1
Luis Klein, acodado en la barra del bar Boadas, empezó a dar cuenta del tercer martini sin esperanzas de mejorar el ánimo. A su lado, entre espaldas y achuchones de clientes que bebían de pie, un joven flaco y cetrino le hablaba gesticulando enérgicamente. Klein no le miraba: el furioso olor a agua de pino que despedían sus negros y relamidos cabellos le revolvía el estómago y cierto rincón encharcado de la conciencia.
—¿Me estás amenazando, enano?
—¿Yo? ¿Cómo puede usted pensar eso, mi coronel?
—No soy tu coronel, cuántas veces he de decírtelo.
—Sólo he venido a traerle un recado del señor Raúl. —Se encogió de hombros—. Usted verá lo que hace…
—Enterado. Ya puedes irte.
—¿No me invita a un aperitivo?
—¿No ves que estoy sobrio?
—No me había dado cuenta. ¿Y qué?
—Pues que no estoy para nada, Medina.
El muchacho sonrió confuso. Hoy no vestía su impecable príncipe de Gales, sino una chillona camisa estampada con palmeras, los faldones sueltos por encima del pantalón vaquero. Klein dijo:
—¿Por qué te me entifonas ese asqueroso olor a bosque?
—¿No le gusta? Es muy refrescante. Brisas de la Selva Negra.
—No me digas. Lo que hueles es a merendola en Las Planas, puñetero.
—Así no me se nota el aliento a ajo. A usted antes le gustaba mucho el ajo. ¿Se acuerda de aquel día que le regalé una ristra en el Borne y se la puso al cuello y luego fuimos al Copacabana con Antonio y armamos la marimorena…?
—No.
Medina se rió enseñando la nieve de los dientes.
—Como quiera —le puso la mano en el hombro y añadió—: Pero vaya a ver al amo, le conviene hablar con él, créame. Está de muy mala hostia.
—Aún no tengo sus papeles en regla —dijo Klein—. Dile que pase por la oficina el miércoles al mediodía. Y que no sea tan impaciente, esos trámites llevan tiempo; que no olvide que no soy yo el que pone los sellos y la firma…
Medina le palmeó la espalda.
—Tranquilo, coronel. No va por ahí la cosa. Eso está resuelto.
Klein le miró sorprendido.
—¿Quieres decir que Raúl ya tiene los permisos?
—Esta vez lo arregló directamente con este señor… ¿Cómo se llama? Ese gordo coloradote que manda más que usted…
—¿Gamero?
—Ecualicuá. Así que por ese lado ya no tiene usted que preocuparse. Menos trabajo.
Klein cogió la copa de martini, alzándola apenas dos centímetros por encima del mostrador, y se inclinó a beber. Después dijo:
—Veo que tu simpático jefe no pierde el tiempo. Me pregunto qué trato habrán hecho…
—¿Le molesta que el señor Raúl haya saltado por encima de usted? —dijo el muchacho distraídamente, siguiendo las evoluciones del barman detrás de la barra y alzando ya la mano como si fuera a llamarlo.
—Al contrario. —Klein sonrió con una mueca—. Resulta un alivio. ¿Y tú cómo sabes todo eso, enano?
—Oí cómo el señor Raúl lo comentaba con Viñals, el abogado. Carajo, me muero de sed.
Era la hora de salida de oficinas y el diminuto bar estaba abarrotado. Cada vez que se abría la puerta de la calle, el rumor del tránsito en las Ramblas se enredaba con las conversaciones y hacía chirriar algo en la voz de Klein.
—¿Tienes dinero para un martini?
—No, señor.
—Pues jódete. —Klein chasqueó la lengua y agregó con aire resignado—. Anda, pide lo que quieras.
Pidió un bloody-mary bien cargado y almendras saladas. Con la voz melosa y compungida, después de pensarlo un rato, miró al juez y dijo:
—¿Qué le pasa conmigo, compadre? Porque oiga, con Julio yo le he visto a usted bien sereno y yendo a por todas, no diga que no…
Klein lo taladró con sus ojos calmos y limpios.
—¿Pretendes compararte con él, rata de Can Tunis?
—Bueno, uno hace lo que puede, coronel.
—No vuelvas a llamarme eso —masculló Klein entre dientes—. Y si no puedes evitarlo, llámame por lo menos coronel togado, suena mucho mejor.
—A sus órdenes.
—Y no vuelvas a ponerte esta apestosa colonia si quieres beber conmigo, maldito seas.
El muchacho se encogió de hombros.
—No me decía usted eso en casa de Silvia… O en su cabaña del parque.
Klein refunfuñó al intentar levantar la copa con mano temblorosa. Pensó en el frondoso parque de la calle del Iris como en una atalaya suspendida sobre la desmemoria, en su peculiar aspecto de abandono, erizado de espadas de sol y de guiños y sombras equívocas: lo mismo que su conciencia. Senderos invadidos por la maleza, viejos troncos forrados de musgo de un verde venenoso y un silencio crepitante, como de matorrales ardiendo bajo el sol, una escenografía intransitable que un día fue esclarecida, luminosa y ordenada floresta…
—Le veo a usted mohíno, últimamente —dijo Medina—. No sé, aplatanado… ¿Cuánto hace que no ve a Julito? —No obtuvo respuesta y añadió—: Creo que debería llamarle. Coma almendras, están ricas. Bueno, ¿qué decide?
