Todas las banderas han sido tan bañadas de sangre y de mierda que ya es hora de acabar con ellas.
GUSTAVE FLAUBERT
1
La víspera de la Fiesta Mayor, el siete de setiembre, nos pasamos toda la noche en la calle ayudando a colgar guirnaldas y flecos de papel de seda y a montar el tablado de la orquesta, la instalación eléctrica y los altavoces. Estábamos todos, el Pablo, Tito Raich, Néstor, los hermanos Bonna, el barbero, el Nene fanfarroneando con sus muñequeras de cuero repujado y una rosa de papel en la oreja, y la Paqui y su abuelo, que sacó el cubo con hielo y el porrón refrescándose y lo puso sobre el tablado y bebió todo el mundo, hasta la señora Carmen. El señor Sicart no cerró el Trola y se podían tomar carajillos, y desde los balcones nos miraban trabajar los viejos desvelados, nos decían bromas y tiraban las primeras serpentinas, la madrugada era fresca y estrellada y llevaban jerseys y hasta mantas sobre el pijama. Y las mujeres pedían valses y polcas a la Paqui, que se ocupaba de los discos en un rincón del quiosco-librería, y ella decía que sí saltando sobre sus muletas, pero ponía todo el rato aquello de Again no sé qué never again que estuvo de moda dos o tres veranos antes, le gustaba mucho…
Este año se había decidido adornar la calle al estilo campamento indio. Dos grandes tiendas apaches hechas con palos entrecruzados y sacos cosidos, que había pintarrajeado el viejo Suau, se levantaban imponentes en la entrada de la calle bajo un arco de bombillas de colores, y en las paredes colgaban adornos de plumas, arcos y flechas de cartón, hachas de sioux, espantajos de hechicero y cabelleras de «rostro pálido». En lo alto de las estacas clavamos calaveras de cáscara de sandía con una bombilla dentro. Todas las calaveras las había pintado la Paqui menos una que era de verdad; la encontró Bibiloni en el viejo refugio antiaéreo de Las Ánimas. El señor Botey la quería tirar a la basura pero el loco consiguió clavarla en la estaca y allí se quedó. Hacia las cuatro de la madrugada, en la puerta del taller de Suau, el Bibi metió los dedos en un bote de pintura roja y se tiznó la frente y las mejillas y empezó a gritar como los indios.
Y en ésas que vimos llegar a Balbina, que volvía a casa después del trabajo. Seguramente se había apeado del taxi en la plaza Rovira, para evitar comentarios. Subía por la acera contraria al bar con la ceñida y gastada falda chocolate abierta en un costado, la rebeca malva echada sobre los hombros y el bolso de larga correa fustigando su cadera con un golpeteo tosco, desacompasado al ritmo blando y desdeñoso de sus ancas, un vaivén popular entre los hombres que la miraban desde la puerta del Trola. Una serpentina blanca se había enredado en sus tobillos, sobre el zapato de tiritas negras y alto tacón, pero ella no se había dado cuenta o no le importaba y la arrastró un buen trecho, hasta llegar a la puerta de su casa. Cuando sacaba la llave del bolso buscó al Nene con los ojos fatigados y le sonrió.
Media hora después, al pedir el mayor de los Bonna brazos fuertes para subir al tablado el piano alquilado, se notó la ausencia del Nene. Hubo risitas y cachondeo y alguien comentó, mirando el balcón de Balbina, que al Nene no había que esperarle, que tenía un piano que tocaba mejor… Néstor no lo oyó, estaba con la Paquita en lo de los discos, pero más tarde se daría cuenta del pitorreo. No dijo ni hizo nada, salvo vigilar la bicicleta que el Nene había dejado apoyada en el tablado.
Al alba, ya con las luces apagadas, lo que debía haber sido ornamentación fantástica apareció con toda su humildad y su desvalida vocación de alegría; tras la engañifa, el quehacer cotidiano volvía a adueñarse sigilosamente de la calle como una antigua y conocida pobreza, como una carcoma doméstica que envejecía las cosas antes de darnos tiempo a disfrutarlas… Era ya un amanecer de otoño y el aire traía olor a lluvia. El trabajo acabó a las ocho y media y muchos se fueron, y los jóvenes nos sentamos a la puerta del bar comiendo bocadillos de anchoas y mirando la calle desierta, súbitamente desconocida, bañada en suaves y ondulantes reflejos de acuario. Más tarde empezó a soplar una brisa que arrancaba al techo de papelitos verdes un rumor de cañaveral… A lo largo de mi vida, dondequiera que me halle, siempre que oigo un rumor de flecos de papel de seda estremecidos por la brisa, regreso mentalmente a mi barrio en fiestas y a esta calle reinventada y musical, adormecida bajo la reflexión arcádica de la luz que destilaba la techumbre y los humildes harapos de la aventura colgados en las fachadas, y en ella veo otra vez la figura solitaria y taciturna de Jan Julivert cumpliendo con la rutina de cada día, volviendo a casa desde su noche privada; puntual y sigiloso, caminaba por el centro de la calzada entre burdas amenazas de cartón y espantajos de película, indiferente a la mascarada festiva, la gabardina cuidadosamente plegada sobre el hombro y el ala del sombrero tapando sus ojos, apretando bajo el sobaco la cartera en la que asomaban las brillantes agujas y, en su punta, como una flor lánguida, el extremo de la labor roja y azul.
