1
Y ya después, conforme pasaba el tiempo y veíamos apagarse una tras otra aquellas chispeantes posibilidades en torno suyo, aquel acerado reflejo de una voluntad que ya no parecía atreverse a dar la cara —y que si la dio alguna vez, como se confirmaría más adelante, la dio enmascarada—, cuando ya estaba claro que no había vuelto para vérselas con nadie ni para rehacer su vida o enderezar la de su cuñada, Néstor empezó a referirse a él con una desdeñosa indiferencia, con un sarcasmo de adulto que se sacude el polvo de chiquilladas, desdiciéndose de tantas convicciones acuñadas desde niño a puñetazos, tantas expectativas heroicas que habían nutrido nuestras mejores aventis…
Se sabía ya, incluso, que no iba a poder ni siquiera conservar su birria de empleo en la torre de la calle del Iris, «no porque los señores tengan queja de él, al contrario —le oímos comentar a la criada un día que acompañamos a Néstor con su carretilla de reparto—, sino que al señor Klein lo van a ingresar en un sanatorio y la señora vende la finca y antes de Navidad ya se habrán ido todos… También yo me quedaré sin trabajo, sólo se llevan a la cocinera», añadió Elvira muy contrariada.
Durante la primera quincena de noviembre hizo mucho frío y los días eran grises. Al salir del trabajo íbamos al Trola a jugar al billar, pero una vez allí y con el taco en la mano, algo indefinible nos seguía atrayendo desde la calle, desde el corazón mismo del barrio que se replegaba, y lo único que hacíamos, atontados por el aburrimiento, era mirar la acera de enfrente a través de los cristales empañados por nuestro aliento. Guirnaldas deshilachadas y descoloridos restos de serpentinas pendían de los cables eléctricos frente a la barbería. Sobre la calzada ya no planeaban los pesados aviones de papel de Bibiloni —la última escuadrilla que le vimos fletar desde su balcón, el mismo radiante domingo que se lo llevaron de nuevo a Sant Boi con los locos, estaba hecha con papel de estaño y una impetuosa ráfaga de viento la remontó y se la llevó entera dando tumbos en dirección al Parque Güell, centelleando al sol por encima de los tejados— y tampoco podíamos entretenernos aporreando el saco de lona colgado en el taller de Suau porque alguien nos lo había rajado a navajazos y le salían las tripas, nunca supimos quién lo hizo… Y cada día a la misma hora, poco antes de oscurecer, a través de nuestro propio aliento emborronando el cristal —como si incluso entonces, hacia el final de la historia, nos empeñáramos aún en no querer verle tal como era, tal como siempre quiso ser— Jan Julivert salía de su casa con la vieja gabardina marrón y la cartera bajo el sobaco y cruzaba la calle en diagonal viniendo hacia nosotros.
Fue una tarde como ésa, martes, cuando le vimos por última vez. Entró en el bar a comprar cigarrillos, pero no había —precisamente el señor Sicart acababa de mandar a Néstor al estanco de la plaza Rovira— y mientras esperaba se tomó una ginebra con agua en el mostrador. Alguien entró dejando la puerta abierta y entonces se oyó en la calle un insulto en la voz de Néstor, el timbre de una bicicleta y su estrépito metálico al chocar contra el suelo. Cuando salimos a ver, Néstor y el Nene ya se estaban zurrando de firme, pisoteando la bicicleta y los paquetes de tabaco esparcidos. Comprendimos en el acto que no iba a ser una pelea como las otras, y que duraría poco; el Nene, que parecía acorazado e invulnerable con su cazadora de cremallera cerrada hasta la nuez y sus guantes negros de motorista, esta vez devolvía los golpes con saña y marraba muy pocos. Dos asustadas mujeres esgrimiendo paraguas se habían parado a mirarles y el barbero les increpaba, pero sin acercarse demasiado. Néstor ya sangraba por la nariz y estaba sonado, recibiendo una soberana paliza, pero nadie intervino, quizá porque allí mismo, parado en la puerta del bar con un palillo entre los dientes, estaba la persona más indicada para hacerlo. Pero Jan Julivert no se movió; observó con atención al desfondado Néstor y lo único que hizo fue consultar su reloj, luego miró el cielo encapotado y alzando las solapas de su gabardina volvió a entrar en el bar. En medio del arroyo, Néstor cazaba moscas todavía en pie y de verdad que daba pena verle encajar tantos golpes. Su mirada era espantosa y estaba sin resuello, desarbolado y con el pasmo pintado en el rostro. Tuvo una reacción de las suyas, a la desesperada, cuando ya alguien intervenía para separarlos, y logró colocar una serie muy vistosa aunque sin fuerza en el estómago del Nene, y entonces se tiró en tromba hacia delante pero sus pies se enredaron en la bici caída contra el bordillo y recibió un tremendo golpe a la contra que le giró la cara —tremendo más por el loco impulso que llevaba él que no por la precisión y la potencia del puño del Nene— y aquello fue el principio del fin.
