El vestíbulo olía a efluvios mezclados de comida rancia y orina. Apretó el botón marcado «Norman Z. Moody - 1.º», y un momento después sonó una chicharra. Entró y encontró el departamento. Un letrero que estaba sobre la puerta decía:
NORMAN Z. MOODY
Investigador Privado
Toque el timbre y entre
Tocó el timbre y entró.
Moody, obviamente, no era un hombre que tirara el dinero en lujos. La oficina parecía haber sido amueblada por una manada de ratas ciegas e hipertiroideas. Zarandajas de todas clases llenaban cada pulgada del cuarto. En un rincón había un biombo japonés harapiento. Junto a él una lámpara india y frente a ésta una mesa dinamarquesa moderna estropeada. Diarios y revistas viejas se apilaban en todas partes.
Se abrió una puerta que daba a un cuarto interior y de ella emergió Norman Z. Moody. Medía más o menos un metro sesenta y podría pesar ciento cuarenta kilos. Flotaba al andar, recordando a Judd un Buda animado. Tenía una cara redonda y jovial, con grandes, inocentes ojos azul pálido. Era completamente calvo y su cabeza tenía forma de huevo. Parecía imposible adivinar su edad.
—¿,El señor Stevenson? —saludó Moody.
—El doctor Stevens —dijo Judd.
—Siéntese, siéntese —dijo Buda con acento sureño.
Judd buscó en torno un asiento. Quitó una pila de revistas viejas de educación física, y otras nudistas, de un sillón de cuero de aspecto escrofuloso al cual faltaban tiras y cautelosamente tomó asiento.
Moody acomodaba su volumen en un sillón de hamaca de tamaño excesivo.
—¡Bien, pues! ¿En qué puedo serle útil?
Judd temió haberse equivocado. Por teléfono había dado a Moody su nombre completo, cuidadosamente. Un nombre que había figurado en las primeras planas de todos los diarios de New York en los últimos días. Y sé las había arreglado para elegir al único detective privado de toda la ciudad que no había oído hablar de él. Buscó alguna excusa para dejar sin efecto la entrevista.
—¿Quién me recomendó a usted? —incitó Moody.
Judd vaciló, no deseando ofenderlo.
—Saqué su nombre de las páginas amarillas de la guía.
Moody rió.
—No sé qué sería de mí sin las páginas amarillas —dijo—. El mayor invento desde que se descubrió el alcohol de maíz.
Rió de nuevo brevemente.
Judd se puso de pie. Estaba tratando con un idiota completo.
—Siento haberle hecho perder el tiempo, señor Moody —dijo—. Me gustaría pensarlo más antes de…
—Bueno, bueno. Comprendo —dijo Moody—. Pero igual tiene que pagarme la visita, sin embargo.
—Naturalmente —dijo Judd. Buscó en sus bolsillos y sacó unos billetes—. ¿Cuánto le debo?
—Cincuenta dólares.
—¿Cincuenta? —repitió Judd enojado, sacó unos billetes más y los puso en la mano de Moody.
—Muchas gracias —dijo Moody. Judd se dirigió a la puerta sintiéndose idiota—. Doctor…
Judd se dió vuelta. Moody le sonreía con benevolencia, metiendo el dinero en el bolsillo de su chaleco.
—Ya que ha tenido que pagar cincuenta dólares, ¿porqué no se sienta y me dice cuál es su problema? Siempre digo que no hay nada mejor que desembuchar.
¡Qué ironía todo aquello, dicho por ese gordo zonzo! Judd casi se rió. La vida entera de Judd estaba dedicada a que la gente desembuchara. Estudió a Moody un instante. ¿Qué podría perder? Quizás hablar del asunto con un desconocido le hiciera algún bien. Lentamente volvió a su sillón y se sentó.
—Usted parece estar cargado con todo el peso del mundo, doctor. Siempre digo que cuatro hombros valen más que dos.
Judd no estaba seguro de cuántos aforismos más de Moody podría ser capaz de soportar.
Moody lo observaba.
—¿Qué lo ha traído por aquí? ¿Mujeres o dinero? Siempre digo que si se eliminaran las mujeres y el dinero se resolverían en seguida los mayores problemas del mundo —Moody lo ojeaba, esperando una respuesta.