Klein le miró con recelo:
—¿Sobre qué? Vamos a ver, ¿te envía Julio o tu amo?
—¡Puñeta, coronel, hágase mirar el coco! Me envía el señor Raúl, ya se lo he dicho. Que necesita verle esta noche sin falta.
Klein terminó su martini de un trago y pidió otro. Medina reflexionó unos segundos y añadió:
—Si lo que usted quiere es ver a Julio, ¿por qué no se viene ahora? Y luego por la noche usted y el jefe cenan tranquilamente en el Finisterre…
—Otro día. Hoy tengo marisco y análisis existencial en casa… si no lo remedian estos martinis.
El barman agitó la coctelera frente a su cara y Klein cerró los ojos muy despacio. Aumentaba el personal y el rumor de conversaciones. Repentinamente absorto, mirando sin ver el platito de almendras, Medina masticaba con talante de cabra. Luego se reanimó, rodeando amistosamente los hombros de Klein con el brazo.
—Hace tiempo que no le vemos por el «Calipsso», coronel tocado.
—Togado, borrico.
—Eso. ¿Qué pasa, no le dejan salir de noche? ¿O le tiene miedo a ese fanfarrón que le vigila por orden de su mujer? Fue un golpe de suerte, lo de Antonio, no crea… Pero hostia, el tío lo dejó seco.
Klein no le escuchaba. El dolor se había instalado en su cadera izquierda y lo sentía bajar por la pierna. Inclinando la cabeza, humedeció los labios en el martini y después dejó vagar la mirada sobre una escena parada en el tiempo, remota y cercana a la vez, el dibujo de Opisso que adornaba la pared por encima de los estantes de botellas y que reproducía el mismo pequeño bar y su misma concurrida barra, en la que él se aferraba ahora con ambas manos: hombres y mujeres de una estilizada elegancia parodiando desde un ayer admirablemente relajado y cívico la probable hora del aperitivo, la antesala tal vez de alguna aventura. Con una melancólica sensación de vacío, a Klein le gustaba pensar, siempre que contemplaba detenidamente el cuadro, que uno de los personajes, el hombre joven apoyado indolentemente en el extremo inferior de la barra con traje oscuro de picudas hombreras y el vaso en la mano, al lado de una sonriente dama con sombrero que inclinaba la cabeza hurgando en su bolso, con su jovial chaqueta a rayas y un bonito rostro pueril, de rasgos suaves, un esbozo de felicidad al lápiz (tal como él veía hoy a Virginia Fisas en el recuerdo anegado, en la época sumergida de un noviazgo que los dos consolidaron aquí a la hora del vermut) podía haber sido él mismo, otra imagen borrada en la pizarra negra de su vida. Siempre que pienses en mi infierno —recordaba haberle dicho a su mujer la noche pasada— piensa en dos hombres; uno de ellos consiguió escapar vistiendo el intocable uniforme de oficial del ejército, pero lo hizo pasando por encima del cadáver del otro, un ingenuo y alegre muchacho con atuendo de tenista… Y surgiendo aún más atrás en el tiempo, en medio del resplandor intermitente de un bombardeo y aullidos de sirenas de alarma, ahora el juez se vio de nuevo a sí mismo en el hombre del cuadro, y la vieja conocida botella de coñac suspendida en el aire, sin descorchar, Tres Ceros en la etiqueta. La cogió firmemente con la mano.
—No es para usted, señor. Perdone —la voz amable del barman lo sacó bruscamente del cuadro de Opisso remitiéndole al presente, instándole a que soltara la botella con una sonrisa. Klein dejó de tironear y finalmente la botella quedó en manos del barman—. Con su permiso, señor.
Sirvió una copa de coñac al hombre que estaba junto al juez, en el lado opuesto al de Medina, y volvió a colocar la botella en el estante. No era Tres Ceros.
—Seguramente ya no se encuentra, esta marca —dijo Klein en voz alta.
—¿Qué le pasa, coronel? —dijo Medina—. ¿Se siente mal?
Los ojos rasgados e inquisitivos del gitano se fijaron en el mentón adusto y tembloroso de Klein. Palmeó suavemente su espalda. El juez bebía sin apenas alzar la copa y con ambas manos, como si abrevara.
—Mariscos del Cantábrico —dijo—. Probablemente.
—¿De qué está hablando, carajo?
—De cuernos, de qué va a ser.
Sonrió, inclinando otra vez la cabeza sobre la copa. Su pelo lacio y sin color, que resbaló sobre su frente, parecía cubierto por un triste polvo alcalino. Fue como si hubiese calculado mal la distancia: metió la barbilla en el martini volcando la copa, y se quedó de bruces en el mostrador, sin sentido. Acudió el barman y los clientes más próximos se volvieron. No cayó al suelo porque Medina lo sostuvo. Le aflojaron la corbata, alguien propuso sentarlo cerca de la entrada y abrir la puerta, y Medina le daba suaves cachetes.
