1
Una noche de primeros de octubre, la señora Klein recibió una llamada telefónica desde un dispensario de la Barceloneta. Habían encontrado al juez caído en un callejón de las cercanías del puerto, sin sentido, con una brecha en la frente y una ristra de ajos colgada al cuello.
Jan fue a buscarle en un taxi. Klein apestaba a cazalla, parecía sonámbulo y apenas podía articular palabra. Conservaba la cartera y algún dinero, pero le habían limpiado el reloj y los gemelos. Le dieron seis puntos de sutura y le vendaron la frente; la herida era superficial, dijo el médico, pero su estado síquico dejaba mucho que desear y aconsejó vigilarle en las próximas horas.
Klein estuvo tres días sin apenas salir de su habitación y en la casa empezó a notarse un trajín inhabitual. Según Elvira, la señora se pasaba horas al teléfono y discutía mucho con su hija; recibió visitas de algunos directivos de la empresa donde trabajaba el juez y consultó con un siquiatra, además de recibir en dos ocasiones al viejo neurocirujano, íntimo de la familia, que había operado al señor Klein años atrás, y que le trataba regularmente. Y que muy mal debía encontrarse el señor, añadió la criada, porque todos pasaban más tiempo hablando con la señora en el salón que no con él en su cuarto. Se estaba reponiendo, pero algo había cambiado en su persona; parecía asustado y tenía una mirada extraña. Habían aparecido varios hematomas en su cuerpo y sufría un magullamiento general, como si le hubiese atropellado un tranvía. Se le infectaron los puntos y de pronto esto le causó terror, exigiendo un vendaje nuevo a cada momento. Su hija Isabel complacía todos sus caprichos y cuando estaba en casa no se movía de su lado, cómplice de sus trucos para conseguir una copa, insolidaria con su madre, anulando órdenes suyas en la cocina y atendiendo en cambio aquel horario frenético y contradictorio de sedantes y estimulantes que el juez se había impuesto.
Cuando se sintió mejor pasaba las tardes en el pabellón, recostado en la cama turca o sentado ante el fuego, escuchando música y jugando al ajedrez contra sí mismo. Jan iba a buscarle a la hora de cenar por orden de la señora Klein y solía encontrarle dormido en el chester, la cabeza echada hacia atrás, la frente vendada y una expresión dolorida en el rostro que acentuaba el resplandor de las llamas. Había algo terrible en su cara en el instante de despertar, un angustioso forcejeo mental que agarrotaba sus mejillas.
Cuatro días después del percance, el doctor Rey acudió desde San Sebastián a visitar a su amigo. Su equipaje habitualmente bien surtido de camisas de seda oscuras y de puntiagudos y lustrosos zapatos italianos, de tacón quizá un poco demasiado alto para un hombre, al decir de Elvira —que siempre se entretenía más de la cuenta al deshacer su maleta en el cuarto de huéspedes—, parecía esta vez algo excesivo para un fin de semana, por lo que la joven criada dedujo que el doctor se quedaría más días. Desde el primer momento, Rey desplegó una gran actividad en torno al enfermo; conversó con él durante casi tres horas, luego llamó a su colega el doctor Sala y celebraron consulta en presencia de la señora Klein, concertó una cita con un siquiatra amigo suyo y efectuó dos conferencias telefónicas a Suiza. La señora Klein, que facilitó todos esos trámites del neurólogo, siempre a su lado, daba muestras de cierta confusión y de una melancolía intermitente, aquella ansiedad azulosa que de pronto el asma hacía florecer en su rostro bajo una pátina de humedad e incluso de acné juvenil —aunque, según habían observado la criada y la cocinera, la señora en realidad debía sentirse mucho mejor, puesto que no se la veía usar el aerosol: el último que Elvira había traído de la farmacia, tres días antes, seguía en el tocador de su dormitorio con la caja y el precinto intactos; ni siquiera había tomado la precaución de llevárselo al ir a visitar a su madre esta tarde, acompañada por el doctor Rey, sabiendo que el coche le producía una sensación de ahogo…
Virginia Klein y el médico regresaron a casa a las nueve y ella fue directamente a la cocina a darle a Mercedes instrucciones para la cena, pues esperaba invitados.
—Tomaremos una copa antes de cenar —advirtió a Elvira, llevando impulsivamente la mano a sus rubios cabellos, allí donde solía lucir el pasador. Pero el pasador no estaba allí—. Trae hielo, algo de picar y un sifón que funcione. ¿Dónde está mi marido?
—Arriba, con la señorita —dijo Elvira—. Van a salir, me parece.
—Ellos cenan en casa de la abuela. Así que pon… seis cubiertos —meditó unos segundos, todavía con la mano en el pelo, y agregó—: ¿El señor se ha puesto corbata?
—No me he fijado.
La señora Klein miró a la cocinera.
—No sé a qué hora nos sentaremos a la mesa, Mercedes, hoy no estoy segura de nada… Pero no te entretengas.
—Sí señora.
—Volveré más tarde.
