CAPÍTULO III

1

—Una mañana de abril del 36, domingo, iba yo con mi bicicleta a verle entrenarse en las afueras —empezó a contar el viejo Suau sentado muy tieso en la silla del comedor de Balbina y con la vista baja, amohinado, como si por una vez le impusieran la injusta y nada gratificante obligación de hablar sin rodeos—. Jesús Blay, su preparador, tenía en Vallvidrera una casita rodeada de pinos y había instalado un cuadrilátero al aire libre; yo solía ir porque me gustaba ver a Jan boxeando a la sombra o con sparring; entonces aún trabajaba para mí pintando paredes, y tú ni siquiera conocías a su hermano… Algunos domingos venía Palau con su macuto cargado de berenjenas y pimientos y encendía un fuego con ramas de pino y hacía escalivada, asaba kilos de chuletas, butifarra, arenques. Qué tío más salado el Palau, éste sí que entendía la vida… Bueno, pues aquel domingo, cuando llegué, no vi a Jan en el cuadrilátero, y Blay salió de la casa y me dijo que estaba corriendo por el bosque para rebajar peso. La culpa la tiene el carota de Palau, recuerdo que me dijo, espero que no se le ocurra venir a organizar otra comilona. Así que volví a montar en la bicicleta y enfilé el camino de la ladera que Jan solía recorrer, y donde se paraba de cuando en cuando para hacer ejercicios de respiración…

No muy lejos de allí, en una revuelta del camino y detrás de una ringlera de abetos, había un chalet con una pista de tenis protegida por una alambrada. Durante el invierno no había nadie, recordó Suau, salvo un par de mastines muy fieros, pero con la llegada del buen tiempo cada domingo se veían pasar coches y desde la casita de Blay se oían los gritos alegres y las risas de muchachas jugando al tenis… Cuando alcanzó la curva, vio a Jan parado al borde del camino con su mono azul de entrenamiento y su toalla liada al cuello; recostaba el hombro en la alambrada y conversaba tranquilamente con alguien al otro lado, un muchacho esbelto y de ojos azules enteramente vestido de blanco que apoyaba la mano en el respaldo de una silla plegable y esgrimía sonriendo una raqueta con el cordaje agujereado. Me fijé en él, añadió Suau afilando la voz, parodiando con sus ojitos astutos la misma curiosidad que debió sentir entonces, por su manera de hablarle a Jan y de mirarle a través del agujero de la raqueta, como si esto le divirtiera mucho… En la pista jugaban dos chicas, sin prestarles atención, y ellos estaban tan distraídos conversando que no me vieron hasta que llegué a su lado. Jan tenía un costado del mono sucio de tierra y se frotaba la muñeca izquierda, porque había empezado a dolerle. Más tarde, en lo de Blay, cuando el dolor le obligó a suspender el entrenamiento, nos contaría lo ocurrido: pasaba corriendo por allí y una de las señoritas lo llamó desde la alambrada para pedirle por favor que le alcanzara la pelota, que habían echado fuera colgándola en la rama de un abeto… Esta muchacha se llamaba Virginia Fisas.

Balbina, que le escuchaba sentada al otro lado de la mesa, asintió en silencio. Como si adivinara sus apresuradas deducciones, Suau la miró de refilón e hizo una pausa mientras volvía la cara hacia la puerta entornada del dormitorio, donde se oía la áspera risa de la Paqui y la armónica de Néstor. El viejo removió su café con la cucharilla y carraspeó malhumorado:

—Aunque estuviéramos hablando toda la noche, no sacaríamos nada en claro. No creas que sé mucho más que tú, de este asunto… Tu cuñado es de los de la cáscara amarga, Balbina, nunca dejó entrever sus intenciones.

—Pero si alguna vez confió en alguien, fue en usted.

—Hum… Nunca pronunció su nombre, y yo no lo supe hasta hace muy poco. Además, él siempre me previno: mutis, Suau, se trata de mi trabajo y de mi pellejo, aunque te parezca otra cosa, y de la seguridad personal de mis compañeros, así que mutis. Claro que eso fue hace años, ahora él ya no anda con su gente queriendo liquidar a nadie, o lo que fuera lo que se había propuesto, que yo no lo sé, y supongo que si me oyera hablar de Vallvidrera pensaría que todo eso ya no son más que chafarderías de viejo…

De todos modos, reflexionó, sólo unos meses atrás, cuando salió de la cárcel y buscaba trabajo y se hablaba tanto de él, comentar esto por ahí habría sido tanto como denunciarle a la policía, debido a sus antecedentes:

—Porque antes ya había atentado contra la vida de este juez —añadió bajando la voz—, o se había propuesto hacerlo, y se sabía…

—¿Y qué pasó luego, en Vallvidrera?

