3

Mary Hanson era una mujer que parecía una muñeca pequeña, bonita, exquisitamente formada. A juzgar por su exterior, era sureña-desamparada-femenina y, por dentro, una perra de granito. Judd la había conocido una semana después de comenzar la terapia de su marido, contra la que había luchado histéricamente. Judd le había pedido que conversaran.

—¿Por qué se opone usted tanto a que su marido sea analizado?

—No soportaré que mis amistades digan que me casé con un loco —le había dicho a Judd Dígale que me dé el divorcio; y que entonces haga lo que se le antoje.

Judd había explicado que un divorcio, a esa altura, podría destruir a John completamente.

—Ya no queda nada por destruir —había chillado Mary—. Si yo hubiera sabido que era maricón, ¿usted cree que me habría casado con él? Es una mujer.

—Hay algo de mujer en cada hombre —había dicho Judd—, tanto como algo de hombre en cada mujer. Y, en el caso de su marido, hay algunos problemas psicológicos difíciles de resolver. Pero está haciendo esfuerzos, señora Hanson. Pienso que usted tiene el deber, ante él y ante sus hijos, de ayudarlo.

Razonó con ella durante más de tres horas, y al final, con cierta renuencia, aceptó dejar de lado lo del divorcio. En los meses siguientes se interesó, y más tarde se comprometió, en la batalla que John estaba librando. Judd se había hecho una regla de nunca tratar al mismo tiempo a una pareja casada.

Pero Mary le había pedido que le permitiera ser su paciente y él lo había encontrado útil. Al haber empezado a comprenderse a sí misma, y al ver en qué había fallado como esposa, los adelantos de John se habían vuelto espectacularmente rápidos.

Y ahora Judd estaba allí para comunicarle que su marido había sido insensatamente asesinado. Lo miró, incapaz de entender qué era lo que acababa de decirle, segura de que se trataba de alguna broma macabra. Y entonces se dio cuenta. «¡Nunca va a volver a mí!», gritó. «¡Nunca va a volver a mí!». Empezó a desgarrar su ropa en plena angustia, como un animal herido. Los mellizos de seis años entraron. Y a partir de ese momento fue un loquero.

Judd consiguió tranquilizar a las criaturas y llevarlas a casa de unos vecinos. Dio un sedante a la señora Hanson y llamó al médico. Subió a su coche y avanzó sin rumbo fijo, perdido en sus pensamientos. Hanson había luchado por encontrar una manera de salir del infierno y en el momento de su victoria… Era una muerte sin ningún sentido. ¿Podría haber sido algún homosexual quién lo había atacado? ¿Algún antiguo amante que se sentía frustrado porque Hanson lo había abandonado? Esto era posible, naturalmente, pero Judd no lo creía. El teniente McGreavy dijo que Hanson había sido muerto a una cuadra del consultorio. Si el asesino hubiera sido un homosexual lleno de odio habría obtenido una cita con Hanson en algún lugar privado, ya fuese para tratar de persuadir a Hanson de que volviera a él, ya fuese para derramar sobre él sus recriminaciones antes de matarlo. No le habría clavado un cuchillo en una calle llena de gente y huido luego. En la esquina cercana vió una cabina telefónica y recordó de golpe que había prometido al doctor Peter Hadley cenar con él y con Norah, su mujer. Eran sus amigos más íntimos, pero no estaba con ganas de ver a nadie. Detuvo su coche en la curva, entró en la cabina y discó el número de los Hadley. Norah contestó.

—¡Se te ha hecho tarde! ¿Dónde estás?

—Norah —dijo Judd—, creo que voy a tener que excusarme esta noche.

—No puedes —se lamentó—. Tengo a una rubia muy «sexy» sentada aquí esperando, muriéndose por conocerte.

—Lo dejaremos para otra noche —dijo Judd—. En realidad no estoy para eso. Por favor, pídele disculpas en mi nombre.

—Estos doctores —se burló Norah—. Un minuto y te comunico con tu compinche.

Peter atendió el teléfono.

—¿Pasa algo, Judd?

Judd vaciló.

—Sólo un día muy complicado, Peter. Te contaré mañana.

—Te pierdes un smorgasbord escandinavo delicioso. Te juro que es preciosa.

—Ya la conoceré otro día. —Prometió Judd. Oyó un susurro apresurado, y entonces Norah habló de nuevo.

