Carol Roberts oyó los ruidos de la puerta de entrada que se abría y se cerraba y de los hombres que entraban, y hasta antes de mirar pudo oler que eran. Había dos de ellos. Uno tenía cuarenta años o algo más. Era un grandote de más de uno noventa, de alto y puro músculo. Tenía una cabeza maciza con ojos hundidos de un azul acero y una boca fatigada, sin sentido del humor. El segundo era más joven. Sus rasgos eran definidos, sensibles, sus ojos eran castaños y vivaces. Los dos eran completamente diferentes y sin embargo, en cuanto a lo que le parecía a Carol, podrían haber sido mellizos idénticos.
Eran policías. Eso es lo que ella había olido. Cuando se desplazaron hacia su escritorio, Carol pudo percibir las gotas de su transpiración que empezaban a correr sobaco abajo, a través de la defensa del antisudoral. Su mente, frenéticamente, escudriñaba todas las traicioneras áreas de la vulnerabilidad. ¿Chick? ¡Por Cristo! Se había mantenido fuera de todo lío desde hacia más de seis meses. Desde aquella noche cuando, en su departamento, le había pedido que se casara con él y había prometido abandonar la banda.
¿Sammy? Estaba del otro lado del mar en la Fuerza Aérea, y si algo le hubiera sucedido a él, a su hermano, no habrían mandado a estos dos tipos a darle la noticia. No: si estaban aquí era para reventarla. Llevaba marihuana en la cartera y algún boca abierta había largado el rollo. Pero ¿por qué eran dos? Carol intentó decirse que no podían tocarla. Ella ya no era ninguna puta estúpida, negra, de Harlem que pudiera ser llevada a empujones. Era recepcionista de uno de los más importantes psicoanalistas del país.
Pero cuando los dos hombres empezaron a avanzar hacia ella el pánico de Carol aumentó. Estaba en ella el recuerdo ferino, de los excesivos años pasados escondiéndose en departamentos de inquilinatos hediondos y apiñados mientras la ley de los blancos rompía puertas y se llevaba a un padre, a una hermana, o a algún primo.
Pero nada del torbellino que había en su mente se reflejaba en su cara. A primera vista, los dos detectives vieron solamente a una joven, núbil, negra, de piel atezada, vestida con un aire elegante, de color beige. Su voz era fría e impersonal. «¿En qué puedo servirles?», preguntó.
Entonces el teniente Andrew McGreavy, el detective más viejo, localizó la mancha de sudor que se extendía bajo la sisa de su vestido. La fichó automáticamente en reserva como una futura pieza interesante de información. La recepcionista del doctor estaba tensa. McGreavy sacó una billetera con una insignia prendida en el agrietado cuero de imitación. «Teniente McGreavy del Distrito Diecinueve». Indicó a su compañero. «Detective Angeli. Somos de la Brigada de Homicidios».
¿Homicidios? Un músculo del brazo de Carol se contrajo involuntariamente. ¡Chick! Había matado a a1guien. Había roto la promesa que le había hecho y había vuelto a la banda. Se había metido en un robo y había baleado a a1guien, o ¿había sido baleado? ¿Muerto? ¿Era esto lo que habían venido a decirle? Sintió que la mancha de transpiración empezaba a extenderse. Carol tomó conciencia de ello de repente. McGreavy la miraba a la cara pero ella supo que lo había notado. Ni ella ni los McGreavys de este mundo necesitaban palabras. Se habían reconocido mutuamente a simple vista. Se habían conocido mutuamente durante cientos de años.
—Querríamos ver al doctor Judd Stevens —dijo el detective más joven. Su voz era amable y cortés e iba bien con su aspecto. Ella observó entonces que llevaba un paquetito envuelto en papel marrón atado con un piolín.
Pasó un instante antes de que sus palabras penetraran. Así que no se trataba de Chick. O de Sammy, O de la marihuana.
—Disculpen —dijo, escondiendo apenas su alivio—. El doctor Stevens está con un paciente.
—Le tomaremos pocos minutos —dijo McGreavy—. Queremos hacerle unas preguntas —hizo una pausa—. Podemos hacerlo aquí o en el Departamento de policía.