Balbina se había acodado a la mesa, el mentón apoyado en las manos entrelazadas, y miraba al viejo con media sonrisa socarrona, despectiva, instándole a seguir hablando: ya le anticipaba el desencanto y la rechifla, además de ofrecerle su curiosidad. Poco antes, nada más verle entrar en el comedor preguntando por su nieta, le había indicado la mesa con el café ya servido y la copa de coñac, como si le esperara, y cuando le tuvo sentado le dijo con la voz meliflua: «¿Sabe usted que anoche parece que le pegaron, que casi le rompen el cuello…? ¿Qué está pasando, señor Suau? ¿Usted qué piensa de todo eso? ¿Adónde quiere ir a parar este hombre…?». Entonces el anciano pintor la había escrutado con malicia, mientras saboreaba el coñac: durante años no has querido oír hablar de él, pensó, le odiabas como sólo una meuca sabe odiar a un hombre, le habrías escupido en la cara…

—Eso era antes —dijo Balbina como si leyera en su pensamiento—. Ahora este puñetero vive conmigo y con mi hijo, es muy diferente… Bueno, no le quiero ningún mal. ¿Decía usted…? ¿Qué pasó en Vallvidrera?

Se dio cuenta que al viejo Suau le costaba lo suyo enfilar la historia: no conocía más que una parte y sobre todo temía agraviar a Jan; o era tal vez que, después de camuflar ciertos hechos durante años, ahora no sabía dar con ellos. Antes de proseguir, Suau se levantó a cerrar la puerta del dormitorio, donde Paquita se estaba probando una gabardina con capucha frente al espejo del armario. Néstor, a su lado, sostenía su muleta y ella apoyaba ocasionalmente la mano en su hombro. La muchacha había subido al piso después de cenar y a instancias de Balbina, que tenía apartadas para ella, como cada año al llegar el invierno, algunas prendas de ropa usada.

Cuando volvió a sentarse a la mesa, Suau miró lacrimosamente a Balbina durante unos segundos y dijo:

—Pues bien, el muy cabezota trepó al árbol y alcanzó la pelota, pero estando arriba quiso presumir ante aquellas señoritas y cayó malamente, torciéndose la mano. No lo sabía entonces, claro, pero jamás volvería a boxear… Entregó la pelota y entonces fue cuando el otro se acercaría a la alambrada con su raqueta a preguntarle si se había hecho daño y si necesitaba algo. Creo que ya había terminado la carrera de leyes y era militar, e hijo de militar… Así fue como se conocieron, hace casi veinticinco años.

Dos años después, a principios del 38, prosiguió al cabo de un rato, sin mirar a Balbina, tanteando la copa de coñac con la mano trémula, Jan obtuvo la placa de policía por recomendación de Palau. Había vuelto del frente con metralla en el hombro, veintisiete años y una carrera deportiva definitivamente acabada. Ya no era el mismo, dijo Suau, parecía sonado, y precisó: como una vez que le vi horas después de recuperarse de un golpe fortuito en un entrenamiento: una mirada de mármol, un quedarse quieto, no sé… Entonces su padre ya se había hecho cargo del piso deshabitado en el 32 de la Rambla de Cataluña y él iba a dormir allí algunas noches. Por cierto, vale la pena recordar —sonrió animándose, recuperando aquel tono desenvuelto y anecdótico que había cultivado en el bar Trola y en la barbería— cómo y por qué tu suegro Siseo Julivert aceptó durante la guerra el encargo de cuidar y preservar del saqueo y la rapiña aquel piso de un ricacho antirrepublicano… El piso era un tercero, y en el segundo estaban las oficinas de Nosaltres Sols, militantes de Estat Català, a cuyas reuniones asistía Siseo Julivert como miembro destacado. El señor Fisas, que vivía solo en el tercero, porque había enviado a su mujer y a sus hijas a una finca en el campo, a causa de los bombardeos, tuvo una tarde la desdichada ocurrencia de ir a afeitarse a una barbería que entonces existía sobre el bar La Luna, en la esquina de la plaza Cataluña. Esta barbería estaba atendida por elementos de la CNT y solían frecuentarla milicianos de permiso, y como había un esmerado servicio de manicura, por raro que parezca en aquellos días, pues cuanto más guarro iba uno más seguro se sentía, al ingenuo señor Fisas se le antojó pedirlo. Iba, como muchos entonces, vestido con ropas viejas, camuflado de obrero… Mira, esto sí que me habría gustado verlo, debió ser la rehostia, de troncharse de risa. Porque resulta que un joven faiero al que estaban afeitando empezó a fijarse atentamente en las pulcras manos y en las uñas del señor Fisas y le dijo: «¡Collons, las llevas muy limpias, tú! ¡Estas uñas tan pulidas y tan chulas sólo pueden ser de un podrido burgués…!». Algo así le dijo, y todos miraron al pobre hombre y él empezó a temblar y no paró hasta salir de la barbería…