—Vas a venir para la comida de Navidad, Judd, ¿vas a venir?

Él vaciló.

—Vamos a hablar de eso más adelante, Norah. Discúlpame esta noche.

Colgó. Hubiera deseado conocer algún método lleno, de tacto para evitar las actividades casamenteras de Norah.

Judd se había casado en su último año de Facultad. Elizabeth era licenciada en ciencias sociales, cálida, inteligente y alegre, y ambos eran jóvenes, estaban muy enamorados y llenos de planes para reformar el mundo para todos los chicos que iban a tener. Y en la primera Navidad después de su casamiento, Elizabeth y su criatura, no nacida aún, habían muerto en un choque frontal de automóvil. Judd se había sumergido totalmente en su trabajo, y a su debido tiempo se había convertido en uno de los psicoanalistas sobresalientes del país. Pero todavía no podía soportar estar con gente que celebraba la Navidad. De algún modo, aunque él se decía que hacía mal, ese día pertenecía a Elizabeth y a su hijo.

Abrió la puerta de la cabina. Vio que una chica estaba esperando para hablar por teléfono. Era bonita y joven, vestida con un sweater ajustado y minifalda, con un impermeable de color vivo.

—Disculpe —se excusó Judd.

Ella le sonrió cálidamente.

—No es nada.

En su rostro había una expresión triste. Él había visto esa expresión antes. La soledad queriendo romper la barrera que él había establecido inconscientemente.

Si Judd sabía que en él había una cualidad que atraía a las mujeres, ese conocimiento existía sólo en lo profundo de su subconsciente. Nunca había analizado el porqué. Se trataba más de una traba que de una ventaja cuando sus pacientes se enamoraban de él. A veces ello le hacía la vida muy difícil.

Pasó al lado de la chica con una amistosa inclinación de cabeza. La sintió de pie, allí bajo la lluvia, mirándolo subir a su coche y alejarse.

Dió la vuelta por la East River Drive y se dirigió al Merritt Parkway. Una hora y media después estaba en Connecticut. La nieve, en Nueva York, estaba sucia y barrosa, pero la misma tormenta había transformado mágicamente el paisaje de Connecticut en una postal ilustrada de Currier & Ives.

Siguió manejando a través de Westport y de Danbury, forzando a propósito su mente a concentrarse en la cinta de la ruta que relucía entre sus ruedas y en el invernal país de maravillas que lo rodeaba. Cada vez que sus pensamientos volvían a John Hanson se obligaba a pensar en otras cosas. Siguió manejando a través de la oscuridad de la campiña de Connecticut y horas después, desgastado emocionalmente, finalmente dio vuelta y se dirigió a su casa.

Mike, el portero de cara colorada que siempre lo saludaba con una sonrisa, estaba preocupado y distante. Dificultades familiares, supuso Judd. Habitualmente Judd charlaba un poco con él sobre el hijo adolescente de Mike y sobre sus hijas casadas, pero Judd no se sentía esa noche como para charlas. Pidió a Mike que le hiciera mandar el coche al garaje.

—Bien, doctor Stevens.

Mike pareció querer añadir algo, pero desistió.

Judd entró al edificio. Ben Katz, el administrador, cruzaba el hall en ese momento. Vio a Judd, saludó nerviosamente con la mano y desapareció rápidamente dentro de su departamento.

¿Qué le pasa a todo el mundo esta noche?, pensó. ¿O son mis nervios?. Entró en el ascensor.

Eddie, el ascensorista, le hizo un breve saludo.

—Buenas, doctor Stevens.

—Buenas noches, Eddie.

Eddie tragó saliva y desvió la mirada.

—¿Pasa algo, Eddie? —preguntó Judd.

Eddie sacudió la cabeza y mantuvo sus ojos desviados.

Dios mío, pensó Judd. Otro candidato para mi diván. De pronto, el edificio parecía lleno de ellos.

Eddie abrió la puerta del ascensor y Judd salió. Se dirigió a su departamento. No oyó cerrarse la puerta del ascensor y se dio vuelta. Eddie lo miraba fijamente. En el momento en que Judd iba a empezar a hablarle, Eddie cerró muy rápido la puerta del ascensor. Judd llegó a su departamento, abrió la puerta con su llave y entró.

Todas las luces estaban encendidas. El teniente McGreavy estaba abriendo un cajón en un mueble del living-room. Angeli salía en ese momento del dormitorio. Judd experimentó una oleada de ira.