La bici del Nene seguía apoyada en el tablado y él la miró antes de meterse en el portal. Néstor apretó los dientes y se frotó las manos: «Hoy lo va a pillar», masculló. Ya veía al Nene saltando escaleras abajo en calzoncillos y con cara de susto.
No sé cuánto tiempo pasó mientras esperábamos. El sol ya encendía la falsa pradera que cubría la calle, empezó a sonar música por los altavoces y algunas muchachas paseaban curioseando por el campamento indio, cogidas del brazo. De pronto había dos hombres a nuestro lado, bajo el toldo del bar, tomando carajillos. No eran de por aquí, traían sueño y una calma entre campesina y errante. Néstor nos diría luego que, nada más verles, adivinó que esperaban a su tío. Uno de ellos era bajito y rechoncho, con boina y anorak gris, y el otro era un tiarrón de grandes quijadas, nariz chata y ojos de chico pasmarote; llevaba alpargatas de payés y una americana de pana negra deslucida colgada al hombro, y comía almendras tostadas que sacaba del bolsillo. El gordito se acercó a Néstor, sentado en el bordillo de la acera.
—Eh, nano. ¿Trabajas en este bar?
—Dentro de un rato…
—¿Tú no eres el hijo de Luis?
Néstor le miró con recelo.
—¿Y usted quién es?
El hombre escrutó la calle engalanada entornando los párpados, como si la reverberación del sol en los papeles de colores dañara su vista. Tenía ojos enrojecidos y maliciosos, como de conejo, y una sonrisa infantil. Un tercer hombre, flaco y de cara alargada, con una vieja camisa de algodón a cuadros y botas de excursionista, salió del bar con una banqueta y se sentó en ella recostando la espalda contra la pared. Parecían tipos que venían de buscar setas o algo así; que lo habían pasado muy bien y que ahora se aburrían.
—Tú no te acordarás, pero cuando tenías cuatro años —dijo el gordito de la boina a Néstor— yo, y a veces Arturo, este zángano —con un gesto indicó al gigante—, te llevábamos al Parque Güell a montar en los triciclos…
—Pues no me acuerdo.
—¿Cómo está tu madre?
—Bien…
—Ha quedado muy bonita la calle.
—No se burle, señor.
—Que sí. ¿Hay baile esta noche?
—Ángel, que se hace tarde —gruñó el que comía almendras.
El otro agitó el resto del carajillo en el culo del vaso, se lo bebió y miró calle abajo. En la esquina con Argentona había un viejo Citroën tres caballos con los cristales polvorientos. El gordo se inclinó un poco hacia Néstor.
—Quiero que vayas a casa y le digas a tu tío Jan si podemos verle. De parte de Falcón.
—¿Ahora? —repuso Néstor mirando la bici del Nene—. Está muy ocupado… Acaba de llegar del trabajo. ¿No pueden esperar un poco?
—No. Es muy urgente. Anda, sé buen chico.
En este preciso instante, el Nene salió del portal y cruzó la calle en dirección al tablado. Llevaba la visera torcida y los bajos del pantalón mal sujetos con los clips de ciclista, pero en su cara aniñada y displicente no había el menor síntoma de haber encajado un susto o una bronca. Con la mano en el manillar de la bicicleta, a pie, vino hacia nosotros seguramente con intención de recuperar la cazadora que anoche había dejado en el bar. Cuando estaba a menos de dos metros, Néstor saltó de la acera como impulsado por un muelle y se le echó encima y rodaron ellos y bicicleta por el suelo.
—Dame la llave de casa —dijo Néstor golpeándole—. ¡Dámela!
El Nene parecía más preocupado por algún posible desperfecto en su máquina que por los puños que silbaban en torno a su cara. Se cubrió con el brazo y dijo sin mirarle:
—Si me has hecho una rascada en la bici te vas a acordar… ¡Quieto, joder!
—La llave, hijoputa.
—Tú no mandas en tu casa, hermano.
—¡Entonces pelea!
—Yo no peleo con moscas.
—¡Peso más de sesenta, mamón! ¡Pelea!
Seguía en pos de aquel combate decisivo, aquel golpe final que un día había de hacerle un hombre y le abriría los ojos de una vez… además de las cejas y los pómulos, por supuesto. Pero ese día aún no había llegado.
—Calma, chaval —dijo el gigantón cogiendo a Néstor del brazo y apartándolo—. ¿Qué te propones? ¿No ves que te puede, que es mayor que tú…?
Algunos transeúntes se habían parado a mirar. El gordito y el otro habían entrado en el bar, desentendiéndose del asunto. El tres caballos se deslizaba calle abajo muy lentamente y se paró en la otra esquina.