—Al día siguiente, Fisas recibió la visita de los agentes del SIM. ¡Parece que, aterrado, se puso guantes…! Mientras le registraban el piso se escabulló escaleras abajo y llamó a la puerta de Nosaltres Sols pidiendo protección a la única persona que allí conocía, a Siseo Julivert. Explicó que unos hombres acababan de irrumpir en su casa y se lo querían llevar por hacerse la manicura. Bueno, después sería acusado de pertenecer a la «quinta columna», pero es otra historia… Casualmente, Jan estaba allí con su padre, y también Palau; aquello les pareció un atropello y subieron al piso de Fisas, y, según me contó Palau, acojonaron a los agentes y les echaron de allí a punta de pistola. Pero a lo que iba: Fisas se llevó un susto tan grande que ese mismo día decidió reunirse con su familia en el campo, y como temía que le saquearan el piso dejó las llaves a tu suegro y le propuso que se instalara allí con su familia, o al menos que lo ocupara alguien de confianza, hasta que todo volviera a la normalidad… Era lo único que podía hacer para salvar sus muebles. El piso era grande y lujoso; pero tus suegros, como seguramente ya sabes, no llegaron a ocuparlo.

Durante el bombardeo de la noche del 17 de marzo —deletreó Suau le fecha con visible autocomplacencia—, hacia la una de la madrugada, y encontrándose lejos de su casa, Jan decidió pasar la noche en el piso de Fisas. Parece que estaba sentado en una butaca del salón, con las luces apagadas y una botella de coñac, cuando oyó caer una bomba en una calle próxima. Poco después oyó la llave en la cerradura y los pasos de alguien. Luis Klein Aymerich ya trabajaba entonces en los servicios de información franquistas, pero naturalmente Jan no lo sabía. Los dos debieron sorprenderse mucho al encontrarse allí… Aquel atlético muchacho de piel bronceada y con atuendo blanco que había conocido al borde de una pista de tenis, era ahora un ciudadano anónimo y desastrado, con barba de varios días, débil y hambriento. Su aspecto de hombre acosado alertaría a Jan desde un principio; traía una herida leve en la mano, causada por una esquirla de piedra o metralla cuando venía corriendo hacia aquí, a casa de Virginia, dijo, y Jan le curó a la luz de una vela sin preguntarle más, explicándole a su vez por qué se encontraba él allí. Klein le diría que se había quedado solo en la ciudad, que habían confiscado el piso de su madre y que había pensado acogerse a la hospitalidad de los padres de su novia; no sabía que estaban fuera de Barcelona. Quedaban bastantes cuestiones por resolver, pero Jan las pasó por alto… Mucho tiempo después, en las pocas ocasiones en que se refirió a esta noche, le gustaba recordar solamente lo mucho que se rieron tropezando a oscuras con el mobiliario, trajinando botellas de coñac de la despensa, probándose pijamas y batines de seda del dueño de la casa, completamente trompas, o sentados en el suelo del balcón frente al resplandor del bombardeo. En resumen, Klein se quedó allí unos días al cuidado de Jan, que le traía comida y le visitaba cada noche, hasta que, al parecer durante otra borrachera, Klein le contó la verdad: tenía que escapar a San Sebastián y esperaba a Virginia de un momento a otro. Y aquí viene lo más triste del asunto… Jan podía haberlo entregado entonces pero no lo hizo, y tampoco denunció a su prometida, a pesar de que Klein acabaría confesándolo todo: las veces que se había citado con ella en aquel piso, cómo ella le pasaba información y qué clase de información era ésta. Y luego Virginia Fisas se presentó y habló con Klein a solas, sin sospechar que pudiera haber alguien más en su casa; de hecho, después de aquel primer y fugaz encuentro en Vallvidrera, ella no volvería a ver a Jan… Según todas las apariencias, esa noche Klein habría llegado a un acuerdo con Jan, y, sin referirse a él en ningún momento, advertiría a su novia del peligro que corrían los dos, convenciéndola para que abandonara la ciudad y se reunieran con sus padres. La chica se esfumó y unos días después lo hizo Klein.