Carol los miró un momento, intrigada ¿Qué demonios querrían dos detectives de Homicidios con el doctor Stevens? Fuese lo que fuere que la policía pensara, el doctor no había hecho nada malo. Lo conocía demasiado bien. ¿Cuánto tiempo hacía? Cuatro años. Había empezado en el juzgado nocturno…
Eran las tres de la madrugada y las luces del techo de la sala de audiencias bañaban a todos con una palidez malsana. La sala era vieja, gastada e indiferente, saturada por el olor rancio del miedo que se había acumulado, a través de los años, como en capas de pintura descascarada.
Era la mala suerte de Carol la que había hecho que el juez Murphy estuviera ocupando el estrado nuevamente. Había estado frente a él dos semanas antes, nada más, y había salido en libertad condicional. Primera infracción. Es decir que era la primera vez que estos malditos la habían agarrado. Esta vez se dio cuenta de que el juez le iba a dar con toda la fuerza de su librito.
El caso que la precedía en el banquillo estaba casi terminado. Un hombre alto, de aspecto tranquilo, de pie ante el juez, decía algo sobre su cliente, un gordo esposado que temblaba de pies a cabeza. Pensó que el hombre de aspecto tranquilo debía de ser un pico de oro. Tenía un aspecto, un aire de tranquila seguridad de sí mismo, que le hizo sentir que el gordo tenía suerte de contar con él. Ella no contaba con nadie.
Los hombres abandonaron el banquillo y Carol se oyó llamar. Se puso de pie, apretando las rodillas para que no temblasen. El alguacil la empujó amablemente hacia el banquillo. El escribiente del juzgado alcanzó la planilla de cargos al juez.
El juez Murphy miró a Carol y después la planilla que tenía delante.
—Carol Roberts. Incitación en la vía pública, vagancia, posesión de marihuana, resistencia a la autoridad.
Lo último era pura mierda. El policía la había empujado y ella le había dado una patada. Después de todo, era una ciudadana americana.
—Usted estuvo aquí hace pocas semanas. ¿Verdad, Carol?
Trató de que su voz pareciera incierta.
—Creo que sí, Su Señoría.
—Y yo le di libertad condicional.
—Sí. Señor.
—¿Qué edad tiene?
Debería haber sabido que se lo iban a preguntar.
—Dieciséis. Hoy es mi cumpleaños. Feliz cumpleaños para mí —dijo. Y rompió a llorar, con grandes sollozos que sacudían su cuerpo.
El hombre alto, tranquilo, había seguido de pie junto a una mesa, al costado, juntando algunos papeles y guardándolos en un portafolio. Mientras Carol estaba allí, sollozando, levantó la vista y la observó durante un momento. Entonces le habló al juez Murphy.
El juez estableció un receso y los dos hombres desaparecieron dentro del despacho del juez. Quince minutos después el alguacil acompañó a Carol allí mismo, donde el hombre tranquilo estaba hablando muy en serio con el juez.
—Es una chica suertuda, Carol —dijo el juez Murphy—. Va a tener otra oportunidad. El juzgado la remite a la custodia personal del doctor Stevens.
Así que el tipo alto no era un pico de oro: era un matasanos. No le hubiese importado que fuera Jack el Destripador. Sólo quería salir de aquella hedionda sala de audiencias antes de que averiguaran que no era su cumpleaños.
El doctor la llevó en auto a su departamento, hablando de pavadas que no exigían contestación, dándole a Carol una oportunidad de reponerse y pensar las cosas. Detuvo el coche frente a una casa moderna de departamentos en la Seventy-First Street, sobre el East River. El edificio tenía portero y ascensorista, y por el modo sereno con que saludaron al doctor, daba la impresión de que llegaba a su casa todas las madrugadas a las tres, acompañado por una putita negra de dieciséis años.
Carol nunca había visto un departamento como el del doctor. El living estaba decorado en blanco, con dos divanes largos, bajos, de tweed color avena. Entre los divanes había una enorme mesa de café cuadrada con tapa de cristal muy grueso. Sobre ella había un gran tablero de ajedrez con figuras venecianas. En las paredes colgaban pinturas modernas. En el vestíbulo había un monitor de televisión de circuito cerrado que mostraba la entrada al hall. En un ángulo del living-room había un bar de vidrio ahumado con estantes, vasos de cristal y jarros. Al mirar por la ventana, Carol veía barquitos, muy abajo, sacudiéndose en su camino por el East River.
—Los juzgados siempre me dan hambre —dijo Judd—. ¿Qué le parece si armo una comidita de cumpleaños? —y la llevó a la cocina donde pudo verlo preparar hábilmente una omelette mexicana, papas fritas a la francesa, bollitos ingleses tostados, una ensalada y café.