—Creo…, creo que alguien quiere matarme.
Los ojos celestes parpadearon.
—¿Usted cree?
Judd descartó la pregunta.
—Quizás usted podría darme la dirección de alguien que se especialice en estas cosas.
—Ciertamente —dijo Moody—. Norman Z. Moody. Lo mejor del país.
Judd suspiró desesperado.
—¿Por qué no me dice todo, doctor? —sugirió Moody—. Veamos si entre los dos podemos aclararlo un poquito.
Judd se vió obligado a sonreír a pesar de sí mismo. Sonaba tan parecido a lo que él mismo decía. Recuéstese y diga cualquier cosa que se le ocurra. ¿Y por qué no? Respiró profundamente y, de modo tan conciso como fuera posible, dijo a Moody los sucesos de los últimos días. Mientras hablaba olvidó la presencia de Moody. En realidad, se estaba hablando a sí mismo, poniendo en palabras las cosas desconcertantes que habían ocurrido. Con cuidado, nada dijo a Moody sobre los temores que experimentaba por su propia cordura. Cuando Judd hubo terminado, Moody lo contempló con felicidad.
—Tiene usted un problema delicado. O bien alguien quiere matarlo, o usted teme convertirse en un esquizofrénico paranoico.
Judd lo miró sorprendido. Un tanto anotado para Norman Z. Moody.
Moody siguió.
—Usted dice que hay dos detectives detrás de ese caso. ¿Recuerda sus nombres?
Judd vaciló. No se sentía inclinado a comprometerse demasiado con este hombre. En realidad, lo que quería era salir de allí.
—Frank Angeli y el teniente McGreavy —contestó.
Hubo un cambio casi imperceptible en la expresión de Moody.
—¿Qué motivos tendría alguien para matarlo, doctor?
—No tengo la menor idea. Que yo sepa, no tengo ningún enemigo.
—Oh, ¡vamos! Todo el mundo tiene unos pocos enemigos por ahí. Siempre digo que los enemigos añaden un poquito de sal al pan de la vida.
Judd trató de no impacientarse.
—¿Casado?
—No —dijo Judd.
—¿Homosexual?
Judd suspiró.
—Mire, ya he pasado por todo esto con la policía y…
—Sí. Pero a mí me paga para que lo ayude —dijo Moody imperturbable—. ¿Le debe plata a alguien?.
—Sólo las cuentas mensuales normales.
—¿Y qué hay de sus pacientes?
—¿Qué pasa con mis pacientes?
—Bueno, siempre digo que cuando uno busca caracoles debe ir a orillas del mar. Sus pacientes son una manga de chiflados, ¿no?
—Se equivoca —dijo Judd cortante—. Son personas que tienen problemas.
—Problemas emocionales que ellos mismos no pueden resolver. ¿No podría uno de ellos tenerle rabia? Oh, no por razones reales, pero quizás con algún rencor imaginario contra usted.
—Es posible, salvo una cosa. La mayoría de mis pacientes han estado bajo mi cuidado desde hace un año o más. En todo ese tiempo he podido conocerlos tanto como un ser humano es capaz de conocer a otro.
—¿Nunca se enojan con usted? —Moody preguntó con inocencia.
—A veces. Pero no estamos buscando a un enojado. Estamos buscando a un homicida paranoico que ha matado a dos personas como mínimo y ha hecho varias tentativas para asesinarme —vaciló, y se obligó a continuar—. Si tengo un paciente como ése y no lo sé, entonces usted tiene ante sus ojos al más incompetente psicoanalista de toda la historia.
Miró a Moody y vio que lo estaba observando.
—Siempre digo que lo primero es lo primero —dijo Moody alegremente—. Lo primero que debemos descubrir es si alguien está tratando de liquidarlo, o si usted está chiflado. ¿Verdad, doctor? —Lució una ancha sonrisa, despojando de toda ofensa a sus palabras.
—¿Cómo? —Preguntó Judd.
—Simple —dijo Moody—. Su problema es que usted se queda parado en la base tratando de pegar pelotas ignorando si alguien las lanza. Primero vamos a ver si hay juego de baseball en marcha; después vamos a ver quiénes son los jugadores. ¿Tiene coche?
