1
Jan cerró la puerta corredera de cristal que daba a la terraza y antes de sentarse en la mecedora comprobó que la clavija del teléfono estaba en posición correcta; no había nadie en casa y él debía atender las llamadas. Una hora antes, mientras cenaba en la cocina, Elvira le informó que la señora estaba de viaje, que la señorita Isabel había llamado anunciando que se quedaba a cenar y a dormir en casa de su abuela —donde seguramente tenía al novio de amagatotis, pues la vieja estaba medio cegata, añadió la criada— y que el señor salió de casa a media tarde y aún no había vuelto. «Ojalá esta noche lo traiga alguien y usted no tenga que salir, señor Juan», había rogado la cocinera. Desde que Anselmo se había ido, a las dos sirvientas no les hacía la menor gracia quedarse solas en casa, de noche.
Debía estar lloviznando desde hacía rato, a juzgar por el estado de la terraza, pero él no se dio cuenta hasta que salió a tomar el fresco. A las doce y media sonó el teléfono. Era la señora Klein y pidió hablar con su hija. Jan respondió escuetamente: no estaba en casa y el señor Klein tampoco. No, nadie había llamado con noticias de su marido…
—Era de suponer —se lamentó ella, y su voz se alejó adquiriendo un tono más confidencial, como si ya no hablara con él, sino con alguien que estaba a su lado. Jan la oyó pronunciar el nombre de Augusto y luego captó una bien timbrada voz masculina que expresaba impaciencia o fastidio en medio de un apagado rumor de conversaciones y música bailable: «… acabarás enferma tú, mujer, deja de preocuparte»—. ¿Cómo no voy a preocuparme? Hoy tenía visita al reumatólogo y habrá ido sin Isabel. —La voz de la señora Klein volvió a Jan con nitidez y sin la menor afectación—: Usted quédese al tanto del teléfono, no se puede hacer otra cosa… Volveré mañana por la tarde. Adiós.
—Buenas noches, señora.
Sentado en la mecedora, ahora tejía con parsimonia la bufanda azulgrana mientras al otro lado de los cristales caía una lluvia fina y silenciosa sobre la terraza y el parque. Estaba midiendo a ojo el trabajo ya hecho cuando volvió a sonar el teléfono. Eran casi las tres de la madrugada.
—¿Señora Klein, por favor? —preguntó una voz decidida y juvenil.
—Diga.
—Quiero hablar con la señora.
—No está. Deme el recado…
—Es un asunto personal…
—¿Se trata de su marido?
—Sí, señor. ¿Puedo saber con quién hablo?
—Dígame lo que sea —apremió Jan.
—Pues que este señor acaba de llegar y ha organizado en el ascensor un follón que para qué…
—¿Dónde es eso?
La voz dio las señas de un meublé de ínfima categoría, en el Paralelo, e informó que el juez iba con dos fulanas y un amigo.
—¿Está muy borracho?
—Se cae, oiga.
Jan dijo que iba para allá y colgó. Se quitó las gafas y se puso la gabardina y el sombrero.
No había ningún coche en el garaje y cogió un taxi. Media hora después se apeaba al final de una breve rampa, en un túnel que parecía la entrada de un parking, y apartaba con la mano una deslucida cortina roja que daba acceso a un vestíbulo diminuto donde gemía un anticuado ascensor. El conserje, un viejo decrépito con gafas ahumadas y traje gris cruzado, leía una revista acodado al mostrador de recepción, en un cuchitril donde sonaba muy bajo una radio portátil con la correa colgada de un clavo en la pared.
—¿Es usted quien ha llamado? —dijo Jan, y en este momento se paró el ascensor que subía del sótano y salió un camarero joven y regordete con una bandeja con bebidas. El camarero le indicó por señas que aguardara, dejó la bandeja en recepción y habló con el viejo:
—Puede irse un rato, señor Cosme, yo atenderé.
