Los diarios de la mañana llevaban titulares sobre el sensacional asesinato con torturas de Carol Roberts. Judd tuvo la tentación de llamar a su agencia telefónica para que se comunicaran con sus pacientes y cancelaran sus consultas de ese día. No se había acostado, y sus ojos estaban pesados y arenosos. Pero cuando revisó la lista de pacientes, se dio cuenta de que dos de ellos estarían desesperados si los cancelara; que tres de ellos quedarían malamente perturbados; los otros no ofrecerían dificultades. Resolvió que era mejor continuar con su rutina normal, en parte para bien de sus pacientes, en parte porque para él sería una buena terapia tratar de pensar en otra cosa que en lo ocurrido.
Judd llegó a su consultorio temprano, pero ya el corredor estaba repleto de periodistas y gente de televisión y de fotógrafos. Rehusó dejarlos entrar o hacer declaraciones y, finalmente, pudo librarse de ellos. Abrió lentamente la puerta que daba al consultorio interno. Pero la alfombra manchada de sangre había sido retirada y todo lo demás estaba de nuevo en orden. El consultorio tenía aspecto normal. Salvo que Carol nunca iba a volver a entrar allí, sonriente y llena de vida.
Judd oyó abrir la puerta exterior. Su primer paciente había llegado.
Harrison Burke era un hombre de aspecto distinguido, de pelo plateado, el prototipo del ejecutivo de grandes negocios, lo que en realidad era: uno de los vicepresidentes de la Corporación Internacional del Acero. Cuando Judd lo vio por primera vez tuvo sus dudas sobre si el ejecutivo había creado su imagen estereotipada o si la imagen había creado al ejecutivo. Algún día escribiría un libro sobre los valores nominales: los modales de un médico junto al lecho del enfermo, la espectacularidad de un abogado en un tribunal, la cara y la figura de una actriz —ésa era la moneda universal de la aceptación: la imagen de superficie más que los valores básicos.
Burke se había reclinado en el diván y Judd había vuelto su atención a él. Burke había sido enviado a Judd por el doctor Peter Hadley dos meses antes. Judd había tardado diez minutos en verificar que Burke era un paranoico con tendencias homicidas. Los titulares de los diarios de esa mañana habían estado ocupados por un asesinato cometido en su consultorio la noche anterior, pero Burke ni lo mencionó. Esto era típico de su estado. Estaba absolutamente inmerso en sí mismo.
—Usted no me creía antes —dijo Burke—, pero ahora tengo pruebas de que me persiguen.
—Pensé que habíamos convenido en mantener la mente abierta con respecto a eso, Harrison —replicó Judd cautelosamente—. Acuérdese de que ayer convinimos en que la imaginación podía jugar…
—No es mi imaginación —gritó Burke. Se sentó, con los puños cerrados—. ¡Están procurando matarme!
—¿Por qué no se reclina y se distiende? —sugirió Judd apaciguándolo.
Burke se puso de pie.
—¿Eso es todo lo que tiene que decirme? ¡Ni siquiera quiere escuchar mis pruebas! —sus ojos se entrecerraron—. ¿Cómo sé si usted no es uno de ellos?
—Usted sabe que no soy uno de ellos —dijo Judd—. Soy su amigo. Trato de ayudarlo.
Sintió como una puñalada de decepción. El progreso que creyó haber logrado con él durante el último mes había sufrido un completo proceso de erosión. Tenía ahora ante sí al mismo paranoico aterrorizado que había entrado a su consultorio dos meses antes.
Burke había empezado a trabajar en la International Steel como mensajero. En veinticinco años su aspecto distinguido y su personalidad afable lo habían llevado casi al tope de la escala en la compañía. Había llegado a ser el segundo candidato a la presidencia. Y entonces, cuatro años atrás, su mujer y sus tres criaturas habían perecido en un incendio, en su casa de veraneo de Southampton. Burke estaba en ese momento en las Bahamas con su querida. Había sufrido la tragedia mucho más intensamente que lo que pudiera creerse. Formado como un piadoso católico, no fue capaz de liberarse de una grave carga de culpa. Empezó a ensimismarse y a ver menos a sus amigos. Se quedaba en casa por las noches, reviviendo los sufrimientos de su mujer y de sus hijos al morir quemados, mientras, en otro espacio de su mente, se veía en la cama con su amante. Se culpaba completamente por la muerte de su familia. Sí hubiera estado allí, podría haberlos salvado. Ese pensamiento se convirtió en obsesión. Era un monstruo. Él lo sabía y Dios también. ¡Con seguridad, los demás podían verlo! Debían odiarlo como él mismo se odiaba. La gente le sonreía y fingía compasión, pero todo el tiempo estaban a la espera de que se descubriese, a la espera de atrapar1o. Pero era demasiado astuto para ellos. Dejó de concurrir al salón comedor de los ejecutivos y empezó a comer en la intimidad de su oficina. Evitó a todos lo más posible.