Cuando el tabernero y alguien más volvieron a interponerse, ya todo había terminado. Su tío no le vio desplomarse porque se fue poco antes; le vimos tirar el palillo y recoger de la acera un paquete de «Celtas» cuyo importe ya había dejado en el mostrador —el gesto de sacarse la cartera del bolsillo trasero del pantalón, aquella lentitud, todavía nos fascinaba— y luego desapareció en la esquina de la calle Martí para ir a su trabajo.
Del follón en la calle, el primer sorprendido fue el Nene. Con una expresión de sonado risiblemente parecida a la de Néstor, ayudó al chico a levantarse y lo entró en el bar y luego montó en su bici y se fue calle arriba pedaleando de pie con la barbilla clavada en el pecho, fatigosamente y sin chulería.
Néstor tenía la cara como un mapa y sacudía la cabeza y decía oír en su interior un ruido de vidrios rotos. Cuando salió del lavabo tenía la nariz como una coliflor y ya no quiso hablarnos, y el señor Sicart le aplicó en la cara una toalla mojada y luego lo mandó a casa. Volvió una hora después cambiado de ropa, muy serio y bien peinado y con el carrillo izquierdo hinchado como si llevara un huevo en la boca. Sirvió carajillos y veteranos en la mesa del dominó de los mayores, como cada noche, y tuvo que aguantar sus coñas acerca del huevo que se le había subido a la boca; que si era el huevo izquierdo o el derecho… Lo estaba pasando mal y el tabernero también porque le estimaba, y cuando sonó el teléfono y Néstor anotó el encargo de la criada de los Klein, que dijo que tenían invitados y quería ahora mismo dos botellas de coñac del mejor y una caja de botellas de agua de Vichy, el señor Sicart vio el modo de librarle de aquel pitorreo enviándole a entregar el pedido.
Quisimos acompañarle como otras veces, ayudando a empujar la carretilla, pero él dijo que no.
2
—¡Chico, ¿qué tienes en la cara?! —dijo Elvira abriendo la verja—. ¿Te ha pasado un camión por encima?
—Vete a parir panteras, chavala. ¿Dónde está mi tío?
—Por ahí, no sé.
—¿Aún no habéis cenado?
—Nosotros no —se inclinó sobre la carretilla—. Dame una botella de agua, la están esperando…
Serían poco más de las diez y había empezado a chispear. El jardín sombrío olía a tierra mojada y las pantorrillas blancas y grávidas de Elvira le precedían delante de la carretilla, camino de la cocina. Todas las ventanas de la primera planta estaban iluminadas y había dos coches de invitados frente al garaje.