El hombre cogió la radio y la revista y desapareció tras una pequeña cortina que había a su espalda.
Jan miraba al camarero.
—¿Dónde están?
—En la 12 y la 14.
—¿Llevan mucho rato?
—Poco más de media hora. ¿Quiere que llame?
—No.
Consultó su reloj, y, como si de pronto no tuviera la menor prisa, se quitó el sombrero de tela de gabardina, lo sacudió cuidadosamente y recompuso su forma, lo puso encima del mostrador, sacó los cigarrillos y encendió uno.
El camarero le observaba indeciso:
—Entonces, ¿qué hago? —señaló la bandeja—. Han pedido unas copas.
—Súbelas.
—Pero…
—Haz lo que te digo.
El muchacho se encogió de hombros, agarró la bandeja y se metió en el ascensor. Llevaba una botella de coñac sin descorchar, copas, dos cafés con leche y dos bocadillos de jamón y queso.
Cuando bajó, Jan le pidió una ginebra con agua y la pagó. Parecía abstraído y el camarero le miraba con curiosidad. Jan volvió a consultar su reloj. Llevaba la gabardina bastante mojada en los hombros, pero no se la quitó. Recostado contra el mostrador, apoyándose en el codo, miró nuevamente su reloj y luego al chico y dijo:
—¿Cómo te llamas?
—Fermín.
—Esta ginebra que me has dado huele a rata muerta.
—No tengo otra. —De pronto una idea inquietante cruzó por su cabeza—: ¿Usted es el que ha cogido el teléfono…? No será usted de la bofia…
Jan negó con la cabeza, distraídamente. Agitó el contenido del vaso y, con aire de sueño y de fatiga, se recostó un poco más sobre el costado.
—¿Dos parejas, has dicho?
—Sí —dijo el camarero—. Habitaciones en la misma planta, ya me entiende…
—¿Y si viene una inspección?
—Qué va. Además —sonrió malicioso—, yo qué sé lo que hacen los clientes.
—¿Y de qué conoces tú a este señor?
—Una vez su amigo lo dejó tirado en el pasillo. No éste que lo ha traído hoy; era un tío pencas, un melenudo con un anillo de oro en la oreja. Vinieron con dos furcias que oiga, vaya pendones. Entre todos le dejaron sin una pela y además se hizo daño en la clavícula al caer… Él mismo me pidió que llamara a su casa, figúrese cómo estaría el pobre…
—¿Quién vino a buscarlo?
—Nadie. Su mujer me pidió que lo llevara en un taxi.
—¿Ha vuelto, después de eso?
—Un par de veces.
—¿Por qué no has avisado?
—Se ha portado bien. Ella me dijo de avisar solamente si le veía muy mal, de no poder valerse… Como hoy, que lleva un pedo de campeonato. —Abrió mucho sus ojos negros avispados y agregó—: Oiga, aquí nadie debe saber que yo he llamado, ¿eh? Si el jefe se entera perdería el empleo. Esto lo hago como una especie de favor.
—¿Y qué te sacas por esa especie de favor?
—La señora me dio veinte duros y un cartón de tabaco rubio.
Jan se llevó la mano al bolsillo.
—El rubio lo venden en los estancos —dijo mientras sacaba un billete de cien y lo ponía sobre el mostrador—. Llama un taxi y que espere en la puerta. ¿Has dicho primera planta?
El chico repitió los números mientras le abría el ascensor. Jan subió hasta la primera planta y se internó por un pasillo en penumbra, alfombrado con una estrecha arpillera teñida de verde y polvorienta. Llamó a la puerta 12 con los nudillos al mismo tiempo que abría girando el pomo con la otra mano.
Sentadas al borde de la cama, frente a una banqueta conteniendo restos de bocadillos y las tazas de café con leche, dos mujeres interrumpieron su charla y se volvieron a mirarle. Parecían recién llegadas o a punto de irse y las dos iban muy puestas y maquilladas y con impermeables de transparente plástico lila echados sobre los hombros; una se arreglaba las cejas con una pinza y un espejito, y la otra fumaba un cigarrillo. Él se disculpó torvamente y cerró la puerta.