Dos años antes, cuando la compañía había necesitado un nuevo presidente, habían pasado sobre él y habían contratado a alguien de afuera. Un año después, había quedado libre el puesto de vicepresidente ejecutivo, y otro obtuvo el puesto, pasando sobre Burke. Ahora tenía la prueba de que se conspiraba contra él. Empezó a espiar a la gente que lo rodeaba. Por la noche escondía grabadores en las oficinas de otros ejecutivos. Seis meses antes lo habían pescado con las manos en la masa. No fue despedido, por su larga veteranía y su posición.
Tratando de ayudarlo y de aliviar en algo la presión que sufría, el presidente de la compañía empezó a disminuir las responsabilidades de Burke. En lugar de servir para algo, esto convenció a Burke más que nunca que ellos lo perseguían. Ellos le temían, porque era el más inteligente. Si él fuera presidente, todos ellos perderían sus puestos porque ellos eran unos estúpidos. Empezó a cometer cada vez más errores. Cuando se le llamaba la atención sobre esos errores negaba, indignado, haberlos cometidos. Alguien estaba alterando sus informes deliberadamente, cambiando cifras y estadísticas, tratando de desacreditarlo. Pronto tuvo la certidumbre de que no sólo la gente de la compañía era la que lo perseguía. Había espías afuera.
Era seguido constantemente por la calle. Le intervenían su línea telefónica, le leían la correspondencia. Tenía miedo de comer porque podían envenenarle la comida. Empezó a rebajar de peso en forma alarmante.
EL presidente de la compañía, preocupado, combinó una entrevista con el doctor Peter Hadley e insistió en que Burke fuera. Después de pasar media hora con él, el doctor Hadley había llamado por teléfono a Judd. El libro de consultas de Judd estaba repleto, Pero Peter le había dicho lo urgente que era aquel caso. Judd, sin muchas ganas, aceptó hacerse cargo.
Ahora Harrison Burke yacía supino en el diván tapizado de damasco, con los puños cerrados a ambos lados de sus flancos.
—Dígame qué pruebas tiene.
—Entraron en mí casa anoche. Venían a matarme, pero soy más vivo que ellos. Duermo en el despacho ahora y tengo cerraduras dobles en todas las puertas para que no puedan alcanzarme.
—¿Informó a la policía sobre esa violación? —preguntó Judd.
—¡Claro que no! La policía es cómplice de ellos. Tiene órdenes de balearme. Pero no se atreverán a hacerlo habiendo gente alrededor, y por eso ando entre la muchedumbre.
—Me alegra que haya dado esos informes —dijo Judd.
—¿Qué va a hacer con ellos? —preguntó Burke con avidez.
—Escucho muy cuidadosamente todo lo que usted dice —dijo Judd. Indicó el grabador—. Lo grabo todo en cinta magnetofónica porque así, si lo matan, tendremos un informe de la conspiración.
La cara de Burke se iluminó.
—¡Dios! ¡Eso sí que está bien! ¡Cinta! ¡De eso no podrán escaparse!
—¿Porque no se recuesta de nuevo? —sugirió Judd.
Burke asintió y se deslizó sobre el diván. Cerró los ojos.
—Estoy cansado. No he dormido durante meses. No me atrevo a cerrar los ojos. Usted no sabe lo que significa tener a todo el mundo persiguiéndolo a uno.
¿Con que no lo sé? Pensó en McGreavy.
—¿Su mucamo oyó entrar a alguien? —preguntó Judd.
—¿No se lo dije? —respondió Burke—. Lo despedí hace dos semanas.