Su tío tampoco estaba en la cocina. Entró apresuradamente las botellas, evitando que la atareada Mercedes la viera la cara —pero aceptando furtivamente las sobras que la buena cocinera ya había dispuesto para él en una marmita, una ración de besugo al horno—, y se despidió corriendo para volver a empujar la carretilla a través del jardín. Descendiendo por el paseo de las acacias sentía en el rostro ardoroso el chisporroteo de la llovizna helada. Entonces vio a su tío esperándole de pie junto al banco de azulejos más próximo a la verja, las manos en la espalda y la gabardina echada sobre los hombros.
Tal vez, de no traerle un recado, pensaría Néstor más adelante, habría sido capaz de pasar ante él haciendo como que no lo veía; de hecho, su presencia allí al borde del sendero, una sombra furtiva entre las sombras, ya no parecía tener nada que ver con la iluminada torre ni con sus propias obligaciones de guarda nocturno, como si de algún modo ya le hubiesen echado a la calle y no tuviera aún dónde cobijarse. Entumecido, insomne, tozudo guardián de algo que ya no parecía estar allí, centinela de una cota de la memoria que nadie le iba a disputar, de una noche sin orillas cuya contraseña ya no tenía vigencia ni sentido para nadie salvo para él, persistía en su vigilante espera con la misma cautelosa determinación que le trajo por vez primera a este jardín… Encendió un cigarrillo y, a la luz de la llama, Néstor distinguió la bufanda azulgrana liada con descuido alrededor del cuello, y la fría, sosegada dureza de sus ojos, del mismo color de la ginebra barata que bebía, clavados en el flemón que le desfiguraba la cara.
—Ya veo que te ha ido mal.
—No es nada —dijo Néstor.
—Ven aquí, acércate.
—¡Que no es nada, hostia!
—No me levantes la voz. Ven aquí.
Néstor soltó la carretilla y se acercó a él chasqueando la lengua. Jan presionó suavemente con los dedos a ambos lados de la maltrecha nariz y Néstor no pudo reprimir un gesto de rechazo, que su tío achacó al dolor. Pero no era ese dolor.
—Con un poco de suerte y unos cuantos golpes más podrás presumir de nariz de púgil. Pero eso es lo único que sacarás… Esta noche te va a doler. Si te sale sangre, coge un palillo con algodón…
—Ya sé, ya sé —le interrumpió Néstor, notando que las lágrimas volvían a sus ojos—. Déjame.
—¿Te ha visto tu madre?
—Sí.
—¿Habéis hablado?
—Sí.
—¿Y qué piensas hacer?
Néstor se encogió de hombros y miró a un lado. Su tío dio una chupada lenta al cigarrillo y dijo:
—No vas a estar pegándote con él toda la vida. Así no resolverás nada.
—Ya veremos.
—¿Quieres fumar?
Néstor frotó las palmas de las manos en el pantalón.
—Bueno.
Mientras le ofrecía lumbre, Jan le miró con ojos inquisitivos. Luego se quitó la bufanda del cuello y la echó sobre sus hombros.
—Toma, ya está terminada.
Nunca, diría Néstor al recordarlo, le tuvo más cerca y más lejos a la vez. Le ardía la cara y la levantó recibiendo la llovizna casi insensible, una pelusilla helada que, cuando menos, pensó, disimularía las lágrimas. No sentía el cigarrillo en los labios y le picaba horriblemente la napia.
—Quiero irme a casa.
Pero no se movió. Volvió a secarse las manos en el pantalón y, después de pensarlo un momento, dijo entre dientes, en un velado tono de reproche:
—Oye una cosa… ¿Es verdad que tu favorito, en tu peso, fue Marcel Cerdan?
—Sí. Anda, vete, es tarde y hace frío…
—Tú me habías dicho que era Ray Sugar Robinson.
—Éste era el mejor. Pero a mí me gustaba Cerdan.
—¿Por qué no me lo dijiste?
Jan captó el resentimiento camuflado en su voz.
—Cerdan ya murió. Era un boxeador muy duro, con un estilo muy personal, pero con muchos defectos. —Miró fijamente al muchacho y añadió—: Que a mí me gustara, no quiere decir que fuera el mejor.