Judd ya había olvidado su intención de marcharse y conseguir otro detective privado. Sentía ahora, tras la cara blanda, inocente, de Moody y sus máximas caseras una capacidad serena e inteligente.
—Pienso que sus nervios están tensos —dijo Moody—. Quiero que se tome unas pequeñas vacaciones.
—¿Cuándo?
—Mañana por la mañana.
—Es imposible —protestó Judd—. Tengo pacientes anotados.
Moody lo descartó con un gesto.
—Cancélelos.
—Pero para qué…
—Dígame: ¿Yo le indico a usted cómo conducir su trabajo? —preguntó Moody—. Cuando salga de aquí quiero que se vaya derecho a una agencia de viajes. Haga que le reserven alojamiento en… Grossinger’s. Eso representa un buen trecho de trepar por los Catskills… ¿Hay garaje donde usted vive?
—Sí.
—Muy bien. Dígales que le revisen y ajusten el coche para el viaje. No debe tener ningún inconveniente ni accidente en la ruta.
—¿No podría hacerlo la semana que viene? Mañana es un día tan…
—Después de conseguir su reserva, vuelva a su consultorio y llame a todos sus pacientes. Dígales que ha habido una emergencia y que volverá dentro de una semana.
—Realmente no puedo —dijo Judd—. Es completamente……
—Mejor llamé a Angeli, también —Moody continuo—. No quiero que la policía lo ande buscando mientras esté ausente.
—¿Para qué hacer eso? —preguntó Judd.
—Para proteger sus cincuenta dólares. Y esto me recuerda algo. Voy a necesitar doscientos más como seña. Más cincuenta por día y gastos.
Moody desprendió su gran volumen del sillón de hamaca.
—Quiero que salga bien tempranito mañana por la mañana —dijo—, así puede llegar antes que oscurezca. ¿Puede salir a las siete de la mañana?
—Creo…, creo que sí. ¿Qué encontraré al llegar allá arriba?
—Con un poco de suerte, una entrada para el partido.
Cinco minutos después Judd entraba en su coche pensativamente. Había dicho a Moody que no podía irse y dejar a sus pacientes en un plazo tan corto. Pero sabía que lo iba a hacer. Se encontraba poniendo literalmente su vida en las manos del Falstaff del mundo de los detectives privados. Cuando empezó a manejar volvió a leer el letrero de la ventana de Moody.
Satisfacción garantizada.
Mejor será que sea cierto, pensó Judd torvamente. El programa para el viaje se realizó sin tropiezos. Judd paró frente a una agencia en Madison Avenue. Le reservaron una habitación en Grossinger’s y le proporcionaron un mapa de ruta y un surtido de folletos de color sobre los Catskills. Llamó en seguida a su servicio de comunicaciones telefónicas y dispuso todo para que llamaran a sus pacientes y cancelaran sus visitas hasta nueva orden. Telefoneó al Distrito Diecinueve y preguntó por el detective Angeli.
—Angeli está enfermo, en su casa —dijo una voz impersonal—. ¿Quiere su número privado?
—Sí.
Momentos después se encontraba hablando con Angeli. Por la voz se notaba que tenía un resfriado muy fuerte.
—He decidido irme de la ciudad por unos días —dijo Judd—. Salgo mañana. Quería informarlo a usted.
Hubo un silencio, mientras Angeli lo pensaba.
—Podría ser una Buena idea. ¿A dónde va?
—Pensé ir manejando hasta Grossinger’s.
—Muy bien —dijo Angeli—. No se preocupe. Voy a aclarárselo a McGreavy —vaciló—. Supe lo que pasó anoche en su consultorio.
—Es decir, que oyó la version de McGreavy —dijo Judd.
—¿Llegó a ver a los que pensaban matarlo?
Angeli, por lo menos, le creía.
—No.
—¿Nada que pudiera ayudarnos a encontrarlos? ¿Color, edad, estatura?
—Lo siento —replicó Judd—. Pero estaba oscuro.
Angeli resolló.
—Bueno. Seguiré observando. A lo mejor tengo buenas noticias para cuando usted vuelva. Cuídese, doctor.
En seguida llamó al superior de Burke y explicó brevemente la situación de éste. No había otra alternativa sino internarlo lo más pronto posible. Judd llamó entonces a Peter, le explicó que tenía que ausentarse por una semana y le pidió ocuparse de lo que fuese necesario en cuanto a Burke. Peter asintió.