Judd recorrió mentalmente sus últimas sesiones con Harrison Burke. Tres días atrás, Burke había descrito una pelea que había tenido con su mucamo. Así que su sentido del tiempo también se había alterado.
—Me parece que no me lo mencionó —dijo Judd tratando de restar importancia a sus palabras—, ¿está seguro de que fue hace dos semanas que lo despidió?
—Yo no me equivoco —ladró, Burke. ¿Cómo demonios cree que llegué a vicepresidente de una de las mayores corporaciones del mundo? Porque tengo una mente brillante, doctor. No lo olvide.
—¿Por qué lo despidió?
—Porque trató de envenenarme. —¿Cómo?
—Con un plato de jamón con huevos. Cargado de arsénico.
—¿Usted lo probó? —preguntó Judd.
—Claro que no —Burke contestó despectivamente.
—¿Cómo sabía que estaba envenenado?
—Pude oler el veneno.
—¿Qué le dijo a él?
Una expresión satisfecha cubrió a Burke.
—No le dije nada. Le eché a patadas.
Un sentimiento de frustración se apoderó de Judd. Con tiempo, estaba seguro de que habría podido ayudar a Harrison Burke. Pero el tiempo había corrido. Siempre había, en psicoanálisis, el peligro de que, bajo el venteo de la libre corriente asociativa, la delgada capa del id se rompiese, dejando escapar todas las pasiones y emociones primitivas que se acurrucaban juntas en la mente como bestias salvajes atemorizadas en la noche. La verbalización libre era el primer paso del tratamiento. En el caso de Burke, había tenido un efecto de boomerang. Las sesiones habían desatado todas las hostilidades latentes hasta entonces aherrojadas en su mente. Burke había parecido mejorar a cada sesión, aceptando con Judd que no existía conspiración alguna, que sólo estaba sobrecargado de preocupación y exhausto emocionalmente. Judd había sentido que estaba guiando a Burke hacia un punto en el cual podría comenzar el análisis profundo para empezar a atacar la raíz del problema. Pero Burke había estado mintiendo agudamente todo el tiempo. Había estado probando a Judd, conduciéndolo a caer en una trampa para poder averiguar, él, si Judd era uno de ellos. Harrison Burke era una bomba de tiempo caminante que podía estallar en cualquier momento. No había ningún pariente cercano a quien notificar. ¿Debería Judd llamar al presidente de la compañía? Si lo hiciese, el asunto destruiría instantáneamente el futuro de Burke. Tendría que ser internado en alguna institución. ¿Era justo su diagnóstico de que Burke era un paranoico potencialmente homicida? Le hubiese gustado recabar otra opinión antes de llamar, pero Burke nunca consentiría. Judd sabía que tendría que tomar él solo la decisión.
—Harrison, quiero que me prometa algo —dijo Judd.
—¿Qué clase de promesa?, —preguntó Burke desconfiado.
—Si están tratando de hacerle alguna treta, seguramente quieren que usted haga algo violento para poder encerrarlo… Pero usted es demasiado vivo para caer en eso. Por más que lo provoquen, quiero que me prometa que no va a reaccionar en forma alguna ante ellos. De ese modo, no podrán tocarlo.
Los ojos de Burke se iluminaron.
—¡Dios santo, qué razón tiene! —dijo—. ¡Así que ése es el plan que tienen! Bueno, bueno. Somos demasiado vivos para ellos, ¿no es cierto?
Judd oyó que, afuera, la puerta de la oficina de recepción se abría y se cerraba. Miró su reloj. Su segundo paciente había llegado.
Con calma, Judd desconectó el grabador.
—Creo que esto es todo por hoy —dijo.
—¿Usted ha grabado todo esto? —preguntó Burke con avidez.
—Palabra por palabra —dijo Judd—. Nadie va a hacerle daño —vaciló—. No creo que le convenga ir hoy a la oficina. ¿Por qué no se va a su casa y trata de descansar?
—No puedo —susurró Burke con voz llena de desesperación—. Si no estoy en la oficina van a quitar mi nombre de la puerta y poner el de algún otro —se inclinó hacía Judd—. Tenga cuidado. Si saben que usted es mi amigo, van a tratar de liquidarlo a usted también.
Burke se dirigió a la puerta que daba al corredor. La abrió y espió a un lado y otro. Y luego se deslizó afuera con rapidez.