—¡Suélteme! —ordenó Néstor, y el hombre le soltó, pero con la otra mano le pilló la oreja.
—No quiero escándalos aquí —dijo suavemente—. Ahora vete a casa y haz lo que te han dicho. Andando.
Había una rara autoridad en su voz a pesar del tono suave, e incluso el Nene, que aún examinaba su preciada bici, se volvió a mirarle intrigado.
—Sí, señor —masculló Néstor. Pero antes de irse lanzó al ciclista una furiosa mirada y le espetó en voz baja—: Otro día nos veremos las caras, fanfarrón.
—Sí. Otro día —dijo el Nene, y por sus ojos rasgados, felinos, pasó una sombra de tristeza. Montó en la bici y se fue calle arriba pedaleando sin sentarse en el sillín, como un escalador, dando bandazos.
2
—Siento mucho lo que ha pasado —dijo Balbina saliendo del dormitorio—. La culpa no es suya… Yo le pedí que se quedara.
Había extraviado el cinturón de la bata y la mantenía ajustada sobre el vientre con ambas manos. Jan se sentó en la galería dispuesto a reforzar un par de botones de su anticuada americana a rayas. Sobre la mesa camilla tenía el costurero abierto y una taza de café. Siempre hacía café al volver a casa, por muy bien que hubiese desayunado en la cocina de los Klein. Después se quitaba la ropa y se ponía el pijama, pero no se acostaba en seguida; se afeitaba y luego a veces se entretenía limpiando zapatos o revisando su ropa. Hoy, al llegar, había sorprendido al Nene haciendo el café en paños menores. Pero ello no alteró sus hábitos.
Ahora Balbina recostaba el hombro en la puerta de la galería.
—¿Me has oído? —añadió—. Estuvo trabajando en la calle hasta muy tarde y se durmió… Y tú has vuelto un poco antes.
—Tenía que ocurrir un día u otro —dijo Jan.
Ella se mordisqueaba el labio, pensativa.
—Y bien. Supongo que no lo apruebas.
—Ya tienes edad para saber lo que haces, cuñada.
—Habéis estado hablando en la cocina… ¿Qué le has dicho?
Esperó un rato su respuesta. Él dio un par de rápidas puntadas y tiró del hilo, tensándolo. Ella se cruzó de brazos y suspiró:
—No tienes por qué coser botones, puedo hacerlo yo…
—Estoy acostumbrado.
—¿Qué le has dicho? —insistió Balbina.
—Deberías volver a la cama, es muy temprano.
Balbina le miró fijamente durante casi un minuto. Luego dijo:
—Entonces, ¿te da lo mismo?
Observó cómo enrollaba el hilo sobrante en el dedo y lo partía con los dientes, la precisión de los dedos al enhebrar otra vez la aguja y al hacer el rápido nudo, la correcta posición de los codos y el perfil absorto en la labor. Se preguntó si habría algo en la vida que pudiera importarle a este hombre. Cuando ya no esperaba ni una palabra suya, le oyó decir:
—¿Le quieres?
—No…
—¿Entonces?
—Entonces eso. Lo que estás pensando. Eso y nada más.
—Es muy joven.
—¿Y qué? Aunque no me creas, no lo busqué por eso… —meditó unos segundos y añadió—: Pero le tengo aprecio. Hago muy mal, ya lo sé.
—No he dicho tal cosa. Pero creo que deberías pensar en tu hijo.
—Lo sé, lo sé —repitió ella nerviosamente, frotándose los antebrazos como si tuviera frío. Se sentó en el sillón, encogida, los pies bajo las nalgas, arropándose—. ¿Cómo no voy a pensar en él? Pero es que últimamente no sé qué mierda me pasa… Bueno, que me siento sola, qué quieres que le haga. —Buscó los ojos de su cuñado, que ya cosía el segundo botón—. ¿Qué te ha dicho José?
—¿Quién…?
—Se llama José, ¿no lo sabías?
—Me ha hablado de Néstor. Parece que el chico le está provocando todo el tiempo.
—Néstor es violento, pero no rencoroso. Se le pasará, ¿no crees?
—Tu José me ha pedido que hable con él.
—Sería lo mejor… ¿Por qué no lo haces?
Jan meditó la respuesta.
—No. El chico está bien como está. —Cortó el hilo y sacudió la americana—. Todo está bien como está. Me voy a la ducha.
Clavó la aguja en el carrete y guardó ambas cosas en el costurero. Dobló la americana con el forro por fuera, la puso sobre la mesa y cogió la taza de café.
—¿Eso es todo lo que se te ocurre decirme? —se lamentó Balbina—. No te comprendo. ¿Y Néstor…?
—Me gusta el chaval, me gusta como es —ahora la miró a los ojos—. Está necesitando una buena lección, pero no hace falta que se le ayude, ya la encontrará. —Terminó de beber el café y dijo—: ¿Saliste anoche?
Absorta, Balbina miraba la americana cuidadosamente doblada. El forro era viejo y lustroso, desprendido en los bordes.
—Sabes que nunca me gustó trabajar —añadió él—. Pero lo hago. Y aunque no es un trabajo muy bueno, me lo pagan bien.