—¿Y es verdad —dijo Néstor bajando la vista— que tú podías haber sido el mejor y no lo fuiste por hacer el pavero subido a un árbol y romperte la muñeca…?
—¿Quién te ha dicho eso?
Se le apagó el cigarrillo entre los dedos mojados y lo tiró. Vio lágrimas en los ojos de Néstor y pensó un instante antes de añadir:
—De todos modos, creo que tampoco habría ganado. Entonces tenía una buena izquierda, es cierto —con un amago de sonrisa, cogió suavemente al chico por los hombros y le obligó a mirarle—, pero eso no basta para ser el mejor. Tú lo sabes.
Néstor hizo un gesto esquivo y se libró de sus manos. Su tío sacó otro cigarrillo y lo encendió, empleando en ello más tiempo del necesario. Néstor se acordó del teléfono y el recado, alegrándose de poder cambiar de tema:
—Cuando estaba en casa han llamado preguntando por ti.
—¿Quién era?
—No lo ha dicho. Que tú ya sabes; que te llamará mañana temprano, antes de las nueve, y que procures estar en casa… —Advirtió en los ojos gélidos un chispazo de alerta—. Sobre todo que estés de vuelta a casa a esta hora.
Goteaban en torno las ramas de las acacias pero el rumor de la llovizna era casi inaudible, como una sosegada transpiración de la noche. Tenues cortinas de agua espolvoreada ondulaban alejándose hacia la luz de la calle, rasgándose al dar en la verja. Luego de reflexionar un rato, Jan preguntó:
—¿A qué hora dijo?
—A las nueve. —Néstor se agachó a coger los brazos de la carretilla—. Me voy.
Su tío lo acompañó hasta la verja y al salir a la calle palmeó su espalda.
—¿Tu madre ha salido esta noche?
—Sí —gruñó él—. ¿Te extraña?
—Espera, hombre…
Néstor se volvió a mirarle sin soltar la carretilla. Siempre diría que no notó nada especial en su voz ni en su mirada y que tampoco le oyó decir nada que hiciera pensar en una despedida distinta a las demás; que lo único que hizo fue arroparle mejor con la bufanda que le había regalado, mirarle en silencio unos segundos y luego simular un flojo puñetazo en su barbilla, que no llegó siquiera a rozar porque él lo esquivó con un gesto, maldita sea, demasiado crispado, aun cuando lo justificara el escozor del rostro… Porque fue una vez más aquel otro escozor el que le hizo girarse y evitar un contacto que le confundía y le asqueaba, y que así se marchó de allí dejándole con la palabra y el cariñoso puño en el aire, y que nunca en la vida se lamentaría lo bastante por lo ocurrido.
3
Después de desayunar en la cocina sacó el Packard del garaje y esperó delante del porche con el motor en marcha. El día había amanecido exhausto y gris como los anteriores y el jardín lleno de broza soltaba un olor intenso y pútrido. El juez se retrasaba, tal vez aún seguía acostado, tal vez —pensó confusamente, sintiendo que a cada minuto que pasaba se iba vaciando su conciencia, como si alguien que ya se había ido de aquí pensara por él— ha sufrido otra recaída y ha anulado su visita a la clínica… Paró el motor, se apeó del coche y se recostó en el guardabarros. Desde la cocina le llegaba el zumbido del exprimidor de frutas que manejaba Mercedes, preparando el desayuno de la señora Klein y de su hija. Sin apartar la vista del porche, esperando ver aparecer la figura tambaleante de Klein se desbotonó la gabardina y palpó el contenido de los bolsillos del traje marrón; llevaba encima exactamente lo mismo que la primera vez que entró en esta casa, cinco meses atrás, cuando en cierto modo la decisión ya estaba tomada: no haría nada por facilitar las cosas, pero tampoco haría nada por evitarlas.
En lugar del juez salió la criada con un cesto de ropa sucia y caminó hasta el coche.
