Su primera paciente, Teri Waslíburn, estaba esperando en el corredor. Veinte años atrás, Teri había sido una de las mayores estrellas en el firmamento de Hollywood. Su carrera había terminado de la noche a la mañana, y se había casado con un maderero de Oregón y desaparecido del mapa. Después, Teri se había vuelto a casar cinco o seis veces y ahora vivía en New York con su último marido, un importador. Miró a Judd furiosa mientras éste se acercaba.
—Bueno —y el discurso de reproche que había ensayado se desvaneció cuando vio su cara—. ¿Qué le ha pasado? —preguntó—. Parecería que lo hubieran aplastado entre dos mezcladoras viejas.
—Un pequeño accidente. Siento llegar tarde.
Abrió la puerta e hizo pasar a Teri a la sala de espera. El escritorio vacío de Carol apareció frente a él.
—Leí lo de Carol —dijo Teri. Su voz estaba levemente excitada—. ¿Fue un asesinato sexual?
—No —dijo Judd cortante—. Déme diez minutos.
Entró al consultorio, consultó su bloc-calendario y empezó a discar los números de sus pacientes, cancelando el resto de sus compromisos del día. Pudo comunicarse con todos excepto tres. Le dolían el pecho y el brazo cada vez que se movía, y su cabeza empezaba a latir de nuevo. Tomó dos comprimidos de Darvan de un cajón y los tragó con un vaso de agua. Fue a la puerta de la sala de espera y abrió para que Teri entrase. Se volvió de acero para rechazar de su mente durante los siguientes cincuenta minutos todo lo que no fueran los problemas de su paciente.
Veinte años antes Teri había sido una belleza delirante, y todavía le quedaban huellas. Tenía los ojos más grandes, suaves e inocentes que Judd hubiera visto. La boca sensual tenía unas pocas arrugas alrededor, pero era todavía voluptuosa, y sus senos eran redondos y firmes bajo una ajustada tela estampada de Pucci. Judd sospechaba que se había hecho inyectar siliconas, pero esperaba que ella lo mencionara. El resto de su cuerpo estaba todavía en buenas condiciones, y sus piernas eran estupendas.
En un momento u otro, la mayoría de las paciente de Judd creían estar enamoradas de él, por la, natural transferencia de la relación paciente-médico a la de paciente —protector— amante. Pero el caso de Teri era distinto. Había tratado de tener un affaire con Judd desde el primer minuto en que había estado en su consultorio. Había tratado de excitarlo en todas las formas posibles que se le ocurrieran, y Teri era una experta. Judd finalmente le había advertido que a menos que se portase bien la mandaría a otro médico. Desde entonces se había portado en forma razonablemente correcta: estudiándolo, tratando de encontrar su Talón de Aquiles. Un eminente medico inglés le había mandado a Teri, después de un desagradable escándalo en Antibes. Un redactor de chismes francés había acusado a Teri de haber pasado un fin de semana en el yacht de un magnate naviero griego con el cual estaba de novia y haberse acostado con los tres hermanos de él mientras éste había volado a Roma por un día a causa de sus negocios. La historia fue acallada rápidamente, el columnista publicó una retractación y fue despedido sin escándalo. En su primera sesión con Judd, Teri se había jactado de que la historia era cierta.
—Es algo salvaje —había dicho—. Necesito sexo todo el tiempo. Nunca me parece bastante —se frotaba las manos contra las caderas, levantándose la falda—. ¿Comprendes lo que te digo, tesoro? —Le preguntaba a Judd mirándolo con inocencia—. Mi padre era un polaco idiota. Su gran gusto era emborracharse con amigos todos los sábados por la noche y darle palos a mi vieja cuando volvía.
Después de esa primera visita Judd había averiguado muchas cosas sobre Teri. Había nacido en un pequeño pueblo minero de Pennsylvania. A los trece años tenía cuerpo de mujer y cara de ángel. Había aprendido que podía conseguir moneditas yendo atrás de las pilas de carbón con los mineros. El día que su padre la había descubierto, había entrado en la cabaña de la familia gritando incoherentemente en polaco, había echado afuera a su madre, cerrando con llave la puerta. Se había sacado el pesado cinturón y le había dado una paliza a Terí. Cuando terminó la violó.