—¿Qué están haciendo en mi departamento?

—Esperándolo, doctor Stevens —dijo McGreavy.

Judd entró y de un golpe cerró el cajón, evitando apenas los dedos de McGreavy.

—¿Cómo entraron aquí?

—Tenemos una orden judicial —dijo Angeli.

Judd lo miró con incredulidad.

—¿Una orden judicial? ¿Para mi departamento?

—Somos nosotros quienes preguntaremos, doctor —dijo McGreavy.

—No está obligado a contestar —interrumpió Angeli— sin un abogado presente. También debe usted saber que cualquier cosa que diga puede ser usada como testimonio en contra suya.

—No necesito ningún abogado. Les he dicho que presté el impermeable a John Hanson esta mañana y que lo vi de nuevo cuando ustedes me lo trajeron al consultorio esta tarde. No podría haberlo matado, estuve con pacientes todo el día. La señorita Roberts puede atestiguarlo.

McGreavy y Angeli cambiaron una señal en silencio.

—¿Adónde fue cuando dejó el consultorio esta tarde? —dijo Angeli.

—A ver a la señora Hanson.

—Ya lo sabemos —dijo McGreavy—. Después.

Judd vaciló.

—Anduve dando una vuelta en auto.

—¿Adónde fue?

—Fui hasta Connecticut.

—¿Dónde se detuvo para cenar? —Preguntó McGreavy.

—No cené. No tenía hambre.

—¿Así que nadie lo vio?

Judd pensó un momento.

—Supongo que no.

—A lo mejor paró para cargar nafta en algún lugar —sugirió Angeli.

—No —dijo Judd—. No cargué nafta. ¿Qué importa adónde fui esta noche? Hanson fue asesinado esta mañana.

—¿Volvió al consultorio en algún momento después de dejarlo esta tarde? —la voz de McGreavy era indiferente.

—No —dijo Judd—. ¿Por qué?

—Porque alguien entró allí por la fuerza.

—¿Cómo? ¿Quién fue?

—No lo sabemos —dijo McGreavy—. Quiero que usted venga con nosotros y vea lo que ha pasado. Puede decirnos si falta algo.

—Claro que sí —replicó Judd—. ¿Quién dio aviso?

—El sereno —dijo Angeli—. ¿Usted tiene algo de valor en el consultorio, doctor? ¿Dinero? ¿Drogas? ¿Algo semejante?

—Dinero chico —dijo Judd—. Drogas adictivas, ninguna. No había nada para robar. Esto no tiene sentido.

—Bueno —dijo McGreavy—, vamos.

En el ascensor, Eddie miró a Judd como pidiéndole disculpas. Judd lo miró a los ojos y le expresó, con la cabeza, que comprendía.

Claro, pensó Judd, la policía no podía sospechar que él mismo hubiera violado su propio consultorio. Parecía que McGreavy estuviera decidido a endilgarle algo a causa de su compañero muerto. Pero aquello había sido hacía cinco años. ¿Sería posible que McGreavy hubiera estado incubando aquello durante todos esos años, inculpando al doctor? ¿Esperando la oportunidad de echarle el guante?

Había un coche policial sin marca a pocos metros de la entrada. Subieron a él y se dirigieron al consultorio en silencio.

Cuando llegaron al edificio Judd firmó el registro de la recepción. Bigelow, el guardián, lo miró con extrañeza, o él se lo imaginó así.

Tomaron el ascensor hasta el piso 5 y caminaron por el corredor hasta el consultorio de Judd. Un policía de uniforme se encontraba de pie ante la puerta. Saludó a McGreavy y dio un paso al costado. Judd buscó su llave.

—La puerta está abierta —dijo Angeli. La empujó para abrirla y entraron, Judd primero.

La sala de espera estaba hecha un caos. Todos los cajones habían sido sacados del escritorio y el suelo estaba cubierto de papeles desparramados. Judd miró sin poder creer.

—¿Qué le parece que anduvieron buscando, doctor? —Preguntó McGreavy.

—No se me ocurre nada —dijo Judd. Fue hacia la puerta interior y la abrió, con McGreavy siguiéndole los pasos.

En su consultorio, dos mesas de arrimo habían sido volcadas, una lámpara hecha pedazos yacía en el suelo, y la alfombra de Fields estaba empapada en sangre.