—Y qué —dijo ella con aire distraído.
—Que deberías quedarte en casa. Por ahí habría que empezar. Podemos vivir con lo que yo gano…
—Pero mal.
—Otros viven peor.
Ella se llevó la mano a la frente y cerró los ojos.
—No sé, estoy confusa… Antes quiero liquidar algunas deudas. Tendría que hacer cuentas, pero no creo que pueda antes de fin de año —con una mueca triste, agregó—: Año nuevo vida nueva.
Oyeron la llave en la puerta del piso y en seguida apareció Néstor. Dio el recado a su tío, pero mirando fijamente a su madre. Jan le preguntó cuántos eran.
—Tres.
Describió a los hombres y dijo que habían llegado en un Citroën que estaba parado cerca de la plaza Rovira. Jan se levantó, pensativo, y encendió un cigarrillo.
—Diles que vengan dentro de media hora.
Néstor se mantuvo quieto unos segundos, esperando.
—¿Nada más? —sus ojos negros, bajo la maraña del flequillo, seguían clavados en Balbina. En un tono ligeramente alterado, añadió—: ¿Eso es todo, hostia?
Jan se le quedó mirando con una curiosidad afectuosa.
—Sí, eso es todo.
—¿Vas a decirme que hoy tampoco le has visto? —preguntó Néstor levantando la voz—. ¿Por qué no le has quitado la llave de una maldita vez?
—Esa llave se la dio tu madre.
—¡Entonces es que va a poder entrar en casa cuando a él le da la gana…!
—Cállate, Néstor —dijo Balbina.
—Déjale —repuso Jan—. Tiene derecho a preguntar.
—¿Qué le has dicho? —inquirió Néstor.
Jan habló con la voz suave.
—Le he dicho que es un maleducado; que se hurga las sucias orejas con cerillas que luego deja tiradas por ahí, y que apaga las colillas en la taza del café. Y que yo no consiento estas marranadas en mi casa, y que si no aprende a comportarse, que no vuelva por aquí. Eso le he dicho.
El muchacho le miraba como si viera visiones.
—Te estás burlando de mí…
—Pregúntale, si no me crees.
—¡¿Y eso es lo único que te molesta?! ¡¿Que sea un guarro y un maleducado…!?
—Lo demás es asunto de tu madre.
—¡¿Y tuyo no, hostia?!
Soltó un bufido que levantó su flequillo, dio media vuelta y se fue.
Jan descolgó una toalla de baño y al salir de la galería vio a Balbina entrando en su dormitorio. Ella se volvió antes de cerrar.
—¿Quiénes son? —le preguntó—. ¿Qué quieren?
Jan se paró a mirarla.
—Amigos. Pero no debes preocuparte.
Balbina reflexionó.
—¿Tiene algo que ver con tu trabajo…?
—Podría ser.
—Por cierto, nunca me dijiste que conocías a la señora Klein.
Observó sus ojos de hielo entrecerrándose despacio.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Qué más da. ¿Es o no?
—La había visto una vez, hace muchos años. Ella ni se acuerda… Anda, acuéstate.
Ella no se movió; lo miraba absorta, el ceño arrugado.
—¿Para qué has vuelto, Jan? —dijo finalmente con la voz deprimida—. ¿Para qué, quieres decírmelo?
Pero él ya había puesto cara de sordo y se dirigía hacia el cuarto de baño.
La vencía el sueño y no tomó pastillas. Al cabo de lo que creía unos minutos, aunque en realidad había pasado más de media hora, flotaba en su conciencia un rumor apagado de conversación. La música de los altavoces en la calle la acabó de despertar. En el dormitorio umbroso, mientras fumaba un cigarrillo, intentó prefigurar, entre las voces lejanamente conocidas, la voz fría y apaciguada de su cuñado.
3
Manuel Falcón se sentó en la mesa y dijo:
—Me alegro que estés solo, Jan.
—No lo estoy. Balbina duerme ahí.
—¿Por qué no vamos a tu cuarto?
—No te oirá si no alzas la voz. ¿Queréis tomar algo? Tú, Boyer, ¿un café?
—No, gracias —dijo el gordo. Estaba sentado en el diván y hacía rodar la boina en sus manos—. Arturo te envía un abrazo. Y Félix. ¿Sabes que este tontaina se sintió halagado —esbozó una vaga sonrisa obsequiosa— cuando supo que le habías reconocido?
—Fue por la gorra —dijo Jan mientras cogía un vaso del bufet—. La lleva en plan chulo, como si aún tuviera dieciocho años.
Falcón se rió y puso las manos sobre la mesa. Era un hombre de complexión robusta, de unos treinta y cinco años, cara ancha y morena y cabellos rizados. Lucía un costurón en lo alto de la nariz aguileña y en las comisuras de su boca tirante colgaba una colilla blanda y reseca; estaba evidentemente apagada, pero él entornaba los ojos como si le molestara el humo.
Había prendido el chaquetón negro en una esquina del respaldo de la silla y no apartaba los ojos de Jan.
