1
Después de desayunar en la cocina, un poco más temprano de lo habitual —era miércoles y tenía que llevar al juez a la clínica—, Jan sacó de la nevera la carne redonda envuelta en papel de estaño, la guardó en su cartera de mano y dio las gracias a Mercedes despidiéndose hasta la noche, por si luego no la veía; generalmente, al volver de la clínica, Klein se ponía al volante y él bajaba del coche para abrir la verja, luego cerraba y se iba a casa.
También era el juez, y siempre puntualmente a las nueve menos cuarto, quien sacaba el Packard del garaje —una maniobra que le ayudaba a despertarse del todo, según él, y que aliviaba sus calambres matutinos— mientras Jan le esperaba en la calle, delante de la verja que Anselmo ya tenía abierta. El viejo ordenanza, con la manguera de regar en la mano y sentado en un banco, ensimismado, rociaba una hilera de hortensias. Jan avanzó hasta el centro de la calle con la cartera en el sobaco y encendió un cigarrillo. No pasaba nadie y sólo se oía el piar de los pájaros detrás de los altos muros que ocultaban los jardines. A unos doscientos metros calle abajo, junto a la frondosa buganvilla malva que colgaba en la esquina de un jardín, un hombre delgado con mono de mecánico y una gorra a cuadros jovialmente encasquetada en la nuca, se inclinaba bajo la capota alzada de un viejo «Balilla».
Jan le observó atentamente.
Luis Klein salió muy erguido al volante del Packard y con chirrido de frenos. Iba escudado tras unas severas gafas de sol, estaba muy pálido y acusaba los excesos de la víspera, pero parecía haber recuperado el dominio de sí mismo. Paró junto a Jan echando el freno de mano, abrió la portezuela y se corrió al asiento contiguo.
—Las mujeres no entienden nada —se lamentó—. Conducir es bueno para la resaca y además aplaca los nervios… Suba, ¿a qué espera?
Jan apartó los ojos del mecánico, tiró el cigarrillo y se sentó al volante.
—Su esposa sabe lo que le conviene a usted —comentó mientras dejaba la cartera en el asiento trasero. Pisó el embrague y el pedal del freno, puso la primera y soltó el freno de mano. Lo hacía siempre con el mayor cuidado y empleando más tiempo del necesario, y Klein le miraba irónicamente con el rabillo del ojo.
—¿Tanta necesidad tenía, Mon?
—¿A qué se refiere?
Dejó que el coche se deslizara lentamente cuesta abajo.
—Usted no ha cogido un coche en su vida más de una docena de veces, o llevaba muchos años sin cogerlo… ¿Por qué se dejó convencer por mi mujer?
—No quería perder el empleo. ¿Le parece mal?
—No. Me hace gracia.
Jan guardó silencio un rato y luego dijo:
—¿Hoy no tiene que ir a la oficina?
Klein suspiró.
—Debería ir, si no quiero que me echen. Déjeme en la clínica y puede irse, cogeré un taxi cuando salga… Y quite el pie del freno, Fangio, o le morderá —sonrió dejando emerger por encima de la resaca el tono irónico de la víspera—. Dígame, Mon, ¿cometí alguna barbaridad irreparable anoche?
—Haría bien alejándose de ese tipo; el del anillo en la oreja.
Aminoró la marcha.
—¿Antonio? —dijo Klein—. Es un fresco, pero simpatiquísimo… ¿Qué ocurrió?
Pasaban junto al «Balilla» y Jan se volvió a mirar al hombre del mono.
—¿Me oye? —dijo Klein—. ¿Qué está mirando? ¿No teme estrellarse a esta velocidad de vértigo, hombre de Dios…?
—Creí que era un viejo amigo.
—¡Al diablo con los viejos amigos!
Y estirando la pierna hacia los pies de Jan, pisó el acelerador a fondo.
2
Cuando llegó a casa eran las diez y Néstor ya se había ido al trabajo, Balbina aún dormía y el gato le esperaba en la cocina. Al verle abrir la cartera empezó a maullar y a restregar el lomo en sus tobillos. Jan puso un trocito de carne en su plato y guardó el resto en la nevera. Sobre el mármol de la cocina había un billete de cien pesetas y la bolsa del pan, vacía.