La 14 estaba cerrada por dentro. Llamó suavemente y a la voz de «¿quién?» respondió «camarero». Cuando abrieron metió el pie entre la puerta y el quicio y empujó. Vio a un joven rubio, con pelo de cepillo, que se hacía a un lado con expresión de sorpresa y en seguida de fastidio. Llevaba una toalla sujeta a la cintura a modo de falda y calcetines rojos. Se oía el chorro de un grifo en el baño contiguo, cuya puerta estaba abierta. Luis Klein yacía desnudo sobre la cama, bocabajo, el brazo estirado hacia la botella de coñac de la mesilla; dejó caer el brazo y se quedó inmóvil. Jan apartó los ojos de él, tiró el sombrero sobre la cama y echó un rápido vistazo al deprimente cuarto sin ventanas. Las sucias paredes eran de un color fresa pálido, barridas por luces ocultas y torcidas bajo adornos de yeso despintado y roto.
Con las manos en los bolsillos de la gabardina, miró a Julio Lambán.
—¿Me conoces?
—Sí… De oídas.
Se había cruzado de brazos y chasqueó la lengua. Jan indicó a Klein con la barbilla.
—Vístele, tengo un taxi esperando.
—No hacía falta entrar así —dijo Lambán en tono dolido. Tenía una voz soñolienta, con una leve ronquera—. No le ocurre nada.
—He dicho que lo vistas. Vamos, muévete.
Julio Lambán le miró unos segundos con aire tranquilo y luego se dio media vuelta encaminándose al otro lado de la cama. Jan observó los movimientos elásticos de su cuerpo largo y lívido, el delicado vigor de sus flancos y la fuerza en reposo de sus hombros un poco encogidos. Al otro lado de la cama había ropa en una silla y algunas prendas por el suelo. Después de recogerlas, Lambán fue a cerrar el grifo del cuarto de baño y al volver dijo, en un tono levemente irónico:
—¿Por qué se toma tantas molestias? Sé dónde vive, yo mismo le habría acompañado…
—Te aconsejo que no vuelvas por allí.
—Oiga, ¿de qué presume usted, de protector? Usted no manda en él. Y no podrá controlarlo, nadie puede, ni siquiera yo.
Jan no le prestaba atención. Miraba la espalda del juez; una gran cicatriz en forma de lagarto brillaba como la púrpura sobre su paletilla derecha. Lambán había empezado a vestirle, y al incorporarlo, aunque lo hizo sin brusquedades, Klein emitió un gruñido. El muchacho aproximó los labios a su oreja:
—Señor Klein —llamó suavemente—. Eh, oiga… Nada, está roque.
—¿No había un sitio peor donde llevarle? —dijo Jan tras echar una nueva ojeada al cuarto.
—A él le gusta porque no hay espejos.
—No te entretengas, se hace tarde.
—Las putas no han cobrado.
—Luego te ocuparás de eso. —Reflexionó un rato y añadió—: ¿Y por qué esta comedia? ¿Por cubrir las apariencias?
El muchacho se encogió de hombros.
—Él lo prefiere así.
Tenía a Klein sentado en la cama y le ponía un liviano jersey blanco de cuello de cisne. Con la barbilla en el pecho, la despeinada cabeza apoyada en el hombro de Lambán, Klein parecía un muñeco desarticulado y murmuraba incoherencias. Cuando le tuvo vestido, el joven rubio lo recostó suavemente de espaldas y empezó a vestirse él. De vez en cuando miraba a Jan con el rabillo del ojo. Viejo y cansado, pensó. Le vio acercarse a la mesilla de noche y coger el reloj y el billetero de Klein. Debajo del billetero había un talonario de tapas azules. Jan lo guardó todo en el bolsillo de la gabardina y permaneció de espaldas a Lambán, que tenía un pie en la cama y se ataba el cordón del zapato. En el respaldo de la silla colgaba una cazadora de cuero.
