1
Desde que el viejo Suau le permitió a Néstor colgar su saco en un rincón debajo del altillo, solíamos vernos en el taller con más frecuencia que antes. Néstor había pintado en la tela del saco una cara de pavero con sonrisa cafre y pelo rizado que pretendía ser la del Nene. Nada más llegar del Trola se quitaba la camisa y sin guantes ni vendaje se liaba a hostias con el fardo hasta quedar bañado en sudor. Luego subía al terrado a lavarse bajo el grifo y nosotros podíamos entrenar un rato.
En el terrado, Paquita trenzaba guirnaldas y recortaba flecos en las tiras de papel de seda que adornarían la calle en la Fiesta Mayor; un trabajo que la junta de vecinos le encargaba a ella todos los años, por ser coja. A veces Néstor se sentaba a ayudarla. Era a finales de agosto.
—Paqui, perdona que te haga una pregunta tonta… ¿Tú crees en el amor?
—Sí.
—¿Tú crees que alguien puede llegar a enamorarse de una furcia?
—¡Qué pesado, hijo!
—Dime. ¿Tú qué crees?
Ella frunció la boca y soltó un resoplido:
—¿Y de una coja? ¿Eh? ¿Puede alguien enamorarse de una coja, eh?
—Claro que sí. Yo podría.
—Mentiroso.
Las multicolores guirnaldas de papel rizado serpenteaban por el suelo en torno a ella y en su regazo las tiras de flecos cortados velozmente a tijeretazos eran de un verde intenso, como la hierba en primavera. Paquita sonrió de reojo y volvió a decir: «Mentiroso». Sus pupilas violeta, cuando les daba el sol, parecían hechas de la pulpa de la uva.
—Pero a ti el que te gusta es el Pablo, lo sé —dijo Néstor—. El otro día vi cómo le echabas los brazos al cuello cuando te bajaba del tranvía…
—Toca la armónica y calla, Ray Sugar Néstor.
Paquita estuvo una semana en cama con dolor de piernas y la visitaba el doctor Cabot y le contaba chistes de médicos la mar de divertidos. Su cuarto no era más grande que el quiosco-portería de la señora Carmen, estaba al fondo del altillo y había también una diminuta cocina con un ventanuco abierto sobre un pequeño patio de tierra negruzca, detrás del taller, que el viejo Suau llamaba jardín y donde crecía una rinconada de lirios malva y un rosal trepador. Ya todos habíamos convenido en que éste podía ser el rosal entre cuyas raíces Jan Julivert habría enterrado su pistola dentro de una caja de galletas, bien engrasada y envuelta en una gamuza, con intención de recuperarla algún día… Cuando se murió el viejo gato negro de Balbina, Néstor propuso que lo enterráramos en este patinillo y escogió el sitio con mucha vista, precisamente debajo del rosal. Pero no pudo ser, porque Suau nos vio y dijo que no iba a permitir que nadie le estropeara el rosal, obligándonos a enterrar el gato unos metros más allá, entre los lirios.
Después del entrenamiento subíamos a ver a Paquita —y de paso, siempre, nos asomábamos al ventanillo para ver el rosal— y la animábamos un poco prometiéndole llevarla al cine y a pasear por el Parque Güell. El cuarto olía a ungüento de futbolista y ella estaba destapada porque hasta el roce de la sábana le causaba un dolor insoportable. Coleccionaba programas de cine y los tenía esparcidos sobre la cama, entre las tiras de papel de seda, porque también en la cama trabajaba, y le gustaba ordenarlos una y otra vez y que le dijéramos cuál nos gustaba más entre los que ella consideraba sus favoritos. Y nos gustaba sobre todo aquél de Marilyn Monroe con una falda blanca plisada revoloteando en torno a sus muslos macizos y luminosos, pero nunca se lo dijimos, no podíamos decirle eso a una pobre tullida.
Un día que la estaba visitando el doctor Cabot nos quedamos abajo esperando, viendo trabajar a Suau sentado en un cajón de madera. Ya era viejo para pintar en la calle como hacían otros, en lo alto de una escalera apoyada en las fachadas de los cines, y sólo le encargaban carteles pequeños para los locales del barrio. Tenía el cartel a medio pintar, clavado en el bastidor de madera, y copiaba sin muchos miramientos el programa de mano prendido con una chincheta en el respaldo de una silla. Era una azotea gris y un borroso palomar sobre un fondo de nieblas portuarias, y, en primer término, un joven estibador con chaquetón a cuadros y una paloma muerta en las manos. Oímos a Paquita gimiendo en su cuarto y después su risa, y entonces el viejo Suau murmuró algo en voz muy baja, como si hablara consigo mismo:
—Cuando yo tenga que irme a un asilo, qué será de esta niña…
La paloma tenía el pico abierto y un ala caída. Las manos del estibador eran del color de la ceniza, y sus ojos de púgil sonado, mirando la paloma muerta, parecían cerrarse poco a poco: el viejo Suau había corregido excesivamente la línea de los párpados.
Ese día el doctor Cabot ordenó a Paquita levantarse de la cama y ella subió al terrado con sus guirnaldas y se instaló en la colchoneta. Néstor llenó el cubo de agua y se lo llevó, sentándose a su lado.
—¿Has pensado en lo que te dije, Paqui?
—Sí. Pero no se me ocurre nada…
—Pues a ver qué hacemos. No podemos seguir abusando del mismo truco.