Judd lo siguió con la mirada su mente llena de dolor por lo que tendría que hacerle a la vida de Harrison Burke. Quizá si Burke se le hubiera acercado seis meses antes… Y entonces, un pensamiento súbito le heló las venas. ¿Sería Harrison Burke ya un asesino? ¿Era posible que él hubiese tenido algo que ver con las muertes de John Hanson y Carol Roberts? Tanto Burke como Hanson eran pacientes suyos. Fácilmente habrían podido encontrarse. Varias veces, en los últimos pocos meses, el turno de Burke había sucedido al de Hanson. Y Burke había llegado tarde más de una vez. Podía haberse topado con Hanson en el corredor. Y al verlo varias veces podía haberse puesto en marcha su paranoia, haciéndole sentir que Hanson lo estaba siguiendo, amenazándolo. En cuanto a Carol, Burke la había visto cada vez que había ido al consultorio. ¿Su mente enferma habría concebido alguna amenaza por parte de ella que sólo pudiera ser evitada con su muerte? ¿Cuánto tiempo hacía que Burke estaba mentalmente enfermo? Su mujer y sus hijos habían muerto en un incendio accidental. ¿Accidental? De alguna manera, tendría que investigar todo esto.
Fue hacia la puerta que daba a la sala de espera y la abrió.
—Pase —dijo.
Anne Blake se puso de pie con gracia y se le acercó con una cálida sonrisa que iluminaba su cara. Judd sintió de nuevo el mismo vuelco del corazón que había sentido cuando la conoció. Había sido la primera vez que experimentara una profunda respuesta emocional ante una mujer desde el tiempo de Elizabeth.
Ambas no se parecían nada. Elizabeth era rubia, pequeña y de ojos azules. Anne Blake tenía pelo negro y unos ojos violetas increíbles, enmarcados por pestañas largas, oscuras. Era alta, con una figura preciosa, plenamente curva. Tenía un aire de inteligencia vivaz y una belleza clásica, patricia, que hubiera podido hacerla parecer inaccesible, salvo por el calor que había en sus ojos. Su voz era baja y suave.
Anne tenía entre veinte y treinta años, Era, sin discusión posible, la mujer más bella que Judd había visto. Pero era algo más que su belleza lo que había impresionado a Judd. Había una fuerza casi palpable que lo arrastraba hacia ella, cierta inexplicable reacción que lo hacía sentirse como si la hubiese conocido desde siempre. Sensaciones que él había ido creído muertas desde mucho tiempo atrás habían vuelto a la superficie, sorprendiéndolo por su intensidad.
Había aparecido en el consultorio de Judd tres semanas antes sin pedir hora. Carol había explicado que el día estaba repleto y que el doctor no podía hacerse cargo de un paciente más. Pero Anne había repuesto, con calma, que podía esperar. Se había sentado en el consultorio externo durante dos horas y Carol finalmente se había apiadado de ella y la había hecho entrar a hablar con él.
Había sentido una reacción emocional, poderosa, tan instantánea frente a Anne que no tenía idea de lo que ella había dicho durante los pocos primeros minutos. Recordaba haberla invitado a sentarse Y que ella le había dicho su nombre, Anne Blake. Era ama de casa. Judd le había preguntado qué problema tenía. Anne había vacilado y contestado que no estaba segura. Ni siquiera estaba segura de tener un problema. Un médico amigo le había dicho que Judd era uno de los analistas más brillantes del país, pero cuando Judd le había preguntado quién era el doctor, Anne se había mostrado evasiva. Por lo que Judd pudo averiguar, bien podía haber sacado su nombre de la guía de teléfonos.
Había tratado de explicarle lo imposible que se había cubierto su lista de clientes que él, simplemente, no podía tomar pacientes nuevos. Se ofreció a recomendarle por lo menos media docena de buenos analistas. Pero Anne había insistido, en que quería ser tratada por él. Al final, Judd consintió exteriormente, aparte del hecho de parecer hallarse bajo cierta tensión, parecía perfectamente normal y él tenía la seguridad de que su problema seria relativamente simple fácil de resolver. Quebrantó su regla consistente en no tornar ningún paciente no recomendado por otro médico y dejó su hora de alimuerzo para poder tratar a Anne. Fue dos veces por semana durante los últimos veinte días y Judd supo muy poco más sobre ella de lo que pudo captar, la primera vez. Lo q u e supo fue algo más sobre sí mismo. Estaba enamorado por primera vez después de Elizabeth.
