Pasó el resto de ese día como si estuviera bajo el agua. Algunos de los pacientes se refirieron a Carol y su asesinato, pero los más perturbados estaban tan absortos en sí mismos que sólo podían pensar en sus propios problemas. Judd trató de concentrarse, pero sus pensamientos seguían a la deriva, tratando de encontrar respuestas a lo que había pasado. Luego recurriría a las cintas magnetofónicas para enterarse de los detalles que se le habían escapado.
A las siete de la tarde, cuando hubo acompañado al último paciente hasta la salida, se dirigió al armario de las bebidas y se sirvió un whisky doble. Le hizo dar un respingo y recordó entonces que no había desayunado ni almorzado. La sola idea de comida lo enfermó. Se hundió en un sillón y pensó en los dos asesinatos. Nada había en las historias clínicas de sus pacientes que pudiera ser causa de que alguno de ellos cometiera crímenes. Un extorsionista podría haber tratado de robarlas, pero los extorsionistas son cobardes; agazapados para cazar las debilidades de los otros, si Carol hubiera pescado a uno de ellos y éste la hubiera matado la cosa habría sido hecha rápidamente, de un solo golpe. No la habría torturado. Tenía que haber otra explicación.
Judd se quedó sentado un rato largo, mientras su mente tamizaba los acontecimientos de los dos últimos días. Por último, suspiró y abandonó la tarea. Miró el reloj y se sorprendió por lo tarde que era.
Cuando finalmente dejó el consultorio eran las nueve pasadas. Al salir del hall de entrada a la calle una ráfaga de viento gélido lo golpeó. Había empezado a nevar nuevamente. La nieve giraba en el cielo, volviendo todo suavemente borroso, lo cual hacía aparecer la ciudad como recién pintada sobre una tela que no hubiese secado todavía y la pintura siguiese corriendo, fundiendo los rascacielos y las calles en acuosos grises y blancos. Un gran anuncio rojo y blanco en la vidriera de un negocio de la acera de enfrente, sobre la Lexington Avenue, avisaba:
SÓLO 6 DÍAS DE COMPRAS ANTES DE NAVIDAD
Navidad. Resueltamente alejó sus pensamientos de ella y empezó a caminar.
La calle estaba desierta, solamente un solitario peatón a la distancia, apurado por llegar junto a su mujer o su novia. Judd se encontró pensando qué estaría haciendo Anne. Probablemente estaría en su casa, con su marido, hablando del día que éste había pasado en su oficina, interesada, preocupada. O ya se habían acostado y… ¡Basta!, se dijo a sí mismo.
No había automóviles en la calle barrida por el viento y, cuando estaba casi llegando a la esquina, Judd comenzó a cruzar en ángulo, hacia el garaje donde estacionaba su coche durante el día. Al llegar al medio de la calle oyó un rumor detrás de él y se dio vuelta. Una gran limousine negra sin luces venía en su dirección, con los neumáticos luchando por obtener tracción sobre el polvo liviano de la nieve. Estaba a menos de tres metros de distancia, Ese borracho idiota, pensó Judd. Está patinando y va a matarse. Judd giró y saltó atrás hacia la vereda y la seguridad. El coche giró hacia él, acelerando. Judd se dio cuenta demasiado tarde de que estaban tratando deliberadamente de arrollarlo.
Lo último que recordó fue algo duro que se aplastó contra su pecho y un fuerte estampido que sonó como un trueno. La calle oscura súbitamente se encendió con luces de Bengala que parecían estallar dentro de su cabeza. En esa fracción de segundo de conciencia Judd supo cuál era la respuesta de todo. Supo por qué John Hanson y Carol Roberts habían sido asesinados. Sintió una salvaje exaltación. Tenía que decírselo a McGreavy. Entonces la luz se apagó y sólo quedó el silencio de la oscuridad húmeda.
Por fuera, el Distrito Diecinueve de la Policía parecía el edificio viejo desgastado por el clima de una escuela de cuatro pisos, ladrillos marrones, fachada encalada y cornisas blanqueadas por generaciones de palomas. El Distrito Diecinueve tenía responsabilidad sobre el área de Manhattan comprendida entre la calle 59 y la 86, desde la Quinta Avenida hasta el East River.
La llamada desde el hospital que informó sobre el accidente de choque y fuga llegó al conmutador policial pocos minutos después de las diez y fue transferida al despacho de Detectives. El Distrito Diecinueve estaba muy atareado esa noche. Por culpa del tiempo que hacía, había habido un gran aumento de violencias y atracos. Las calles desiertas se habían convertido en un erial congelado donde los merodeadores tomaban como presas a los indefensos caminantes que se aventuraban por su territorio a esa hora.