La muchacha introdujo sus afilados dedos en el agua del cubo y salpicó cuidadosamente la piel satinada de la pierna.
—¿No? ¿Qué pasa con el dragón?
—Se llama salamanquesa —dijo Néstor.
—¿Cómo la haces aguantar en el techo?
—Le pongo pegamil en las patas.
Ella sonrió.
—¿Y no se te escapa la risa?
—¡Es la monda! ¡A veces he tenido que correr a esconderme con el pañuelo en la boca! —Néstor guardó silencio un rato y añadió—: Pero hemos de inventar otra cosa.
—Un ratón —dijo Paquita.
—Algo que no se pueda coger, si no él verá que es de goma.
—Un olor a gas. Compras una bomba fétida, la tiras en el dormitorio, y dices: ¡tío, corre, hay un escape de gas…!
—Pero eso no huele a gas, huele a pedo.
Paquita reflexionó.
—Pues no sé.
—¡Piensa, Paqui, piensa!
Ella movió el parasol desplazando la sombra y frotó la pierna buena con la pomada. Estaba absorta, amohinada. Néstor la miraba en suspenso.
—¿Te hago un masaje, mientras piensas? —Sus manos ásperas y enrojecidas, de nudillos pelados, se posaron suavemente en el muslo duro y bronceado. Ella permaneció en silencio un rato y luego dijo:
—Se me ocurre otra idea. Pero ahora sí que tiene que estar bien dormida.
—Por eso no temas. Siempre toma las pastillas.
—El termómetro. Se pone el termómetro y se olvida y se duerme… ¿comprendes? O sea, tú se lo pones y luego sales y dices: tío, mamá se ha dormido con el termómetro puesto y al moverse se puede hacer daño.
Néstor parecía perplejo.
—Bueno, pero…
—Y antes la destapas un poco, y que esté guapa. Le pones una pizca de perfume detrás de la oreja. Imagínate que está dormida de lado, un poco así…
—Házmelo ver, Paqui.
—Ella está así —se ladeó sobre el colchón y alzó la cadera, ocultando la pierna enferma bajo la falda. El sol centelleó un breve instante en la mojada cara externa del muslo—. Así, ¿ves? Y el termómetro en el sobaco, así. No puede fallar. No se puede dejar a una persona dormida con el termómetro puesto, no se puede…
A través de la tirante botonadura de la blusa, Néstor vislumbró sus pequeños y atolondrados pechos.
—¿No se puede?
—Claro. Se rompe y qué.
—Pero él me dirá: bueno, pues quítaselo tú mismo. Y no entrará a verla. ¿Por qué iba a entrar?
Paquita le miró con la boca abierta. Se había pintado mucho los labios y el sol se remansaba en ellos como una espesa mermelada de cereza. Dijo:
—Pues es verdad… —y en seguida sus ojos violeta chispearon de nuevo—: Oye, ¿y si tuviera puesto el termómetro en otro sitio?
—¿Dónde?
—Pues en el culo, hombre. Hay personas que se lo ponen ahí. Y entonces vas y le dices: es que lo tiene en un sitio que yo no me atrevo… ¿Comprendes?
—Pero es un poco raro, ¿no? El termómetro en el ojete sólo se lo ponen a los bebés… No me acaba de convencer, Paqui.
Sacó la armónica del cinto, pensativo, y añadió:
—Me estaba acordando de una vez que vi a mi madre dormida en el sofá, después de comer… Tenía un número de teléfono apuntado con lápiz de labios aquí, un poco más arriba de la rodilla, casi borrado. Hace mucho tiempo de eso, yo era muy pequeño…
—¿Y qué?
—No, nada —se encogió de hombros—. Me he acordado, no sé por qué.
Paquita suspiró. Después de meditar un rato, mientras seguía aplicando pomada a su pierna favorita, dijo:
—¿Sabes qué pasa? Que no le interesa. Que no se puede enamorar otra vez, que ya es demasiado viejo… Ella no le gusta y ya está.
—¡Pero ¿qué dices?! —exclamó Néstor—. ¿Cómo puedes pensar eso? Siempre le gustó. El otro día lo pillé mirándola de un modo… Nos habíamos sentado a comer y ella estaba de pie sirviendo los platos, y llevaba el viso y una blusa sin abrochar y mientras llenaba su plato de arroz tenía el canto de la mesa justo aquí, sin darse cuenta, y al echarse hacia delante para darle el plato yo me fijé en él y le vi mirando allí mientras desplegaba muy despacio la servilleta… Ya lo creo que le gusta. Si yo no hubiese estado allí en ese momento, creo que la habría besado, mira.
—Para eso no hace falta estar enamorado.
—Lo que pasa es que es tímido. Y un tío finolis, educado. ¿Le has visto comer? ¿Le has visto pelar una naranja, sin tocarla? De coña. Y luego está el moscón del Nene…
—Es muy simpático. Ayer vino a verme y me trajo una botella de colonia.
—¿Ah sí? Pues un día le voy a hacer una cara nueva.
—Lástima. Con lo guapo que es.
—Me cago en la leche puta. Un muñeco, eso es lo que es.
—No te enfades. Anda, toca la armónica.
2
—¿Cómo ha encontrado a mi nieta, doctor? —dijo Suau.
—Está mejor que tú.
—Se queja mucho de la cadera. ¿Le ha traído esa pomada, cómo se llama, Midalgán…? Dice que la alivia.
El doctor Cabot sonrió tristemente.