—A lo mejor te hemos dado una sorpresa —dijo.
—A lo mejor. Me parece un milagro que aún estéis vivos.
—Lo mismo que tú.
—Yo estuve en conserva.
—Por eso. —Falcón sonrió, mirándose las manos grandes y morenas—. Muchos salen fiambres de allí, lo sabes muy bien… ¿Cómo te fue?
—No me quejo.
Jan se sentó frente a él, alcanzó del centro de la mesa la garrafa de ginebra y se sirvió un trago largo.
—Tuviste suerte, después de todo —añadió Falcón—. Te formaron consejo de guerra pero no fue el criminal de Klein el que instruyó el sumario, si no recuerdo mal… ¿Verdad?
—Sí.
—Será por eso que has aceptado trabajar para él.
Jan le miró a los ojos durante unos segundos. Había sacado un cigarrillo y golpeaba su extremo sobre la uña del pulgar. Lo encendió con su mechero de quincalla, aproximó el cenicero y miró a Ángel Boyer.
—Vais muy abrigados.
—En Berga ya hace frío.
Jan bebió un sorbo de ginebra y luego dijo, sin mirarle:
—No me interesa saber dónde pasáis frío o calor, Boyer.
—Ya… Perdona.
—Bien dicho —terció Falcón—. Pero da lo mismo. No vamos a ocultarte nada.
—Supongo que habrás tomado precauciones antes de venir —dijo Jan—. Que te lo has pensado bien…
—¿Tienes miedo?
—No hablo de eso. ¿Lambán te dio mi recado?
—¿Qué recado?
—Que no perdieras el tiempo en visitarme, si es para lo que pienso.
—Ya sé, ya sé —hizo un gesto vago con la mano, despegó la colilla del labio para mirarla y la volvió a poner en su sitio—. Pero teníamos que verte en seguida, compañero.
—¿De veras lo crees necesario?
—Tal como están las cosas, sí.
Jan se echó hacia atrás apoyado en el respaldo de la silla, mirando el vaso de ginebra en el borde de la mesa.
—Bien. Tú dirás.
—No voy a entretenerte mucho. Se trata de Klein, en efecto… —Antes de proseguir, le miró un instante fijamente—. Jan, después de estos años que has pasado en la cárcel no sé hasta qué punto has cambiado, no sé cuáles son tus ideas, pero no habrás olvidado, supongo, que también tú juraste darle un buen escarmiento…
—Me he jubilado, Falcón. Búscate a otro.
Falcón sonrió:
—No me interpretes mal. No he venido a pedirte ayuda. Pregunto cómo estás de ánimo, cómo ves la situación actual… Coño, hace como quince años que no nos veíamos. Y las cosas han cambiado mucho. Desde la huelga de tranvías el personal está mucho más animado.
Él no dijo nada. Falcón prosiguió, aparentemente entretenido en rascar con la uña el hule de la mesa, los ojos bajos:
—Nos ocupamos de los folletos y de coordinar algunas acciones con los estudiantes. Fue todo un poco así, a la tuntún, era la primera vez desde la guerra que la gente salía a la calle… ¿Y qué me dices del boicot a La Vanguardia, ahora mismo, en junio…? Ya estabas aquí, supongo. ¿O no te has enterado?
—Sí.
—¿Crees que también eso es perder el tiempo? Se ha hecho saltar al director del diario, este carcamal de Galinsoga…
—Han puesto a otro y todo sigue igual.
Falcón escudriñaba su cara como si quisiera leer en ella. Entró repentinamente por la galería abierta una música bailable, que se interrumpió un momento para que una voz juvenil, dulce y afectada, anunciara por los altavoces que este disco había sido solicitado por Pepito Bibiloni para la señorita Araceli, su guapa vecina de las trenzas negras…
—Igual no, Jan. La gente se mueve, y eso es lo importante. ¿No te parece?
—¿Vas a someterme a un interrogatorio? —dijo él con sorna—. ¿A mi edad?
—No exageres. Podrías haber cambiado, ¿no?
—Mis ideas políticas, si te refieres a eso, no han cambiado. Ha cambiado mi relación personal con estas ideas; también mi trato con la gente ha cambiado con los años, y con la bebida, y no digamos con las mujeres… Nunca fuiste muy listo, Falcón, pero te has hecho lo bastante mayor como para saber a qué me refiero.
—Pues no.
—Sencillamente, no creo que sirva de nada matar a un fantasma.
—No estoy de acuerdo. —Falcón se pasó la mano por el pelo y masajeó su nuca con gesto de fatiga—. El juez está bien vivo y tiene miedo, y por eso contrató a un guardaespaldas.
—Te equivocas.
—Bueno, sí, ya sabemos que este degenerado está borracho todo el día y no se tiene en pie, y que al parecer es un enfermo incurable y que su mujer te paga para sacarle de las tabernas… Pero eso parece más bien una tapadera.
—Vuelves a equivocarte —dijo Jan—. Ignoro si a la señora Klein le preocupa que puedan matar a su marido. Yo diría que no. Lo que sí teme es que se mate él solo.