Iba a salir, pero en la puerta se volvió y miró al guarda como si acabara de descubrir su presencia allí, sentado en la mesa. Hacía punto con la americana echada sobre los hombros, cabizbajo, el pitillo humeando en los labios y las gafas resbalando en su nariz. La señora Klein sonrió fugazmente al darle las buenas noches y le preguntó si quería ocuparse de encender la chimenea del salón y estar al tanto de la llegada de los invitados para abrir la verja.
Cuando Jan se dirigía al cobertizo para traer unos leños vio salir el Volkswagen del garaje. Isabel conducía y junto a ella iba su padre ya sin vendaje en la frente, con una gasa y dos tiras de esparadrapo; vestía traje de pana gris y abrigo negro y no se había peinado. La llama del mechero, mientras prendía el cigarrillo, arrancó un destello dorado al pasador de su corbata.
A las nueve y media llegaron los invitados en un Mercedes y Jan abrió la verja. Se fijó en el hombre que iba al volante, grueso y atildado, de cara rojiza y ensortijadas patillas de algodón; a su lado reconoció al anciano doctor Sala con el estirado pelo amarillento y los delgados labios finamente teñidos de rojo. La morena de pelo lacado y abrigo de pieles, joven y atractiva, que iba en el asiento trasero, era su mujer, según supo más tarde por Elvira, y la otra señora de más edad que la acompañaba era la esposa del gordo y colorado conductor, el señor Gamero; todos íntimos de los Klein desde hacía años.
La velada, pudo constatar Elvira después de la cena, cuando servía el café en el salón, tenía carácter de consulta médica: se hablaba de los achaques del señor, de su estado mental y de sus barrabasadas y borracheras y falta de sentido de responsabilidad para con la familia y el trabajo… La señora Klein pedía consejo acerca de alguna decisión importante que acababa de tomar. El señor Gamero —ese fatibomba que siempre hace la marranada de ensalivar la punta del puro en su boca y acto seguido remojarla en la copa de coñac de su esposa, pues él bebe anís, precisó la criada con un mohín de asco— comentó, a instancias del doctor Rey —que se había quitado la americana y lucía un fantástico chaleco de seda azul celeste y estaba todo el tiempo de pie junto a la butaca de la señora Klein, la mano en el respaldo—, que, en efecto, al punto en que habían llegado las cosas, el señor necesitaba una prolongada cura de reposo, y que lo decía no solamente por los problemas que don Luis estaba creando en la empresa, que eran muchos, sino por su propio bien y el de la señora Virginia…
—Dicen, los médicos sobre todo —concluyó la joven criada mientras cenaba con Jan y Mercedes en la cocina—, que hay que hacer algo por el señor y en seguida.
—A buena hora —repuso burlonamente la cocinera—. Si le quitaran la botella se curaba en cuatro días…
—¿Usted qué opina, señor Juan? —preguntó Elvira—. ¿Cree que van a llevárselo otra vez al sanatorio?
Él apartó el plato y encendió un cigarrillo.
—No lo sé —dijo levantándose—. Gracias, Merche. Voy a dar un paseo.
—Abríguese, que hace frío.
Poco después de la medianoche se fueron todos excepto el doctor Rey. Klein y su hija aún no habían vuelto. La señora ordenó a Elvira que subiera hielo y agua mineral al saloncito de la primera planta, donde ella y el neurólogo siguieron conversando, lo cual permitió a Jan refugiarse en el salón-biblioteca. La clavija del teléfono indicaba que tenía línea.
A los diez minutos oyó el motor del Volkswagen en el garaje y acudió por si hacía falta. Isabel venía sola. Su madre la esperaba en la puerta de servicio con un vaso en la mano y le preguntó dónde había dejado a su padre. La chica se encogió de hombros y se deslizó en la cocina sin mirarla, y Jan no pudo oír bien lo que decía. Pero creyó entender que la muchacha no era ajena a la nueva escapada de Klein: parecía satisfecha por ello, mostrándose con su madre más insolente y esquiva que de costumbre.
Era cerca de la una cuando Elvira retiró del salón los vasos y los ceniceros, bostezando de sueño. La copa que había usado el señor Gamero la cogió como si estuviera contaminada. Acababa de salir la criada cuando sonó el teléfono.
Jan reconoció la voz en el acto:
—Soy Julio Lambán. Quisiera hablar…
—Dime.
—¿Es usted? —carraspeó, añadiendo—: Tal vez le interese saber que el juez está en el «Calipsso». ¡Y en qué estado, rediós!
—No le pierdas de vista, voy en seguida. —Iba a colgar, pero preguntó—: ¿A quién debo agradecer la llamada? ¿A ti o al Mandalay?
Lambán guardó silencio unos segundos.
—Llamo desde casa de mi hermano. Ya no trabajo para Raúl.
—¿Qué ha pasado?
—Tengo otros planes… Raúl va a traspasar el bar. Quería llevarme con él y meterme en su negocio de transporte de arena, pero no me interesa. Yo me largo de este puto país, siempre quise irme, desde que tenía quince años…
Jan le interrumpió:
—¿Cómo sabes que Klein está en el «Calipsso»?