—No le hace ni bien ni mal. Y los baños de sol tampoco, una terapéutica del año de la quica. Pero en algo se tiene que entretener, la criatura.
—Me parece que esta niña no está bien de la cabeza, doctor. Lo digo en serio. Sigue poniéndose la pomada en la pierna buena.
—Porque ésa es la que le duele.
—¿Y cómo puede ser eso?
Suau trabajaba sentado en el cajón de madera y a ratos de pie, a la luz del ventanillo. En la pared mohosa y desconchada había garabatos de pintura, números de teléfono apuntados a lápiz y jirones de carteles antiguos pegados con cola. El doctor rumiaba una respuesta de las suyas sin tecnicismos —no de sabio facultativo, sino de avispado observador de las mujeres y sus rarezas y caprichos—, pero se distrajo un momento mirando en la pared aquel rompecabezas descolorido de viejas películas. Recostado al pie de una palmera en una playa tropical, un joven marinero con camiseta a rayas y el oscuro pelo revuelto abrazaba a una indígena semidesnuda que por cierto se parecía a Balbina Roig… Luego, ya con el santo al cielo, se volvió del lado de Suau, se inclinó sobre su hombro y observó cómo el pincel, sorprendentemente firme en la mano temblorosa del viejo, repasaba los párpados azules y borrosos del melancólico personaje con la paloma muerta en sus manos.
—Eres un artista, abuelo.
Suau emitió un gruñido, dejó el pincel y se limpió los dedos con el borde del guardapolvo gris.
—Vamos fuera —dijo—. ¿Quiere una cerveza, doctor? ¿Un vasito de vino?
—Nada.
—Le estaba preguntando cómo es que a mi nieta le duele la pierna buena.
—Ah, sí. No hagas caso, es algo sicosomático. —Cabot siguió al viejo hasta la puerta del taller y consultó su reloj—. Siempre nos duele aquello que más queremos, Suau.
—No me venga con hostias.
—Si con una operación se pudiera resolver, sabes que ya me habría ocupado.
—Últimamente no hago más que preguntarme qué será de ella cuando yo falte…
—Qué dices. Tú nos enterrarás a todos.
Suau se sentó en su silla con el respaldo apoyado en la pared. Pensó que el médico se iría en seguida, como hacía siempre, pero hoy seguía allí de pie en la acera, indeciso, abanicándose con una revista. Hoy, con su bien planchada guayabera de manga corta y cuello aplanado y muy abierto, el doctor Cabot parecía más gordo y más imponente; uno de esos gordos prosopopeyos y lustrosos cuya edad suele ser un misterio.
—¿No has vuelto a tener noticias de su madre?
—No —dijo Suau—. Ni siquiera sabemos si aún está en Alemania con aquel sinvergüenza…
—Sería mejor que ya no volviera nunca.
Por la otra acera, con dos barras de pan bajo el brazo y unos andares desganados, pasaba la mujer del carpintero, Palmira, una rubia muy fea de cara, pero de cuerpo espléndido. Saludó sonriendo, y Cabot siguió con la mirada experta su bonito trasero ceñido por la falda.
—Hay caras que no merecen ciertos culos, Suau —murmuró pensativamente.
No has cambiado, matasanos, se dijo él. Cinco años atrás aún se le adjudicaban al doctor Cabot algunos líos con casadas y gozaba de un prestigio popular y fantasioso como médico; ahora se le consideraba un simpático gandul, un hombre que había malgastado su talento y su dinero en asuntos de faldas. De aquella época galante le quedaba el empaque, el gusto por la palabra soez y el airoso y ondulado pelo blanco.
—Y qué —suspiró sentándose finalmente en la banqueta frente a Suau—, qué dice el hombre del día.
Suau enarcó las cejas como si no entendiera, aunque sabía muy bien a quién se refería. Con excesiva jovialidad, Cabot añadió:
—Nos hemos cruzado un par de veces en la plaza Rovira, pero no me ha saludado. Allá él. Tal vez no me ha visto.
—Está algo sordo del oído izquierdo —observó Suau incongruentemente—. Y parece que al orinar las pasa canutas; debe ser la próstata, o una piedra.
—Nos hacemos viejos, me cago en la hostia.
Sacó de la cartera de mano un puñado de caliqueños envueltos en un papel.
—Toma, envenénate.
—Hombre, gracias.
—Parece que tuvo suerte de encontrar trabajo en seguida. —Suau asintió con la cabeza y el médico prosiguió—: Me alegro por su cuñada, la pobre lo ha pasado bastante mal. ¿No te parece?
Suau dijo que sí, que le parecía que sí.
—En cuanto a él —añadió Cabot— no le reprocho nada. A fin de cuentas, luchó por un ideal.
Suau dijo que sí, por un ideal.
—Pero a veces me pregunto —insistió Cabot— si un hombre así es capaz de perdonar ciertas flaquezas humanas. Me refiero a Balbina.
Ah, era eso, pensó el viejo Suau. Te veo venir, puñetero.
—Es raro que ahora que Jan ya trabaja —agregó el médico— ella siga correteando por el barrio chino.
—La costumbre. O le debe gustar…
—Me cago en la leche, hombre, no seas animal. No he conocido a ninguna ninfa que le guste su trabajo. Y he conocido bastantes. Tuve hace años una enfermera, una pelirroja alta, con una pechuga… bueno, pues esta pájara empezó por afición, pero a las dos semanas ya lo hacía por la pela. ¡A ver!