Judd había observado a Teri mientras yacía en el diván describiendo la escena con la cara vacía de toda emoción.
—Ésa fue la última vez que vi a mi padre y a mi madre.
—¿Se escapó? —dijo Judd.
Teri se dio vuelta en el diván sorprendida.
—¿Qué?
—Después que su padre la violó…
—¿Escaparme? —dijo Teri. Echó atrás la cabeza y dejó escapar una risotada—. Me gustaba. ¡Fue la desgraciada de mi madre la que me echó!
En ese momento Judd puso en marcha el grabador.
—¿De qué le gustaría hablar? —preguntó.
—De hacer el amor —dijo—. ¿Por qué no lo psicoanalizamos a usted y descubrimos por qué es tan riguroso?
Él ignoró la pregunta.
—¿Por qué pensó usted que la muerte de Carol tuvo algo que ver con un asalto sexual?
—Porque cualquier cosa me hace pensar en el sexo, bichito —se sacudió toda y su falda se levantó un poquito más.
—Bájese la falda, Teri.
Ella lo miró con inocencia.
—Disculpe… Se perdió una grandiosa fiesta de cumpleaños el sábado a la noche, doctor.
—Cuéntemela.
Vaciló, con una inusitada nota de inquietud en la voz.
—¿No me va a detestar después?
—Ya le he dicho que mí aprobación no le es necesaria. La única aprobación que usted necesita es la suya. El bien y el mal son reglas que nosotros mismos fabricamos para entrar en el juego con los demás. Sin reglas no puede haber juego. Pero no lo olvide nunca: las reglas son artificiales.
Hubo un silencio. Entonces ella habló.
—Fue una fiesta con baile. M marido contrató un conjunto de seis músicos.
Él esperó.
Se dio vuelta para mirarlo.
—¿Está seguro de que no va a dejar de respetarme?
—Quiero ayudarla. Todos hemos hecho cosas de las que nos avergonzamos, pero eso no significa que tengamos que seguir haciéndolas.
Ella lo estudió durante un momento y volvió a tenderse en el diván.
—¿Le dije alguna vez que sospecho que mi marido, Harry, es impotente?
—Sí.
En realidad, ella hablaba de eso constantemente.
—En realidad, nunca me hizo el amor realmente desde que nos casamos. Siempre tiene alguna maldita disculpa… Bueno… —su boca se contrajo amargamente—. Bueno…, el sábado lo hice con todos los músicos mientras Harry miraba —empezó a llorar.
Judd le alcanzó un pañuelo de papel y se mantuvo sentado observándola.
Nadie había dado a Teri nada en su vida que ella no hubiera pagado con creces. Recién llegada a Hollywood había conseguido trabajo como camarera de un auto-cine y había gastado la mayor parte de su sueldo en clases en una academia teatral de tercera clase. Pocas semanas después el dueño la llevó a vivir con él. Teri hacía todas las tareas domésticas y él limitaba sus enseñanzas a la cama. Pocas semanas después, cuando Teri se dio cuenta de que él no podía conseguirle el menor papelito de actriz aunque lo hubiese querido, lo había plantado y se había empleado como cajera en el drugstore de un hotel en Beverly Hills. Un ejecutivo de cine había aparecido en Nochebuena a último momento para comprar un regalo para su mujer. Había dado su tarjeta a Teri y le había dicho que lo llamara. Teri hizo una prueba de estudio una semana después. Era torpe y sin escuela alguna, pero tenía tres cosas a su favor: una cara y un cuerpo sensacionales, la cámara la «quería», y el ejecutivo de cine la mantenía.
Teri Washburn apareció como partiquina en una docena de filmes durante el primer año. Empezó a recibir cartas de admiradores. Sus papeles se hicieron más importantes. Al final de un año su benefactor murió de un infarto y Teri tuvo miedo de que el estudio la despidiera. En cambio, el nuevo ejecutivo la llamó y le dijo que tenía grandes planes para ella. Le hicieron un nuevo contrato, un aumento, y tuvo también un departamento más amplio con un dormitorio cubierto de espejos. Los papeles de Teri crecieron gradualmente hasta ser principales en películas de clase B, y finalmente, cuando el público demostró su adoración depositando su dinero en la boletería para ver cada nueva película de Teri Washburn, empezó su estrellato en filmes de clase A.