La mayoría de los detectives estaban afuera por delaciones, y el despacho se hallaba desierto exceptuando al detective Frank Angeli y un sargento, que estaba interrogando a un sospechoso de incendio premeditado.
Cuando sonó el teléfono atendió Angeli. Se trataba de una enfermera que tenía un paciente atropellado por un coche en el hospital municipal. El paciente preguntaba por el teniente McGreavy. McGreavy había ido a la Sala de Archivos. Cuando oyó el nombre del paciente, Angeli contestó que iría inmediatamente.
Angeli acababa de colgar el receptor cuando McGreavy entró. Le comunicó rápidamente la llamada.
—Mejor vamos en seguida al hospital —dijo Angeli.
Puede esperar. Primero quiero hablar con el capitán del Distrito donde ocurrió el accidente.
Angeli observaba mientras McGreavy discaba el número. Dudaba si el capitán Bertelli habría dicho a McGreavy algo de la conversación que habían sostenido ambos. Había sido breve y precisa.
—El teniente McGreavy es un buen policía —había dicho Angeli—, pero creo que está influido por lo que ocurrió hace cinco años.
El capitán Bertelli le había lanzado una mirada larga, fría.
—¿Lo acusa usted de querer complotar contra el doctor Stevens?
—No lo estoy acusando de nada, capitán. Pensé solamente que usted tenía que estar al tanto de la situación.
—Muy bien. Me doy cuenta.
Y la entrevista había terminado.
La comunicación telefónica de McGreavy duró tres minutos mientras éste gruñía y tomaba apuntes y Angeli caminaba de un lado a otro impacientemente. Diez minutos después los dos detectives se dirigían al hospital en un auto de la Brigada.
El cuarto de Judd estaba en el sexto piso, al final de un largo y desolado corredor que tenía el olor dulzón enfermizo de todos los hospitales. La enfermera que había hecho la llamada los escoltaba hacia donde estaba Judd.
—¿En qué estado se encuentra, nurse? —preguntó McGreavy.
—El doctor los va a informar —dijo remilgada. Después, compulsivamente, continuó—: Es un milagro que no lo hayan matado. Tiene una posible conmoción, algunas costillas rotas y el brazo izquierdo magullado.
—¿Está consciente? —Preguntó Angeli.
—Sí. Nos ha dado un trabajo horrible hacerlo quedar en cama —se volvió a McGreavy—. Todo el tiempo dice que tiene que verlo a usted.
Entraron al cuarto. Había seis camas, todas ocupadas. La enfermera indicó una en el rincón del fondo, separada por una cortina, y McGreavy y Angeli se introdujeron detrás de ella.
Judd, muy pálido, estaba en la cama, apoyado en almohadas. Sobre la frente le habían puesto una cinta adhesiva ancha. Su brazo izquierdo estaba en cabestrillo.
Habló McGreavy.
—Me dicen que ha tenido un accidente.
—No fue un accidente —dijo Judd—. Alguien trató de matarme —su voz estaba debilitada y temblorosa.
—¿Quién? —Preguntó Angeli.
—No lo sé, pero todo coincide —miró a McGreavy—. Los asesinos no buscaban a Hanson y a Carol. Me buscaban a mí.
McGreavy lo miró con sorpresa.
—¿Qué es lo que le hace pensar eso?
—Hanson fue asesinado porque llevaba mi impermeable amarillo. Deben de haberme visto entrar al edificio llevando ese impermeable. Cuando Hanson salió del consultorio llevándolo puesto deben de haberlo confundido conmigo.
—Es muy posible —dijo Angeli.
—Seguro —dijo McGreavy. Se volvió hacia Judd—. Y cuando se dieron cuenta de que se habían equivocado de víctima fueron a su consultorio y le rompieron la ropa y descubrieron que usted en realidad era una chiquilina negra, y se enojaron tanto que lo mataron a golpes.
—Carol fue asesinada porque cuando me fueron a buscar la encontraron allí —dijo Judd.
McGreavy buscó algunos apuntes en el bolsillo de su sobretodo.
—Acabo de hablar con el capitán del Distrito donde ocurrió el accidente.
—No fue un accidente.
—De acuerdo con el informe policial, usted estaba cruzando la calle contra el reglamento.
Judd lo miró.
—¿Contra el reglamento? —repitió débilmente.
—Usted cruzó por la mitad de la calle, doctor.