No volverían a verse hasta 1947. Luis Klein ya llevaba cinco años casado con Virginia y culminaba una brillante carrera como auditor de guerra iniciada durante los años más siniestros de la represión. Jan no podía de ningún modo ignorarlo porque él actuaba precisamente en los grupos más radicales de la resistencia. Cómo entablaron relación nuevamente, resulta bastante confuso; al parecer se debió a un equívoco con el apellido Klein después de un supuesto atentado contra el juez… Ocurrió que, sin que Jan lo supiera, porque estaba desconectado del grupo de Sendra y de Lage, éstos se habrían propuesto liquidar al juez, pero algo habría fallado y se confundieron, matando a su hermano, el doctor Klein. Jan se enteró de lo ocurrido y entabló contacto con Palau, que entonces bregaba en el grupo de Sendra. Palau siempre negó que aquella noche hubiesen salido para cazar al juez; según él, su intención era simplemente atracar un meublé de la Diagonal y de paso limpiarles la cartera a algunos clientes, y por supuesto allí no esperaban vérselas con ningún Klein, fuera médico o juez. No, fue una puta casualidad, un desdichado accidente, y no lo que dijeron los diarios al saberse que el muerto era el doctor Klein… Parece que, al salir del meublé, se vieron bloqueados por otro coche en el que iban un hombre y una mujer que ocultaba la cara detrás del bolso. El tipo se apeó y al comprender lo que ocurría se puso nervioso. Palau dice que el imbécil se abalanzó sobre el claxon para dar la alarma, y que entonces tuvieron que dispararle. La mujer sufrió un ataque de nervios acurrucada en el asiento, te acordarás que el suceso fue muy comentado, se dijo incluso que la rubia que acompañaba al doctor Klein al meublé era su cuñada… Sea como fuere, tal vez con ocasión del entierro del médico, Jan conseguiría localizar al juez, que entonces aún no vivía en la calle del Iris. Al mismo tiempo, según contaba el Taylor años después, cuando venía por aquí a ver a Margarita, Jan se anticipó a otro confuso complot contra Klein ofreciéndose voluntario para acabar con él de una vez y sin ayuda de nadie, es decir, tomando la iniciativa… Parece que el juez, después del escándalo del meublé, veraneaba solo en el chalet de su suegra en Vallvidrera, borracho casi todo el día. Jan no tuvo más que empujar la verja, como quien dice…

Balbina alcanzó la rebeca del sofá y se la echó sobre los hombros, se cruzó de brazos y suspiró. Ya suponía el resto: cuando Jan empujaba esa verja, su intención era prevenirle… Y luego, a mediados de octubre, cuando ultimaba su plan para asaltar las oficinas de la «Eucort», llegó Luis para llevárselo. Pero ya era demasiado tarde. Ahora que lo pensaba, y le volvía a la boca la ceniza de aquellos días, ya era tarde para casi todo; no era posible que Jan, al cruzar aquella verja, confiara en salirse con la suya. En realidad, nunca debió creerse del todo que Klein estuviera dispuesto a abandonar su posición y su familia. Balbina pensaba en el juez como en un hombre acorralado que huía de sí mismo, incapaz por lo tanto de ofrecer afecto más allá de una relación furtiva. Lo mismo que Jan, probablemente: los dos estaban maleados por la misma adversidad, la misma intolerancia, la misma derrota. Jan lo sabía, pero cerró los ojos a la evidencia. Todo acabaría una noche en un callejón del Guinardó, frente a un almacén abandonado, viendo alejarse aquel coche bajo la lluvia…

Ya no escuchaba a Suau —si es que aún hablaba— y había vuelto un poco la cabeza hacia la puerta del dormitorio, que estaba cerrada, pero cuya manecilla acababa de moverse. Pensó en Néstor y en la muchacha, pero no hizo ningún comentario y encendió un cigarrillo con la vista baja. En cuanto al dinero que iba a llevarse, creyó oírle murmurar todavía al viejo Suau —o fue tal vez un comentario que se hizo a sí misma, aturdida— también había que preguntarse por qué. Sí, por qué esa locura del último atraco, arriesgándolo todo; por qué no se conformaría con lo que pudiera llevarse el otro, suponiendo que se hubiese ido con él. Pero tal vez en su fuero interno sintió nuevamente la necesidad de jugarse el tipo para hacer real lo que no era más que un sueño, como había hecho siempre, como cuando se jugó por primera vez el porvenir aquel domingo de primavera que se encaramó a un abeto para alcanzar una pelota de tenis. Porque en cierto modo, Jan Julivert escaló aquel árbol lo mismo que un muchacho de esta barriada puede escalar un sueño…