Todo aquello había sido hacía mucho tiempo, y Teri se compadecía de sí misma, allí tendida en el diván, tratando de contener sus sollozos.
—¿Quiere un poco de agua? —preguntó Judd.
—N-no —dijo—. Estoy bien —sacó un pañuelo de su cartera y se sonó la nariz—. Disculpe —agregó me estoy portando como una maldita idiota. Se sentó.
Judd se quedó quieto, sentado, esperando que se controlara.
—¿Por qué me casé con un hombres como Harry?
—Ésa es una pregunta importante. ¿Tiene alguna idea del porqué?
—¡Cómo demonios podría saberlo! —chilló—. El psiquiatra es usted. Si supiera que son así, ¿cree que me casaría con esas babosas?, ¿lo cree?
—¿Usted qué piensa?
Lo miró fijo, chocada.
—¿Usted quiere decir que igual lo haría? —se puso de pie, furiosa—. Caramba, ¡pedazo de hijo de perra! ¿Usted cree que me gustó hacerlo con todos los músicos?
—¿Le gustó?
Llena de ira, tomó un florero y se lo tiró. Se hizo trizas contra una mesa.
—¿Lo satisface esta respuesta?
—No. Ese florero valía doscientos dólares. Se lo voy a cargar en la cuenta.
Lo miró desamparada.
—¿,Me habrá gustado realmente? —susurró.
—Dígamelo.
Su voz bajó aún más.
—Debo de estar enferma —dijo—. Oh, Dios mío, estoy enferma. ¡Por favor, ayúdeme, Judd, ayúdeme!
Judd se acercó: «Tiene que ayudarme a que la ayude».
Asintió con la cabeza tontamente.
—Vaya a su casa y piense cómo se siente, Teri. No mientras hace esas cosas, sino antes de hacerlas. Cuando sepa esto sabrá mucho sobre usted misma.
Ella lo miró un momento, luego su cara se distendió. Sacó su pañuelo y volvió a sonarse la nariz.
—Usted es un gran tipo —le dijo. Tomó su bolso y sus guantes—. ¿Lo veo la semana que viene?
—Sí —dijo él—. Hasta la semana que viene.
Abrió la puerta hacia el corredor y Teri salió.
Sabía la respuesta para el problema de Teri, pero ella tendría que llegar a descubrirla por sí misma.
Tendría que aprender que no podía comprar amor, que éste debía ser dado gratuitamente. Y ella no podía admitir el hecho de que sólo podría serle dado gratuitamente cuando aprendiese a creerse digna de ser amada. Hasta que eso sucediese, Teri seguiría intentando comprarlo, por medio del único valor de que disponía: su cuerpo. Él sabía la agonía que estaba padeciendo, la desesperación, sin fondo, de odiarse a sí misma, y su corazón se volcaba hacia ella. Pero la única manera en que podía ayudarla era parecer impersonal y despegado. Sabía que a sus pacientes les parecía apartado y remoto de sus problemas, dispensando sabiduría desde alguna altura olímpica. Pero eso era una parte vital de la fachada de la terapia. En realidad, sentía profundamente los problemas de sus pacientes. Éstos se habrían asombrado si hubieran sabido que frecuentemente los indecibles demonios que intentaban abatir las fortificaciones de sus emociones aparecían en las pesadillas de Judd.
Durante los primeros seis meses de psiquiatra, mientras pasaba por los dos años de análisis exigidos para llegar a ser psicoanalista, Judd había sufrido dolores de cabeza cegadores. Por simpatía, se encontraba asumiendo los síntomas de todos sus pacientes, y le había llevado más de un año aprender a canalizar y controlar su incumbencia emocional.
Ahora, mientras guardaba bajo llave la cinta grabada de Teri Wasliburn, su mente volvió, forzosamente, a su propio dilema. Se dirigió al teléfono y se comunicó con Informaciones para obtener el número del Distrito Diecinueve.
La operadora lo comunicó con el despacho de Detectives, Oyó la profunda voz de bajo de McGreavy en el teléfono:
—Teniente McGreavy.
—Por favor, con el detective Angeli.
—No corte.
Judd escuchó el ruido del receptor al ser colocado en la mesa. Un momento después se oyó la voz de Angeli.
—Detective Angeli.
—Habla Judd Stevens. Quería saber si ya consiguió esa información.