En el rincón extremo de la sala yacía el cadaver de Carol Roberts, grotescamente extendido. Estaba desnuda. Sus manos estaban atadas a la espalda con cuerdas de piano, y le habían desparramado ácido en la cara, senos y entre sus piernas. Le habían quebrados los dedos de la mano derecha. La cara estaba hinchada a causa de los golpes recibidos. Le habían tapado la boca con un pañuelo.

Los dos detectives estudiaban a Judd mientras contemplaba el cuerpo.

—Está pálido —dijo Angeli—. Siéntese.

Judd sacudió, la cabeza negativamente y respiró profundamente varias veces. Cuando habló, su voz temblaba de ira.

—¿Quién…, quién puede haber hecho esto?

—Eso es lo que usted va a decirnos, doctor Stevens —dijo McGreavy.

Judd lo miró.

—Nadie habría querido hacerle esto a Carol. Ella nunca hizo mal a nadie en su vida.

—Creo que ya es tiempo de que usted empiece a cambiar el disco —dijo McGreavy—. Nadie podría haber querido hacerle mal a Hanson, pero le metieron un cuchillo en la espalda. Nadie podría haber querido hacerle mal a Carol, pero la cubrieron de ácido y la torturaron a muerte —su voz se volvió dura—. Y usted se queda ahí y me dice que nadie habría querido hacerles mal. ¿Qué es usted? ¿Ciego, sordo y mudo? La muchacha trabajó con usted cuatro años. Usted es psicoanalista. ¿Quiere hacerme creer que usted no sabía nada, o no le importaba su vida privada?

—Naturalmente, me importaba —dijo Judd escuetamente. Tenía un novio con quien se iba a casar.

—Chick. Ya hemos hablado con él.

—Pero Chick nunca hubiera podido hacer esto. Es un muchacho decente y quería a Carol.

—¿Cuándo fue la última vez que usted vio a Carol viva? —Preguntó Angeli.

—Ya le dije. Cuando salí de aquí para ver a la señora Hanson. Le pedí que cerrara el consultorio. Su voz se quebró.

—¿Tenía anotados otros pacientes hoy?

—No.

—¿Piensa qué esto pudo haber sido hecho por un desequilibrado? —preguntó Angeli.

—Tiene que haber sido un desequilibrado, pero hasta un desequilibrado tiene que tener algún motivo.

—Eso es lo que creo —dijo McGreavy.

Judd dirigió la mirada hacia donde yacía el cadáver de Carol. Tenía el triste aspecto de una muñeca de trapo destrozada, inutilizada y tirada.

—¿Cuánto tiempo van a dejarla así? —preguntó Judd con ira.

—Se la van a llevar ahora —dijo Angeli—. El médico forense y los muchachos de homicidios ya han terminado.

Judd se volvió hacia McGreavy.

—¿La dejaron así para que yo la viese?

—Sí —dijo McGreavy. Voy a hacerle otra pregunta. ¿Hay algo en este consultorio que alguien hubiera necesitado tanto como para —indicó a Carol— hacer esto?

—No.

—¿Qué hay de las fichas de sus pacientes?

Judd sacudió la cabeza.

—Nada.

—¿Usted no coopera mucho con nosotros, verdad, doctor? —preguntó McGreavy.

—¿Usted cree que yo no deseo que ustedes encuentren a quien haya hecho esto? —dijo bruscamente Judd—. Si algo hubiera en mis fichas que pudiera ser útil se lo diría. Conozco a mis pacientes. Ninguno de ellos podría haberla matado. Esto ha sido obra de un desconocido.

—¿Cómo sabe usted que no se trata de alguien que buscaba algo en sus fichas?

—Mis fichas no fueron tocadas.

McGreavy lo miró con interés renovado.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó—. Si ni siquiera ha echado un vistazo.

Judd se acercó a la otra pared. Mientras los hombres lo observaban, oprimió el borde inferior del panel y éste se deslizó revelando una serie de estantes empotrados. Estaban llenos de cintas magnetofónicas.

—Registro cada sesión con mis pacientes —dijo Judd—. Guardo aquí las cintas.

—¿No podrían haber torturado a Carol para forzarla a decir dónde estaban esas cintas?

—No hay nada en esas cintas que sirva de nada a nadie. Debe de haber otro motivo para su asesinato.

En la calle ventosa, desierta, frente al consultorio de Judd, McGreavy pidió a Angeli que llevara a Judd a su casa en el coche.