Suau escupió a un lado y dijo:
—¿De verdad no quiere beber nada, doctor? Mandaré a un chico al bar…
—Nada. No tengo tiempo —puso la voz engolada y entonó distraído—: Porque mi barca tiene que partir, a surcar otros mares de locuraaaa… Jem. Me voy en seguida.
Pero no se iba. Con la cartera sobre las rodillas, parecía uno de sus pacientes en su propia consulta, en el fresco y sombrío recibidor de su piso antiguo de la calle Escorial. Su mirada como enfurecida, pero a la vez afable bajo las gruesas cejas canosas pobladas de tics, fulgores y sobresaltos, vagaba ahora a lo largo de la calzada batida por el sol. Abajo, al fondo de la calle, la borrosa fachada del cine Delicias y el tranvía que giraba delante flotaban en el aire en medio de una reverberación de vapor; la calle en pendiente parecía replegarse sobre sí misma como el último tramo de un tobogán.
—Me figuro que él ya estará enterado de todo —dijo el médico—. Que tú le habrás puesto al corriente. En veinte años no ha pasado nada en esta barriada que el viejo Suau no sepa. Pillastre.
—Bueno, si se refiere usted a Balbina, Jan no parece muy interesado en los detalles… A mí no me ha preguntado nada.
Cabot cabeceó con aire preocupado.
—Pero lo hará. No puede desentenderse del asunto, conoce a su cuñada, conoce el paño. ¡Y vaya paño…! Balbina tenía, y tiene todavía, el trasero más importante de este barrio. Merecía mejor suerte, la verdad. ¡En quince años no ha pasado por estas calles nadie ni nada digno de ser visto ni contado, salvo este formidable culo con tan mala suerte…! —Enarcó las fastuosas cejas y añadió—: Yo digo lo que pienso, Suau, ya me conoces; ahora bien, me jodería mucho que Jan pensara que he tenido algo que ver con la mala estrella de esta mujer. No sé si me explico.
—Bueno —dijo el viejo Suau—, supongo que ella misma le habrá aclarado las cosas.
—Pienso lo mismo.
—Cómo empezó y con quién, y por qué…
—Eso no creo. —Bajando un poco la voz, añadió—: A ninguna puta le gusta hablar de eso, quizá porque no lo tienen muy claro. Ni ellas ni nadie, por cierto —de nuevo se abanicaba con la revista, pensativo—. Aquí, por ejemplo, cuando se habla de qué modo y cuándo Balbina se hizo una fulana, es para cabrearse. Creen que empezó hace seis años mientras la suegra se le moría, cuando ya no podía con los gastos y debía dinero en todas las tiendas, y también a mí, claro… Yo la ayudé en lo que pude. Pero fue entonces que la chafardería lo decidió: viuda y estando tan buena, y además sola, sin dinero ni trabajo y con un niño… La madre que los parió. Te diré una cosa, y se lo dices a Jan por si le interesa: cuando la gente empezó a decir que lo era, una meuca, esta mujer no lo era. Y esto va a misa, Suau, me cago en los curas. Fíjate que ya por aquel entonces había que ver la prisa que tenían por verla pintada como una mona y meneando el culo como lo hace hoy, fíjate que ya entonces se decía que también se había cepillado a su cuñado, ¿te acuerdas?
Suau admitió que también se dijo esto.
—Y también sé lo que cuentan de mí —prosiguió Cabot—. Pero honradamente yo pregunto: ¿quién puede asegurar cuándo esta mujer empezó realmente a vivir del cuento? No cuando yo visitaba a la vieja, y menos cuando ella trabajaba en la clínica Santa Fe. Hostia, seamos serios, Suau; que la gente es muy burra, pero que muy burra. Aunque es posible que ya hubiese tanteado el terreno, de hecho Balbina empezó la carrera después de todo eso, incluso después de aquel desdichado incidente en la clínica por el que se tuvo que ir, o decidió irse ella misma, nunca conseguí aclarar eso… ¿Quieres saber de verdad cómo y dónde empezó a abrirse de piernas? Pues empezó como otras que todos conocemos: de pajillera en el Roxy. Ésta es la verdad y no te hagas de nuevas.
Suau había desenvuelto los caliqueños y los miraba. El doctor Cabot sudaba más de lo normal, pero ya no quería abanicarse o se había olvidado del calor.
—Y en cuanto al célebre merdé de la clínica —dijo— fue una tontería, un caso de mala suerte. Entonces aún trabajaba allí el doctor Mariano Bernal, un neurocirujano bastante bueno, pero una auténtica mala bestia, y él te lo podría contar. Bernal trataba a un hombre que años atrás había sufrido un accidente y estuvo mucho tiempo internado en la clínica, quedando con graves lesiones en el coco… Era hermano del doctor Klein, que hasta muy poco antes había sido director de la clínica y que murió de forma muy extraña y comprometida en un meublé de la Diagonal una noche que iba con su cuñada, fue muy comentado en su tiempo…
—Lo mataron.