—Ésta es una de las ventajas de ser soltero —dijo—. Puedo cocinar cuando me da la gana.
Así que era soltero, sin ninguna chiquilina instalada. Si ella jugaba bien sus cartas, esto podía convertirse en un buen negocio. Cuando terminó de devorar la comida, Judd la llevó al cuarto de huéspedes. El dormitorio estaba decorado en azul, dominado por una gran cama matrimonial, con una colcha a cuadros azules. Había un arcón bajo, español, de madera oscura con herrajes de bronce.
—Puede pasar la noche aquí —le dijo—. Voy a conseguirle un par de pijamas.
Mientras Carol observaba aquel cuarto decorado con tanto gusto pensaba: ¡Carol, hijita! ¡Te has sacado la grande! Este tipo está buscando un pedazo de carnada negra. Y tu eres la nena que se lo va a proporcionar.
Se desvistió y pasó la media hora siguiente bajo la ducha. Cuando salió envuelta en una toalla que cubría su cuerpo brillante y voluptuoso, vio que el hijo de puta del tipo había colocado un par de piyamas sobre la cama. Tiró la toalla y entró al living. No estaba allí. Miró a través de una puerta que daba a un estudio. Estaba sentado frente a un amplio, cómodo escritorio que tenía una lámpara antigua colgando sobre él. El estudio estaba atestado de libros del piso al techo. Se puso detrás de él y le dió un beso en la nuca.
—Vamos a empezar, nene —susurró—. Me has puesto de una manera que no puedo aguantar —se apretó más contra él—. ¿Qué estamos esperando, papito? Si no lo hacemos pronto, me voy a volver loca.
Judd la contempló durante un segundo con sus ojos grises y pensativos.
—¿No tiene bastantes líos, ya? —preguntó mansamente—. No puede evitar haber nacido negra, pero ¿quién le ha dicho que está obligada a ser una prostituta fumadora de marihuana a los dieciséis años?
Lo miró fijamente, desconcertada, extrañándose de haber dicho algo equivocado. A lo mejor era un tipo a quien había que trabajar un poco antes y que necesitaba pegarle a ella para excitarse. O tal vez estuviera jugando al Reverendo Davidson. Iba a rezar un poco, convertirla, y después hacérselo. Probó de nuevo. Le metió la mano entre sus piernas susurrando:
—Vamos bebe.
Se desprendió de ella sin brusquedad y la hizo sentar en un sillón. Carol nunca había estado tan descontenta. No parecía maricón, pero en estos tiempos nunca se sabe.
—¿Qué te pasa, nene? Decíme cómo te gusta y lo haré.
—Muy bien. Vamos a charlar.
—¿Quieres decir hablar?
—Eso mismo.
Y hablaron. Toda la noche. Fue la noche más extraña que hubiera pasado Carol. El doctor Stevens saltaba de un tema a otro explorándola, probándola. Le pidió su opinión sobre Vietnam, los ghettos las revueltas estudiantiles. Cada vez que Carol se imaginaba que había descubierto lo que él realmente quería pasaba a otro tema. Hablaron de cosas que ella nunca había oído y sobre temas de los cuales creía ser la mayor experta del mundo. Meses después, le sucedía quedarse despierta, tratando de recordar la palabra la idea, la frase mágica que la había cambiado. Nunca lo había podido hacer porque finalmente se dio cuenta de que no había habido palabras mágicas. Lo que el doctor Stevens había hecho era muy simple. Le había hablado. Nadie lo había hecho hasta entonces. La había tratado como a un ser humano, un igual, por cuyos sentimientos y opiniones se preocupaba.
En algún momento, durante el transcurso de la noche, Carol tuvo conciencia de su desnudez, fue al cuarto y se puso el piyama. Él entró, se sentó al borde de la cama y hablaron un poco más. Hablaron de Mao Tse-tung, de los Hula-hoops y de la píldora. Y de tener padres que nunca se habían casado. Carol le dijo cosas que nunca había dicho a otros en toda su vida. Cosas que habían estado enterradas profundamente, por mucho tiempo, en su subconsciente. Y cuando finalmente se había quedado dormida, se había sentido totalmente vaciada. Fue como si hubiera pasado por una operación de cirugía mayor y un río de veneno hubiera sido drenado de ella.