—Tengo que hacer una diligencia —dijo McGreavy. Se volvió hacia Judd—. Buenas noches, doctor.

Judd vio cómo la enorme figura inclinada se alejaba por la calle.

—Vamos —dijo Angeli—. Me estoy helando.

Judd se sentó en el asiento delantero junto a Angeli, y el auto se alejó de la vereda.

—Tengo que decírselo a la familia de Carol —dijo Judd.

—Ya estuvimos allí.

Judd asintió desalentado. Igual quería verlos él mismo, pero podía dejarlo para más tarde.

Se produjo un silencio. Judd pensó qué diligencia tendría que hacer McGreavy a esa hora de la madrugada.

Como si hubiera leído su pensamiento, Angeli dijo:

McGreavy es un buen policía. Cree que Ziffren debería haber ido a la silla eléctrica por matar a su compañero.

—Ziffren estaba loco.

Angeli se encogió de hombros.

—Creo en sus palabras, doctor.

Pero McGreavy no le había creído, pensó Judd. Volvió a pensar en Carol y recordó su inteligencia y su profundo orgullo por lo que estaba haciendo, y Angeli le hablaba y habían llegado a su casa.

Cinco minutos después Judd se encontraba en su departamento. No era el caso de dormir. Se sirvió un coñac y lo llevó al estudio. Recordó la noche en que Carol. había entrado allí, desnuda y hermosa, frotando su cálido, esbelto cuerpo contra el suyo. Se había fingido frío y distante porque sabía que ésa era la única oportunidad que tenía para ayudarla. Pero ella nunca había sabido qué fuerza de voluntad le había sido necesaria para evitar hacerle el amor. ¿O quizá se había dado cuenta? Levantó su copa de coñac y la bebió de un sorbo.

La morgue municipal se parecía a todas las morgues municipales a las tres de la madrugada, salvo que alguien había colocado una corona de muérdago sobre la puerta. Alguien, pensó McGreavy, que tenía un sobreabundante espíritu navideño o un sentido macabro del humor.

McGreavy había esperado impacientemente en el corredor mientras concluían la autopsia. Cuando el forense le hizo una señal entró en la sala enfermízamente blanca, de las autopsias. El forense estaba lavándose las manos en una pileta grande y blanca. Era un hombre de baja estatura, con aspecto de pájaro, voz alta y gorjeante y movimientos rápidos, nerviosos. Contestó todas las preguntas de McGreavy en forma rápida, cortante, y salió como disparando. McGreavy se quedó allí unos minutos, concentrado en lo que, acababa de saber. Salió entonces a la noche helada en busca de un taxi. No se veía ninguno. Todos esos hijos de perra estaban de vacaciones en las Bermudas. Ya podía quedarse allí hasta que se le congelase el trasero. Divisó un patrullero policial le hizo señas, mostró sus documentos al joven que manejaba y le ordenó que lo llevase al Distrito Diecinueve. Ello no era reglamentario, pero qué demonios. Aquélla iba a ser una noche larga.

Cuando McGreavy entró al Distrito, Angeli lo estaba esperando.

—Acaban de terminar la autopsia de Carol Roberts —dijo McGreavy.

—¿Y?

—Estaba embarazada.

Angeli lo miró con sorpresa.

—De tres meses algo tarde para un aborto sin peligro y demasiado temprano para que se le notase.

—¿Crees que eso habrá tenido que ver con el asesinato?

—Ésa es una pregunta acertada —dijo McGreavy. Si el novio de Carol se lo hizo y, de todos modos, se iban a casar ¿qué tendría que ver? Se habrían casado y habrían tenido el chico pocos meses después. Eso sucede cada día de la semana. Por otra parte, si él se lo había hecho y no quería casarse con ella, el asesinato tampoco hubiera sido una ventaja. En ese caso, ella tiene su bebe y no tiene marido. Eso sucede cada dos días de la semana.

—Hablamos con Chick. Quería casarse con ella.

—Ya sé —contestó McGreavy—. Así que nosotros tenemos que preguntarnos adónde nos conduce esto. Nos conduce a una muchacha de color embarazada. Habla con el padre de la criatura, se lo dice, y él la asesina.

—Tendría que haber estado loco.