Volvió al recibidor, descolgó el teléfono y marcó un número.
—¿Bataller…? Soy Jan.
—Hola, qué hay.
—Escucha. Le prometí a mi sobrino un saco de entrenamiento y no sé de dónde diablos sacarlo… Me estaba acordando de Lambán.
—¿Te refieres al Rubio?
—Sí. ¿No tenía un gimnasio por San Andrés?
—Se mudó hace siete u ocho años. Ahora está en la calle del Oro, en Gracia. —Hizo una pausa y añadió con la voz resabiada—: Si esperas que te informe acerca de nuestros amigos del tiro al plato, no pierdas el tiempo. También él dejó el club… ¿entiendes?
—Lo sé. Dame la dirección y el número. —Mientras lo anotaba agregó—: Alguien me dijo que había vuelto a su antiguo oficio de camarero.
—A temporadas, y sólo de noche. Hace un par de años me lo encontré sirviendo en el bar Marisol de la plaza Gala Placidia.
—¿Cómo le va?
—Mal. El gimnasio no le da un duro y tiene a la María muy enferma. Por eso hace horas extra con la chaquetilla… Al Rubio siempre le gustó vestir de smoking, ya sabes lo presumido que era.
—Sí. Bueno, gracias.
—¿Piensas hacerle una visita? No se alegrará de verte…
—Adiós, Bataller.
Colgó. Cuando entraba en el baño oyó pasos amortiguados en el corredor y en la cocina y casi en seguida la puerta del piso cerrándose sin apenas ruido. Se duchó y se afeitó, y al ir a peinarse no encontró ningún peine. En la repisa siempre había dos, además del cepillo de púas de alambre que usaba Balbina. Pensó que Néstor habría dejado alguno en su cuarto, pero no, y tampoco los encontró en la galería. Vio la puerta entornada del cuarto de Balbina y pensó otra vez en Néstor… Se ajustó mejor la toalla liada a la cintura y entró sin hacer ruido.
Su cuñada yacía bocabajo, casi enteramente cubierta por la sábana. El cuarto olía a humo de cigarrillos rubios y a sudor, él apenas dirigió una mirada al lecho; los dos peines y el cepillo estaban efectivamente en la mesilla de noche; la sábana tenía una pesada textura de humedad y gravidez y se adhería a las nalgas de Balbina como si el aire de un ventilador la aplastara desde el techo; en la mesilla había dos tazas con restos de café, la rodilla doblada emergió un momento bajo la sábana y, al coger el peine, Jan observó también que una de las tazas había sido utilizada como cenicero y contenía colillas espanzurradas… Salió del dormitorio con la misma discreción que entró.
En la cocina ya no estaba la bolsa del pan ni el dinero. Fue a su cuarto y se vistió con una premura repentina que, sin embargo, por la precisión de los movimientos, parecía tener ensayada mil veces, y luego, mientras se ajustaba los puños de la camisa limpia, salió al balcón y miró la puerta del Trola. Néstor estaba cargando una caja de botellas en la carretilla.
Dos minutos después estaba a su lado con la americana echada sobre los hombros y las manos en los bolsillos del pantalón.
—¿Adónde llevas eso?
—A la calle Tres Señoras —dijo Néstor, y en un tono de resentimiento—: ¿Tampoco hoy le has visto? Acaba de salir a comprar el pan.
Su tío miraba la carretilla cargada.
—¿Vuelves de vacío? —preguntó.
—Sí —gruñó Néstor—. ¿Por qué?
—Te acompaño. De paso iremos a ver a un amigo que tiene un gimnasio. ¿No querías un saco?
Néstor se tragó su mal humor. Caminó resuelto empujando la carretilla, entregó el pedido sin esperar propina y después siguió a Jan Julivert hasta la calle del Oro, cerca de la plaza del Diamante.
Era una planta baja; al fondo de un oscuro zaguán, donde resonaban voces de parvulario, había una angosta escalera con barandilla de hierro pringoso y debajo una puerta entornada. Antes de entrar, Néstor se fijó en el rótulo: GIMNASIO LAMBÁN. El apellido le sonaba de alguna conversación entre su madre y el viejo Suau acerca del famoso asalto a la fábrica de coches de Hospitalet: el tercer hombre que no compareció cuando más falta hacía, el amigo cobarde cuya misión aquel día era estar con una furgoneta en el lugar convenido y a la hora convenida… y no estuvo.