—No es nada —dijo—. Se le pasa en seguida.
Klein empezó a abrir los ojos. En el abultado bolsillo de su americana tintinearon unos frascos de píldoras. Mientras le llamaba bajito al oído, Medina recordó una loca velada en casa de Silvia, una noche de invierno, cuando aquel joven mariquita que había trabajado de masajista en una clínica, según el propio Klein, salió del dormitorio con la americana de pana gris de éste y sacó del bolsillo un puñado de tubos y frascos de comprimidos y los arrojó al fuego de la chimenea; todo el mundo se echó a reír; uno de los frascos estalló sembrando la moqueta verde de píldoras rosadas; el coronel apareció desnudo en el umbral del dormitorio, tambaleándose, se arrodilló con las manos en la espalda y fue cogiendo las píldoras con la boca en medio de los aplausos, hasta que se desplomó lo mismo que hoy, como si de pronto le venciera el sueño. Estuvo unos minutos sin sentido y luego no se acordaba de nada.
Ahora insistía en que se encontraba perfectamente y volvió a la barra.
—Sírvame otro vaso dilatador —ordenó al barman. Sacó del bolsillo un tubo de pastillas y lo miró largamente como si fuera un enigma—. ¿Para qué diablos serán, para dormir o para despertar? Bueno, da lo mismo… ¿De qué estábamos hablando, Medina?
—¿Se encuentra mejor?
—Sí. ¿En qué habíamos quedado?
—En ir a ver al señor Raúl, nos está esperando…
—Eres un paranoico, muchacho.
—No sé qué me da dejarle solo, coronel. ¿De veras se encuentra bien…? Pues me voy. Ya sabe dónde tiene un amigo, ¿eh? Y no beba solo, que no es bueno beber solo.
—Adiós, rata.
2
Cuando Jan Julivert empujó la verja y se adentró por el jardín, las bandadas de gorriones se acomodaban ruidosamente en las acacias. Cada día le recibía el mismo gozoso alboroto oculto entre el follaje, el mismo aleteo desesperado preludiando la súbita calma, la ficción engañosa que puntualmente envolvía a la torre y a sus habitantes. En la borrosa ringlera de adelfas y en el tilo, inmóviles bajo el aire cálido y pesado del atardecer, se enredaban los primeros jirones de la noche como en un zarzal.
Frente al garaje había un Citroën color café sucio de polvo con matrícula de San Sebastián. La señora Klein, con una túnica verde pálido y gafas oscuras, se alejaba del auto en dirección a la casa llevando en las manos una húmeda caja de madera, plana, de aspecto liviano. No vio acercarse al guarda. Un hombre en mangas de camisa, moreno, de mediana edad, se incorporó detrás del portamaletas, después de cerrarlo, con una bolsa de viaje en la mano, y, abriendo la puerta trasera del coche con una desenvoltura elegante y nerviosa, sacó del interior un flamante traje de verano color canela envuelto en celofán y con su colgador. Tenía el pelo canoso, abundante y ensortijado. Se encaminó tras la dueña de la casa, con cierta premura jovial y divertida, y la alcanzó cuando ella subía los peldaños del porche, achuchándola con suaves golpecitos de la bolsa en el trasero. Vio pasar a Jan camino de la puerta exterior de la cocina con su cartera de mano y la americana a la espalda, y le dirigió una mirada larga y escrutadora.
No encontró a nadie en la cocina. Poco después apareció Mercedes con la caja de madera, que contenía ostras. Mientras las abría con un pequeño cuchillo y las disponía en una bandeja, explicó que las había traído el doctor Rey, un médico amigo de la familia que ahora ejercía en un hospital siquiátrico de San Sebastián; había sido el primero en tratar al señor Klein, cuando vivía en Barcelona, y la señora confiaba mucho en él.
—Ha venido expresamente para visitarle —añadió—. Creo que el señor se encuentra muy mal…
—¿Está en casa?
—No. Y se ha llevado el coche grande. Dice Elvira que ha llamado preguntando no sé qué de unas pastillas que la señora le había puesto en el bolsillo… Parece que se ha desmayado otra vez.
—¿Dónde?
—En un bar. Dice que ya está bien y que ahora viene.
Mientras Jan se servía un vaso de agua fría de la nevera, Elvira entró a comunicarle que la señora deseaba hablar con él. Se quedó mirando las ostras y relamiéndose, y cuando Jan salía de la cocina la oyó exclamar:
—¡Mecachis con el presumido éste! Ahora tengo que plancharle el traje. También podría habérselo planchado su mujer…
—El doctor está separado de su mujer —dijo la cocinera—. Ve poniendo eso en la nevera, y cuidao que no me falte una ostra, ¡que las tengo contadas…!
Virginia Klein estaba sentada en una butaca de cuero, de espaldas al ventanal abierto al jardín, en la salita delantera del primer piso. Frente a ella, en una mesita de caoba, había una bandeja con dos copas de cristal tallado y una botella de vino blanco refrescándose en un cubo de hielo. En una de las paredes colgaba un tapiz y otra estaba totalmente cubierta de pequeñas pinturas al óleo en antiguos marcos ostentosos, pesados y maltrechos. Sobre el piano negro, en un ángulo, se erguía un solitario y esbelto jarrón de cristal conteniendo tres gladiolos rojos. El hombre del Citroën se sentaba muy relajado en el extremo del diván con una copa de vino en la mano.