—No había coches. Así que yo…
-Había un coche —corrigió McGreavy—, pero usted no lo vio. Nevaba, y la visibilidad era pésima. Usted salió de la nada. El que manejaba trató de frenar, patinó y lo arrolló. Presa de pánico, huyó.
No sucedió de ese modo, y tenía las luces apagadas.
—¿Y usted piensa que eso es una prueba de que mató a Hanson y a Carol Roberts?
—Alguien trató de matarme —insistió Judd.
McGreavy meneó la cabeza.
—Eso no va a marchar, doctor.
—¿Qué es lo que no va a marchar? —preguntó Judd.
—¿Usted cree que realmente yo voy a empezar una batida tras algún mítico asesino mientras usted se libera de sospechas? —su voz se hizo repentinamente dura—. ¿Sabía usted que su secretaria estaba embarazada?
Judd cerró los ojos y dejó caer la cabeza en la almohada. Así que era eso lo que Carol había querido decirle. Él había adivinado a medias. Y ahora McGreavy iba a pensar… Abrió los ojos.
—No —dijo cansadamente—. No lo sabía.
La cabeza de Judd empezó de nuevo a latir. El dolor volvía. Tragó para luchar contra la náusea que lo invadía. Quería tocar el timbre para que viniese la enfermera, pero al demonio si iba a darle a McGreavy esa satisfacción.
—Estudié los informes en la Municipalidad —dijo McGreavy—. ¿Qué contestaría usted si yo le dijese que esa monada de su pequeña recepcionista embarazada había sido una buscona antes de ser empleada suya? —los latidos de la cabeza de Judd aumentaban en intensidad—. ¿Usted sabía eso, doctor Stevens? No tiene que contestarme. Yo voy a contestar por usted. Usted lo sabía, porque usted la levantó en un juzgado nocturno hace cuatro años, cuando fue arrestada, inculpada de incitación en la vía pública. Ahora bien: ¿no es un poco excesivo para un doctor respetable tomar como secretaria a una buscona para un consultorio tan distinguido?
—Nadie nace buscona —dijo Judd—. Yo traté de ayudar a una chiquilina de dieciséis años a tener una oportunidad en la vida.
—¿Y de paso conseguirse una colita negra gratis, además?
—¡Pedazo de imbécil de mente podrida!
McGreavy sonrió agriamente.
—¿Adónde llevó a Carol después de encontrarla en el juzgado nocturno?
—A mi departamento.
—¿Y ella durmió allí?
—Sí.
McGreavy sonrió sarcásticamente.
—¡Usted es estupendo! Levantó una joven prostituta en el juzgado nocturno y la lleva a su departamento a pasar la noche. ¿Qué andaba buscando? ¿Un compañero de ajedrez? Si realmente usted no se acostó con ella, hay una buena posibilidad de que sea homosexual. Y adivine con qué lo relaciona eso. ¿Adivinó? Con John Hanson. Si usted se acostó con Carol, hay muchas posibilidades que haya seguido haciéndolo hasta que finalmente la embarazó. ¿Y tiene valor de estar ahí tratando de matar gente? —McGreavy se dio vuelta y salió bruscamente de la sala con la cara roja de furia.
El latir de la cabeza de Judd se había convertido en una agonía de pulsaciones.
Angeli lo estaba mirando, preocupado.
—¿Se siente bien?
—Tiene que ayudarme —dijo Judd—. Alguien está tratando de matarme.
—¿Quién podría tener motivo para hacerlo, doctor?
—No lo sé.
—¿Tiene algún enemigo?
—No.
—¿Se ha acostado con la mujer o la querida de alguien?
Judd meneó la cabeza e instantáneamente lamentó haberlo hecho.
—¿Hay algún asunto de dinero en su familia, parientes que querrían sacarlo a usted del medio?
—No.
Angeli suspiró.
—Bueno. Así que no hay motivos para que alguien quiera matarlo. ¿Y sus pacientes? Creo que lo mejor que podría hacer usted es darnos una lista de todos ellos, para que podamos comprobar.
—No puedo hacerlo.
—Todo lo que le pido son sus nombres.
—Disculpe —hablar le costaba un esfuerzo—. Si yo fuera dentista o pedicuro, podría hacerlo. Pero ¿no se da cuenta? Esa gente tiene problemas. La mayoría, problemas serios. Si ustedes empezaran a interrogarlos, no sólo los destrozarían; destruirían su confianza en mi. Yo no podría volverlos a tratar. No puedo darles esa lista.
Se reclinó en la almohada, exhausto.
Angeli lo miró con calma y le preguntó:
—¿Cómo calificaría usted a un hombre que cree que todos lo persiguen para matarlo?