—¿Cómo te puede gustar este trabajo? Me han dicho que le pones muchos cojones, que no dejas que nadie se acerque al juez. Le diste una manta de hostias al hermano de Lambán…
—Esto es asunto mío.
Falcón meneó la cabeza.
—Así no llegaremos a ninguna parte, Jan.
—Ya no voy a ninguna parte.
Estaba distraído intentando sacar una brizna de tabaco del interior del vaso. Después de un silencio, durante el cual Falcón y Boyer cambiaron una mirada convencional, Jan preguntó:
—¿Qué sabéis del Mandalay?
Falcón se encogió de hombros. Boyer dijo:
—Nada que ver con nosotros. Parece que está chupando del bote, pero no sabemos cómo.
—Y tampoco nos importa un carajo —masculló Falcón—. Raúl es un tipejo de la peor especie, nunca me gustó, aunque debo admitir que sabe tomarles el pelo a estos hijos de puta. —Miró a su compañero, y arrastrando las palabras, como si le aburriera hablar de ello, añadió—: Oye, ¿quién nos contó que se hizo pasar por uno de los españoles repatriados de Rusia en aquel barco, el Semíramis, hará tres o cuatro años, y que dio conferencias en centros católicos sobre la iglesia rusa perseguida, el muy cara, y encima cobrando…? —sonrió con desgana—. ¿Sabías eso, Jan? ¡Vaya un pájaro!
Ángel Boyer se removió en su asiento y al apoyar la mano tocó la novela del Oeste y la labor de punto que estaba a su lado, con la cartera abierta. Cogió la bufanda sin terminar y la examinó.
—Vaya, cómo te cuidan. ¿Te la hace Balbina?
Jan no le oyó. Se había levantado diciendo ahora vuelvo, le oyeron remover algo en la cocina y en seguida volvió con una botella de agua. Echó una poca en el vaso de ginebra y bebió un trago. Ya no se sentó, permaneciendo apoyado de espaldas al bufet. Mientras escuchaba a Falcón, identificó la dulce voz solidaria que anunciaba por los altavoces los discos solicitados: era Paquita.
—No tengo mucho tiempo, así que iré directamente al asunto —decía Falcón—. Vamos a enviar al juez al otro barrio, Jan. Está decidido.
—Lo sé —dijo Jan—. Pero no entiendo por qué habéis esperado tanto. Era fácil acabar con él, le podías pillar solo cantidad de veces, de noche, cuando salía de un bar para meterse en otro… Y sin el menor riesgo. He oído decir que el tiro en la nuca se te da bien. Freixas ya lo habría hecho.
Falcón sonrió displicente:
—No. Ya no es como cuando tú o Freixas mandabais. Las dificultades ahora no consisten en cómo hacerlo, sino en obtener de la Central el visto bueno para hacerlo.
—No me digas. Cuánta disciplina.
—Acabo de volver de allí, de hablar del asunto con tu hermano y los demás por tercera vez… Por cierto —añadió en tono falsamente compungido—, tu hermano no te aprecia mucho, compañero.
—Continúa.
—Primero había pensado en secuestrarle y sacar pela larga. Un golpe de efecto, algo para llamar la atención. Si se obtiene un buen rescate de la familia, tanto mejor; si no, acabamos con él y santas pascuas. En cualquier caso el asunto sería rentable y logramos lo principal: una llamada a la opinión pública, a la conciencia de la gente. Que sepan que seguimos resistiendo…
—De eso nada —dijo Jan—. En la prensa saldría en el rincón de los sucesos como un acto perpetrado por una banda de delincuentes y facinerosos sin ninguna significación política. Siempre lo hacen y tú ya deberías saberlo.
—Pero la gente sabe leer entre líneas.
—De éstos quedan pocos, Falcón. Déjate de historias. Di que quieres acabar con el juez porque mandó fusilar a tu padre y a tus hermanos, y te creeré. Pero no hagas politiquería como mi hermano porque acabaré perdiéndote el respeto como hice con él.
Falcón cambió otra rápida mirada con su compañero, luego miró a Jan y sonrió. Tenía una sonrisa agradable, a pesar de los dientes sucios de nicotina.
—Lo malo de ti, Jan, es que piensas demasiado. Siempre has sido muy… intelectual.
—No me llames eso o te haré tragar esta colilla asquerosa —repuso él con una mansa ironía—. No hay palabreja que me reviente más.
Con la punta de la lengua, Falcón trasladó la colilla al otro extremo de la boca y dijo:
—El caso es que, de todos modos, en Toulouse rechazaron mi plan. Tu hermano Luis el primero; es curioso, dijo más o menos lo que tú ahora… Que el juez es historia pasada, un fantasma; que hay cosas más urgentes de que ocuparse, otras tácticas, esa monserga… Parece como si todo el mundo —añadió con desdén— hubiese perdido la memoria. Tú al menos, aunque te hagas el longuis en muchas cosas, no la has perdido. Yo no olvido ni perdono, me enseñaste a decir cuando era todavía un mocoso…
—Siempre supe que, tarde o temprano —le interrumpió Jan fríamente—, buscarías a Klein. En Carabanchel me enteré que habías expuesto el asunto a los burócratas de la Central; debió ser tu primer viaje y tu primera consulta. Lo que yo no sabía entonces es que Freixas había muerto y que tú ya ocupabas su puesto.
