8

—¿Una copa?

McGreavy negó con la cabeza, malhumorado, mientras estudiaba a Judd. Judd se sirvió el segundo whisky puro mientras McGreavy observaba sin comentarios. Las manos de Judd todavía temblaban, pero a medida que el calor del whisky ascendía por su cuerpo empezó a experimentar una distensión.

McGreavy había llegado al consultorio dos minutos después que las luces se habían encendido. Con él estaba un estólido sargento de policía que ahora tomaba notas en un bloc de taquigrafía.

McGreavy hablaba.

—Vamos a repasar esto una vez más, doctor Stevens.

Judd respiró a fondo y comenzó de nuevo, manteniendo deliberadamente su voz en tono calmo y bajo.

—Cerré el consultorio y me dirigí al ascensor. Las luces del corredor se apagaron. Pensé que las de los demás pisos funcionarían, y empecé a bajar por la escalera, —Judd vaciló, reviviendo el miedo—. Vi que alguien subía con una linterna, llamé. Creí que era Bigelow, el sereno. No era él.

—¿Quién era?

—Se lo he dicho —dijo Judd—. No lo sé. Nadie contestó.

—¿Qué le hizo pensar que subían a matarlo?

Una enojada respuesta subió a los labios de Judd, pero se contuvo. Era fundamental hacer que McGreavy le creyera.

—Me siguieron cuando volví al consultorio.

—¿Piensa que eran dos los que trataban de matarlo?

—Por lo menos dos —dijo Judd—. Los oí hablar en voz baja.

—Usted dice que cuando entró en la sala de espera echó la tranca a la puerta que da al corredor. ¿Es así?

—Sí.

—¿Y que cuando entró a su despacho interior trancó la puerta que da a la recepción?

—Sí.

McGreavy se dirigió a la puerta de la sala de espera, que daba al despacho interno de Judd.

—¿Trataron de forzar esta puerta?

—No —admitió Judd. Recordaba lo mucho que eso lo había intrigado.

—Bien —dijo McGreavy—. Cuando se cierra la puerta de la recepción que da al corredor, hace falta una llave especial para abrirla desde fuera.

Judd vaciló. Sabía adónde iba a parar McGreavy.

—Así es.

—¿Quién tenía llaves de esa puerta?

Judd sintió enrojecérsele la cara.

—Carol y yo.

McGreavy ahora tenía una voz complaciente.

—Y la gente de la limpieza, ¿cómo entraba?

—Teníamos un arreglo especial con ellos. Carol venía muy temprano tres mañanas por semana y los hacía entrar. Terminaban antes de que mi primer paciente llegase.

—No parece muy conveniente. ¿Por qué no podían entrar aquí cuando limpiaban todas las demás oficinas?

—Porque los archivos que guardo aquí son de naturaleza altamente confidencial. Prefiero ese inconveniente a que haya desconocidos aquí cuando no hay nadie.

McGreavy dirigió su mirada al sargento para asegurarse de que éste anotaba todo. Satisfecho, se volvió hacia Judd.

—Cuando entramos en la sala de espera la puerta estaba sin tranca. No forzada: sin atrancar.

Judd no dijo nada.

McGreavy continuó.

—Usted nos dijo que los únicos que tenían llaves para esa cerradura eran usted y Carol. Y nosotros tenemos la llave de Carol. Piense un poco más, doctor Stevens. ¿Quién más tenía una llave de esa puerta?

—Nadie más.

—Entonces, ¿de qué manera, según usted, pudieron entrar esos hombres?

Y Judd de pronto lo supo.

—Hicieron una copia de esa llave cuando mataron a Carol.

—Es posible —contestó McGreavy. Una sonrisa helada brotó en sus labios—. Si hicieron una copia encontraremos trazas de parafina en la llave de Carol. Voy a ordenar una prueba de laboratorio.

Judd asintió. Tuvo la sensación de haberse apuntado un tanto, pero su satisfacción tuvo corta vida.