—El doctor Rey es neurólogo —dijo la señora Klein después de las presentaciones—. Le gustaría hacerle algunas preguntas respecto a mi marido… ¿No quiere sentarse?
—Gracias.
Jan escogió la butaca situada frente al médico. Dirigiéndose a su invitado, la señora Klein añadió:
—Desde que se fue Anselmo, Luis suele jugar al ajedrez con el señor Mon. Siempre que le propone una partida, lo hace como si fuera la primera vez, como si nunca antes hubiese jugado con él… El señor Mon opina que se trata de una broma. ¿No fue eso lo que me dijo? —agregó mirando al guarda.
—En efecto.
—¿Quiere explicarle al doctor qué pasó exactamente hace dos noches?
—Yo estaba en la terraza —empezó él con la voz opaca, mirando al médico—. Debían ser las tres de la madrugada, y apareció el señor Klein en pijama y descalzo. Dijo que no podía dormir. Me preguntó si sabía jugar al ajedrez y respondí lo de siempre, que me defiendo. Lo mismo que otras veces, me preguntó dónde había aprendido a jugar y cuándo; se lo dije una vez más, entonces él propuso una partida en el pabellón y recordó aquel chiste, mientras salíamos…
—¿Qué chiste? —le interrumpió el doctor Rey.
Jan miró a la señora Klein como si dudara. Ella dijo:
—Usted no me habló de ningún chiste.
—Creo que no tiene importancia —repuso él—. Además, es malo.
—Veamos. Al doctor le puede interesar.
—Te ganaré, Mon, porque soy omnipotente y hago vida marítima. Eso fue lo que dijo.
Virginia Klein sonrió. El médico miraba atentamente a Jan y no hizo el menor comentario. Dejó pasar unos segundos antes de hablar:
—Dígame una cosa. ¿Usted juega al ajedrez mejor que él? ¿Suele ganarle?
Se frotaba el cuello con la mano grande y tostada por el sol. Tenía la cara alargada y el mentón prominente y afable, de una voluntariosa y estimulante comicidad, y un destello burlón bailaba en sus ojos oscuros sombreados por largas pestañas. Su camisa color salmón desbotonada en el pecho dejaba ver el vello intensamente negro, la bronceada piel de las clavículas y una cadena de oro de tamaño más que regular, sin medalla. Su atractivo provenía de cierta desmañada virilidad, un poco chapucera.
Al captar la indecisión del guarda ante su pregunta, añadió con una sonrisa:
—No sea modesto, se lo ruego. Quiero saber si Luis siempre pierde, no si usted gana.
Jan le miró con frialdad.
—El señor Klein sólo sabe jugar contra sí mismo.
—Ya sé; todo lo que hace es contra sí mismo. Pero no le pregunto eso…
—Quiero decir —puntualizó él— que aprendió jugando solo, siempre con la defensa francesa.
El doctor Rey chasqueó la lengua.
—Pero bueno, ¿pierde o gana?
—Digamos que pierde.
—¿Y eso significa algo? —terció la señora Klein—. No empieces con tus filigranas, Augusto, te lo ruego… Vamos a lo que importa.
El médico le dirigió una suave mirada de reproche.
—Déjame llevar esto a mi modo, Virginia. —Se inclinó perezosamente hacia la mesita para dejar la copa—. Escucha. Luis no quiere admitir haber perdido ni una sola vez con este señor… No quiere enterarse. Y mientras no le gane, no habrá jugado nunca contra él, ¿comprendes? Lo ha hecho toda la vida, mujer, tú lo sabes. —Volvió a mirar a Jan y dijo—: De acuerdo. Prosiga.
Él contó el resto de forma lacónica: estaban en el pabellón jugando la primera partida y le tocaba mover a Klein; después de pensarlo mucho decidió avanzar un caballo, pero lo hizo como si el caballo fuera la reina y cruzó el tablero de punta a punta. Jan le indicó su error, sin darle importancia: pensó que, distraído, había cogido una pieza por otra. Klein retrocedió el caballo, meditó nuevamente la jugada y volvió a repetir el error.
—Entonces me miró desconcertado —añadió—. Asustado, diría. Se puso repentinamente pálido y cayó al suelo sin sentido.
Notó que el médico le prestaba una atención entre divertida y escéptica, semejante a la del que oye contar una historia jocosa pero que ya conoce. Al final, el doctor Rey convirtió la sonrisa en mueca y asintió con la cabeza.
—¿Había bebido?
—Poco.
—¿Se había quejado de la vista, de perder visión?
—No me acuerdo. Es posible, lo hace con frecuencia.
—¿Cuánto tardó en reponerse?
—El tiempo de llevarle yo al diván.
—¿Hizo algún comentario, después?
—Dijo que había sentido como un cortocircuito en el cerebro. Y que no era una sensación tan desagradable.