—¿Es tuya?
Lambán asintió. Jan registró los bolsillos y sacó una agenda, un pañuelo, dos sobres con aspirinas y un pequeño peine verde, y lo fue tirando sobre la cama.
—Eh, ¿qué hace?
—Vacía tus bolsillos —ordenó Jan acercándose a él.
Lambán apartó las manos del zapato y las cruzó apaciblemente sobre la rodilla doblada.
—¿Lo dice en serio? Creí que en la cárcel le habrían quitado esa mala costumbre.
—Ya ves que no.
—No querrá usted que se la quite yo, ¿verdad? —Irguió la cabeza y los nervios de su fornido cuello se tensaron—. Ya es un poco mayorcito para andar por ahí fastidiando al personal, ¿no le parece?
Jan se llevó la mano derecha a la mejilla izquierda y se rascó con el dedo.
—¿Tu hermano no te previno contra mí, muchacho?
—Sí que lo hizo. Me reí mucho —dijo Lambán—. Así que ya puede esperar sentado, a mí no me registra nadie…
El revés de la mano le giró la cara y cuando se revolvía Jan se la centró con la izquierda; la mandíbula de Lambán se dirigió resueltamente al encuentro de la mesilla de noche, con una expresión anhelante y ciega en el rostro, pero fue la nariz la que chocó con el canto. Lanzó un aullido y se levantó maldiciendo para tropezar con el puño del intruso en la boca del estómago. Lambán se encogió y giró como una peonza, sentándose en la cama. Con ojos de pasmo y la boca abierta, sin resuello, miró un instante a Jan preguntándose el porqué de un castigo tan duro… Luego, doblado por el dolor, la cabeza en las rodillas, no podía introducir las manos en los bolsillos del pantalón para mostrar el forro. Se tomó tiempo y finalmente se incorporó un poco y pudo hacerlo, mientras Jan hurgaba en su bolsillo trasero, del que sacó un talón bancario. La cifra era de cinco mil y llevaba la firma de Klein.
—¿Tu amo Raúl conoce estos ingresos?
—No… Son asuntos privados, ¿entiende, maldito cabrón? —aspiró por la nariz y escupió una saliva rosada—. ¿Con qué derecho…? ¿Qué va usted a hacer?
Creyó que iba a romper el talón a trocitos; lo tenía cogido como para hacerlo. Pero Jan examinó la cifra una vez más y luego miró al muchacho.
—Creo que no vales tanto. Pero lo sabremos en seguida.
Se guardó el talón y cogió a Lambán por el cuello de la camisa.
—A ver, explícate. ¿Cuál es el negocio?
—¿De qué me está hablando…? ¿Es que uno no puede aceptar el regalo de un amigo?
—No me refiero a eso. Ya veo cómo te ganas tú la vida. Quiero saber cómo se la gana tu amo, y si también es a expensas de él —indicó a Klein con la cabeza—. Empieza.
—Yo no sé nada… Este dinero es mío, devuélvamelo.
—Aún te lo puedes ganar. Veamos. Raúl Reverté conoció a este hombre hace algo más de un año por mediación tuya. Empecemos por ahí.
Lambán masculló insultos en voz baja. Luego se fue serenando. Con la voz deprimida dijo:
—Yo no era más que el barman… Sólo me ocupaba del bar y de que no faltaran bebidas en las fiestas de Silvia, pero yo no iba.
—¿Quién es Silvia?
—La amiga de Raúl. Tiene un dúplex en la Barceloneta con vistas al puerto… Si no me suelta la camisa no puedo hablar. —Hizo una pausa y tanteó su nariz con el pulgar—. Antes de aparecer usted, el señor Klein asistía a las juergas de Silvia invitado por Raúl y a veces se quedaba a dormir allí… Pero yo no iba, nunca me cayeron bien los amigos de Silvia, demasiado loquitos…
—Todo eso no me interesa —le cortó Jan—. Háblame de Raúl.