—Le dejé en la puerta hace veinte minutos. Le dije de llevarle a casa, pero no hubo manera, había cogido la directa. Nos hemos visto un rato en lo de Encarna, quería despedirme de él… Pobre diablo, está hecho un Cristo —añadió en un tono donde se confundían el desdén y la pena—. Por lo que me ha dicho, juraría que el Antoñito y el Medina le zurraron pero bien zurrado.
—¿Por qué? —estiró el brazo, alcanzó la gabardina sobre el respaldo de la butaca y empezó a ponérsela.
—La otra noche discutió con Raúl, en el «Calipsso» —dijo Lambán—. Se presentó de improviso, muy trompa, y organizó un cisco porque no le atendieron. El jefe estaba tomando una copa con un individuo interesado en comprar el local y se hizo el loco, como si no le conociera, y luego ordenó a los muchachos que lo sacaran a la calle, que le diera el aire… Nunca le había visto tratarle así. Claro, ya no le hace falta. Me ha dicho Medina que le dio lástima dejarlo tirado en la acera y que lo llevó a la pensión donde vive, cerca del Paseo Marítimo, pero el juez no se acuerda de nada… Tengo la impresión que Raúl se ha desentendido completamente de él y estos chorizos le están desplumando.
—¿Qué te hace pensar que Raúl ya no le necesita?
—Acabo de saber quién está detrás de la empresa de extracción de arena que dirige Raúl… El arreglo se ha hecho estos días y Klein ni se ha enterado. Me lo ha dicho el propio Raúl: el negocio se amplía y sigue en sus manos, pero controlado por alguien del Consorcio que no le interesa dar la cara.
—¿Por qué me cuentas todo eso?
—A mí me importa un carajo. Pero aprecio a este infeliz… y usted me cae bien, no sé por qué.
—Gracias por llamar. Saludos a tu hermano.
—Adiós, hombre.
2
En las calles de la izquierda del Ensanche, los plátanos más viejos y robustos parecían resistir mejor el embate del otoño. Había olvidado cuán hermosos eran a la luz de las farolas. Con el mismo cautivo escozor con que lo había hecho cientos de veces en la cárcel, ahora —ahora que los veía desfilar a través del cristal del taxi empañado por la lluvia— evocó el verde brillante y artificioso de sus hojas en las lejanas noches de la guerra, cuando se dirigía caminando al piso de Rambla de Cataluña bajo la alarma de las sirenas… A lo largo de las aceras de la calle París, islotes de hojas caídas se pudrían oscuras de una lluvia fangosa que él no había visto ni oído.
El «Calipsso» quedaba por debajo del nivel de la calle. Su chaparro portal de arco de piedra labrada y su aspecto exterior en general, salvo por el rótulo amarillo fosforescente, era muy parecido al de los negocios vecinos instalados también en subterráneos, tiendas de confección, peluquerías de señoras y pequeños talleres con ventanas enrejadas al ras de la acera. Jan bajó los cuatro escalones y empujó la puerta forrada de cuero verde, tras la cual había una escalera con pasamanos de madera. Al sumergirse en la penumbra azulosa sintió de nuevo el aguijón del paso del tiempo, no sólo del tiempo personal y carcelario, sino también del ajeno y en cierto modo insolidario, ciego y amedrentado, el aire de clandestinidad ya corrupta e inoperante que desde su salida de la cárcel venía percibiendo en todas las cosas, incluidas estas catacumbas musicales para el besuqueo y la caricia furtiva: un local pequeño y oscuro, bajo de techo, con reservados de exiguos bancos corridos y una diminuta pista de baile, luces crispadas y artificiosas como flores de papel y un denso olor a felpudo sacudido. Dos parejas se sobaban sentadas frente por frente, en lo más oscuro, y sonaba una música suave de disco. A la derecha estaba la barra y más allá una cortina roja tapando una entrada con el letrero «servicios».
Klein estaba sentado a la barra con una pelirroja madura de falda corta y aspecto algo sucio y charlaban aburridamente, ella golpeando el mostrador con un cubilete de dados. Incomprensiblemente, no había ninguna copa de alcohol a menos de dos metros alrededor de Klein. Detrás de la barra, dándole la espalda, el barman anotaba algo en una libreta lanzando rápidas miradas a las estanterías repletas de botellas.
—Tomaré otro «Benjamín» mientras espero a mi novio —dijo la pelirroja—. ¿Y usted?
—Yo «Persantín», el famoso vasodilatador.
—¿Vaso qué…?
—Tres Ceros, mujer.
—No debería mezclar, señor Klein.
—Ya que no puedo cambiar de mujer, cambiaré de bebida. —Hizo una pausa y farfulló—: Si no me atienden, me voy a casa de mi suegra; tiene una vieja botella de coñac que le di a guardar hace veinte años… Era para descorchar con un amigo.
—Sería mejor que se fuera usted a la cama… —Se interrumpió al ver acercarse al hombre de la gabardina—. Me parece que vienen a buscarle.
Klein giró la cabeza como si tuviera tortícolis, el esparadrapo un poco desprendido en su frente.
—Hola, Mon. Por el amor de Dios, consígame un trago. Este cabrito no me hace caso.