Falcón le miró con curiosidad y cierta prevención:
—¿Y conociendo mis planes aceptaste ser su niñera? ¿Por qué? —Una sospecha cruzó por sus ojos—. ¿No será que has hecho un trato con él…?
Jan bebió un sorbo del vaso y no atendió a su pregunta. Habló en un tono levemente mordaz, mirando el contenido del vaso:
—De modo que las momias de Toulouse te regañaron. Vaya, vaya. Este juez tiene los ojos vendados y ya no interesa… ¿Y ahora qué piensas hacer?
—Seguiré adelante con mi idea.
—Siempre fuiste muy desobediente.
Con los codos en las rodillas, el mentón apoyado en las regordetas manos entrelazadas, Boyer les observaba en silencio.
—Ya suponía que habría problemas contigo —dijo Falcón—. Al principio me negué a admitirlo… Cuando empezaste a trabajar para el juez, pensé: éste va a lo mismo. Quiere terminar lo que dejó a medias hace trece años. Pero no; no era lógico que te expusieras tanto, no tenías necesidad de emplearte en su propia casa para darle su merecido, comprometiéndote así ante la bofia… —Volvió a sonreír, pero un poco forzado, añadiendo—: Entonces pensé… bueno, yo qué sé qué llegué a pensar. Lo cierto es que no veíamos el modo de eliminar a Klein sin comprometerte. La forma más segura y fácil de pillarle es un miércoles, cuando va en coche a la clínica. Y ya estaba decidido cuando de pronto apareces tú al volante de ese coche…
—Sí, también hago de chófer.
—Pues te aconsejo que lo dejes. Busca cualquier excusa.
—¿Es eso lo que has venido a pedirme?
Falcón sonrió, conciliador y guasón:
—Tal como estás, no veo qué otra cosa podríamos pedirte. —Levantó las cejas y miró a Boyer—: ¿Tú crees que se le puede pedir mucho más a un viejo anarquista en zapatillas, a un hombre que lee El Coyote, bebe ginebra de garrafa y hace calceta…? Porque esta bufanda con los colores del Barça la hace él, ¿sabes?
En el diván, Ángel Boyer contuvo la risa con temblores de papada. Dirigiéndose a Jan, Falcón añadió, ya sin guasa:
—Claro que, bien pensado, sería más rápido y sencillo hacerlo de otro modo, y con tu ayuda. Por ejemplo, que nos lo entregaras una noche, cuanto más borracho mejor, y sin armar escándalo… ¿Qué opinas?
Jan chasqueó la lengua.
—No digas gansadas. ¿Olvidas que estoy fichado? Al día siguiente ya estarían sobre mí.
—Pues no veo ningún arreglo —dijo Falcón—. Así que harás bien quitándote de en medio. Deja el trabajo. Supongo que no tendrás ningún inconveniente…
Jan meditó unos segundos.
Apuró la ginebra del vaso y dijo:
—Me costó mucho conseguir el empleo y quiero conservarlo.
Falcón parpadeó.
—No hablas en serio.
En la calle cesó la música. Jan dejó el vaso sobre el bufet y miró a Boyer, que hojeaba la novela de J. Mallorquí con expresión resabiada y desdeñosa. Alzando la vista, el gordo dedicó a Falcón un paciente parpadeo, como diciendo: estamos perdiendo el tiempo. Una ráfaga de viento cálido golpeó las persianas de la galería y trajo de nuevo la voz melosa, embotellada, de Paquita: «A petición de la señora Balbina y dedicada al señor Julivert, deseándole muchas felicidades en esta Fiesta Mayor y con todo cariño, La barca de Lucho Gatica…». Idea de Néstor, pensó él —pero ya en su mente el Packard de Klein giraba lento y silencioso en la esquina, cien metros más abajo de la torre, como cada miércoles, la esquina solitaria de piedra arenisca coronada de rojas buganvillas… No necesitaba preguntar cómo lo harían: la calle siempre estaba desierta a esta hora de la mañana, y a la vuelta de la esquina, bajando hacia Horta, los baches a menudo enfangados no permitían mucha velocidad: se cruzarían con su coche y le obligarían a parar. Era fácil, podían acribillarle sin necesidad de apearse. Notaba en el perfil la mirada en suspenso de Falcón, que finalmente dijo:
—Dame una copa, va. Probaré tu ginebra.
Jan sacó una copa y le sirvió.
—¿Cuándo será, si puede saberse?
—Aún no lo sé. —Falcón bebió e hizo una mueca—. Tienes tiempo de pensar lo que te conviene… Si vas con él, salta y no te pasará nada. O échate sobre el asiento. Pero si quieres evitarte un buen lío, deja ese trabajo de chófer ahora mismo. Porque tienes razón, la policía te hará preguntas y con tu ficha…
—Siempre has sido más rápido con el gatillo que con la cabeza, Falcón. ¿No has pensado que podría prevenir al juez?