—Un respiro, oiga.
Sentía una quemazón creciente en el interior de la nariz. Cerca, en algún cielo raso, se oía la lluvia rebotando con fuerza en los cristales. Klein seguía dormido; sus párpados abotagados se entreabrieron un instante dejando ver una rajita de ojos glaucos. En la habitación contigua sonaban pasos, un taconeo femenino. Lambán no se libraba de la mirada fría e inquisitiva de aquel hombre y comprendió que tendría que desembucharlo todo… o casi todo. Recompuso el cuello arrugado de su camisa y dijo:
—Que no se entere Raúl que le cuento todo eso.
—Continúa.
—Tampoco es ningún secreto, vaya —consideró Lambán, y volvió la cabeza para dirigir a Klein una mirada entre burlona y compasiva—: Aunque éste ni se enteró que le metían en un embolado… Se ve que toda su vida ha sido un reprimido, y tenía ganas de soltarse el pelo.
Contó cómo Raúl Reverté se dio cuenta de ello en seguida, y cómo, asistido por Silvia, le proporcionó lo que andaba buscando con las mayores garantías de discreción e impunidad… Estableció con él una complicidad parrandera, aparentemente banal y desinteresada, una dependencia estricta de amigotes noctámbulos y borrachines cuyos excesos Lambán nunca compartió —insistió el muchacho mirando a Jan con recelo: su amistad con el señor Klein era otra cosa— y luego, cuando le vio convertido en una loca desorejada, Raúl empezó a frecuentar su despacho buscando el intercambio de favores. Así de sencillo.
—Su despacho de asesor jurídico en el…, ¿cómo se llama? —vaciló Lambán—. ¿Sector del Consorcio…?
Contuvo un gemido y se apretó el estómago con ambas manos. Jan había recostado el hombro contra la pared, frente a él, y le observaba atentamente. «Consorcio de la Zona Franca», corrigió. Lambán asintió, añadiendo con la voz desganada que al principio Raúl sólo utilizó la influencia de Klein para resolver asuntos de poca importancia relacionados con la delegación de Hacienda y cosas así… Pero su intención era picar más alto, y esperó su oportunidad.
—Este invierno pasado, la empresa del señor Klein efectuó unas expropiaciones de terrenos en el Prat y Raúl intervino con su gente en un trabajo previo, al parecer bastante sucio…
—Procura ser más claro.
—No me gusta hablar de eso, no estoy muy enterado. —Se mordió el labio y bajó la cabeza—. Se ve que algunos propietarios no estaban conformes con la indemnización y plantearon problemas, no querían irse. Entonces aparecían los amigos de Raúl, les iban a visitar…, ¿entiende? Por iniciativa propia, digamos. Oficialmente Raúl nunca ha tenido nada que ver con la empresa.
Jan meneó la cabeza señalando al juez:
—No veo a este hombre contratando bajo mano los servicios de un matón. No le veo llevando ningún asunto del Consorcio ni decidiendo nada, no está capacitado…
—Hace un año no estaba tan jodido —repuso Lambán—. No de la cabeza, por lo menos. De todos modos, y por mediación suya, Raúl ya había empezado a relacionarse con otros jefazos. Quizá directamente no lo tramitó con el señor Klein, no lo sé; pero solían comentar estos asuntos, desahucios ilegales y todo eso… Ahora ya no, ahora es diferente. —Volvió a mirar al borracho con velada conmiseración y agregó—: Él no quería contarme nada. Procura mantenerte al margen, Julito, me decía, deja que este trabajo lo hagan los charnegos de Raúl… Se refería a dos camareros del «Calipsso» que el jefe reclutó en Can Tunis, usted ya los conoce, según me han dicho.