La señora Klein había cruzado las rodillas bajo la túnica verde y balanceaba la pierna satinada, la sandalia de tiras de cuero a punto de saltar de su pie. Jan creyó que iba a decir algo y concentró brevemente su atención en el diseño amohinado de su boca; sobre la nieve de los dientes, el labio superior se alzaba lustroso y firme, levemente inflado, ansioso. La voz del médico llegaba confusa.
—Perdone, no oigo bien de este oído.
—Le preguntaba si continuaron la partida.
—No. Se quedó dormido.
El doctor Rey permaneció un rato en silencio, su dedo índice trazando círculos en la pelambre del pecho. Cambió una mirada con Virginia Klein y ella se levantó.
—Les dejo, tengo que ocuparme de la cena. Sírvete más vino, Augusto. ¿Usted quiere una copa, señor Mon?
—No, gracias.
—Cenaremos a las diez y media —dijo dirigiéndose al médico—. Espero que Luis haya vuelto.
Cuando se fue, el doctor Rey se sirvió más vino y dijo:
—No voy a entretenerle mucho… Mi problema es que ahora, desde San Sebastián, no puedo ocuparme del señor Klein como yo quisiera. Tengo entendido que usted es la persona que pasa más tiempo con él, por supuesto de noche. Y que sabe llevarle muy bien la corriente; vamos, que usted es el único al que obedece sin protestar.
Jan empezó a sentirse incómodo.
—Generalmente no está en condiciones de protestar.
—Bueno, es un hombre difícil, a menudo intratable, pero de una inteligencia muy aguda, incluso estando bebido. Imagino en qué situaciones comprometidas le habrá metido a usted, por esos bares, con sus terribles borracheras… Y menudos amigos debe tener en el barrio chino —añadió sonriendo.
—Hay de todo.
El doctor Rey amplió su robusta sonrisa.
—Según la señora Klein, usted ya sabe de las rarezas de su marido más que ella misma… Y digo rarezas por no decir otra cosa.
—Yo no le considero un hombre raro.
—No lo era antes del accidente. Ahora me temo que sí, señor Mon.
Jan dejó de mirarle y encendió un cigarrillo. Adónde quieres ir a parar y a qué esperas, pensó. Como si le hubiese leído el pensamiento, el neurólogo dijo:
—Señor Mon, quisiera hacerle algunas preguntas sobre ciertos hábitos del señor Klein que tal vez le parezcan extrañas o sin relación directa con su dolencia cerebral. Pero son importantes.
—Diga.
—¿Suele hablar de sus hijos cuando ha bebido?
—Nunca.
—¿Alguna vez comenta cosas de la guerra?
—¿Qué guerra?
—¿Cuál va a ser? La nuestra.
—Ni una palabra.
—Desde hace años suele referirse a una botella de coñac que está en casa de su suegra, en el piso de Rambla de Cataluña; una marca antigua, Tres Cepas o Tres Ceros… ¿Sabe algo de eso?
—No.
El médico hizo una pausa y bebió un sorbo de vino. Luego se quedó pensativo, mirando la copa.
—¿Diría usted que el señor Klein es un hombre celoso?
—¿Celoso de su mujer?
—Sí.
Jan se encogió de hombros.
—No lo sé. Supongo que no tiene motivos.
—Podría tenerlos. Y sería una buena señal, ¿comprende?, una vuelta a la normalidad. Verá, este hombre —dijo en un tono más resuelto, más profesional— había vivido siempre con un complejo de cuernos… Sé que ahora, algunas noches, y casi siempre en horas muy avanzadas, su mujer baja a charlar un rato con usted, en el salón o en la terraza. —Amplió su fácil sonrisa de Popeye y añadió—: Espero que no me interprete mal. Sé que Virginia también pasa noches en blanco a causa del asma y de las preocupaciones que le da su marido. La conozco hace muchos años y es una mujer admirable, cargada de paciencia y de razón, pero… algo inconsciente. Una mujer a la que siempre le ha gustado vivir su vida, digamos.
Jan levantó levemente las cejas.
—Nada de eso me incumbe, doctor.
—Estoy trabajando, señor Mon —repuso el neurólogo en tono áspero—. Le ruego que no considere todo esto como una indiscreción o una falta de respeto hacia una familia de la que soy amigo desde hace años… Le hablo en confianza porque sé que goza usted de la confianza de la señora Klein. —Hizo una pausa y retomó un tono más neutral, distante—: Antes de sufrir el accidente, el señor Klein tenía motivos más que sobrados para estar celoso, recuerdos muy vivos de ciertos devaneos de su mujer. Aparentemente, estos recuerdos amargos quedaron enterrados al fondo de aquella barranca en Tossa de Mar, entre la chatarra del coche. Lo que a mí me interesa saber es si el señor Klein ha revivido alguno de tales recuerdos, alguna imagen; sería un síntoma de recuperación… ¿me explico?
Demasiado, pensó él, y volvió a preguntarse por qué.
—Y en este sentido —prosiguió el médico—, la última vez que le vi, cenando en casa de su suegra, hace cosa de un mes, me hizo concebir esperanzas… Me comentó que la noche anterior, ya de madrugada, le había visto a usted entrar en la habitación de su mujer.