Durante la primera sesión Judd le preguntó sí estaba enamorada de su marido y se detestó por estar deseando que le dijera que no, pero ella había contestado.
—Sí. Es un hombre bueno y muy fuerte.
—¿Piensa usted que representa una figura paterna? —había preguntado Judd.
Anne había vuelto sus increíbles ojos violetas hacia él.
—No. Yo no busqué una figura paterna. Yo tuve una vida de hogar muy feliz cuando era chica.
—¿Dónde nació?
—En Revere, un pueblito chico cerca de Boston.
—¿Sus padres viven todavía?
—Mi padre vive. Mi madre murió de un ataque cerebral cuando yo tenía doce años.
—¿Las relaciones de sus padres entre ambos eran buenas?
—Sí. Se querían muchísimo.
Se le nota, pensó Judd con felicidad. Con toda la enfermedad, la aberración y la desdicha que él había visto, tener a Anne allí era como un hálito de frescura primaveral.
—¿Tiene hermanos o hermanas?
—No. Fui única hija. Un demonio excesivamente mimado —sonrió con una sonrisa abierta, amistosa, sin malicia ni afectación.
Le dijo que había vivido en el extranjero con su padre, que estaba en el Ministerio de Relaciones Exteriores, y cuando él se volvió a casar y se fue a vivir a California ella había ido a las Naciones Unidas a trabajar como interprete. Hablaba de corrido en francés italiano y español. Había conocido a su futuro esposo en la Bahamas durante algunas vacaciones. Era propietario de una empresa de construcciones. Al principio no la había atraído, pero era un cortejante persistente y persuasivo. Dos meses después de conocerse se habían casado. Ahora hacía seis meses que estaban casados. Vivían en una propiedad en New Jersey.
Y esto era todo lo que Judd sabía de ella en media docenas de visitas. No tenía la menor clave en relación con lo que podía ser su problema. Tenía un bloqueo emocional cuando se trataba de hablar de ello. Judd recordaba algunas de las preguntas que le había hecho durante la primera sesión.
—¿Su problema se refiere a su marido, señora Blake?
Sin respuesta.
—¿Son ustedes y su marido compatibles físicamente?
—Sí —turbada.
—¿Usted sospecha que él tenga un asunto con otra mujer?
—No —divertida.
—¿Usted tiene algún asunto con otro hombre?
—No —enojada.
Judd vaciló, tratando de imaginar el mejor enfoque para romper la barrera. Optó por una técnica de proyectiles de grueso calibre: tocar las categorías más importantes hasta dar en un nervio.
—¿Se pelean a propósito de dinero?
—No, Es muy generoso.
—¿Problemas con parientes políticos?
—Él es huérfano. Mi padre vive en California.
—¿Usted o su marido se han dedicado a las drogas alguna vez?
—No.
—¿Sospecha usted que su marido sea homosexual?
Una risa grave, cálida.
—No.
Insistió porque tenía que hacerlo.
—¿Ha tenido usted alguna relación sexual con otra mujer?
—No —con voz de reproche.
Había tocado el alcoholismo, la frigidez, un embarazo del cual ella tuviera miedo, todo lo que pudo pensar. Y cada vez ella lo había mirado con sus ojos pensativos, inteligentes, y simplemente había negado con la cabeza. Cada vez que él había tratado de «agarrarla» ella lo desviaba con un «por favor, sea paciente conmigo. Deje que yo haga las cosas a mi manera».
Con cualquier otra persona Judd habría renunciado. Pero se daba cuenta que tenía que ayudarla. Y tuvo que seguir viéndola.
La había dejado hablar de cualquier cosa. Había viajado con su padre a una docena de países y conocido gente fascinante. Tenía una mente despierta y un inesperado sentido del humor. Se encontró con que ambos gustaban de los mismos libros, la misma música, los mismos autores teatrales. Era cálida y amistosa, pero Judd nunca pudo descubrir la menor señal de que reaccionara ante él como ante alguien distinto de un medico. Era una amarga ironía. Había estado buscando subconscientemente a alguien como Anne durante años y ahora que ella había entrado en su vida su tarea era ayudarla a resolver su problema, fuere cual fuese, y devolverla a su marido.