Por la mañana, después del desayuno, Judd le puso en la mano cien dólares.
Carol vaciló y dijo por último:
—Mentí. No es mi cumpleaños.
—Ya sé —sonrió—. Pero no se lo vamos a decir al juez —su tono cambió—. Puede quedarse con esa plata, irse de aquí y nadie la va a molestar hasta la próxima vez que la agarre la policía —hizo una pausa—. Necesito una recepcionista y creo que se desempeñaría maravillosamente en ese puesto.
Lo miró sin poder creer.
—Me está tomando el pelo. No sé taquigrafía ni escribir a máquina.
—Podría aprender si volviera a la escuela.
Carol lo miró un momento y entonces dijo con entusiasmo:
—No lo había pensado. Parece macanudo.
No aguantaba las ganas de salir matando del departamento con sus cien dólares y refregárselos por las narices a los muchachos y las chicas que iban a la Fishman’s Drug Store de Harlem, donde la barra se reunía. Podía conseguirse bastantes cigarrillos con esa plata, como para que le durasen una semana.
Cuando entró al Fishman’s Drug Store fue como si nunca hubiera estado ausente. Vio las mismas caras amargas y escuchó la misma charla tristona, derrotada. Se encontró como en su casa. Siguió pensando en el departamento del doctor. No eran los muebles los que marcaban la gran diferencia. Era tan limpio. Y tranquilo. Como un islote en alguna parte de otro mundo. Y él le había ofrecido un pasaporte para ese mundo. ¿Qué había que perder? Podría probarlo en broma para demostrarle al doctor que se equivocaba, que ella no podía estar a esa altura.
Para su propia sorpresa, Carol se matriculó en la escuela nocturna. Dejó su cuarto amueblado que tenía una pileta herrumbada y un toilette roto y una cortina verde desgarrada y un camastro con bultos en el que ella hacía pruebitas y se representaba comedias. Ella era una hermosa heredera en París o en Londres y el hombre que bombeaba encima de ella era un príncipe rico y buen mozo que se moría por desposarla. Y cada vez que cada hombre salía de ella, su sueño moría. Hasta la próxima vez.
Dejó el cuarto y dejó a todos sus príncipes sin una sola mirada atrás y se mudó nuevamente a lo de sus padres. El doctor Stevens le dio una pensión mientras estudiaba. Terminó el secundario con altas calificaciones. El doctor Stevens estuvo presente el día de las graduaciones, con sus ojos grises brillantes de orgullo. Alguien creía en ella. Ella era alguien. Tomó un empleo diurno en lo de Nedick y un curso de secretariado por la noche. El día después de haberlo terminado fue a trabajar con el doctor Stevens y pudo costearse su propio departamento.
Durante los cuatro años que habían pasado desde entonces, el doctor Stevens siempre la había tratado con la misma grave cortesía que había demostrado la primera noche. Al principio ella había esperado que él hiciese alguna referencia a lo que ella había sido, y a aquello en que se había convertido, ahora. Todo lo que él había hecho era ayudarla a llegar a ser ella misma. Siempre que tenía algún problema, él encontraba tiempo para discutirlo. En esos días había pensado contarle lo que le había pasado con Chick y preguntarle si debería decirle algo a Chick, pero lo había ido aplazando. Quería que el doctor Stevens estuviera orgulloso de ella. Hubiera hecho cualquier cosa por él. Se hubiera acostado con él, hubiera matado por él…
Y ahora estaban aquí esos dos tipos de la Brigada de Homicidios y lo querían ver.
McGreavy se estaba poniendo impaciente.
—Bueno, ¿y, señorita? —preguntó.
—Tengo orden de no interrumpirlo cuando está con un paciente —dijo Carol. Vio cómo se alteraba la expresión de los ojos de McGreavy—. Voy a comunicárselo —levantó el auricular y apretó el botón de intercomunicación. Después de treinta segundos de silencio se oyó la voz del doctor Stevens.
—¿Sí?
—Hay aquí dos detectives que desean verlo, doctor. Son de la Brigada de Homicidios.
Escuchó para darse cuenta del posible cambio de su voz…, nerviosidad…, miedo. Nada de eso.
—Tendrán que esperar —dijo, y cortó.
Una ola de orgullo la invadió. A ella bien podían sumirla en el pánico, pero nunca podrían hacer perder al doctor su sangre fría. Los miró desafiante.