Jan asintió. Encendió un cigarrillo y dijo:
—¿Y cómo están ahora las cosas?
—Oiga, le he dicho todo lo que sé —suspiró el muchacho—. Vámonos ya, coño.
Se levantó encarándose con él, los brazos en jarras, y aguantó su mirada. Jan admiró un instante la simetría atlética del mentón juvenil respecto al cuello poderoso sobre el que se asentaba, una familiar combinación de bisoñez y de virilidad.
—Devuélvame el talón. Al señor Klein no le gustará lo que ha hecho…
—Siéntate y procura calmarte. No hemos terminado.
—¡¿Pero qué quiere?! ¡¿Qué pierda mi empleo?! Si Raúl se entera de esto me echa a la calle.
—No perderías gran cosa. Siéntate.
Lambán le volvió la espalda y dio unos pasos por la habitación, la mano en la mandíbula, moviéndola de un lado a otro. De pronto notó un flujo caliente en la nariz, que resbaló hasta sus labios. «Mierda, —dijo sentándose al borde de la cama—, ¿lo ve?». Cogió el pañuelo que estaba a su lado y contuvo la hemorragia echando la cabeza hacia atrás.
Jan se asomó al cuarto de baño y echó un vistazo, volviendo a su sitio. Cuando cesó la hemorragia, Julio Lambán arrojó el pañuelo manchado contra la pared. Abatido, dijo:
—¿Qué hostias anda buscando?
—Hablaremos cuando te calmes.
—Déjese de puñetas. ¿Qué quiere saber?
—Más cosas de Raúl Reverté.
—Le va muy bien, mejor que a usted —masculló el muchacho con rabia—. Le va de puta madre, ¿sabe? Ahora lleva una empresa que saca arena del delta del Llobregat, una zona que pertenece al Consorcio. El jefe es un tío listo, ¿sabe? Los permisos de extracción los obtiene de la Jefatura de Minas por mediación del señor Klein, que tiene un amigo en el Consorcio, un tal Gamero, cuyo yerno trabaja en la Jefatura…, ¿entiende? Pues vaya aprendiendo. Y Raúl vende la arena a las constructoras, un negocio muy bueno, sí señor. Tanto es así, que está pensando en traspasar el «Calipsso», ya no le interesa.
Jan meditó unos segundos.
—Poco después de salir yo de la cárcel —dijo mirando el cigarrillo entre sus dedos—, cuando la idea de trabajar para Klein ni siquiera se me había ocurrido. Raúl te envió al bar Trola a husmear lo que estaba haciendo. ¿Por qué?
—Creía que usted había vuelto para… matar a este hombre.
Jan negó con la cabeza.
—Raúl no te diría eso.
—Más o menos. Yo sabía algo por mi hermano Pedro y entonces me acordé… ¿El señor Klein no había sido juez o algo así, hace años…? —inquirió Lambán, ahora con mal reprimida curiosidad—. ¿Verdad que sí? ¿Ustedes no se la tenían jurada, toda esa pandilla de locos exaltados que iba con mi hermano, aquellos maquis o como se llamen…? No lo niegue, lo sé por Pedro.
—Sigue.
—Pues por eso estaba preocupado Raúl desde que salió usted de la cárcel. Supo que estando todavía preso usted había hecho averiguaciones sobre el señor Klein y su mujer… Me dijo: si este loco se ha propuesto acabar con don Luis Klein Aymerich, adiós negocio. —Lambán sonrió torvamente al añadir—: Raúl se pasó dos meses yendo de culo, pero luego se tranquilizó.
—¿Era él quien llamaba a mi cuñada?
—Sí.
—¿Hizo por verla alguna vez?
Lambán tanteó sus fosas nasales con el dedo.
—¿Cómo voy a saberlo? No joda más, ¿quiere? Y déjeme ir ya.
—Te irás cuando yo diga. —Indicó a Klein con la cabeza y añadió—: ¿Sales con él por iniciativa propia o es idea de Raúl?