Tenía el abrigo sobre un taburete. Jan lo cogió y lo echó sobre sus hombros. Observó sus manos lívidas asidas a la barra como garfios; entre los flacos nudillos de la izquierda se erguía un torcido gusano de ceniza.
—Se va usted a quemar —dijo la pelirroja, y le quitó el cigarrillo consumido. Luego, mirando a Jan, creyó necesario aclarar—. Ya llegó así, ¿eh?, con su buena tajada…
El barman se había vuelto.
—¿Es amigo suyo? —preguntó a Jan—. Pues lléveselo, vamos a cerrar.
Jan observaba el local detenidamente.
—Deme un paquete de «Celtas» —dijo.
—Sólo tenemos rubio.
—Quiero hablar con Raúl —farfulló Klein—. Yo aquí tengo barra libre, usted no lo sabe porque es nuevo…
—Lárguese a otra parte —dijo el barman.
—Sólo un coñac, uno solo, por Dios bendito…
En sus ojos medio ocultos bajo la maraña incolora del pelo seguía anidando aquel azul imposible, pero algo trepidaba en ellos; entumecido, ansioso, Klein había empezado a temblar como una hoja. La pelirroja sintió pena de él y le puso una mano en el hombro. Jan se recostó en la barra y dijo al barman:
—Sírvale una copa.
El hombre le miró con recelo. La música había cesado en los altavoces.
—Anda, dale su coñaquito —suplicó la pelirroja—. ¿No ves que está jodido? Uno más ya no puede hacerle daño…
—Por mí puede mamarse hasta reventar —repuso el barman sin apartar los ojos de Jan—. Pero no aquí. Órdenes del señor Raúl. Y tú no te metas en eso, Celia. Es mejor que te vayas, López tiene para rato, está despachando con el jefe.
—Dentro de cincuenta años —masculló trabajosamente el juez con las mandíbulas trabadas, sin apenas movimiento— el mundo pertenecerá a las especies de sangre fría: los tiburones, mi mujer, el besugo, Miguel Gamero, Raúl…
—Ya está bien —le cortó el barman—. El bar está cerrado.
Jan le miró por primera vez con cierta atención.
—Tenía entendido —dijo— que el señor era un invitado permanente del dueño.
—Esto se acabó. —Era un tipo envarado y fibroso, de tez sanguínea y ojos saltones—. Si quiere que le diga la verdad, tenemos órdenes de echarle a la calle… Bueno —rectificó—, de no dejarle entrar. ¿Está claro?
Le volvió la espalda y entonces Jan se encaminó despacio al final de la barra, alzó la tabla y pasó detrás, cogió una botella de coñac del estante y una copa y la llenó. El barman se disponía a llamarle la atención cuando la suya fue requerida por alguien parado en la entrada a los lavabos, al que dedicó un gesto interrogativo con los hombros alzados, refiriéndose al intruso. Jan también miró hacia allí y reconoció al pequeño Medina con la chaqueta de camarero doblada al brazo y su pelo pegado al cráneo como un engrudo negro; con la otra mano apartaba la cortina roja, pero no se decidía a entrar. Dirigió al barman un gesto afirmativo con la cabeza y desapareció tras la cortina. Jan ya había captado el destello en su corbata. Volvió a colocar la botella en su sitio y se acercó a Klein con la copa en la mano.
Encogido en lo alto del taburete, aferrándose a la barra con ambas manos, el juez parecía un pájaro dormido. Como por arte de magia vio surgir ante él la copa de coñac; tembloroso abrevó en la copa y la pelirroja agitó los dados del cubilete movida por un reflejo nervioso. El barman se había desentendido del asunto reanudando sus anotaciones en la libreta. Jan salió de la barra por el mismo sitio, pero no volvió junto a Klein; se paró, hurgó distraídamente en los bolsillos de su gabardina, pidió a la pelirroja que cuidara del juez un momento y se fue por donde había salido el gitano.
Detrás de la cortina había un angosto pasillo, los dos lavabos a la derecha y enfrente otra puerta con un letrero que decía «privado». Abrió la puerta y entró.
Era un cuarto pequeño y sin ventanas, con una mesa escritorio y una lámpara de flexo, erguida de forma que alumbrara no sólo la mesa sino también la pared lateral con archivadores metálicos. Nada más entrar, Jan sintió en la sangre el flujo de antiguas vejaciones; debido tal vez a la postura forzada de la lámpara, el despachito tenía un aire de dependencia policial. Al fondo y en penumbra, junto al perchero de pie donde colgaba un abrigo gris y un impermeable, Medina estaba sentado en una silla baja, la cabeza gacha, hurgándose las uñas. Tras el desorden del escritorio, repleto de ficheros y papeles, se sentaba un hombrecillo calvo y pulcro en mangas de camisa, joven y de facciones muy correcta. El Mandalay recostaba una nalga en el canto de la mesa con una carpeta abierta en las manos, de espaldas a la puerta. Vestía un jersey de lana cruda y cuello alto.
—¡Vaya! —exclamó volviéndose—. Esto sí que es una sorpresa. Pasa, hombre.
Jan cerró la puerta y miró a Medina: ya no llevaba el pasador en la corbata.
—Hola, Raúl.