La pista estaba libre.
Lo que más perturbaba a Judd era que no podría ver a Anne el viernes. Quizás nunca volvería a verla.
Cuando volvió a su departamento, pensó en Norman Z. Moody. Tenía alguna idea de lo que Moody se proponía. Al hacer que Judd notificara a todos sus pacientes, Moody trataba de asegurarse de que ninguno de los pacientes de Judd era el asesino. Si es que existía un asesino. Una trampa, usando a Judd como señuelo, se le tendería de este modo.
Moody le había dado instrucciones para que dejara su dirección a su servicio telefónico y a su portero. Quería estar seguro de que todos podrían saber adónde iba Judd.
Cuando Judd estacionó frente a la casa de departamentos, lo recibió Mike.
—Salgo de viaje por la mañana, Mike —informó Judd—. ¿Podrías ocuparte de que en el garaje revisaran el coche y llenaran el tanque?
—Voy a hacerlo en seguida, doctor Stevens. ¿A qué hora va a necesitar el coche?
—Saldré a las siete —Judd notó que Mike lo observaba mientras entraba en la casa.
Cuando entró en su departamento atrancó las cerraduras y probó cuidadosamente las ventanas. Todo parecía estar en regla.
Tomó dos comprimidos de codeína, se desvistió, preparó un baño caliente, acomodando cuidadosamente dentro de él su cuerpo dolorido y sintió aflojarse las tensiones de la espalda y el cuello en la inmersión. Se quedó en la bañera bienaventuradamente relajante, pensando. ¿Por qué le había recomendado Moody que tratara de no tener ningún contratiempo con el coche en la carretera? ¿Por qué el lugar más verosímil para que fuese atacado podía ser aquella ruta solitaria hacia los Catskills? ¿Y qué podría hacer Moody si eso resultara cierto? Moody había rehusado decirle cuál era su plan…, si es que había plan. Cuanto más lo examinaba, más se convencía de que estaba entrando en una trampa. Moody había dicho que él estaba armándola para los perseguidores de Judd. Pero aunque volviera sobre el asunto una y otra vez, la respuesta resultaba la misma: la trampa parecía haber sido diseñada para atrapar a Judd. Pero ¿por qué? ¿Qué interés podía tener Moody en matar a Judd? Dios mío, pensó Judd. ¡He sacado al azar un nombre de las páginas amarillas de la guía de teléfonos de Manhattan y creo que quiere hacerme matar! ¡Soy paranoico!
Sintió que sus ojos comenzaban a cerrarse. Los comprimidos y el baño caliente habían realizado bien su tarea. Con esfuerzo, se arrancó de la bañera, frotó con cuidado su cuerpo lastimado con la toalla afelpada y se puso un piyama. Se acostó y puso el despertador para las seis. Los Catskills, pensó. Habilidades gatunas o matagatos. Era un nombre adecuado. Y cayó en un sueño profundo.
A las seis de la mañana, cuando sonó el despertador, Judd se despertó instantáneamente. Como si ningún lapso de tiempo hubiera transcurrido, su primer pensamiento fue: no creo en una serie de coincidencias ni creo que alguno de mis pacientes sea un asesino al por mayor. Ergo, o soy un paranoico o me estoy convirtiendo en uno de ellos. Lo que necesitaba era consultar sin demora a otro psicoanalista. Telefonearía al doctor Robbie. Sabía que eso significaría el fin de su carrera, pero no había modo de evitarlo. Si estaba sufriendo de paranoia, tendrían que encerrarlo. ¿Acaso Moody sospechó que estaba tratando con un caso mental? ¿Fue por eso que sugirió una toma de vacaciones? ¿No porque creyese que alguien trataba de matar a Judd, sino porque veía los signos de un colapso nervioso? Quizás la actitud más cuerda fuese seguir el consejo de Moody e ir a los Catskills por unos pocos días. Solo, alejado de todas las presiones, podría tranquilamente tratar de evaluarse, tratar de calcular cuándo su mente había comenzado a hacerle jugarretas, cuándo había empezado a perder contacto con la realidad. Entonces, cuando volviese, tomaría una cita con el doctor Robbie y se pondría bajo su cuidado.