—Raúl desea que le vigile… Yo sólo había estado con él una vez, y más bien se me quitaron las ganas. Este hombre se está matando, oiga; se zampa las pastillas de codeína con martinis. Y sufre la hostia, tiene dolores de espalda y de piernas, una vértebra dislocada, artritis, flebitis, no puede dormir por las noches, la tira, vaya… Dice que tiene problemas con el equilibrio; a veces, para cruzar una habitación, tiene que armarse de valor… El tío va drogado todo el tiempo y encima bebe como un cosaco. Raúl le sugirió un acompañante, un amigo que se ocupara de él, alguien decidido y lo bastante fuerte… por si se metía en líos. Bueno, así empezó la cosa. Un trabajo parecido al suyo, mitad enfermero y mitad guardaespaldas… Y mire, acabé tomándole afecto, pobre diablo —añadió volviendo la cabeza hacia Klein—. De acuerdo, le he sacado algún dinero, pero no me he portado mal con él… Bah, usted no puede entenderlo, es demasiado animal y además un viejo rencoroso y chaquetero.
Se incorporó arqueando la espalda, las manos en los riñones. En el rubio pelo de cepillo, sobre la frente amplia, impoluta, se formaba un pequeño remolino dorado. Jan dejó caer el cigarrillo y miró al juez; se había volteado y yacía bocabajo, resoplando. Sacó del bolsillo el talón bancario y lo echó sobre la cama.
—Coge tus cosas y vete.
Con sonrisa displicente, el muchacho se guardó el talón, su agenda y su peine. Vio los cordones sueltos de los zapatos de Klein y se los ató, e inmediatamente, sacando de nuevo el peine, se arrodilló sobre la cama, volteó al juez con delicadeza, alzó un poco su cabeza y empezó a peinarle. «Llévelo presentable, por lo menos», murmuró sin ironía ni afectación alguna. Se esmeró con el peine, daba la impresión de haberlo hecho toda la vida.
Jan le miraba en silencio.
—La última vez que te vi —dijo al cabo de un rato— tenías diez años y te entrenabas en el gimnasio de tu hermano. Parecías un chico listo.
—Ah. Quiere decir que ya no lo soy.
—Si lo fueras no estarías aquí sangrando por la nariz.
Lambán esbozó una sonrisa burlona.
—Vale, ya sé lo que viene ahora. Que debería cambiar de vida y buscarme otro trabajo, y volver a casa con mi hermano y portarme bien y toda esa gaita, ¿verdad?
—Nunca le he dicho a nadie cómo ha de vivir.
—¡Venga ya! Usted es como mi hermano, que siempre anda sermoneando a la gente y no es más que un infeliz, un muerto de hambre… —Soltó a Klein y se incorporó—. Un gilipollas y un tocho, eso es mi hermano, un jodido idealista. Toda la vida conspirando no sé qué hostias en compañía de cuatro mangantes desgraciados, esperando el cambio, darle la vuelta a la tortilla, ¿y qué tiene ahora? Una mujer enferma y amargada, un piso de mierda y deudas… A mí no me pasará esto.
—Me tiene sin cuidado lo que pueda pasarte —dijo Jan con la voz cansada. Cogió la cazadora del respaldo de la silla y la arrojó contra él—. Pero juraría que no será nada bueno, si sigues con el Mandalay. En todo caso este chollo —indicó al juez con la cabeza— se te acabó. Lárgate.
Mientras se ponía la cazadora Lambán advirtió que aún le sangraba un poco la nariz y miró en torno buscando el pañuelo. Jan alcanzó la toalla sobre la cama y se la ofreció, pero él no hizo caso.