—Me encuentras de casualidad —dijo el Mandalay—. He venido a poner un poco de orden, mañana se firma el traspaso y entrego las llaves… Bueno, ya iba siendo hora de que te dejaras ver. ¿Cómo te va, Jan?
Tendió la mano y él se la estrechó. Medina se miraba las uñas atentamente. Jan se acercó a él con las manos en los bolsillos.
—¿Estás solo?
El camarero levantó la repeinada cabeza.
—¿Cómo dice?
—¿Dónde está tu amigo?
—¿Quién? ¿Antonio?
—Sí.
—Yo qué sé.
—¿Ocurre algo, Jan? —terció el Mandalay. No esperó respuesta y cerrando la carpeta se la pasó al contable—. Seguiremos más tarde. Vete a tomar una copa con Celia y luego la mandas a casa.
El hombre descolgó su americana del respaldo de la silla y salió cerrando la puerta. El Mandalay propuso animosamente:
—Siéntate, Jan, hay que celebrar este encuentro…
—No he venido a verte a ti —dijo él sin volverse. Dirigiéndose al gitano, añadió—: Levántate.
El Mandalay consideró la calmosa e inconfundible dejadez de sus manos tensando los bolsillos de la gabardina y habló con un deje irónico:
—Me han dicho que aún sabes colocar los puños —sonrió cruzándose de brazos—. No es asunto mío, pero creo que deberías controlarte. Estás en libertad vigilada.
—Condicional —corrigió Jan—. ¿Has traspasado el negocio o todavía es tuyo?
—De hecho ya no es mío…
—Pero aún mandas en éstos —indicó a Medina con la cabeza.
—Depende. ¿Qué ha pasado?
—Tiene algo que no es suyo. Dile que me lo dé por las buenas o saldrá de aquí con unas cuantas costillas rotas.
—¡Es un regalo del coronel! —exclamó Medina—. ¡Se lo juro, señor Raúl! ¡El coronel me lo ha regalado, por mi madre que es verdad…!
—A mí no tienes que convencerme —dijo el Mandalay, y mirando a Jan agregó—: Los camareros han tenido muchos problemas con este marica, han soportado muchas cabronadas… Déjales cobrárselo a su modo, joder, a ti qué más te da.
Jan no le escuchó. Dijo a Medina:
—Levántate.
Quieto en la silla, el muchacho enarcó las cejas mirando al Mandalay y deslizó su mano por los cabellos negros y brillantes que ceñían su pequeña cabeza de melón, y en este momento se sintió izado por la corbata.
—¡Pregunte a la chica que está en la barra, a la novia de López…! ¡Ella le dirá si es un regalo o no!
Se vio empujado contra la pared, y con la otra mano, después de abofetearle, Jan le registró rápidamente hasta dar con la espiga de oro y platino, que ocultó en su bolsillo sin que el Mandalay la viera. Soltó a Medina, que se debatía furioso, y que cayó de nuevo sobre la silla. En seguida se levantó, obedeciendo a una señal de su amo, y se deslizó hasta la puerta.
—Cuando vuelva Antonio quiero hablar con los dos —le previno el Mandalay antes de verle salir—. Lo siento —dijo volviéndose a Jan—. Luego me ocuparé del asunto, pero con éstos no es fácil sacar nada en claro… La verdad es que hace un par de semanas que ya no les controlo. Tengo que prescindir de ellos, no es la clase de personal que voy a necesitar ahora, como comprenderás. —Sonrió escrutando la pasividad de su antiguo jefe, intentando familiarizarse nuevamente con ella—. ¡Seré tonto! Y yo que pensaba que venías a verme para disculparte por aquella broma pesada de hace trece años… Bueno, no me hagas caso. Qué importa ya todo eso; por mi parte está olvidado, no me debes nada. A no ser —añadió receloso ante su silencio, apoyando las manos en el canto de la mesa donde se sentaba otra vez— que prefieras darme alguna explicación… Pero nunca fuiste amigo de dar explicaciones.
—Así es.
Ahora Jan le prestaba una atención fría, casi aburrida.
—Las cosas te han ido mal, ¿verdad? —dijo el Mandalay.
—Un poco.
—Pero te veo bien. Lo que no esperaba, te lo digo en serio, es que acabaras de guardaespaldas de un hijo de perra como Klein.
—Otros acaban peor.
—Claro. ¿No te sientas? ¿De veras no te apetece una copa? ¿O es que no bebes cuando estás de servicio…? Lo tuyo era el coñac, si no recuerdo mal.
—No quiero nada.
—¿Cómo te va el trabajo? Cuenta, hombre… ¿Qué dice mi buen amigo el juez?
—Dice que ya no le tratas bien.