Ahora, mientras Anne entraba en el consultorio, Judd se acercó a la silla junto al diván y esperó que ella se acostara.
Hoy no —dijo tranquilamente—. Vine solo para ver si puedo serle útil.
Judd se quedó mirándola, sin habla por un momento. Sus emociones habían sido tan tensas durante los dos últimos días que su inesperada compasión le quitó todo aplomo. Mientras la miraba sintió un impulso salvaje de volcar en ella todo lo que le estaba sucediendo. Decirle la pesadilla que lo estaba abrumando, hablarle de McGreavy y sus sospechas idiotas. Pero sabía que no podía hacerlo. Él era el médico y ella su paciente. Peor que eso. Estaba enamorado de ella y era la mujer intocable de un hombre a quien ni siquiera conocía.
Anne seguía de pié, observándolo. Él asintió, sin tenerse fe para hablar.
—Carol me gustaba mucho —dijo Anne—. ¿Quién pudo querer matarla?
—No lo sé —dijo Judd.
—¿La policía no tiene ninguna idea de quién pudo haber sido?
¡Si tendrá! Pensó Judd amargamente. Si ella supiera.
Anne lo estaba mirando intrigada.
—La policía tiene algunas teorías —dijo Judd.
—Me imagino lo mal que usted se sentirá. Sólo quise venir y decirle cuanto lo siento. Ni siquiera estaba segura de que usted vendría hoy al consultorio.
Anne vaciló.
—No sé siquiera si hay algo de qué hablar de aquí en adelante.
Por favor, Dios mío, no permitas que me diga que no la voy a ver más. El corazón de Judd dió un brinco.
—Me voy a Europa con mi marido la semana que viene.
—¡Qué bueno! —se obligó a decir—. Temo haberle hecho perder el tiempo, doctor Stevens, y le pido disculpas.
—No, por favor —dijo Judd. Oyó su propia voz enronquecida. Se le iba. Pero, naturalmente, ella no debía saberlo. Se estaba comportando de manera infantil. Su mente le dijo esto clínicamente mientras su estómago sufría físicamente por el dolor de su partida. Para siempre.
Anne abrió su bolso y sacó algún dinero. Tenía la costumbre de pagar en efectivo después de cada visita, al contrario de los demás clientes, que le mandaban cheques.
—No —dijo Judd rápidamente—. Usted vino aquí como amiga. Yo le estoy… agradecido.
Judd hizo algo que nunca había hecho antes con un paciente.
—Me gustaría que volviese una vez más —dijo.
Ella lo miro tranquila.
—¿Por qué?
Porque no puedo soportar que se vaya tan pronto, pensó. Porque nunca volveré a encontrar a nadie como usted. Porque querría haberla encontrado antes. Porque la amo. Pero dijo en voz alta:
—Pensé que podríamos… redondear las cosas. Hablar un poquito para estar seguros de que realmente usted ha resuelto su problema.
Ella sonrió con picardía.
—¿Quiere decir que desea que vuelva para graduarme?
—Algo por el estilo —dijo él—. ¿Lo hará?
—Si usted lo desea, desde luego —se puso de pie No le he dado ninguna oportunidad conmigo. Pero igual sé que usted es un médico admirable. Si alguna vez necesitase ayuda recurriría a usted.
Le tendió la mano y él la tomó. Tenía un apretón de manos cálido y firme. Sintió otra vez la corriente compulsiva que corría entre ellos dos y se preguntó si ella no sentía nada.
—Lo veré el viernes —dijo ella.
—El viernes.
La vio salir por la puerta privada hacia el corredor y entonces se dejó caer en un sillón. Nunca se había sentido tan completamente solo en toda su vida. Pero no podía quedarse ahí sentado sin hacer nada. Tenía que haber una respuesta, y si McGreavy no la encontraba, él tenía que encontrarla antes de que McGreavy lo destruyera. El teniente McGreavy lo sospechaba autor de dos crímenes que él no podía probar no haber cometido. Podía ser arrestado en cualquier momento, lo que significaría que su vida profesional quedaría destrozada. Estaba enamorado de una mujer casada a quien sólo había de ver una vez más. Se obligó a buscar un lado bueno. Pero no pudo pensar en una sola maldita cosa.