—O ser muy zorro. Míralo desde este punto de vista: supongamos que Carol fue a ver al padre y le dio las malas noticias y le dijo que no quería abortar; que iba a tener su bebe. Quizás lo hizo para obligarlo a casarse. Pero supongamos que él no pudiera casarse con ella porque ya era casado. O que se trataba de un blanco. Digamos: un doctor bien conocido con una clientela de lujo. Si una cosa así se hubiera sabido, su ruina habría sido segura. ¿Quién demonios se habría asistido con un exprimesesos que se había tirado a su recepcionista negra, y había tenido que casarse con ella?

—Stevens es médico —dijo Angeli—. Hay una docena de medios que le hubieran servido para matarla sin despertar sospechas.

—Puede ser —dijo McGreavy Y puede no ser. Si hubiese existido alguna sospecha que pudiera llevar a él, le hubiera costado mucho salir. Compra veneno, y alguien lo registra. Compra una soga o un cuchillo, se les pueden seguir las huellas. Pero fíjate en esta monada de acomodo: un loco, sin ningún motivo, entra y asesina a su recepcionista y él es el patrón dolorido que le pide a la policía que encuentre al asesino.

—Al parecer un caso bastante frágil.

—No he terminado. Hablemos de ese paciente suyo, John Hanson. Otro asesinato sin sentido hecho por el mismo loco desconocido. Voy a decirte algo, Angeli. Yo no creo en coincidencias. Y dos coincidencias como éstas en el mismo día me ponen nervioso. Entonces me pregunté qué conexión podía existir entre la muerte de John Hanson y la de Carol Roberts y de golpe no me pareció tan coincidente, después de todo. Supongamos que Carol entró en su consultorio y le dio la mala noticia de que iba a ser papá. Se pelearon de lo lindo y ella trató de extorsionarlo. Le dijo que tenía que casarse con ella, darle plata, cualquier cosa. John Hanson estaba en el hall del consultorio, esperando, y oyó. A lo mejor Stevens no estaba seguro de que hubiera oído, hasta que lo tuvo en el diván. Entonces Hanson lo amenazó con divulgarlo. O trató de que se acostara con él.

—Eso es mucho adivinar.

—Pero calza. Cuando salió Hanson, el doctor salió y lo hizo callar para siempre. Entonces tenía que volver y librarse de Carol. Hizo que todo pareciera trabajo de un loco. Luego fue a ver a la señora Hanson y dió un paseo hasta Connecticut. Sus problemas, entonces, se resolvieron. Está en buena posición y los policías se están quemando el traste por buscar a un chiflado desconocido.

—No me convence —dijo Angeli—. Estás tratando de armar un caso de asesinato sin una hilacha de evidencia concreta.

—¿A qué le llamas «concreta»? —preguntó McGreavy—. Tenemos dos cadáveres. Uno de ellos, una señorita embarazada que trabajaba con Stevens. El otro, uno de sus pacientes, asesinado a una cuadra de su escritorio. Viene a tratarse porque es homosexual. Cuando pedí escuchar las cintas, no me dejó. ¿Por qué? ¿A quién está protegiendo el doctor Stevens? Le pregunté si alguien podría haber entrado en su consultorio para buscar algo. Entonces quizás podríamos haber cocinado la linda teoría de que Carol los había pescado y que la torturaron para tratar de saber dónde estaba esa cosa misteriosa. Pero ¿qué pasa? Que no hay tal cosa misteriosa. Sus cintas magnéticas no valen un pepino para nadie. No tenía drogas en el consultorio. Plata tampoco. Entonces tenemos que buscar a un loco de porquería. ¿No es cierto? Pero yo no voy a tragarlo. Creo que a quien estamos buscando es al mismo doctor Judd Stevens.

—Pienso que estás tratando de ponerlo en un brete —dijo Angeli tranquilamente.

La cara de McGreavy se puso roja de furia.

—Porque es tan culpable como el mismo demonio.

—¿Vas a arrestarlo?

—Voy a darle al doctor Stevens —dijo McGreavy— la soga necesaria para que él mismo se ahorque y mientras lo esté haciendo voy a investigar hasta el último esqueleto de su ropero. Cuando lo atrape, va a quedar atrapado. —McGreavy dio media vuelta y salió.

Angeli se quedó mirándolo pensativamente. Si él no hacía nada, era casi seguro que McGreavy se iba a llevar por delante al doctor Stevens. No podía permitir que eso sucediera. Tomó nota mentalmente de que hablaría con el capitán Bertelli esa misma mañana.