—¿Ah no? ¿Y cómo hay que tratar a un cafre alcoholizado hasta las pestañas, a una loca despendolada? ¿Tú le has visto cuando se lanza a fondo? —Sonrió con aire de cansancio, el párpado maltrecho y su esporádico tic sobre el ojo alertado: fugazmente evocó una satinada baraja de póquer con fotos de tíos en pelotas en el reverso que circulaba por la cárcel Modelo, una aburrida sucesión de alardes viriles y posturas procaces a cuatro patas; nada, un juego de niños, comparado con las actuaciones del juez en el piso de Silvia, ciego de vodka y arrastrándose a gatas entre jovenzuelos muertos de risa—. No quieras saber lo que es eso, Jan. Pero mi problema ahora es que ya no pinto nada aquí, el local ya no es mío, como quien dice, y no me hago responsable de lo que pueda pasarle a este infeliz… Por cierto, me quedé de una pieza cuando supe que trabajabas en su casa. Y velando por su seguridad, nada menos. Llegaste a confundirme, compañero; pensé que tramabas algo para sacarle los cuartos…
—Tengo entendido que tú te has ocupado de eso.
El Mandalay sonrió.
—Qué va. Hicimos algún negocio juntos. Todo legal, no creas. Pero se acabó; a Klein lo van a jubilar, te supongo enterado… Y he tenido que arreglármelas sin él, ahora trato con gente más formal y responsable.
Jan asintió simulando interés. Su actitud, plantado en medio del cuarto con las manos en los bolsillos, era desde hacía rato la del que se va a marchar en seguida porque ya nada le retiene aquí.
—Saldrás adelante, seguro —dijo con la voz oscura.
—Han sido años muy duros, Jan. Ahora tengo que asegurarme el negocio; se lo ofrecí al juez, yo hubiese preferido tenerle a él como respaldo y como socio; ya sabes, estos cabrones son los que mandan, nos guste o no. Pero está acabado, lleva un pedo que no se aclara ni de día ni de noche… He tenido que apartarle y recurrir a alguien de más arriba, que por cierto ya estaba al tanto y me esperaba, como quien dice, el cabrón. Y que se ha hecho con todo, ampliando el negocio, ¿comprendes? Extraoficialmente es suyo, pero yo sigo al frente…
—El arreglo no me interesa —le interrumpió Jan. La luz de la lámpara le hacía entornar los ojos y movió el flexo, abatiéndolo. Su cara quedó en penumbra—. Prescindes de Klein porque ya no te sirve.
El Mandalay enarcó las cejas y sonrió confuso.
—¿Te parece mal? Estos fachas no merecen compasión. ¿O ya no te acuerdas…? Y no vayas a creer que los suyos se han portado con él mejor que yo. Mira sus amigos del Consorcio cómo se lo quitan de encima, el propio delegado del Estado, y no digamos su familia… ¿Quién aguanta a ese borracho neurasténico?
—Tiene gracia verte como el hombre de paja de un pez gordo. —Jan sonrió, añadiendo—: Esto quiere decir que te estás convirtiendo en un industrial eficiente y respetable.
El Mandalay no mostró el menor recelo ni vacilación:
—Eso es lo que soy, Jan.
Su cara, con los ojos pequeños y muy juntos y la boca fruncida, parecía más alargada y banal: un rostro al que asomaba la costumbre de no gustar y de no pasar por inteligente, y, sin embargo, de estar conforme con ello.
—Y a propósito de esto —añadió mirando su reloj—, si en algo te puedo ayudar, aquí me tienes. Olvidemos todo lo demás, yo también he cometido algunas pifias… A fin de cuentas, te debo mucho, Jan. De ti aprendí a desmarcarme de banderas y partidos y demás camelos. De todo.
—De todo no te has desmarcado —repuso él—. Sigues siendo un miserable tipejo, Raúl.
El Mandalay sonrió con talante apacible. Cogió un paquete de tabaco rubio, medio oculto entre las facturas esparcidas sobre la mesa, y lo ofreció a Jan. Éste rehusó.
—A pesar de todo me alegro de verte, coño —dijo el Mandalay después de encender el cigarrillo—. Todos tenemos bastante que reprocharnos, así que… ¿De verdad no quieres beber nada?
—No.
—Bien. —Hizo una pausa y añadió—: En cuanto a este pobre sarasa, ¿qué quieres que haga? A mí qué me importa si quiere matarse… Deberías ir pensando en qué te conviene. Antes de fin de mes te vas a quedar sin empleo. A Klein lo van a internar en una clínica, lo sé de buena tinta. Lo mandan a Suiza y su mujer vende la casa y se va con sus hijos, creo que a Santander. Te vas a encontrar en la calle cuando menos lo esperes.
—¿Y tú cómo lo sabes?
Se había desplazado un poco hacia el lado de la puerta y se volvió a mirarle.
—Estás en la inopia, Jan. Hace tiempo que todo está decidido. A tu amo le han hecho la cama. Y conste que yo no he tenido nada que ver…
—¿Te lo ha dicho el tal Gamero?
El Mandalay le miró receloso.
—¿Le conoces?
—¿Qué más sabes?
—Que la familia de Klein está considerando la conveniencia de declararlo incapacitado. Y no es por menos. Sufre eso que llaman demencia senil, que afecta a la memoria. Le van a quitar hasta la firma, antes que deje a la familia sin un duro… Si supieras el merdé que su mujer ha organizado con sus acciones de la empresa…
—¿Cómo lo van a incapacitar?