Hubo una vacilación momentánea.
—Estuve investigando —dijo Angeli con reserva.
—Sólo tiene que contestarme «sí» o «no» —el corazón de Judd latía con fuerza. Era un esfuerzo, para él, hacer la pregunta siguiente—: ¿Ziffren está todavía en Matteawan?
La respuesta pareció durar una eternidad.
—Sí. Está allí todavía.
Una oleada de desaliento recorrió a Judd.
—Oh, ya veo.
—Lo siento.
—Gracias – Judd colgó lentamente el receptor.
Así, quedaba sólo Harrison Burke. Harrison Burke, un paranoico irremediable que estaba convencido de que todo el mundo lo quería matar. ¿Habría acaso decidido Burke adelantarse y atacar antes que lo atacaran? John Hanson había salido del consultorio de Judd a la diez y cincuenta del lunes y había sido matado pocos minutos después. Judd tenía que averiguar si Harrison Burke, a esa hora, estaba en su oficina. Buscó el número de esa oficina y disco.
—International Steel —la voz tenía el timbre impersonal y distante de un autómata.
—Por favor, el señor Harrison Burke.
—El señor Harríson Burke… Gracias… Un momento, por favor.
Judd apostaba que sería la secretaria de Burke quien atendería el teléfono. Si ella hubiera salido por un momento y Burke mismo contestara…
—El despacho del señor Burke —era la voz de una chica.
—Habla el doctor Judd Stevens. ¿Me podría dar un informe?
—¡Oh, sí, doctor Stevens! —había una nota de alivio en su tono de voz, mezclada con cierta aprensión. Debía de saber que Judd era el analista de Burke. Acaso esperaba de él alguna ayuda. ¿Qué habría estado haciendo Burke para perturbarla?
—Es por la cuenta del señor Burke… —comenzó Judd.
—¿Su cuenta? —ella no se esforzó por ocultar su decepción.
Judd siguió rápidamente:
—Mi secretaria no está más conmigo, y estoy tratando de poner al día los libros. Veo que ella anotó una visita del señor Burke a las nueve y treinta este último lunes, y desearía que usted lo comprobara en su agenda de esa mañana.
—Un momentito —dijo. Ahora su voz expresaba desaprobación. Judd podía leer sus pensamientos. Su patrón estaba chiflado, y su analista sólo se preocupaba por sacarle dinero. Volvió al teléfono pocos minutos después—. Creo que debe de haber sido un error de su secretaria, doctor Stevens —dijo agriamente—. El señor Burke no puede haber ido a su consultorio el lunes de mañana.
—¿Está segura? Figura en mi libro: nueve y treinta a …
—No me importa lo que figura en su libro, doctor —estaba enojada ahora, fastidiada por su dureza—. El señor Burke estuvo en una reunión de personal toda la mañana del lunes. Empezó a las ocho.
—¿No habrá salido por una hora?
—No, doctor —dijo ella—. El señor Burke nunca deja su despacho durante la jornada.
Había una nota de acusación en su voz. ¿No se da cuenta de que está enfermo? ¿Qué hace usted para ayudarlo?
—¿Debo decirle que usted ha llamado?
—No es necesario —dijo Judd—. Gracias.
Hubiera querido añadir una nota de seguridad, de consuelo, pero nada podía decir. Colgó.
Así eran las cosas, pues. Había errado el golpe.
Si Ziffren o Burke no habían querido matarlo… Entonces no podía haber nadie que tuviera motivo.
Estaba de vuelta en el punto de partida. Una persona —o unas personas— había matado a su secretaria y a uno de sus pacientes. El atropello del coche pudo haber sido deliberado o accidental. Pero viendo las cosas desapasionadamente, Judd admitió que él había estado muy sobreexcitado por los acontecimientos de los últimos días. En su estado alta-emocional, fácilmente habría podido convertir accidente en algo siniestro. La verdad pura y simple era que nadie podía tener algún motivo posible para querer matarlo. Tenía excelentes relaciones con todos sus pacientes, cálidas relaciones con todos sus amigos. Nunca, a sabiendas, había hecho mal a nadie. El teléfono sonó. Reconoció instantáneamente la voz baja, un poco ronca de Anne.
—¿Esta ocupado?
—No. Puedo hablar.