—No creo que lo hagas. ¡Coño, esto es un matarratas!
Apartó la copa, se quitó la colilla de la boca y la aplastó en el cenicero. Jan dijo:
—Así que por fin vas a darte el gustazo.
—¿Crees que no es justo?
—Creo que no es necesario.
—Ya no estás en condiciones de distinguir eso.
—Si trataras a Klein te darías cuenta. Está más muerto que vivo, está acabado, es carne de hospital… Y tú no le darás una muerte peor que la que está teniendo.
—¿Quieres decir que no vivirá mucho?
—Espera un poco y verás su entierro.
Falcón esbozó una sonrisa ladeada.
—No quiero esperar más. A mí no se me va a gastar el dedo como al del chiste… Su señoría no morirá en la cama, puedes estar seguro. —Miró a Boyer y agregó—: ¿Tú qué opinas, Ángel?
—Que debemos irnos.
—Sí, ya está todo dicho —se quedó pensativo observando a Jan, su pulcro pijama y sus zapatillas, su rostro avejentado. Ya no está del otro lado de la ley, pensó, ya no lo estará nunca más… Como en una caja de resonancias, del otro lado de la galería, fuera, se oyó el llanto monótono de un niño, un aleteo de palomas, un tenedor batiendo un huevo en un plato. En medio de estos triviales rumores de vecindad, Falcón miraba a su antiguo jefe con una sombra de tristeza en los ojos—, Jan, yo no soy quién para decirte lo que debes hacer. Siempre te respeté… Pero está claro que ya no crees en lo que hacemos, y no me refiero a lo del juez, que al fin y al cabo es un asunto personal. Seguro que ya no crees en nada, ni siquiera en aquello por lo que murió tu padre y por lo que todavía lucha tu hermano —las aletas de su nariz se tensaron al añadir—: ¿Sabes qué día es hoy?
Jan escrutó su mirada triste.
—Ocho de setiembre.
—Y dentro de tres días, el once. ¿Ya no te dice nada esta fecha?
—¿De qué me estás hablando, Falcón?
Había empezado a sonreír con los ojos, casi imperceptiblemente. Tal vez por eso, Falcón no quiso volverse atrás:
—De tu patria —dijo—. De eso te estoy hablando.
—Pierdes el tiempo. Mi patria no va más allá de estas cuatro paredes.
—Si te oyera tu padre…
—Dejemos en paz a los muertos. —Hizo una pausa y añadió—: Una patria es una carroña sentimental, y yo nunca más me empacharé de eso. Así que cambia el disco, Falcón.
Boyer resopló:
—Lambán tenía razón —dijo levantándose—. Está loco. Vámonos, Manuel.
—Espera.
No apartaba los ojos de Jan: sentía que ya nada les unía salvo quizá la sombría convicción de un destino torcido, la gangrena de unos sueños que habían compartido juntos.
—Pero, hombre —dijo Falcón con la voz extrañamente afilada, con un remanso de duda en los ojos—, tarde o temprano, estoy seguro, pasaremos factura por estos años de brega… Y a ti te deben mucho.
—No digas tonterías. Aquí no paga ni Dios. Y si hay facturas las pasarán a cobrar los de siempre y pagarán los de siempre. Vosotros los primeros.
—Coño, antes no eras tan fatalista.
—Habla más alto, estoy un poco sordo.
—Es tarde, Manuel —dijo Boyer.
Falcón se levantó, echándose sobre los hombros el chaquetón con desmañada destreza. Parecía más confuso que contrariado. Buscó los ojos de Jan y le miró con fijeza.
—Bien, en qué quedamos. Convendría aclararlo, no vaya a ser que luego nos sobre un fiambre…
Él sostuvo su mirada durante unos segundos y luego dijo:
—Si crees que debes hacerlo, hazlo.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo.
—¿Puedo preguntarte qué te propones?
—Es mejor que no. Estás nervioso.
Le volvió la espalda y se encaminó hacia el corredor. Falcón cambió una mirada con Boyer y fueron tras él. Cuando Jan abría la puerta del piso, Falcón le cogió suavemente del brazo y le hizo volverse.
—Esto no me gusta, Jan. ¿Por qué te preocupa lo que pueda pasarle al juez…? Está sentenciado y tú lo sabes, lo has sabido siempre… —Esperó por si él quería aún decir algo y agregó, ya resueltamente—: Lo repetiré una vez más: tendrás que parar el coche y saltar; te daremos tiempo. No veo otra alternativa. Pero lo mejor sería que te buscaras otro trabajo, o por lo menos que dejaras de hacer de chófer… Qué me dices.
Jan terminó de abrir la puerta y se hizo a un lado para dejarle salir.
—Nada —repuso—. Me pagan por estar allí, y allí estaré. Buena suerte.
—¿Qué has dicho?
—He dicho buena suerte, Falcón. La vas a necesitar.