Jan le observaba ahora con curiosidad creciente. Y, de pronto, la evidencia le envolvió como una pegajosa oleada de calor: el complejo de celos estaba ahí, a menos de dos metros, en la impetuosa mandíbula y en los atractivos ojos oscuros, chispeantes y equívocos; estaban en ese tal vez afamado neurólogo de cuarenta y tantos años que parecía divertirse y excitarse como un adolescente enamorado… A partir de este momento, Jan se relajó. Cruzó las piernas, recostándose en la butaca, y dijo tranquilamente:
—La señora Klein había olvidado su aerosol en el salón. A las dos de la madrugada tuvo un ataque de asma y se asomó a la terraza de arriba y me llamó, pidiéndome que lo subiera a su cuarto.
—Pero usted se quedó allí mucho rato, según me dijo el señor Klein.
Jan sonrió imperceptiblemente con los ojos.
—El señor Klein no estaba en casa esta noche. Usted ha sabido esto no sé por quién, tal vez por la señorita Isabel… No creo que el señor Klein malgaste su energía sentimental en comentarios de esta índole.
—¿Y por qué no? Es un borrachín y un bromista de cuidado —dijo incongruentemente el neurólogo, levantándose como por efecto de un resorte. Dio unos pasos por la salita y se detuvo junto al piano, pensativo. Había perdido un poco los papeles, pero no tardó en recuperarlos—. En cualquier caso, y volviendo a lo de antes… Veamos. Luis acude cada semana a sus ejercicios de recuperación y a sus masajes en una clínica. Tengo entendido que usted le lleva en el coche.
—Sí.
—¿Nunca ha entrado con él en esa clínica?
—Un par de veces. Cuando se siente muy mal o se levanta con resaca. Pero normalmente le espero en el coche.
—Ya. Estas sesiones de fisioterapia son un sacadinero, pero resulta…
—Él dice que es lo único que le alivia el dolor.
—Ya. Pero resulta que allí trabajaba hasta hace muy poco un masajista, un muchacho, que eso fue muy amigo del señor Klein, compañero de juergas. Se llama Carmelo Sanz. ¿Alguna noche le ha visto con él, por ahí?
—No sé quién es.
—Me gustaría tener una conversación con este sujeto —meditó unos segundos el doctor Rey—. Frecuenta un bar de maricas llamado Copacabana. ¿Lo conoce?
—Sí.
—¿El señor Klein va por allí?
—El señor Klein va a todas partes. Pero últimamente prefiere sitios menos ruidosos.
El médico guardó silencio. Fue hasta su copa en la mesita y volvió a sentarse en el diván, apoyando los codos en las rodillas. Absorto, habló como si leyera en el suelo:
—¿Por ejemplo este pabellón en medio del parque, que ha convertido en un auténtico boudoir, trayéndose a jovenzuelos de las Ramblas?
—No sé nada de eso. Y debo decirle que no me interesa.
Rey le miró severamente.
—Le suponía a usted más… observador. Y también la señora Klein. Está bien —dijo volviendo otra vez los ojos al suelo, midiendo sus palabras—. Todo parece indicar que Luis Klein, a raíz del accidente que le causó la amnesia, liberó una personalidad reprimida durante años que no se ha manifestado plenamente hasta hace poco, cuando empezó a beber. Resumiendo: personalmente tengo razones para sospechar ciertas inclinaciones homosexuales del señor Klein… Le ruego que no se asuste.
—Créame que no, doctor.
—Usted, en razón de su propio trabajo, conoce los ambientes en los que se mueve, sus amistades y sus líos, cómo derrocha el dinero y con quién. ¿Qué puede decirme al respecto?
—Si no le importa, preferiría hablar de esto en presencia de la señora Klein.
—Naturalmente, ella no desea hablarlo con usted. —Reflexionó unos segundos, añadiendo—: Comprenda su posición. Y yo no estaría aquí con usted si hubiera alguna forma de establecer un diálogo sincero con él. Pero el señor Klein se niega siempre.
Jan hizo el gesto de levantarse.
—En tal caso, yo tampoco tengo nada que decir.
El doctor Rey se encogió de hombros, consultó su reloj de pulsera y dijo con su musculosa sonrisa-mueca, sin mirarle:
—Como quiera. Gracias, eso es todo.
3
Jan abrió la verja y al pasar el Packard por su lado vio una botella envuelta en papel de diario en el asiento trasero. Klein parecía sereno, pero al maniobrar para meterse en el garaje golpeó fuertemente el costado del Citroën. Al ir a cerrar el garaje, Jan vio la abolladura en la puerta del coche del médico y algo escrito con el dedo en la capa de polvo de la carrocería marrón: Electroencefalograma eres tú, rey.
Después de cenar, los Klein y su invitado prologaron la velada en el salón-biblioteca. Jan cenó en la cocina con Mercedes y Elvira. Cuando ellas se fueron a acostar dio un paseo por el jardín y fumó un cigarrillo sentado en los escalones del porche. El aire parecía lleno de luciérnagas y el calor apretaba de firme. A su lado, a la luz del farolillo, dos procesiones de diminutas hormigas se cruzaban escalando los peldaños; asombrosamente, a pesar de su convulso apresuramiento, ni una sola hormiga se confundía de fila ni de trayecto.