Anne tenía voz preocupada.
—Leí que fue atropellado por un coche. Quise llamarlo antes, pero no sabía dónde encontrarlo.
—No fue nada serio. Eso me va a enseñar a no cruzar por el medio de la calle.
—Los diarios dijeron que el conductor había huido.
—Sí.
—¿Encontraron al culpable?
—No. Era probablemente algún chiquillo que andaba de farra.
En una limusina negra sin luces.
—¿Está seguro? —Preguntó Anne.
La pregunta lo tomó de sorpresa.
—¿Qué quiere decir?
—Realmente no sé —su voz era insegura—. Es que… Carol fue asesinada. Y ahora… esto.
Así que ella también lo había asociado.
—Parecería… que anduviera algún maniático suelto.
—Si anda —le dijo Judd tranquilizándola— la policía lo va a atrapar.
—¿Está en peligro usted?
Su corazón se sintió reconfortado.
—Claro que no.
Hubo un silencio embarazoso. Eran tantas las cosas que él hubiera querido decirle, pero no podía. No debía confundir un llamado amistoso con algo más que la preocupación natural que un paciente podía sentir por su médico. Anne era la clase de persona que habría llamado a cualquiera que pasara por un mal momento. No quería decir otra cosa.
—¿Lo mismo la puedo ver el viernes? —preguntó.
—Sí.
Había una nota extraña en su voz. ¿Iba acaso a cambiar de idea?
—Mire que es un compromiso —dijo él rápidamente. Pero ciertamente no era un compromiso. Era una cita profesional.
—Sí. Adiós, doctor Stevens.
—Adiós, señora. Gracias por haberme llamado. Muchas gracias.
Colgó. Y pensó en Anne. Y se preguntó si su marido tendría idea de la suerte de que gozaba.
¿Cómo sería su marido? Por lo poco que Anne había dicho de él, Judd se había formado la imagen de un hombre atrayente y considerado. Era un deportista, vivaz, un exitoso hombre de negocios, y donaba dinero a las artes. Parecía ser la clase de persona que a Judd le hubiese gustado como amigo en distintas circunstancias.
¿Cuál sería el problema que Anne tenía miedo de discutir con su marido? ¿O con su analista? Tratándose de una persona del carácter de Anne, sería probablemente un inevitable sentimiento de culpa a causa de algún asunto que ella hubiera tenido con otro antes de casarse o después. No podía imaginarla capaz de tener asuntos fortuitos. Quizás se lo dijera el viernes. Cuando la viera por última vez.
El resto de la tarde pasó con rapidez. Judd vio a los pocos pacientes cuyas visitas no había podido cancelar. Cuando el último hubo partido tomó la grabación de Harrison Burke en su última sesión y la pasó, tomando notas ocasionales mientras la escuchaba.
Cuando terminó apagó el transmisor. No había alternativa. Se veía obligado a llamar al superior de Burke por la mañana e informarlo de su estado. Echó una mirada a la ventana y se sorprendió de que la noche ya hubiera caído. Eran casi las ocho. Ahora que había terminado de concentrarse en su trabajo, se sintió súbitamente cansado. Le dolían las costillas y había empezado a latirle el brazo. Tenía que irse a casa y hundirse en un baño caliente.
Guardó todas las cintas excepto la de Burke, que encerró en un cajón de una de las mesas de arrimo. La iba a entregar a un psiquiatra autorizado jurídicamente. Se puso el sobretodo y estaba ya saliendo cuando sonó el teléfono. Rué a atenderlo.
—Habla el doctor Stevens.
No hubo respuesta. Oyó una respiración pesada y nasal.
—¡Hola!
Tampoco hubo respuesta. Judd colgó. Se quedó parado un momento, con el entrecejo fruncido. Número equivocado, se dijo. Apagó las luces del consultorio, echo llave a las puertas y se dirigió al bloque de ascensores. Todos los inquilinos se habían ido hacía rato. Era demasiado temprano para el relevo nocturno de los obreros de mantenimiento, y exceptuando a Bigelow, el sereno nocturno, el edificio estaba desierto.
Judd se dirigió al ascensor y apretó el botón de llamada. El indicador de señales no se movió. Apretó el botón de nuevo. No sucedió nada.
Y en ese momento hubo un apagón de todas las luces del corredor.