Su tío le hizo entrar la carretilla en el zaguán y dijo:
—Déjala aquí y ven conmigo.
El gimnasio era un local pequeño y mal ventilado, de paredes literalmente cubiertas de carteles anunciando veladas de boxeo y de lucha libre con nombres que para Néstor ya empezaban a ser leyenda: Luis Romero, Boby Ros, Fred Galiana, Tarrés Cabeza de Hierro… Olía a serrín mojado y sólo tenía una ventana baja y alargada que daba a un patio interior, donde se veía un retrete y una ducha. Además de algunos aparatos de gimnasia, había todo lo necesario para el entrenamiento de un púgil: espejo, comba, punching-ball y saco. Con un espejo así, pensó Néstor, corregir defectos y adquirir estilo debe ser cosa fácil. En un rincón había una pequeña garita de vidrios sucios con una mesa llena de papeles, un teléfono y dos sillas. En el rincón opuesto, un muchacho con calzón corto y destrozadas bambas azules saltaba a la comba con ojos de poseso; movía los pies a una velocidad tan vertiginosa y con tal variedad de saltos y cambios de ritmo, que Néstor se le quedó mirando fascinado. No había nadie más, salvo un hombre en cuclillas revisando el mecanismo de un aparato de remos.
Se incorporó al verles entrar y, con cierto apresuramiento, le pareció a Néstor, se frotó las manos sucias de grasa con un trapo. Era un tipo esbelto y rubio, de fina cintura y anchos hombros, de unos treinta y cinco años. Vestía una camiseta blanca de manga corta y usaba muñequeras de cuero hasta la mitad de sus robustos brazos lampiños, de piel lechosa.
—Hola, Lambán —dijo Jan con la voz neutra, y, al volverse ligeramente para observar al muchacho que saltaba a la comba, rehuyó el deseo o la necesidad de estrechar la mano que ya le tendía el otro—. Éste es mi sobrino.
—¿El hijo de Balbina? —le dio la mano al chico—. Vaya, cómo ha crecido.
Algo en su rosada expresión de suficiencia, en sus finas cejas altas y en el parpadeo constante de sus enrojecidos ojos de invisibles pestañas, le recordaban a Néstor al joven igualmente rubio y de apariencia musculosa que un día estuvo en el bar preguntando por su tío…
—Me dijeron que habías salido —decía Lambán—. Y que ya trabajas. Me alegro de verte, hombre… ¿Quieres beber algo? ¿Una cerveza?
—Ahora no. Veo que has trasladado el negocio.
—Tuve que hacerlo. Las he pasado muy putas, Jan —seguía frotando vigorosamente sus dedos en el sucio trapo deshilachado y con cada presión de la mano se encabritaban los músculos de su antebrazo. Parecía un hombre fuerte, pero con esa fortaleza agarrotada y pesarosa que exuda un excesivo desarrollo de los dorsales. Néstor observó también su débil mentón, levemente caído. Con la voz más deprimida, Lambán añadió—: Sentí mucho lo que pasó en Hospitalet…
Jan esbozó una media sonrisa.
—Un poco tarde para eso, ¿no crees?
—Yo no quería dejaros en la estacada. Pero no servía para esa clase de trabajo… Te lo dije, y también al Mandalay, ¿te acuerdas?
—No.
—Tuve… tuve problemas con aquella maldita camioneta, la segunda no entraba bien. Y cuando llegué vi una docena de policías delante de la fábrica. —Había bajado mucho el tono y ahora su voz se enredaba en el persistente chasquido de la comba bajo los endiablados pies de su pupilo—. Me puse nervioso y decidí no esperar… No pude evitarlo.
—Dejemos eso, Lambán. He venido a otra cosa.