—Bien, pues cinco o seis años después de eso, en la época en que Balbina fregaba los suelos de la clínica, el hermano del doctor Klein acudía regularmente a ver a Bernal. Era un hombre deshecho, drogado por aquel bruto; daba pena. A veces lo veíamos vagando perdido por los pasillos del ala nueva de la clínica, en la segunda planta, casi vacía porque los servicios aún no funcionaban del todo. Sufría de amnesia y el tarambana de Bernal no lo controlaba… Un día que Balbina fregaba una habitación desocupada, de rodillas, me paré en la puerta a saludarla. Casi no tuve tiempo de preguntarle cómo iban sus cosas… Oye, de pronto la vi desplomarse de cara sobre la bayeta y volcó el cubo de agua. Me di cuenta que era un simple desvanecimiento, causado seguramente por el calor y el cansancio. Lo primero que hice fue acostarla en la cama, y en este momento apareció en el umbral aquel desgraciado amnésico, me cago en su padre, y se nos quedó mirando alelado y empezó a gritar insultos. Supongo… bueno, supongo que yo estaría inclinado sobre Balbina, desabrochando su ropa para facilitarle la respiración, no sé, esas cosas que se hacen en situaciones así, y ella tal vez había quedado en la cama con la falda un poco así, vete a saber, coño, pero aquel loco imaginó la hostia y se puso a insultar a grito pelado y a reírse…
—Vaya.
—Aquello le trastocó no sé por qué. Y se fue corriendo por el pasillo, y Dios sabe qué sucias barbaridades contó a las monjas. Y eso fue todo lo que pasó con Balbina, y que conste.
—Vaya.
Suau había sacado una navajita del bolsillo y partía un caliqueño apoyado en sus rodillas. Guardó las dos mitades en el bolsillo del guardapolvo y siguió partiendo los demás.
—Y cuando se dio ese malentendido, ya la habían visto en las últimas filas del Roxy —prosiguió el doctor—. Pregunta a cualquier mocoso de por ahí con dieciocho años, a ése que llaman el Nene, por ejemplo, que por cierto el año pasado me vino con unas purgaciones como una catedral… Y fue aquel sinvergüenza del Roxy que al principio le controló el negociete de las pajas, sentando chavales a su lado, aquel acomodador que luego estuvo en el Windsor de portero con uniforme rojo de mariscal, el primero que se la benefició… Y no hablemos de su vecino el señor Folch. Así que —concluyó palmeándose las pantorrillas, masajeándolas por debajo del pantalón— dejémoslo correr, que la vida privada de una persona es cosa seria, cago en Satanás.
Calló un buen rato y miraba absorto el lado de la calle batido por el sol, pensativo y melancólico, como quien contempla el viejo escenario de un fracaso. Suau le escrutó de reojo: camándulas, pensó, hablas con segundas… Pero apreciaba su campechano sentido de la buena vecindad, su gorda desfachatez y su humor implacable y ácido, vinculado siempre de algún modo al dolor y a la muerte.
—Me voy, ahora sí —dijo Cabot, pero no se movió—. ¿Me regalas unos programas? Para el hijo de Berta, la comadrona de la calle Bruniquer, ya sabes, el pobre hace colección. Sigue en cama con el pulmón como un colador, no tiene remedio… No creo que llegue a fin de año.
Suau entró en el taller y estuvo revolviendo en una estantería metálica, entre periódicos viejos y saquitos de pintura en polvo, hasta dar con dos maltrechas cajas de zapatos llenas de programas de cine. Cogió una caja y salió.
—Usted mismo —dijo sosteniendo la caja ante el médico, que se había levantado y empezó a hurgar—. Que no lo vea Paquita; los tiene repetidos, pero también los guarda. Aunque un día se los encontrará todos en la basura… Algunos tienen más de quince años. Coja éste de Las mil y una noches en colores, al tísico le gustará.
—Ya lo tiene, y bien sobado por cierto… Creo que cada día se la pela con la María Montez, pero es igual, de todos modos la diñará muy pronto. Me llevaré unos cuantos de los grandes, y éste de la Marilyn —dictaminó con ojo clínico, incisivo—, a ver si este pandero le levanta un poco más el ánimo y por lo menos se va contento al otro barrio, el chaval.
—Coja los que quiera.
—Ya vale. A veces se necesita muy poco para hacer feliz a la gente, Suau.
—Tiene usted razón, doctor.
—Hala, a pasarlo bien.
—Hasta otra. Y gracias.
3
Asomándose desde la galería, unos veinte metros por encima de Néstor y Paquita, Jan Julivert descolgó del alambre una toalla de baño. En la esquina del edificio que daba a la calle vio aparecer el avión de papel de Bibiloni, giraba sobre el terrado y descendió planeando hasta posarse a los pies de Néstor. En las pequeñas terrazas inferiores colgaba la colada y cacareaban gallinas, y el aire denso y caliente traía la melodía de la armónica, zureos de palomas, rumor de vajilla, la voz de una madre llamando a su hija con suaves acentos del sur: Araceli, bonita, a comer.
Mientras se afeitaba oyó a Balbina tosiendo en la cama y súbitamente se preguntó, pensando en este muchacho que tocaba la armónica en el terrado de Suau, sentado junto a una pobre tullida que no tenía amigas ni apenas diversiones, cuál debió ser su reacción al descubrir un día que su madre era una puta; qué años tendría entonces y qué defensas, y hasta qué punto ese conocimiento pudo alterar su relación con el barrio, con los amigos y consigo mismo, marcándole tal vez para siempre. Y volvió a pensar en la mansa salamanquesa obstinadamente aferrada al techo, decorando una fantasía, velando el reposo de su madre… Balbina caminaba descalza por los sueños del muchacho, que seguía buscando a su padre.
