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A las once menos cuarto de la mañana el cielo estalló en un festejo de papel picado blanco que instantáneamente cubrió la ciudad como una sábana. La nieve suave convirtió las ya heladas calles de Manhattan en un barro grisáceo y el helado viento de diciembre arrió a los compradores hacia el bienestar de sus departamentos y casas.

En la Lexington Avenue, el hombre alto y delgado vestido con un impermeable amarillo se movía, junto con la apresurada muchedumbre de Navidad, con ritmo propio. Caminaba rápidamente, pero no lo hacía con el frenesí de los demás peatones que trataban de evitar el frío. Llevaba la cabeza levantada y parecía no notar a los transeúntes que se lo llevaban por delante. Estaba libre después de una vida de purgatorio, y se dirigía a su casa para decirle a Mary que por fin todo había terminado. El pasado iba a enterrar sus muertos y el futuro era luminoso y dorado. Pensaba como iba a resplandecer su cara cuando él le diera las noticias. Cuando llegó a la esquina de Fifty-Ninth Street, el semáforo pasó su luz de ámbar a rojo y él también se detuvo con la muchedumbre impaciente. Pocos metros más lejos, un Santa Cláus del Ejercito de Salvación estaba de pié junto a una gran caldera. El hombre buscó en sus bolsillos algunas monedas, como ofrenda a las divinidades de la fortuna. En ese instante alguien le palmeó la espalda con un súbito, punzante golpe que hizo tambalear todo su cuerpo. Algún borracho navideño, demasiado cordial, que trataba de mostrarse amistoso.

Bruce Boyd. Bruce, que nunca había tenido noción de su propia fuerza y que tenía la costumbre infantil de dañarlo físicamente siempre. Pero él no había visto a Bruce durante más de un año. El hombre empezó a volver la cabeza para ver quién lo había golpeado y, para sorpresa suya, sus rodillas empezaron a temblequear. Como en cámara lenta como mirándose desde una distancia, vio que su cuerpo golpeaba la vereda. Sintió un dolor sordo en la espalda, un dolor que empezó a extenderse. Se le hizo difícil respirar. Tenía conciencia de un desfile de zapatos que pasaban junto a su cara como animados por vida propia. Su mejilla empezó a insensibilizarse por el contacto con la vereda helada. Tuvo conciencia de que no debería yacer allí. Abrió la boca para pedirle ayuda a a1guien, Y un río tibio, rojo, empezó a salir de ella y corrió por la nieve que se derretía. Lo miró con asombrada fascinación al verlo moverse a través de la vereda y correr hacia la alcantarilla. El dolor empeoraba pero ahora no le importaba porque había recordado súbitamente sus buenas noticias. Estaba libre. Iba a decirle a Mary que estaba libre. Cerró los ojos para reposarlos de la enceguecedora blancura del cielo. La nieve empezaba a convertirse en cellisca helada, pero él ya no sentía nada.