—De todos modos pudisteis escapar de allí —dijo Lambán— y tengo entendido que con bastante dinero… Si luego os pescaron no fue por mi culpa. Parece que a ti ya te estaban marcando desde hacía una semana, eso me dijo el Mandalay, y que al final te denunció un vecino de tu misma calle…
Miraba a Jan como esperando de él algún signo de aprobación. Éste encendió un cigarrillo y paseó la mirada en torno. Ahora sólo se oía el rítmico silbido de la comba y los trallazos contra el suelo. El saco de lona estaba colgado frente a la ventana y tenía una difusa mancha mugrienta en un costado. Los ojos de Jan se fijaron en él y dijo:
—¿Qué tal por Jaca? ¿Vive aún tu padre?
—Por allá que me anda dando guerra… ¿Y Balbina?
—Bien. —Hizo una pausa y agregó—: Necesito un saco para mi sobrino, el chaval tiene afición. Éste parece bueno. ¿De qué está relleno?
—De borra.
—Descuélgalo —se acercó al saco—. Habrá que vaciarlo un poco, el chico tiene los nudillos de vidrio.
Néstor se mordió la lengua, pero no se contuvo:
—No es verdad. Tengo buenos puños.
Su tío se volvió mirándole con el cigarrillo en la boca.
—Nunca presumas de eso. Sólo te servirán para saber que puedes llamarle gallina a alguno. No es gran cosa, hijo.
Dirigiéndose a Lambán, añadió:
—Ya me has oído. Bájalo.
—Es un saco muy duro para el chaval. Y además no…
—¿Cuánto pesa?
—Cincuenta kilos. —Esbozó media sonrisa de disculpa—: Pero además no lo vendo, no puedo.
—No pienso comprarlo. ¿Tienes algún otro?
—No.
—Entonces no se hable más. Lo llevaremos en la carretilla.
—Que no vendo, Jan. Tengo un socio…
—No te oigo, habla más alto.
Se acercó a él. Néstor imaginó sus manos, hundidas en los bolsillos del pantalón, convirtiéndose en puños. Tal vez Lambán también lo pensó, porque su media sonrisa se había trocado en mueca.
—Espera —dijo—. Me gustaría poder complacerte en alguna otra cosa…
—No me hace falta ninguna otra cosa. Descuelga el saco y se lo regalas a mi sobrino. No te vas a arruinar por eso y el chico siempre te recordará con afecto. Anda, no seas roñoso.
Lambán fue en busca de una pequeña escalera de mano apoyada en la pared. Caminaba muy tieso, como si le escociera la entrepierna musculosa y tuviera ganglios en los férreos sobacos.
Cuando el saco estuvo en el suelo, Jan dijo a Néstor:
—Llévalo al taller de Suau. Que no lo vea tu madre.
—¿Tú no vienes?
—Luego.
Néstor se llevó el saco arrastrándolo por el suelo. El muchacho de la comba había parado de saltar y lo miraba desde el rincón, resoplando. Se puso frente al espejo y empezó a boxear contra su imagen.
Jan vio salir a Néstor y se volvió a Lambán:
—¿No tienes un sitio más tranquilo donde podamos hablar?
El otro asintió, encaminándose hacia la garita. Jan tiró la colilla, la pisó con el zapato y fue tras él. Lambán se sentó detrás de la mesa escritorio con aire cansado y empezó a golpearse el dorso encallecido de la mano con un lápiz. Jan se sentó en la otra silla, acomodó la americana en sus hombros y dijo:
—Cálmate. Sólo quiero hacerte unas preguntas.
—Tú dirás.
—¿Cómo está tu hermano?
—¿Julio? —pareció sorprenderse—. Supongo que bien…
—¿Dónde está?
—No lo sé. No viene por aquí, nos llevamos mal.
—Trabaja en lo mismo que tú antes, ¿no? De camarero.
—Ya es encargado. Éste va muy de prisa. ¿Y sabes para quién trabaja? Agárrate.
—Creo saberlo.
—Para el Mandalay. Raúl Reverté. —Lambán sacudió la cabeza tristemente—. Lo que hay que ver… Tu viejo compañero de fatigas puso una especie de boîte en el Ensanche, en unos sótanos de la calle París. Hace apenas un año, Julio estaba allí lavando vasos en la barra y hoy es el brazo derecho de este sinvergüenza…
—Creía que eras tú —dijo Jan.
—¿Que yo era quién…?