—Un paranoico —vio la mirada de los ojos de Angeli—. Usted no pensará que yo…
—Póngase en mi lugar —dijo Angeli—. Si yo estuviera en esa cama ahora mismo, diciendo lo que usted dice, y usted fuese mi médico, ¿qué pensaría?
Judd volvió a cerrar los ojos para aliviar las punzadas de dolor de su cabeza. Oyó la voz de Angeli que continuaba:
—McGreavy me está esperando.
Judd volvió a abrir los ojos.
—Espere… Déme una oportunidad de probar que estoy diciendo la verdad.
—¿Cómo?
—El que trata de matarme va a volver a intentarlo. Quiero que alguien me acompañe. La próxima vez que lo intenten podrá agarrarlos.
Angeli miró a Judd.
—Doctor Stevens, si alguien intenta realmente matarlo, ni todos los policías del mundo podrán detenerlo. Si no lo agarran hoy lo agarrarán mañana. Si no lo agarran aquí lo agarrarán en algún otro lugar. No importa que usted sea rey o presidente o un simple ciudadano. La vida es hilo muy fino, sólo basta un segundo para cortarlo.
—¿No hay nada, nada, que ustedes puedan hacer?
—Puedo aconsejarle algo. Ponga cerraduras nuevas en su departamento y haga revisar las fallebas de sus ventanas. No deje entrar a nadie que no conozca. Ni siquiera mensajeros que entreguen mercaderías, a menos que usted mismo las haya encargado.
Judd asintió con la garganta seca y dolorida.
—Su edificio tiene portero y ascensorista —continuó Angeli—, ¿son de su confianza?
—El portero hace diez años que trabaja allí. El ascensorista ha trabajado ahí durante ocho años. Les confiaría mi vida.
Angeli asintió, aprobando.
—Bien. Pídales que estén con los ojos abiertos. Si están alertados será difícil que alguien se cuele en su departamento. ¿Y qué hay del consultorio? ¿Va a tomar una nueva secretaria?
Judd pensó en una desconocida ocupando el lugar de Carol, en su silla, frente a su escritorio. Un espasmo de ira impotente lo retorció.
—En seguida no.
—Podría convenirle tomar a un hombre —dijo Angeli.
—Lo pensaré.
Angeli estuvo por irse, pero se detuvo.
—Tengo una idea —dijo vacilando—, pero es de tiro largo.
—¿Qué es? —Judd detestó la avidez de su propia voz.
—Este hombre que mató al compañero de McGreavy…
—Ziffren.
—¿Estaba realmente loco?
—Sí. Lo mandaron al Hospital del Estado, en Matteawan, para enfermos mentales criminales.
—A lo mejor lo culpa a usted de que lo hayan encerrado. Voy a comprobar qué está haciendo. Para estar seguro de que no ha escapado o lo han dado de alta. Llámeme por la mañana.
—¡Gracias! —dijo Judd pleno de gratitud.
—Es mi oficio. Si usted tiene alguna culpa en todo esto voy a ayudar a McGreavy a agarrarlo. —Angeli se volvió para irse. Se detuvo otra vez.
—No tiene necesidad de decirle a McGreavy que voy a hacer comprobaciones sobre Ziffren para usted.
—No lo haré.
Los dos hombres se sonrieron mutuamente. Angeli se fue. Judd quedó nuevamente solo.
Si la situación era mala esa mañana, ahora lo era más. Judd sabía que bien podía haber sido arrestado como inculpado de asesinato salvo por una cosa: el carácter de McGreavy. McGreavy deseaba venganza y la deseaba tanto que quería que cada fragmento de prueba calzase en el lugar justo. ¿Podía el choque y fuga haber sido un accidente? Había nieve en la calle y la limousine podía haber patinado sobre él accidentalmente. Pero entonces, ¿por qué habían estado apagadas las luces? ¿Y de dónde había salido el coche tan bruscamente?
Ahora estaba convencido de que un asesino había atacado, y de que atacaría otra vez.
A la mañana siguiente, temprano, Peter y Norah Hadley fueron al hospital a ver a Judd. Habían oído algo acerca del accidente en el informativo matutino.
Peter tenía la edad de Judd, era más bajo que él y penosamente delgado. Ambos procedían del mismo pueblo en Nebraska y habían pasado juntos por la Facultad de Medicina.
Norah era inglesa. Rubia y gordita, con un busto un poco demasiado amplio para su metro y medio de altura. Era vivaz y reconfortante, y a los cinco minutos de conversar con ella la gente sentía que la había conocido durante toda la vida.
—Tienes un aspecto horrible —dijo Peter estudiando críticamente a Judd.