A las doce y media decidió ir por sus cosas a la cocina y trasladarse al pabellón.
Al entrar vio al juez tumbado en el chester, leyendo un libro frente a la chimenea apagada. Tenía una copa de coñac en la mano y la botella en el suelo junto a la hoja del diario, y a un lado la mesita-tablero de ajedrez, pero sin las piezas. En su lugar había una bandeja con una jarrita de café, un huevo duro, una taza y una tostada. Klein cerró el libro y lo tiró al suelo.
—Pase, Mellors.
—No sabía que estaba usted aquí.
—En realidad yo tampoco lo sabía. Gracias por avisar.
Jan advirtió la fijeza de su mirada azul, la palidez de su cara.
—¿Se encuentra bien?
—No lo sé. Últimamente pienso poco en mí. Pero no puede pasarme nada, tengo a mano mis gotas Hydergina, de la afamada casa Sandoz. ¿Juega usted al ajedrez, Mellors?
—Me defiendo, señor.
Klein se echó a reír.
—No intente engañarme. Tiene usted cara de jaque mate. Pero hoy llevo la cabeza como de otra persona… Recuérdemelo mañana y echaremos una partida. Siéntese, hombre. ¿Quiere un trago?
—No, gracias.
—¿Café?
—No.
—¿Qué lleva en esta cartera? Siempre que le veo con ella me acuerdo…
Se interrumpió llevándose la mano a la frente para apartar un mechón de cabellos y se incorporó, sentándose cabizbajo, los brazos colgando entre las rodillas. Miró largamente el contenido de la copa y bebió. Había en sus movimientos un lastre sobresaltado de somnolencia.
—Yo tenía una cartera como ésta —dijo cerrando los ojos—. Dentro llevaba sumarios, confesiones, gritos: la vida de unos hombres, según me han contado… Seguro que es mentira.
—Creo que debería irse a la cama, señor Klein.
—No consigo dormir. Y si duermo, tengo pesadillas espantosas. —Hizo una pausa y agregó—: ¿Qué estará tramando lady Constanza? ¿Sigue en la biblioteca, conspirando con ese elegante mequetrefe?
Jan no dijo nada y Klein añadió:
—Es un tipo que huele mal. También sus ostras. Huelen a coño y tienen el mismo sabor… Los coños, como ya habrá notado usted en más de una ocasión, tienen un afilado sabor a cuchillo, sobre todo si son jovencitos… Se trata de una sucia historia del ayer más feliz y más nostálgico, seguramente. —Hablaba en un tono apagado, exento de ironía y de resentimiento—. ¿Sabe una cosa, Mon? Estoy contento de veras. Por lo menos, yo no me siento anclado en el ayer como otros; no podría sentir eso aunque quisiera. Y es una ventaja, teniendo en cuenta lo mal que debe oler, ¿no cree? Igual que una charca pestilente.
Bebió otro sorbo y se recostó en el chester. Llevaba pantalón y camisa blanca y zapatos de gamuza con los cordones sueltos, sin calcetines. Jan dijo con la voz monótona:
—¿Por qué lo dice? ¿Cómo sabe que el pasado huele mal?
—Lo noto en los demás. Incluso en usted, a veces… En todo el mundo; en mi mujer, en los médicos, en los hombres de negocios… Y también en mis hijos y en sus amigos de la universidad. Arrugan la naricita cuando les hablas del ayer, se enfurruñan. Yo en cambio, al husmear en mi otra media mismedad, digamos, no lo noto. Una nube perfumada ocupa más de la mitad de mi atontolinado cerebro, ¿sabe?, y es una suerte. Porque, como dijo alguien, el futuro ya no es lo que era.
—Está derramando el coñac.
—Oh, gracias —enderezó la copa y prosiguió—: Y sin embargo, me gusta pensar que probablemente yo fui una persona sensible y cultivada… El embarazoso cariño de mi santa madre se ocupa de eso, por cierto. No crea usted que todo se me ha borrado de la mente; de la mano de mi madre veo pasar a veces ante mí, de puntillas, como si no quisiera despertarme, alguno de aquellos fantasmas que he sido: un estudiante de derecho empollón y retraído, un marido desatento y cínico, un padre que nunca ejerció como tal, pero divertidísimo, un juez competente e inconmovible, dicen que sanguinario… Fantasmas. Lo que más se me ha borrado son los sentimientos y todo lo relacionado con ellos. No tengo vida moral, ¿comprende, Mellors? Ni rastro de esa basura. Y afortunadamente ya tampoco hago vida pública. Según pasan los años, me convenzo cada vez más de que uno debe cultivar su vida privada pero con algo de morbosidad, de un modo incluso depravado, me atrevería a decir, y mandar al cuerno todo lo demás… —Sonrió—. Qué me está contando ahora este loco, pensará usted.
Jan encendió un cigarrillo sin dejar de mirarle.