—No se encuentra bien. Dice la señora que vaya un momento.
—¿Dónde está?
—En el vestíbulo.
Elvira se alejó hacia la puerta exterior de la cocina y él fue hacia el porche. En medio del amplio vestíbulo, bajo la luz verdosa que proyectaba el vitral, había media docena de grandes cajas de embalaje todavía sin cerrar conteniendo seguramente cuadros, y en el hueco debajo de la escalera, esperando ser empaquetados, jarrones y tallas policromadas de madera. Luis Klein estaba sentado en la caja más pequeña atándose el cordón del zapato con gestos desmañados y mirando el desorden a su alrededor:
—¿Por qué tanta prisa, Virginia?
Ella chasqueó la lengua, impaciente. Llevaba la cara sin pintar, un traje de gabardina color beige, de falda muy ceñida, y una blusa marrón de cuello alto. Estaba de pie frente a su marido, sosteniéndole el abrigo negro.
—Ninguna prisa, Luis. Pero quiero que todo esto salga cuanto antes y no tener que pensar más en ello. No sabes qué dos meses me esperan, la de trastos que hay en esta casa… ¿Te encuentras bien?
—Tengo sueño.
—Vuelve a la cama.
—Puñeta, no.
—Entonces, ve a recuperación. Luego te sentirás mucho mejor.
—Quiero quedarme para ver cómo empaquetas todo lo nuestro.
Tenía la voz ensimismada, débil. Virginia Klein suspiró y le echó el abrigo sobre los hombros. Al volverse vio al guarda y se acercó a él frotándose nerviosamente las manos.
—No sé, creo que hoy no está en condiciones de ir —dijo—. Van a llegar los de la agencia y tengo mucho que hacer, así que lo dejo en sus manos… Si puede llevárselo mejor, aquí no hace más que estorbar.
Jan miraba al juez y no contestó. Ella lo achacó a su sordera y, alzando un poco la voz, añadió:
—Decía que es mejor llevarlo a la clínica, señor Mon. Por lo menos allí se distrae. —Se volvió hacia su marido—: Luis, te están esperando. —Y dirigiéndose de nuevo al guarda—: Váyanse al pabellón a jugar al ajedrez, si lo prefiere, o llévelo a pasear, a él le da lo mismo… En realidad, no sabe lo que quiere.
De nuevo pensó que el guarda no la había oído, porque tardó bastante en responder:
—Sí, eso creo.
Jan se plantó delante de Klein y esperó. En tono afable, ella dijo:
—Si van a la clínica y le propone parar en un bar, acompáñele y tome algo con él —sonrió levemente al añadir—: Sé que otras veces lo han hecho, y una copa más o menos ya no va a perjudicarle. —Se quedó pensativa unos segundos, sonriendo todavía—. Ya le queda poco que aguantar, señor Mon. Sepa que le estoy muy agradecida por las molestias que se ha tomado con nosotros. Pero aún le necesitamos, ya lo ve usted… Ahora lléveselo y no tenga prisa en volver, este jaleo de la mudanza es lo que le pone enfermo, y a mí también —concluyó con un deje de disculpa en la voz.
Él asintió en silencio y ayudó al juez a incorporarse. Klein no parecía haberse enterado de nada y se dejó llevar hasta el coche. Jan lo sentó a su lado y cuando hacía girar la llave del contacto oyó su voz pastosa, extrañamente apagada: «Las gafas». Virginia Klein les miraba desde el porche cruzada de brazos, pálida, los hombros estremecidos de frío. Jan sacó las gafas oscuras del bolsillo superior de la chaqueta del juez y se las puso.
—Ya veo —farfulló Klein con las mandíbulas trabadas—. Es la hora de la cerrosis, en este cochino bar, y nos ponen de patitis en la calle… Muy bonito. ¿Y adónde vamos ahora, Jan, adónde?