Se duchó y se vistió. Por lo general, desde que trabajaba, dormía tres o cuatro horas por la mañana. Antes de comer solía acercarse al Trola a tomar una copa, compraba vino y un sifón y volvía a casa con Néstor. Si Balbina se había levantado, la mesa ya estaba puesta y comían los tres juntos.
Pero hoy no había ido al bar. Cuando Néstor llegó, él estaba en la cocina preparando una ensalada y Balbina aún dormía.
—Habría que despertarla —dijo Néstor—. Se pasa la vida durmiendo…
—Será mejor que vayas por el vino.
—Son estas píldoras que toma. Es como una droga. Se las recetó hace años este cabrón de médico y ahora no hay quien le quite el vicio. ¿Por qué no se las tiramos al wáter, tío?
—Eso debe decidirlo tu madre.
Néstor apoyó el hombro en el quicio de la puerta y reflexionó.
—Oye, ahora que tienes un empleo seguro, ¿no crees que ella podría mandar a la mierda su trabajo de camarera…? ¿O también eso lo tiene que decidir ella?
—Creo que sí. ¿Tú qué opinas?
—Que no deberías dejarla pencar de noche.
—Yo también penco de noche. Saca unos rábanos de la nevera.
Néstor obedeció y luego volvió a recostar el hombro en el marco de la puerta, cabizbajo. Mientras descabezaba los rábanos con el cuchillo, Jan le lanzó su mirada furtiva y gélida, escéptica, y añadió:
—El problema es que no gano lo bastante, ¿comprendes? Además, tenemos que darle un poco de tiempo… Tu madre está acostumbrada a que nadie le diga lo que tiene que hacer. Y eso es una gran cosa, ¿no crees? ¿Dónde está el vinagre?
Al volverse, el chico ya no estaba allí. Poco después, cuando entraba en el comedor, oyó pasos en el dormitorio de Balbina. Pensó que ella se había levantado. Pero el que salió del cuarto era Néstor. Sus pupilas parecían dilatadas por alguna visión espantable.
—¡La ha mordido! ¡Tiene unas marcas aquí! —se tocó el muslo.
—Vamos, vamos.
—¡Ha sido el dragón! —Néstor acentuó su expresión de alarma—. ¡Se ve que esta noche se ha descolgado del techo y se ha paseado por sus piernas, agggchsss…!
—Basta de tonterías. Anda, coge la botella y vete por un litro de vino y un sifón.
—Te digo que tiene unos arañazos aquí, entra y lo verás, tío. Habría que ponerle yodo antes de que se le infecte… ¿Te traigo el yodo? Por lo menos entra a verla mientras voy por el vino.
Echó a correr por el pasillo y se oyó el golpe de la puerta.
Y se va sin la botella y sin el sifón vacío, pensó. Encendió un cigarrillo, se quedó pensando un rato y luego entró en el dormitorio.
Olía a tabaco rubio del bueno y a la laca de uñas. A través de la penumbra, lo primero que sus ojos buscaron fue el tubo de somníferos en la mesilla; a su lado había una cajetilla de cigarrillos «Players» y una taza con restos de café, colillas mojadas y cerillas de madera. Balbina dormía con la cabeza ladeada, un brazo pegado a la cadera, el otro cruzado en diagonal sobre el vientre y con la mano desmayada sujetando, o más bien soltando, el borde del viso negro subido hasta la cintura: un gesto de singular ambigüedad —lo mismo cabía pensar que acababa de remangarse como que intentaba taparse en sueños— que le hizo aproximarse al lecho y mirar de cerca, tal como imaginaba que el muchacho habría deseado que mirara. Efectivamente, en el muslo izquierdo, un poco más arriba de la rodilla, se veían tres arañazos; habían cicatrizado hacía bastantes días… Pero otra cosa estaba ya reclamando su atención: una rosa roja de papel de seda en su pelo, puesta allí como en sueños y milagrosamente intacta. Se le antojó un detalle tan artificioso y temerario, esta vez, un artilugio tan endeble y a la vez simple y rebuscado, y de una inocencia tan indefensa y pueril, que durante un buen rato no pudo apartar los ojos de la rosa. Las fabricaba la cojita con un alambre, para sus guirnaldas de Fiesta Mayor, recordó… Cubrió a Balbina con la sábana, le quitó la rosa con cuidado, desenredándola del pelo, y la guardó en el bolsillo.
Antes de salir alzó los ojos al techo y la vio otra vez allí, casi descolgada, pendiendo del frágil hilo de su mentira. Fue al lavadero en busca de la escalera de mano. Cuando volvió, Balbina se desperezaba.
—¿Qué haces con la escalera…?
—Nada.
—¿Cómo que nada?
—No mires al techo.
Era prácticamente una invitación a mirar y ella miró. El bicho se balanceaba a punto de despegarse. Balbina ahogó un grito y se sentó en la cama, ladeándose, pero no tuvo tiempo de evitar la salamanquesa. Golpeó blandamente su hombro y rebotó en su pecho, cayendo panza arriba sobre la sábana. Jan, que acababa de desplegar la escalera, vio a su cuñada saltando del lecho despavorida y se la encontró en los brazos.
—Tranquila, mujer…
—¡Quita eso de mi cama! ¡Quítalo, por el amor de Dios!
—No te va a morder. Es un juguete. Mira.