—A veces —prosiguió Klein—, cuando ha surgido un recuerdo, me he agarrado a él como a un clavo ardiente. El pobre Anselmo me ayudaba. Anselmo fue mi ordenanza cuando yo…
—Lo sé.
—Pues bien; nunca han sido buenos recuerdos. Ni uno solo de ellos es bueno. No puedo evocar a Virginia cuando era una muchacha o a mis hijos pequeños ni aun en fotografía; no guardo un solo recuerdo de mi padre ni de la guerra ni de los fastos de la victoria. —Una mariposa nocturna, roja y negra, penetró por la ventana y suspendió el vuelo medio metro por encima de su cabeza, batiendo suavemente las alas—. Sí, en cambio, de conocidos o de parientes fastidiosos que siempre supe mantener a distancia… Curioso, ¿no? —Parecía admirado y satisfecho de los devaneos de su desmemoria—. Es como si sólo hubiese quedado útil para el servicio ese desván del cerebro donde uno mete el resentimiento…
Se levantó, tambaleándose un poco, y cogió un libro de la repisa de la chimenea. La mariposa se fue.
—Pero mi mal también tiene sus ventajas —añadió esgrimiendo el libro frente a Jan. Era un pequeño y viejo volumen de tapas verdosas, de Ediciones Calleja, en cuya maltrecha portada un jinete montado en un caballo negro, con la escopeta en bandolera y agitando el sombrero, saludaba a una dama que se alejaba galopando en otro caballo. En letras verdes y rojas se leía Estudio en escarlata por Conan Doyle—. Por ejemplo, releer a Sherlock Holmes como si fuera la primera vez y con la misma emoción juvenil. Sé que lo leí de muchacho porque hay anotaciones mías y la fecha, vea usted… Cuando de chico se ha leído una buena novela de aventuras, luego, de mayor, ya nunca se disfrutará como la primera vez. Pues bien, yo he conseguido este milagro gracias a que me rompí la crisma. Algo es algo, y el que no se conforma es porque no quiere. ¿No le parece, Mon?
Se sirvió más coñac de la botella y la dejó en la repisa junto con el libro. Por las ventanas abiertas entraba el chirrido de los grillos y un suave olor a resina. Entre la maraña de troncos, a unos doscientos metros, en lo alto de la pendiente de césped iluminado, Jan vio apagarse algunas luces de la torre.
Klein se paseaba frente a la chimenea.
—Es un pelma —murmuró para sí mismo. Y volviéndose, a él añadió—: Están tramando un plan para encerrarme otra vez, y si no voy listo lo van a conseguir… ¿Ha estado usted en Suiza, Mon? ¿Conoce el lago Constanza?
—No.
—Por si no lo sabía, tengo una personalidad narcisista e histeroide, según esa jerga del doctor Rey. Amnesia psicógena emocional, fuerte represión del inconsciente por lesión traumática o accidente vascular… Qué pelmazo, con sus ostras y su doctor Binswanfer y su clínica Kreuslingen en el lago Constanza. —Reflexionó unos instantes y añadió—: Pero tal vez sea lo mejor. ¿Usted qué opina?
Se quedó mirando el tablero de ajedrez. Tanta locuacidad le secaba la boca, que lubricó con un sorbo de coñac moviendo las quijadas como un conejo. Jan le observaba atentamente, pero con sueño. Dijo:
—¿Van a ingresarle?
—De eso están hablando ahora. Podría jurarlo.
—Bueno. Usted ya estuvo una vez, y supongo que le tratarían bien.
—Desde luego. Pero sé que si vuelvo allá, ya no saldré vivo… ¿Qué le pasa, Mon? ¿Se está durmiendo?
—No.
—¿Por qué no se entretiene haciendo calceta? Yo tengo dos opciones; tragarme dos pastillas de Nembutal y meterme en la cama o irme al Saint Germain a tomar una copa con mi vieja amiga Encarna…
—¿El doctor Rey se queda a dormir? —preguntó Jan.
—Por supuesto. Es decir, no —y sus ojos azules, despiertos, escrutaron a Jan con un chisporroteo irónico—. Estoy en condiciones de afirmar, aunque mi precario equilibrio lo desmienta, que el famoso neurocirujano se quedará a dormir pero, según todas las evidencias, dormirá poco… No deseo entrar en detalles, este contencioso carece de interés. Me voy al Boadas antes de que cierren. ¿Viene?
—Será mejor que no.
—Prefiere quedarse a hacer calceta. Oiga, se supone que tiene usted que vigilarme.
—Sólo ayudarle a volver a casa.
—Está bien, iré solo. No me delate, por lo menos… —Miró al guarda con irónica curiosidad y añadió—: Es usted un hombre singular, Mon. Una mezcla de pensador y de hombre de acción. Pero tenga mucho cuidado: el hombre que actúa, siempre se ve mal interpretado por el que piensa. Esto lo aprendí aplicando la ley de Bandidaje y Terrorismo… Bueno, haremos una cosa; si a las dos y media no he vuelto, vaya a recogerme al bar de Encarna.
Jan asintió con gesto resignado.
—Como quiera.
—Es usted un buen chico, Mon —el juez le señaló con el dedo, sonriendo—. Aunque también huele mal.