—Lo oyeron, ¿no? —dijo.
—¿Cuánto tardará el paciente? —preguntó Angeli, el más joven.
Carol miró el reloj que estaba sobre el escritorio.
—Veinticinco minutos más. Es el ultimo paciente de hoy.
Los dos hombres cambiaron una mirada.
—Esperaremos —suspiró McGreavy.
Se sentaron. McGreavy la estudiaba.
—Me parece conocida —dijo. No la engañaban. El tipo estaba de pesca.
—Usted ya sabe lo que se dice —replicó Carol. Que todos los negros nos parecemos.
Exactamente veinticinco minutos más tarde, Carol oyó sonar el pestillo de la puerta lateral que llevaba del consultorio privado del doctor al corredor. Pocos momentos después, la puerta que daba a la oficina se abrió y el doctor Judd Stevens hizo su entrada. Vaciló al ver a McGreavy.
—Nos hemos visto antes —dijo. No podía recordar dónde.
McGreavy asintió impasiblemente.
—Sí…, soy el teniente McGreavy —indicó a Angeli; el detective Frank Angeli.
Judd y Angeli se dieron la mano.
—Entren.
Los tres hombres entraron en el consultorio privado de Judd y cerraron la puerta. Carol se quedó mirándolos, tratando de armar el rompecabezas. El detective grandote había parecido hostil hacia el doctor Stevens. Pero, a lo mejor, no se trataba más que de su encanto natural. Carol estaba segura de una sola cosa: tendría que mandar su vestido a la tintorería.
El consultorio de Judd estaba amueblado como el living de una pequeña casa de campo francesa. No había escritorio. En lugar de éste, cómodos sillones y mesitas de arrimo con lámparas antiguas auténticas en varios lugares. En el fondo del consultorio había una puerta privada que daba al pasillo. Sobre el suelo, una alfombra muy grande Edward Fields, exquisitamente diseñada, y en un ángulo un diván muy confortable que lo contorneaba, cubierto de damasco. McGreavy notó que no había diplomas en las paredes. Pero él se había informado antes de la visita. Si el doctor Stevens lo hubiese querido, podría haber empapelado ese cuarto con diplomas y certificados.
—Éste es el primer consultorio de psiquiatra que he visitado —dijo Angeli, obviamente impresionado—. Me gustaría que mi casa se pareciese a esto.
—Pone cómodos a mis pacientes —dijo Judd con soltura—. Y de paso soy psicoanalista.
—Disculpe —dijo Angeli—, ¿cuál es la diferencia?
—Unos cincuenta dólares por hora —dijo McGreavy—. Mi compañero no sabe mucho de estas cosas. Compañero. Y, de golpe, Judd recordó. El compañero de McGreavy había sido baleado y muerto durante el atraco a un despacho de bebidas cuatro —¿o eran cinco?— años atrás. Un pequeño delincuente llamado Arnos Ziffren había sido arrestado por el crimen. El defensor de Ziffren había aducido la irresponsabilidad de éste por insania mental, Judd había sido convocado como experto por parte de la defensa y se le había solicitado examinar a Ziffren. Había encontrado que estaba irreparablemente insano con paresia avanzada. Debido al testimonio de Judd.
Ziffren se había librado de la pena de muerte y fue enviado a un instituto mental.
—Ahora lo recuerdo a usted —dijo Judd—. El caso Ziffren. A usted le habían tocado tres balas; su compañero fue muerto.
—Y yo me acuerdo de usted —dijo McGreavy—. Usted salvó al asesino.
—¿Qué puedo hacer por usted?
—Necesitamos ciertas informaciones doctor —dijo McGreavy. Le hizo una seña a Angeli. Angeli empezó a desatar el paquete que llevaba.
—Querríamos que usted nos identificara una cosa —dijo McGreavy. Su voz era cautelosa, tratando de no dejar traslucir nada.
Angeli dejó el paquete abierto. Contenía un impermeable amarillo.
—¿Ha visto esto alguna vez?
—Parece que es el mío —dijo Judd sorprendido.
—Es suyo. Por lo menos su nombre está marcado en él, adentro.
—¿Dónde cree que lo encontramos? —los dos hombres ya no hablaban con tono indiferente. Un cambio sutil se había producido en sus caras.
Judd estudió a McGreavy un momento, después tomó una pipa que estaba sobre una mesa baja, larga, y empezó a llenarla con tabaco tomado de un pote.