Minutos después, el Packard se deslizaba calle del Iris abajo, el lustroso morro cabeceando suavemente sobre los baches enfangados. Jan colgó un cigarrillo en sus labios, pulsó el mechero eléctrico en el tablero y miró al juez con el rabillo del ojo: parecía dormitar, las manos yertas en el regazo, el abrigo resbalando de sus hombros; sobre sus gafas oscuras, que acentuaban la macilenta rigidez de yeso del rostro, la brisa movía sus cabellos sin color como si fuera una paja inerme. No volvió a pronunciar una palabra, no bromeó con él esta mañana. Jan oyó el clic del mechero, lo sacó y encendió el cigarrillo mirando fuera a través del cristal. Al pie de los muros, a lo largo de la calle desierta, yacían ramas partidas de laurel y hojas de eucalipto, y de los altos desagües al nivel de los jardines rezumaba en la piedra un agua silenciosa y oscura. El Packard aminoró la marcha, giró en la esquina roma revestida de buganvillas y Jan vio entrar despacio a la izquierda del retrovisor el descampado de tierra roja y las humildes huertas y barracas al fondo de la hondonada, hacia Horta. Enfiló la calle enlodada al borde del terraplén, arrimándose al muro de piedra arenisca, y redujo la velocidad hasta casi pararse para sortear los baches.
No esperaba que le saliera por detrás ni que fuera una furgoneta azul anunciando una marca de lejía en los costados. Oyó el rugido del motor y la vio adelantar y cruzarse en diagonal en medio de la calle, a unos veinte metros, asomando ya el hocico negro de la «Thompson». Paró y quitó el contacto. No le dieron ninguna voz de alerta, o no la oyó; sí tiempo para saltar y ponerse a salvo, unos cinco segundos que se hicieron eternos y que él malgastó en dirigir una apacible mirada al juez, en bajar el cristal de la portezuela, sacar el codo y tirar el cigarrillo. Sintió el silencio clavado en la garganta como un puñal, pero no el miedo; tal vez esa inesperada ausencia del miedo —porque había contado con él, lo esperaba, llevaba muchos años tratándole, y hasta en presidio había llegado a echarle de menos— fue lo que le paralizó, asombrado, facilitando el fin. La primera ráfaga hizo saltar completamente el parabrisas como una cascada de nieve, y vio al juez ladearse suavemente hasta apoyar la cabeza ensangrentada en su hombro, las gafas rotas sobre la boca. Sintió su mano convulsa buscando la suya, con el pulso vertiginoso, y se la apretó mirándole; el estupor azul de sus ojos se quedó en una escarcha. Él había permanecido sentado en medio del estruendo, sin recibir ni un rasguño: sabía a quién le debía tal precisión y fue a su encuentro abriendo de un manotazo la puerta del coche y saltando fuera, en medio de un charco de fango, al tiempo que echaba la mano abierta y crispada hacia la trasera del pantalón apartando los faldones de la gabardina con un gesto veloz, un garabato exacto e inconfundible. Recibió una ráfaga en el pecho y otra en la cabeza y en los hombros, cuando ya caía de bruces en el barro.
Así había de ser, porque ese garabato fulgurante de su mano era lo único que aún podía tener sentido para ellos. Sólo que, una vez más, su intención enmascaraba otra; no se disponía a empuñar ninguna pistola, no iba a defenderse. Horas después, cuando se hicieron cargo de los cadáveres, su mano seguía apretando el pañuelo a cuadros planchado y limpio, perfectamente doblado.
Jan Julivert Mon fue enterrado en la fosa común de Montjuich el 17 de noviembre de 1959, una mañana soleada y fría, en presencia de Balbina, Néstor y el viejo Suau. Néstor llevaba liada al cuello la bufanda que su tío tejió para él.