Lambán enarcó las rubias cejas. Jan se explicó:
—Un rubiales estuvo en la taberna donde trabaja mi sobrino preguntando por mí. Quería saber si ya tenía trabajo y dónde. Pensé que eras tú de parte de Freixas.
—Comprendo —dijo Lambán—. Si era mi hermano, fue por orden del Mandalay.
—Eso creo.
—Seguro. ¿Qué iba a querer Julio contigo? El chico apenas te recuerda, no tendría más de diez años cuando venías por casa en San Andrés…
—Sí —dijo Jan pensativo—. Ahora tendrá veinticuatro; los que tú tenías cuando hicimos aquel último trabajo en Hospitalet. Y es tu vivo retrato, idéntico a como tú eras entonces. Eso es lo que me confundió. Por dos veces.
—¿De qué estás hablando? ¿Has visto a Julio?
—En una foto. La foto era mala y tardé un poco en reconocerle; es decir, en reconocerte a ti. Porque creía que eras tú.
Lambán cerró los ojos y se dedicó a sí mismo una sonrisa conejil.
—¡Hombre, esto tiene gracia! Han pasado bastantes años, Jan. Y han pasado volando.
—No para mí.
—Bueno, eso también es verdad…
De nuevo centró su atención en el lápiz que ahora hacía rodar entre sus dedos.
—¿Has estado en lo de Raúl? —preguntó Jan.
—Una vez. Fui por trabajo, cuando Julio aún estaba en la barra. El Mandalay no quería ni recibirme. Dijo que le daba grima ver a un valiente patriota sirviendo coca-colas en su local, el cínico… Que me buscaría algo mejor. Anda metido en muchos líos.
—¿Cómo le va el negocio?
—¿El «Calipsso»? Aquello es una buena mierda. Una bombonera con luces rojas y reservados. No va casi nadie. Por la tarde se ven parejitas de novios compartiendo una naranjada que hacen durar hasta la noche; meterse mano lo que quieras, eso sí —sonrió melifluo—: Tendrías que ver qué cuadros se dan hoy en estos sitios, Jan, el país está cambiando, empieza a haber un poco de tolerancia…
—No me interesa el país. Háblame de Raúl.
—No suele dejarse ver por allí. Antes frecuentaba los frontones de las Ramblas con un par de navajeros de la peor especie, pero ahora no sé. —Miró a Jan fijamente y añadió—: Cuídate del Mandalay, hazme caso…
—¿Has vuelto a tener tratos con él?
—Ni pensarlo. No quiero saber nada de sus chanchullos. Y si el golfo de mi hermano me hubiera escuchado…
—¿Qué clase de chanchullos?
—Este local es la tapadera de algo —dijo Lambán—. Hace tiempo oí decir que el Mandalay controla el negocio de los futbolines y de las máquinas del millón, además de algunas furcias caras que de noche se dejan caer por el «Calipsso»… Me revienta que Julio ande con él, pero ya es mayorcito para saber lo que hace. Espero que no se meta en ningún lío.
—Ya lo ha hecho —dijo Jan. Encendió un cigarrillo con parsimonia, cambió de postura en la silla y escrutó los recelosos ojos de invisibles pestañas—. Te diré la clase de lío en que se ha metido tu hermanito… No estoy muy seguro del papel que Raúl ha jugado en todo esto, seguramente Julio podría explicártelo mejor; pero me he hecho una idea de cómo debió ocurrir. Todo empezó hará cosa de un año. Una noche, en el «Calipsso», tu hermano se compadeció de un borracho que había estado bebiendo solo y que a la hora de cerrar no se tenía en pie. Lo metió en un taxi y lo llevó a su casa. La mujer del borracho le recompensó con una buena propina y le rogó que si alguna otra noche, al cerrar el bar, veía al señor en aquel estado, hiciera el favor de acompañarlo a casa o de llamar por teléfono. Este tipo era el juez Klein, pero naturalmente el apellido no le dijo nada a tu hermano —Lambán puso cara de sorpresa y fue a decir algo, pero Jan se le anticipó—: ¿Sabías que yo trabajo para Klein?