—Basta con que certifiquen dos siquiatras. He conocido a un médico, el que lleva el asunto, Gamero me lo presentó. —Mientras hablaba rodeó la mesa escritorio, sentándose en la silla—. Un tipo listo, que no se anda con rodeos.
—¿Qué te quería? —preguntó Jan.
El Mandalay bostezó y luego sonrió divertido.
—Un testimonio confidencial, eso dijo, sobre el señor Klein y sus devaneos de mariquita, sus amiguitos, sus dispendios en parrandas. Por supuesto, fui discreto. No me gusta dar esa clase de informes.
—Se lo diste.
—No vi ningún mal en ello. Al contrario, creo que es por su bien. Ya va siendo hora que lo encierren, este hombre es un irresponsable, no habría parado hasta arruinarse. —Cogió unos papeles de la mesa y añadió—: Me queda bastante trabajo, pero si quieres esperarme…
Jan le miró en silencio unos segundos, sin un parpadeo. Luego consultó su reloj.
—Adiós, Raúl —le volvió la espalda—. Pídeme un taxi por teléfono.
—Eso está hecho. —El Mandalay se recostó en la silla, viéndole ir hacia la puerta—. Procura que Klein no vuelva por aquí, al menos en unos días… Y tú espabila, créeme, que la bicoca se acaba. Haz como yo: si has sacado algún provecho, date por contento y a otra cosa. Insisto en que podría conseguirte trabajo…
—No te molestes —dijo él, y salió sin cerrar la puerta.
El Mandalay descolgó el teléfono y marcó un número.
3
Ya no había nadie en los reservados ni sonaba la música, las sillas estaban patas arriba sobre las mesas y apagadas casi todas las luces, excepto las de la barra. Se cruzó con el contable y la pelirroja y no respondió a su tímido saludo. Bajó a Klein del taburete, le puso el abrigo y lo sacó a la calle sujetándole por el sobaco. Esperó el taxi junto al bordillo de la acera, bajo una farola que hacía guiños, el brazo inerme del juez en los hombros y su respiración como un frenético papel de lija raspando su pecho; ya no llevaba el esparadrapo en la frente y Jan advirtió que la herida sangraba un poco cuando, a sus espaldas, el ruido de la puerta metálica bajando le hizo pensar que cerraban el «Calipsso». Sólo al percibir las rápidas pisadas hollando las hojas y un premioso tintineo metálico, y pegada casi a la nuca la respiración ansiosa que precede al esfuerzo, comprendió que venían por él. Tuvo el tiempo justo de soltar a Klein, que se apoyó en el tronco del árbol, y revolverse apretando los puños. Detrás de la gruesa cadena con candado vislumbró los furiosos ojos morenos y el arete en la oreja orlada de rizos negros. Sintió la mordedura de la cadena en el hombro cuando paraba con el antebrazo el golpe de rodilla de Medina, y alcanzó a rozar con los nudillos un rabioso pómulo y luego aplicó la izquierda al vientre que tenía más cerca y escuchó el aullido, pero la cadena silbaba de nuevo en el aire y notó un fuego en la nuca y casi al mismo tiempo, al doblarse, otro rodillazo en el pecho. Desde el suelo vio a Klein con la espalda apoyada en el tronco del árbol, resbalando y tanteando los parpadeos de la farola como un ciego. No le tocaron. A él le patearon el vientre y el pecho. «Dale fuerte, joder», susurraba la lustrosa voz andaluza de Antoñito. Ni una patada en la cara, pensó: saben dónde hacerlo. Ocurrió en pocos segundos y no llegó a perder totalmente el sentido. Captó el destello de astucia en el ojo que bajaba sobre él, sintió las manos hurgando como ratas entre su ropa hasta dar con la espiga de oro y platino, «así aprenderás, matón de mierda», el ojo de azabache meditando un instante el efecto pasajero pero contundente de los golpes en el cuerpo, y seguidamente los dos alejándose hacia la esquina con paso vivo pero no corriendo, palmeándose la espalda, contentos, «el señor está servío».
Cuando se sintió capaz de ponerse en pie, empezó a caer una lluvia muy fina que no había de parar en dos días.
4
Virginia Klein oyó desde la cama el portazo en el dormitorio contiguo y después el roce inconfundible de las manos de su marido tanteando las paredes del pasillo, buscando apoyo y, seguramente, el interruptor de la luz. Esperó ver aparecer la franja luminosa bajo la puerta, como otras noches, si es que conseguía dar con el interruptor antes de precipitarse escaleras abajo hasta el vestíbulo… Alguna vez iba a ocurrir, pensó con tristeza.
Decidió levantarse y evitarle un nuevo descalabro, pero se limitó a encender la luz de la mesilla y a empuñar el aerosol, sin usarlo. «Quizás aún esté despierto —se dijo pensando en el guarda— y lo hará volver a la cama… después de consentirle tomar una copa».
Una hora antes les oyó llegar, pero tampoco entonces se levantó, a pesar de que Augusto —que se había acostado pasadas las dos, luego de esperar inútilmente a Luis, haciéndole compañía a ella— le dijo que lo despertara cuando volvieran, cualquiera que fuese el estado de su marido. Pero ella adivinó desde la cama que llegaba peor que mal —los dos, creyó entender esta vez, a juzgar por el tiempo que el guarda empleó en ayudarle a subir las escaleras y meterle en su cuarto, donde oyó la voz trabada de Luis reclamando un nuevo vendaje para su frente— y decidió que no valía la pena despertar al médico.