—Así que según su punto de vista —dijo McGreavy— dos hombres (vamos a asumir, por el momento que no hay una mujer implicada) copiaron una llave para poder entrar en su consultorio y matarlo. ¿Es así?

—Así es —dijo Judd.

—Ahora bien: ¿usted dice que cuando entró en el consultorio cerró la puerta interior, no es cierto?

—Sí —dijo Judd.

La voz de McGreavy era casi mansa.

—Pero encontramos esa puerta sin atrancar también.

—Deben de haber tenido también otra llave.

—Entonces, cuando pudieron abrirla, ¿por qué no lo mataron?

—Ya se lo he dicho. Oyeron las voces de la cinta magnetofónica y…

—Esos dos desesperados asesinos se tomaron el trabajo de producir un apagón, encerrarlo a usted aquí, introducirse en su despacho… ¿y entonces desaparecer como por encanto sin dañarle un pelo? —su voz estaba llena de desdén.

Judd sintió que una rabia fría lo iba invadiendo.

—¿Qué quiere sugerir con eso?

—Se lo voy a deletrear, doctor. Creo que nadie estuvo aquí y no creo que nadie haya querido matarlo.

—No tiene que tomarme la palabra —dijo Judd enfurecido—. Y ¿qué hay de las luces? ¿Y qué hay del sereno Bigelow?

—Está abajo, en el hall.

El corazón de Judd tuvo un latido menos.

—¿Muerto?

—No lo estaba cuando nos hizo pasar. Había un cable defectuoso en el tablero mayor. Bigelow estaba en el subsuelo tratando de arreglarlo. Lo había conectado cuando llegamos.

Judd lo miró sin expresión.

—Oh —dijo finalmente.

—No sé a qué está jugando usted, doctor Stevens —dijo McGreavy—, pero de ahora en adelante no cuente conmigo —se dirigió hacia la puerta—. Y hágame un favor. No me vuelva a llamar. Seré yo quien lo llame.

El sargento cerró su libreta y siguió a McGreavy.

Los efectos del whisky se habían evaporado. La euforia había pasado y había quedado con una gran depresión. No tenía idea sobre cuál debía ser su próxima jugada. Estaba dentro de un rompecabezas sin clave. Se sentía como el chico que gritaba «¡al lobo!», salvo que los lobos eran, fantasmas mortíferos, invisibles y, cada vez que McGreavy llegaba, parecían desvanecerse. Fantasmas o… Había otra posibilidad. Ésta era tan horripilante que Judd no podía llegar siquiera a admitirla. Pero estaba obligado a hacerlo.

Tenía que encarar la posibilidad de ser, él mismo, un paranoico.

Una mente demasiado tensa podía dar nacimiento a alucinaciones en apariencia totalmente reales. Había estado trabajando demasiado. No había tomado vacaciones desde hacía muchos años. Era concebible que las muertes de Hanson y Carol hubiesen sido el catalizador que hubiera arrojado a su mente por algún precipicio emocional, de tal modo que los hechos se volviesen enormemente magnificados y dislocados. La gente que sufría de paranoia vivía en un mundo donde, diariamente, las cosas más corrientes representaban terrores innominables. Por ejemplo, el accidente del coche. Si hubiera sido un intento deliberado de matarlo, con seguridad el conductor habría bajado para asegurarse de que la tarea había sido cumplida. Y ahora los dos hombres que se habían introducido allí esta noche. Él no sabía si tenían armas. ¿Acaso un paranoico no pensaría que si estaban allí era para matarlo? Era más lógico creer que se trataba de rateros. Cuando habían oído las voces en el consultorio interno, habían huido. Seguramente, si hubieran sido asesinos, habrían abierto la puerta sin llave y lo habrían matado. ¿Cómo podría averiguar la verdad? Sabía que sería inútil apelar a la policía nuevamente. No había nadie a quien él pudiera recurrir.

Una idea empezó a formarse. Nacía de la desesperación, pero cuanto más la examinaba, más sensata le parecía. Tomó la guía de teléfonos y empezó a hojear sus páginas amarillas.