—No le va el papel de fiscal, ¿sabe? Usted ha estado en la cárcel muchos años por ladrón y estafador, ha quebrantado la ley cientos de veces con el revólver en la mano. Usted es un atracador. Y la política, cuando le ha convenido, se la ha pasado por el culo. Así que no venga a darme lecciones de moral…
Jan se pasó la lengua por las encías, entornó los párpados con una mansedumbre irónica y dijo:
—He venido a romperte los morros, muchacho. Creí que lo habías notado.
El joven rubio masculló algo y alcanzó la puerta de dos zancadas.
—Volveremos a vernos.
—Espero que no —repuso él—. Apártate de Klein, no quiero que nadie me dé más trabajo del que me da él. Y a propósito: si alguna noche le ves bebiendo en lo de Raúl, te conviene llamarme.
Julio Lambán le miró fijamente un instante, luego le volvió la espalda, abrió la puerta y salió cerrando de golpe.
2
Durante la vuelta a casa, bajo un aguacero que golpeaba con fuerza la capota del taxi, Klein dormitaba con la cabeza apoyada en el hombro de Jan. A ratos tenía sobresaltos, manoteaba el aire y luego volvía a caer en un sopor. Cerca de casa abrió los ojos y miró el perfil huraño del guarda desde una remota conciencia encharcada en el pavor, murmuró «está muy lejos» y, en medio de espasmódicas sacudidas, vomitó una bilis interminable sobre el asiento y la gabardina y los pantalones de Jan.
La lluvia lo espabiló un poco mientras cruzaban el jardín. Lo subió a su cuarto y lo desnudó, acostándole en la cama. Klein estaba excitado y volvía a trasudar aquella sordidez mental que crispaba a Jan:
—¿Dónde está mi mujer?
—Durmiendo.
—¿Aún no se la ha cepillado, señor guardabosques? —farfulló riéndose—. No sé a qué espera. Yo no voy a estar toda la vida saliendo de noche…
—Estese quieto.
—¿Por qué miente, perro? Ella no está en casa…
—Volverá mañana. Duérmase.
Después buscó en el armario un pantalón limpio, cogió la ropa apestosa de Klein y la envolvió en su gabardina, apagó las luces, bajó a la cocina, entró en el cuartito de la lavadora y echó el envoltorio al cesto de la ropa sucia. Se quitó los pantalones, se puso los de Klein y tiró los suyos al cesto. En el fregadero de la cocina se lavó las manos y cogió un vaso, apagó las luces y se encaminó hacia el salón. Eran las cuatro y media. Le echó ginebra al vaso hasta más de la mitad, lo acabó de llenar con agua del hielo deshecho en la cubeta y se sentó en la mecedora. Más allá de la terraza, borrosa tras los cristales azotados por la lluvia, el viento zarandeaba los abetos del parque y el farol encendido del pabellón. El aguacero caía oblicuo y tamizado por un vivo resplandor. Bebió un sorbo de ginebra, y, al apoyar el vaso sobre el muslo, notó un pequeño objeto metálico en el bolsillo. Metió la mano y sacó el pasador del pelo de Virginia Klein que el juez solía ponerse en la corbata —o era tal vez el pasador de corbata de Luis Klein que su mujer solía ponerse en el pelo, rumió irónicamente— y lo estuvo mirando largo rato, mientras bebía, y luego lo dejó en la mesita junto a sus gafas y la labor de punto. Volvió a beber, sacó el pañuelo, frotó con él sus zapatos mojados, retomó la labor…
Y aun así, aun aferrándose de forma implacable a esta atrafagada cadena de cometidos triviales pero llenos por lo menos de sentido práctico, inmediato, aun así volvió a experimentar súbitamente en su ánimo el tirón hacia abajo, el mismo vértigo que sintiera el primer día de cautiverio en una fría celda del penal de Burgos, años atrás, cuando algo le hizo comprender de pronto que su vida se descolgaba de la vida, que perdía pie, que ya nada volvería jamás a tener sentido, ni siquiera los recuerdos.
Se levantó, abrió la puerta corredera de cristal y vomitó en la terraza, bajo la lluvia.