Ahora, sin embargo, dudaba acerca de si debía avisarle. Porque esta noche tal vez no era el deseo de hacerse con la botella lo que había sacado a Luis de la cama, pensó, ni tampoco el dolor o el insomnio, sino alguno de aquellos coletazos de la memoria, que decía Augusto: un sonámbulo en pos de sí mismo, de una obsesión remota o reciente, real o soñada, algo que para ti puede no significar nada pero que a él puede guiarle ciegamente hasta el borde de una cornisa… Virginia Klein recordó una noche que le vio así en casa de su madre, súbitamente abstraído, después de cenar: Isabel le arreglaba bromeando el nudo de la corbata y él se dio media vuelta como un autómata y se dirigió en línea recta al armario-librería atraído por una polvorienta botella que llevaba años allí, detrás del cristal, como dentro de un nicho, y la estuvo mirando interminablemente con una dolorosa intensidad, con una crispación rayana en el temblor; o aquel día que lo vio parado al borde de la pista de tenis invadida por la hierba, en el jardín abandonado del viejo chalet de Vallvidrera, poco antes de decidirse a venderlo, mirando obsesivamente a través de la rota y herrumbrosa alambrada el camino vecinal flanqueado de pinos y abetos, inmóvil como una estatua, como si esperara la inminente llegada de alguien por aquel camino… Sería una especie de retracción inconsciente de su más íntimo pasado, decían los médicos, o puede que nada, el vacío ahondándose en su interior, un flujo ensimismado de la sangre o el sereno convencimiento, tal vez —porque le tenían todos por un hombre sensible e inteligente— de vegetar sin esperanza en un mundo que ya conoció viejo y esclerótico y que seguía envejeciendo y degradándose al mismo ritmo que él…
Ciñéndose la bata, Virginia Klein terminó de bajar la escalera del vestíbulo y se dirigió al salón, cuya puerta estaba abierta. Desde el umbral vio al guarda sentado en la mecedora, de espaldas, aparentemente dormido y con la labor de punto resbalando sobre sus piernas, como si el sueño le hubiese sorprendido manejando las agujas. De pie ante él, descalzo, con el abrigo echado sobre los hombros desnudos —sólo llevaba puesto el pantalón del pijama—, Luis Klein le miraba torvamente, inerme, un poco inclinado hacia delante, al borde otra vez del sueño o de la vigilia. Llevaba la frente vendada y sostenía un vaso con la mano derecha.
Advirtió la presencia de su mujer en el umbral y giró lentamente hacia ella sus ojos azules extraviados, pidiendo auxilio.
—¿Qué os habéis propuesto? Ya me está cansando este juego…
—Bueno, y ahora qué te pasa —dijo ella armándose de paciencia—. Vuelve a la cama, Luis, por favor. O tendré que despertar al señor Mon y que te lleve…
—No lo hagas —se interpuso él—. Déjale dormir, así está bien. —Sudaba copiosamente y su voz era un susurro—. Seguro que la idea ha sido del cabrón de Augusto, seguro, me lo figuré desde el principio… Pues dile que no ha servido de nada, porque siempre lo supe.
—¿Qué tonterías dices? ¿Qué te ocurre?
Su mujer se asustó al verle temblar. Le cogió del brazo.
—Suelta.
—¡Cálmate, por el amor de Dios…! ¿Por qué te has levantado? Habrás tenido una pesadilla…
—Esta vez no. Quieta, estoy bien.
—Luis, te lo suplico —le quitó el vaso y tiró suavemente de él, intentando llevárselo—. Avisaré a Augusto…
Los ojos de Klein estaban lúcidamente fijos en el vacío. Una pista de tenis roja y polvorienta desfigurada y remota detrás del viento, dormía entre los harapos de su memoria…
—Lo primero que me llamó la atención fue la voz. Lo supe desde el primer día… Díselo a este bobo y que lo incluya en el historial clínico de mis diabólicos pashing-shots. Nunca supo subir a la red, el prestigioso neurólogo.
—Sí, está bien —lo calmó ella—. Anda, vamos a dormir.
Había notado su aliento a alcohol, pero intuyó que eso era lo de menos. Lo sacó de allí y lo ayudó a subir la escalera. Manejaba un fardo convulso. Súbitamente, Klein se calló y dejó de temblar, pero su mirada glauca prendida en el aire volvió a reclamar auxilio. Virginia se alarmó. Después de acostarlo en su cama fue a despertar al doctor Rey. Cuando entraron, Klein yacía de lado con los ojos muy abiertos.
—¿Qué pasa, hombre? —dijo el médico.
—Nada. Te he visto jugando al tenis con ella, hace veinticinco años. Eras un paquete, Rey. No dabas una.
Parecía tranquilo, algo amodorrado. Dijo que tenía sueño y que se fueran al cuerno. No contestó a más preguntas. El médico inspeccionó la herida de su frente y le recetó un sedante.