4
Quince años después, en el verano del 75, el taller de Suau fue derribado para construir una casa de pisos. Durante algunos días, al atardecer, el montón de cascotes y de astillados maderos y los muros renegridos, tiznados de pintura y todavía con jirones amarillentos de viejos carteles, fue escenario predilecto de correrías y juegos infantiles. Alrededor, la barriada remozaba su fisonomía con dudosos parches metálicos, fulgores de mármol falso y luces de neón: la calle ya era un garaje, los edificios más altos y sin balcones, las aceras más angostas e inútiles, hacía ya mucho tiempo que Néstor y su madre se habían ido a vivir a Sants, el viejo Suau estaba acogido al asilo de ancianos de la calle San Salvador —andaría por los ochenta y cinco años— y su nieta trabajaba de telefonista en la clínica del Remedio y vivía al cuidado de las monjas por mediación del doctor Cabot…
Un caluroso domingo por la mañana que pasaba por allí con mi hijo de seis años me paré un momento al borde del solar lleno de escombros. Los rayos del sol rebotaban sobre fragmentos de vidrios esparcidos y animaban un polvo alcalino y estático, una reverberación que dañaba los ojos. El estrépito de techumbres y paredes que había precedido a este sosiego espejeante, a este sudor cansino de la luz, todavía flotaba en el ambiente lo mismo que nuestras voces en el rincón sombrío donde aprendimos a endurecer los puños, a interpretar el cartel roto de El hijo de la Furia o el soleado muslo de Paquita entre guirnaldas de papel rizado y cromos de cine… Ocurrió que, sin darme cuenta, el chico se soltó de mi mano, adentrándose en el solar. Fui por él y le encontré al fondo, meando tranquilamente en el patinillo de tierra oscura y amazacotada que tantas veces habíamos contemplado desde la ventana de la cocina; allí estuvo la tumba de un gato coronada de lirios azules y el rosal trepador entre cuyas raíces, se dijo, Jan Julivert había enterrado su pistola. Distinguí un resto del tronco del rosal entre los ladrillos, un muñón retorcido y seco, justo delante de los pies de mi chico, y tuve la tentación, por un breve instante, de apartarle de allí de un manotazo y que se fuera a mear a otra parte… Como si presintiera la injusta reprimenda, el chaval me dirigió por encima del hombro una mirada burlona y maliciosa, y siguió meando.
En efecto, qué sentido tenía, después de tantos años, qué podía haber allí salvo la tronchada raíz de la revancha, la herrumbre de nuestra propia violencia juvenil. En el caso improbable de que Jan Julivert hubiese ocultado el arma bajo el rosal con la ciega determinación de volver a empuñarla un día, lo cierto es que cuando llegó este día decidió no tocarla, y él sabría por qué. Seguramente, aquel supuesto huracán de venganzas que esperábamos llegaría con él, y sobre el que tanto se había fantaseado en el barrio, no escondía nada en realidad, todo lo más la ilusión contrariada del vencido, la cicatriz de un sueño, un sentimiento senil que había sobrevivido a los altos, heroicos ideales… Hombres de hierro, le oímos decir alguna vez al viejo Suau, forjados en tantas batallas, hoy llorando por los rincones de las tabernas. No podíamos entenderlo entonces, pero él había sobrepasado esa edad en que un hombre deja de sentir el deseo de ajustar cuentas con nadie, salvo tal vez consigo mismo. Durante bastantes años, hasta el umbral de la madurez, a nosotros nos gustó creer que el pistolero se equivocó en su decisión de retirarse, y que le mataron por eso; hoy ya no creemos en nada, nos están cocinando a todos en la olla podrida del olvido, porque el olvido es una estrategia del vivir —si bien algunos por si acaso, aún mantenemos el dedo en el gatillo de la memoria…—. Pero si así fue, si ciertamente lo que él se propuso es que esa fantasmal pistola y los convulsos afanes que la empuñaron en su juventud acabaran aquí juntos, pudriéndose bajo la tierra, en lo que a mí respecta podían seguir pudriéndose.
—Ya estoy, papá.
—Bien. Esconde la pistolita y vámonos.