—Eso es lo que me gusta, doctor: las buenas maneras junto al lecho del enfermo.
El dolor de cabeza de Judd ya casi no existía y el dolor de su cuerpo se había reducido a una molestia sorda, penosa.
Norah le entregó un ramo de claveles.
—Te trajimos algunas flores, amor —dijo—. Pobre viejo querido —se inclinó y lo besó en la mejilla.
—¿Cómo sucedió? —preguntó Peter.
Judd vaciló.
—Fue uno de esos accidentes de atropello y fuga.
—¿Todo golpeó en el mismo sitio a la vez, verdad? Leí lo de la pobre Carol.
—Es espantoso —dijo Norah—. Me gustaba tanto.
Judd sintió apretársele la garganta.
—A mí también.
—¿Hay alguna posibilidad de que agarren al que la mató? —preguntó Peter.
—Están tratando.
—En el diario de esta mañana dicen que el teniente McGreavy está muy cerca de arrestar a alguien. ¿Sabes algo de eso?
—Un poquito —dijo Judd secamente—, a McGreavy le gusta tenerme informado.
—Nunca se sabe lo admirable que es la policía hasta que realmente se la necesita —dijo Norah.
—El doctor Harris me dejó echar un vistazo a tus radiografías. Algunos feos manchurrones, nada de conmoción. Saldrás dentro de pocos días.
Pero Judd sabía que no podía perder tiempo.
Pasaron la media hora siguiente hablando de cosas fútiles, evitando cuidadosamente el tema de Carol Roberts. Peter y Norah no sabían que John Hanson había sido paciente de Judd. Por alguna razón, McGreavy había dejado esa parte del asunto fuera de los diarios.
Cuando se levantaron para irse Judd le pidió a Peter que hablaran a solas. Mientras Norah esperaba afuera Judd habló a Peter de Harrison Burke.
—Siento mucho —dijo Peter—. Cuando te lo mandé sabía que andaba muy mal, pero creí que estabas a tiempo para ayudarlo. ¡Claro que tienes que hacerlo encerrar! ¿Cuándo vas a hacerlo?
—Apenas salga de aquí —dijo Judd. Pero sabía que mentía. No quería que Harrison Burke fuese encerrado. Todavía no, quería descubrir él mismo si Harrison Burke podría haber cometido los dos asesinatos.
—Si puedo ayudarte en algo, viejo, avísame.
Y Peter salió.
Judd yacía allí, planificando su próxima jugada. Ya que no existía ningún motivo racional para que alguien quisiera matarlo, era razonable pensar que, los asesinatos habían sido cometidos por un desequilibrado mental, alguien que tenía un rencor imaginario contra él. Las dos únicas personas que podía creer posibles de entrar en esa categoría eran Harrison Burke y Amos Ziffren, el hombre que había matado al compañero de McGreavy. Si Burke no tenía ninguna coartada para la mañana en que John Hanson había sido asesinado, Judd pediría al detective Angeli que lo investigara más. Si Burke tenía una coartada, entonces habría que concentrarse en Ziffren. La sensación de depresión que lo había envuelto había comenzado a despejarse. Sintió que por fin estaba haciendo algo. De golpe se sintió desesperadamente impaciente por salir del hospital.
Tocó el timbre llamando a la enfermera y le dijo que quería ver al doctor Harris. Diez minutos después Seymour Harris entró en la sala. Era un hombre pequeñito como un gnomo con vivaces ojos azules y mechones de pelo negro en las mejillas. Judd lo conocía desde mucho tiempo atrás y le tenía gran respeto.
—¡Bien! La bella Durmiente ha despertado. Tiene un aspecto horrible.
Judd ya se estaba cansando de oír decir eso.
—Me siento perfectamente —mintió. Quiero salir de aquí.
—¿Cuando?
—Ahora mismo.
El doctor Harris le dirigió una mirada de reproche.
—Si acaba de entrar. ¿Por qué no se queda unos días? Le voy a mandar unas cuantas enfermeras ninfómanas para que lo acompañen.
—Gracias, Seymour. Realmente tengo que salir.
El doctor Harris suspiró.
—Bueno. Usted es su propio médico, doctor. Personalmente, no dejaría ni a mi gato andar por ahí caminando en su estado —dirigió una mirada penetrante a Judd—. ¿Puedo servirle en algo?
Judd meneó la cabeza.
—Voy a decirle a la señorita Delachata que le traiga su ropa.
Treinta minutos después, la muchacha de la oficina de recepción llamó un taxi para él. Estaba en su consultorio a las diez y cuarto.