—Creo que sería mejor que ustedes me dijeran a qué se refiere todo esto —dijo tranquilamente.
—Se trata de este impermeable, doctor Stevens —dijo McGreavy—. Es suyo, y queremos saber cómo salió de su posesión.
—No hay misterio al respecto. Estaba lloviznando cuando vine esta mañana. Mi impermeable estaba en la tintorería, y entonces me puse ese amarillo. Lo uso para partidas de pesca. Uno de mis pacientes no había traído impermeable. Estaba empezando a nevar bastante fuerte, y le presté ése —se detuvo, de pronto preocupado—. ¿Qué le ha sucedido?
—¿Sucedido a quién? —preguntó McGreavy.
—A mi paciente, John Hanson.
—Compruebe. Ha dado en el clavo —dijo Angeli amablemente—. La razón por la cual el señor Hanson no pudo devolver el impermeable es porque está muerto.
Judd sintió un ligero estremecimiento.
—¿Muerto?
—Alguien le clavó un cuchillo en la espalda —dijo McGreavy.
Judd lo miró sin poder creerle. McGreavy le quitó el impermeable a Angeli y lo dio vuelta para que Judd pudiera ver el tajo en el tejido. La espalda del impermeable estaba cubierta con manchas opacas, color ladrillo oscuro. Una sensación de náusea invadió a Judd.
—¿Quién habría querido matarlo?
—Teníamos esperanzas de que usted pudiera saberlo, doctor Stevens —dijo Angeli—. ¿Quién podría saberlo mejor que su psicoanalista?
Judd sacudió la cabeza impotentemente.
—¿Cuándo sucedió?
McGreavy respondió.
—A las once de esta mañana. En Lexington Avenue, más o menos a una cuadra de su consultorio. Unas pocas docenas de personas pueden haberlo visto caer, pero tenían prisa por llegar a su casa para estar prontos para celebrar el nacimiento de Cristo, y lo dejaron desangrándose hasta la muerte ahí no más, sobre la nieve.
Judd apretó el borde de la mesa, con los nudillos blancos.
—¿A qué hora estuvo Hanson aquí esta mañana? —Preguntó Angeli.
—A las diez.
—¿Cuánto duran sus consultas, doctor?
—Cincuenta minutos.
—¿Se fue en seguida de terminar?
—Sí. Yo tenía otro paciente esperando.
—¿Hanson salió por la oficina?
—No. Mis pacientes entran por la sala de espera pero salen por esa puerta —indicó la puerta privada que daba al corredor externo—. De ese modo no se encuentran los unos con los otros.
McGreavy asintió.
—Así que Hanson fue muerto pocos minutos después de haber salido de aquí. ¿Para qué venía a verlo?
Judd vaciló.
—Disculpe. No puedo hablar de la relación doctor-paciente.
—Alguien lo asesinó —dijo McGreavy—. Usted tendría que ayudarnos a encontrar a su asesino.
La pipa de Judd se había apagado. Tomó su tiempo para encenderla de nuevo.
—¿Desde hace cuándo venía a consultarlo? —esta vez era Angeli. Trabajo policial de equipo.
—Tres años —dijo Judd.
—¿Qué problemas tenía?
Judd vaciló, vio a John Hanson como lo había visto esa mañana: alegre, sonriente, ávido de gozar de su nueva libertad.
—Era homosexual.
—Éste va a ser otro de esos casos hermosos —dijo McGreavy amargamente.
—Fue un homosexual —dijo Judd—. Hanson estaba curado. Le dije esta mañana que ya no tenía que verme más. Estaba dispuesto a volver a vivir con su familia. Tiene —tenía— mujer y dos hijos.
—¿Un marica con familia? —preguntó McGreayy.
—Sucede a menudo.
—A lo mejor uno de sus compinches no quería largarlo. Se pelearon, se enojó y le metió el cuchillo en la espalda a su amiguito.
Judd meditó.
—Es posible —dijo pensativamente—, pero no lo creo.
—¿Por qué no doctor Stevens? —preguntó Angeli.
—Porque Hanson no había tenido contactos homosexuales desde hace más de un año. Creo mucho más verosímil que alguien haya querido asaltarlo. Hanson era el tipo de hombre que en ese caso habría peleado.