Cogió el bicho por la cola y se lo mostró. Aún tenía pegamil reseco en las patitas y en el vientre. Balbina lo miró un breve instante y volvió la cabeza, seguía abrazada a él y entonces algo en la inercia y en el calor de sus caderas, en la adhesión inconsciente de su vientre firme, en su olor y en su desvalida quietud les remitió fugazmente a los dos a un remoto y vasto dormitorio con goteras y perfume de melones debajo de la cama, a una lluviosa noche en Sant Jaume del Domenys, dieciocho años atrás… Se separaron al mismo tiempo, suavemente, y él insistió:
—Míralo bien —cogido el bicho por la cola, balanceándolo—. Es de goma, de mentira. Se me ocurrió… gastarte una bromita.
Ella se ponía la bata.
—¿Tú una broma? —Rozó el juguete con la punta de los dedos—. Es asqueroso. ¿Qué te proponías? ¿Matarme de un susto? —Sonrió con una mueca dulce, maliciosa, mientras se ajustaba la bata—. Es una chiquillada… ¿Cómo se te ocurrió hacerme eso, Jan?
—Bueno, no ha pasado nada. —Guardó la salamanquesa de goma en su bolsillo y cargó con la escalera—. ¿Vas a comer con nosotros o quieres seguir durmiendo?
Todavía aturdida, Balbina alcanzó los cigarrillos de la mesita de noche y encendió uno.
—Lagarto, lagarto —entonó mirando risueña a su cuñado—. Si no lo veo no lo creo. Tú gastándome bromas… En fin. ¿Qué hora es?
—Hora de comer.
—¿Y Néstor?
—Ha ido a por vino.
Salió del dormitorio con la escalera y la intención de tirar el maldito bicho a la basura. Pero lo pensó mejor y lo guardó en un cajón de la cómoda de su cuarto, junto con la rosa de papel.
Poco después, Balbina se servía un café en la cocina. Pasó al comedor y encendió la radio y al asomarse a la galería vio a Jan sentado en el sillón, leyendo, con los pies en una silla. Recostó la cadera en la mesa camilla y le miró mientras sorbía lentamente el café. Dijo:
—¿Cómo te va el trabajo?
—No puedo quejarme.
—Pesado, ¿verdad? —No obtuvo respuesta y añadió—: ¿Has dormido?
—Sí.
—¿Quieres una copa?
—No. Vamos a comer en seguida.
Balbina desvió su atención blanda y somnolienta a la música de la radio. Alzó los ojos con aire sensiblero y tarareó algo al compás de la radio.
—Me gusta esta canción. ¿A ti no?
Jan seguía leyendo, como si la pregunta no fuera con él. Balbina apretaba la taza de café contra su pecho, con ambas manos y cierto fervor, como si fuera el viático, y miraba el vacío.
—Ya sé que es un poco tonta, pero me gusta —dijo con la voz soñadora—. Es mi canción favorita, que diría la pobre Paqui… ¿Tú nunca has tenido una canción favorita, cuñado? ¿Ni cuando eras joven y alegre?
—¿Una qué? —gruñó él distraídamente.
Balbina hizo un mohín de fastidio:
—Nada. Pensé que te gustaría hablar un rato.
Jan se acordó de su madre. Lo mismo que ella, Balbina era de esas personas que le ven a uno leyendo en casa y acuden solícitas a darle conversación porque creen que se aburre, que está muy solo. También en la cárcel había constatado el amable equívoco en compañeros de celda maleados por la soledad. No era en rigor una falta de consideración: cuando Balbina abría un libro, lo abría porque realmente no tenía nada mejor que hacer ni con quién hablar.
—Sí —dijo Jan cerrando el libro y levantándose—, creo que un trago me vendrá bien.
—Deja, yo te lo traigo.
—Gracias, cuñada.
Néstor tardó bastante en volver del bar y ellos ya estaban comiendo. Traía un sofoco y el pelo más alborotado de lo habitual y antes de sentarse a la mesa se quitó la camisa.
—¿Te has peleado otra vez? —dijo su madre mientras le servía un plato de verduras con patatas.
—No… Le he dicho cuatro cosas a uno.
—Ponte la camisa.
—Tengo calor. Oye, yo quiero de eso que ha traído el tío.
Indicó el plato con la carne redonda, que reposaba todavía en el papel de estaño con que Mercedes la había envuelto. Era un día de intenso calor. A través de la galería abierta se oía el vuelo circular de las palomas del padre de Araceli y extraños silbidos. Balbina se había duchado y llevaba una banda negra en el pelo, tenía ojeras, comía con desgana y liquidó dos vasos de sifón, uno tras otro. Néstor observó la marca de la vacuna en su brazo y luego, de reojo, a su tío sentado a su derecha. Cogió el sifón y lo agitó antes de soltar un chorro en su vaso mediado de vino; salió con tanta fuerza que salpicó el mantel y los platos. Su madre le riñó distraídamente y él se echó hacia atrás oscilando sobre las patas traseras de la silla, alargó la mano y alcanzó sobre el bufet una novela del Oeste que abrió mientras comía, apoyándola en el sifón.
Balbina fue por algo a la cocina y Néstor aprovechó para decir en voz baja, sin apartar los ojos de la novela:
—¿Viste las marcas? ¿Tenía yo razón o no?
—Te he dicho muchas veces que en la mesa no se lee.
—¿Pero se las has visto o no?
—Sí. Y no ha sido tu amiguita la salamanquesa —le miró severamente al añadir—: ¿Sabías que estos bichos, además de inofensivos, son comestibles?
—No es verdad —repuso Néstor, receloso.
—Ya lo creo. Tienen una carne muy fina. Así que, el día que lo coja, te lo haré probar. Creo que te gustará.