Era una decisión que sería penoso tomar, pero habiéndola tomado Judd se sintió mejor. Se vistió, preparó una pequeña valija con suficiente ropa para cinco días y la llevó hasta el ascensor.
Eddie no había entrado a trabajar a esa hora, y el ascensor estaba acondicionado para que pudieran manejarlo los pasajeros. Judd bajó al garaje del subsuelo y miró en torno para ver si Wilt, el cuidador, estaba allí, pero éste estaba ausente. El garaje estaba desierto.
Judd localizó a su coche estacionado en un rincón junto a la pared de cemento. Se encaminó a él, puso la valija en el asiento trasero y se colocó detrás del volante. Mientras estaba por tocar la llave de ignición, un hombre se agachó junto a él, como saliendo de la nada. El corazón de Judd se detuvo un segundo.
—Está justo en hora —era Moody.
—No sabía que iba a venir a despedirme —dijo Judd.
Moody le dedicó una ancha sonrisa, con su gran cara de querubín.
—No tenía nada mejor que hacer y ya no podía seguir durmiendo.
Judd sintió una súbita gratitud por la forma llena de tacto en que Moody había manejado la situación. Ninguna referencia a que Judd fuera un caso mental; apenas una ingenua sugerencia de que siguiera manejando hacia el campo y tomara un descanso. Bueno, lo menos que Judd podía hacer era mantener la ficción de que todo era normal.
—Resolví que usted tenía razón. Voy a ir allá arriba y ver si puedo conseguir una entrada al partido.
—No tiene que preocuparse por eso —dijo Moody—. Ya está todo arreglado.
Judd lo miró sin entender.
—No comprendo.
—Es muy simple. Siempre digo que cuando se quiere llegar al fondo de algo hay que empezar por cavar.
—Señor Moody…
Moody se apoyó en la portezuela del coche.
—¿Sabe lo que me intrigó a propósito de su pequeño problema, doctor? Parecía que cada cinco minutos alguien trataba de matarlo…, quizás. Ahora bien: ese «quizás» me fascinaba. No había nada donde pudiéramos «morder» sin primero descubrir si usted estaba volviéndose loco o si, realmente, alguien lo quería convertir en cadáver.
Judd lo miró.
—Pero lo de los Catskills… —dijo débilmente.
—¡Oh, eso! Usted no iba a ir a los Catskills, doctor —abrió la puerta del coche—. Salga, doctor.
Asombrado, Judd salió del coche.
—Eso era solamente para llamar la atención. Siempre se dice que para pescar un tiburón hay que echarle sangre al agua.
Judd observaba su cara.
—Me temo que, de todos modos, usted no habría llegado a los Catskills —dijo amablemente Moody. Se dirigió al radiador del coche, movió el resorte y levantó la tapa. Judd se puso a su lado. Sujetos al distribuidor había tres tubos de dinamita. Dos delgados cables colgaban sueltos de la ignición.
—Atrapado como un tonto —dijo Moody.
Judd lo miró desconcertado.
—Pero cómo pudo usted…
Moody rió.
—Ya se lo dije. Duermo mal. Vine por aquí alrededor de medianoche. Soborné al sereno para que saliera a divertirse un rato y esperé más o menos en las sombras. El sereno le va a costar veinte dólares más —añadió—. No quería que usted pareciera avaro.
Judd sintió una súbita oleada de afecto por aquel hombrecito bajo y gordo.
—¿Y pudo ver quién hizo esto?
—Nones. Lo habían hecho antes de que yo llegara. A las seis de esta mañana me di cuenta de que no iba a aparecer nadie más, entonces di un vistazo —señaló hacia los cables colgantes—. Sus amigos son realmente una monada. Prepararon una segunda trampa de tontos para que si usted levantaba la tapa completamente este alambre detonara la dinamita. Lo mismo habría sucedido si usted hubiera encendido la ignición. Aquí hay suficiente dinamita como para volar medio garaje.
Judd sintió súbitas náuseas. Moody lo miró compasivamente.
—Arriba el corazón —dijo—. Fíjese en los progresos que hemos hecho. Ahora sabemos dos cosas. Primero, que usted no está chiflado. Y segundo —la sonrisa abandonó su cara—, sabemos que alguien se siente Dios Todopoderoso tratando de matarlo a usted, doctor Stevens.