—Un marica casado y valiente —dijo McGreavy con pesadez. Sacó un cigarro y lo encendió—. Hay una cosa que no calza con la teoría del asaltante. No tocaron la billetera. Había más de cien dólares en ella, observó la reacción de Judd.
—Si buscáramos a un loco —dijo Angeli— podría resultar más fácil.
—No tanto —objetó Judd. Se dirigió a la ventana—. Miren esa muchedumbre allá abajo. Uno de cada veinte está, ha estado o estará en una clínica mental.
—Pero si un tipo es loco…
—No siempre parece loco —explicó Judd—. Por cada caso evidente de locura hay por lo menos diez casos no diagnosticados.
McGreavy estaba estudiando a Judd con no disimulado interés.
—Usted sabe mucho de la naturaleza humana, ¿verdad doctor?
La naturaleza humana no existe —dijo—. Tampoco la naturaleza animal. Trate de comparar a un conejo con un tigre. O a una ardilla con un elefante.
—¿Cuánto tiempo hace que practica el psicoanálisis? —preguntó McGreavy.
—Doce años. ¿Por qué?
McGreavy se encogió de hombros.
—Usted es un tipo buen mozo. Estoy seguro de que un montón de pacientes suyas se enamoran de usted, ¿eh?
Los ojos de Judd se volvieron de hielo.
—No entiendo el sentido de la pregunta.
Oh, doctor, ¡vamos! Claro que lo entiende. Los dos somos hombres de mundo. Un marica entra aquí y se encuentra con un doctor joven y buen mozo a quien contarle sus penas —su tono se volvió confidencial—. ¿Usted pretende hacerme creer que en tres años de reposar en su diván Hanson no le llevó nunca la carga?
Judd lo miró sin expresión.
—¿Eso es lo que usted entiende por ser un hombre de mundo, teniente?
McGreavy siguió imperturbable.
—Podría haber sucedido y voy a decirle qué más podría haber sucedido. Usted le dijo a Hanson que no quería volver a verlo. A lo mejor no le gustó la cosa. En tres años se había vuelto dependiente de usted. Ustedes dos se pelearon.
La cara de Judd se ensombreció de rabia.
Angeli cortó la tensión.
—¿No puede recordar a alguien que hubiera tenido razones para odiar a Hanson, doctor? ¿O alguien a quien él hubiera podido odiar?
—Si tal persona existiera —dijo Judd—, se lo diría. Creo saber todo lo relativo a John Hanson. Era un hombre feliz. No odiaba a nadie, y no sé de nadie que lo odiase.
—Mejor para él. Usted debe de ser un doctor macanudo —dijo McGreavy—. Vamos a llevarnos la ficha de Hanson.
—No.
—Podemos traer una orden judicial.
—Tráiganla. No hay nada en esa ficha que pueda servirles.
—Y entonces, ¿qué mal puede hacerle a usted el dárnosla? —preguntó Angeli.
—Podría dañar a la mujer y a los hijos de Hanson. Están siguiendo una pista falsa. Van a descubrir que Hanson fue asesinado por un desconocido.
—No lo creo —ladró McGreavy.
Angeli volvió a envolver el impermeable y ató el paquete con el piolín.
—Vamos a devolverle esto cuando hagamos unos cuantos tests más con él.
—Pueden guardarlo —dijo Judd.
McGreavy abrió la puerta privada hacia el corredor.
—Nos mantendremos en contacto con usted, doctor.
Salió. Angeli inclinó la cabeza saludando, y siguió a McGreavy.
Judd seguía de pie, con su mente en actividad, cuando entró Carol.
—¿Todo está bien, doctor? —preguntó vacilante.
—Han matado a John Hanson.
—¿Lo han matado?
—Fue apuñalado —dijo Judd.
—¡Oh, Dios mío! Pero ¿por qué?
—La policía no sabe.
—¡Qué horror! —vió sus ojos y el dolor que había en ellos—. ¿Puedo hacer algo yo, doctor?
—¿Podría cerrar el consultorio, Carol? Voy a visitar a la señora Hanson. Me gustaría ser yo mismo quien le diera la noticia.
—No se preocupe. Me ocuparé de todo —dijo Carol.
—Gracias.
Y Judd salió.
Treinta minutos después Carol había terminado de poner las fichas en orden y estaba echando llave a su escritorio cuando la puerta del corredor se abrió. Eran más de las seis y el edificio estaba cerrado. Carol levantó la vista, y entonces el hombre, sonriendo, comenzó a acercarse.