«El Coyote se estaba quitando el antifaz en el sótano secreto del rancho de San Antonio —leyó nerviosamente Néstor—, cuando el rumor de unos pasos precipitados en la escalera que conducía a la puerta secreta le hizo volvérselo a poner y llevar la mano derecha a su revólver…».
Pero la voz de su tío lo atrapó de nuevo:
—¿No me has oído? Mientras se come no se lee.
—Sólo esta página…
¿Por qué será tan inflexible en la mesa?, pensaba a menudo. ¿Cómo podía dárselas de fino y educado un sujeto así, un hombre que no respetaba nada, un libertario según decían, un anarquista? Nunca, ni en los días más calurosos del verano, le había visto sentarse a comer en camiseta o en pijama, nunca se levantaba de la mesa sin antes haber doblado meticulosamente su servilleta misteriosamente inmaculada siempre, nunca dejaba una miga de pan sobre el mantel ni quedaba sucio el borde del vaso en el que bebía… Manías de manual de urbanidad: con la espalda erguida, los codos pegados a los flancos, manejaba el cuchillo y el tenedor con una precisión y una pulcritud que asombraba, y, además, masticaba con la boca cerrada. ¡Hostia, qué paliza de tío!
—Dile a tu hijo —observó Jan cuando Balbina regresó de la cocina— que es la última vez que se sienta a la mesa sin camisa. Tampoco he visto que fuera a lavarse las manos.
Balbina suspiró.
—Ya lo oyes, Néstor.
—¡Es la repera comer en este plan, vaya! —protestó él, y lanzó una torva mirada a su tío—. ¿Para eso has vuelto a casa, para fijarte en mis manos…? ¿Es lo único que te interesa, estas chorradas?
—Cállate, hijo —murmuró Balbina—. Quita la novela y ve a lavarte las manos.
Jan observó sus nudillos enrojecidos.
—Has estado pegándole al saco sin los guantes. Te dije que usaras un vendaje, por lo menos.
Néstor cerró la novela bruscamente, se levantó y la arrojó al diván. Pero El Coyote, en el aire, efectuó una parábola con revuelo de hojas y se desvió para chocar en el hombro de Balbina y caer al suelo. Néstor se precipitó al lavabo.
—Se había acostumbrado a comer solo —dijo Balbina—. No seas muy severo con él.
—Lo soportará, no te preocupes.
—Pero no te das cuenta… Es muy sensible, aunque no lo parezca —bajó la voz, un poco alterada—. Y lo ha pasado muy mal desde chico, ha recibido muchos palos en la calle y en el trabajo y toda clase de burlas, reconozco que a causa mía…
—Néstor no tiene problemas contigo —opinó él—. Los tiene conmigo.
Balbina seguía el hilo de su pensamiento:
—A los doce años ya traía dinero a casa. Siempre esperó tu vuelta, pensando que, estando tú aquí, todo iba a cambiar; especialmente su madre, ¿comprendes? No sé… —como interrogándose a sí misma miraba a su cuñado, le veía masticar despacio con la boca cerrada y la vista baja, una máscara impasible—. No sé, yo creo que esperaba a alguien… distinto. ¿Y qué ha encontrado? A un hombre que le regaña por no estar presentable en la mesa y al que en cambio no parece importarle que su madre sea lo que es y que reciba a un chulo en su casa. Sí, hay que decirlo con todas las palabras, porque así es… Siempre decía: cuando vuelva el tío haremos esto y haremos lo otro, y le contaremos aquello y lo de más allá, y ya verás qué pronto se meten la lengua en el culo algunos que yo me sé, en el bar y en las tiendas, y aprenden a respetarte…
—Tranquilízate.
—… Y has vuelto por fin, ¿y qué ha pasado? Nada. Todo sigue igual y Néstor cada día más irritable y violento… —Oyeron la puerta del piso cerrándose de golpe. Balbina apartó su plato y prosiguió—: Tal vez no he sabido educarle; tal vez en algún momento, cuando estaba tan desesperada de todo, fui débil con él y alenté esas tonterías. Puede que yo también necesitara creer en algo.
—Se le pasará —dijo él doblando con parsimonia la servilleta. En un tono levemente cáustico, mirándola de refilón pero con afecto, añadió—: Mientras tanto, que aprenda a lavarse las manos antes de comer, no se le van a caer los anillos. No te levantes, yo haré el café.
Más tarde, después de ayudarla a quitar la mesa, Jan se asomó a la galería y contempló el laberinto de patios y azoteas y, al otro lado, en la trasera de los edificios de la calle San Salvador, las decrépitas vidrieras de galerías semejantes a la suya. Sobre aquella herrumbre verdegrís y geométrica, el sol fulguró súbitamente, cegador, mediante un juego de reflejos. Asustadas, las palomas zigzaguearon en formación batiendo frenéticamente las alas, buscando una salida, y se remontaron hacia lo alto… Muchas veces, a la misma hora y a muchos kilómetros de aquí, él había evocado esta cotidiana espantada de las palomas. Consultó su reloj, y no era la misma hora que la de entonces; pero la hora solar sí, y el panorama que contemplaba era el de siempre y también el puntual deslumbramiento, el familiar estallido de reflejos en los vidrios y en la descalabrada armazón de las galerías: como una explosión paralizada en el tiempo, y cuyos fulgores y onda expansiva persistieran después de veinte años.
Ciertamente, todo seguía igual.