Lambán asintió sin abrir la boca, mirándole con recelo. Él añadió:
—Luego hablaremos de eso… Decía que Julio no podía saber quién era Klein; pero el Mandalay sí, claro está. Imagino que tu hermano le contaría lo ocurrido y que él se volcaría en atenciones hacia el nuevo cliente, un tanto sorprendido al ver qué queda de aquel terrible juez: se trata de un desdichado, un alcohólico perdido en una extraña amnesia… —Hizo una pausa y un gesto vago con la mano, como buscando nuevas palabras para expresar lo que quería, y añadió—: Un hombre vulnerable, enfermo de los nervios. De modo que Raúl, que siempre será un chorizo, ya le conoces, empezaría a rumiar el modo de aprovecharse de la situación… No me refiero al robo en casa de Klein, desde luego. En realidad, aún no sé qué puede estar tramando. ¿Me sigues?
—¿Qué robo? —dijo Lambán.
—Tampoco estoy muy seguro —prosiguió Jan sin hacerle caso— de cómo ocurrieron luego las cosas. Supongo que, de momento, el Mandalay ordenó a tu hermano que siguiera volcando sus atenciones y su rubio encanto al borracho, llevándole a su casa cuando hiciera falta… Julio lo depositaba en el pabellón del jardín, seguramente a instancias del propio Klein, que a veces duerme allí y suele tener una botella escondida, y tomarían juntos una última copa. Ignoro si fue idea de tu hermano o de Raúl, aunque me inclino a descartar a Raúl, porque juraría que él quiere picar más alto, pero lo cierto es que una noche de ésas el complaciente camarero limpió algunas cosillas de valor de la casa del juez.
Lambán le miraba perplejo.
—¿Estás seguro de eso? ¿Que Julio robó…?
—No lo llamaría exactamente un robo. Digamos que hizo que Klein se las regalara.
—No es lo mismo…
Jan se inclinó hacia delante en la silla, apoyó los codos en las rodillas y juntó las manos grandes y nudosas con un lento fervor.
—Está bien —dijo entre dientes—. Pero escucha esto, Lambán, y díselo al mangante de tu hermano: si vuelve a aceptar un regalo o un talón firmado por ese borracho y yo me entero, iré a buscarle y le machacaré el hígado hasta que lo saque por la boca. Díselo.
Lambán se quedó parado. En su fuero interno se alegró de ver ahora, a través del cristal, al joven gimnasta mascando furtivamente el chicle rigurosamente prohibido durante los entrenamientos; eso le permitió reponerse un poco de la sorpresa que acababan de causarle las palabras de su antiguo jefe, al tener que salir a llamarle la atención al muchacho. Éste, remiso, se sacó el chicle de la boca, lo pegó al soporte de la barra fija y fue otra vez al encuentro de su cetrina y sudorosa imagen en el espejo.
—Julio no tiene dos dedos de frente, lo sé. Pero mal chico no es… —dijo Lambán al volver a su sitio tras la mesa—. Está siendo utilizado por Raúl.
—Ya. Y qué más.
—Nada más. Nada que valga la pena, Jan. Una vulgar historia de chulos… ¿A nosotros qué puede importarnos?
—Cuando dices nosotros, ¿a quién te refieres?
Lambán le miró con aprensión.
—Pues a todos, no sé… No vamos ahora a preocuparnos porque Raúl o quien sea le esté sacando los cuartos a este hijo de su madre. Klein debe tener mucho dinero; por mí que le desplumen y le den por el saco y le corten los huevos además, todo me parecerá poco…
A Jan le pareció que recitaba una lección aprendida; que el odio que expresaba no era más que una burda estratagema encaminada a despertar en él un eco del mismo odio: entrever su estado de ánimo respecto al juez, y sus intenciones… Lambán añadió con aparente desinterés:
—¿O te importa algo?
Jan meditó sus palabras antes de hablar:
—Me importa que a este hombre no le pase nada. Me pagan por ello y no quiero perder mi empleo. —Hizo una pausa y añadió—: ¿Has comprendido? Que no me compliquen la vida. Díselo a tu hermanito y que el Mandalay tome también buena nota.
—¿Puedo preguntarte una cosa, Jan? —Lambán carraspeó—. ¿Cómo es que trabajas para Klein? ¿Cómo ha sido eso?
—¿Qué te preocupa, hombre?
—Bueno, imagino las putadas que tendrás que aguantar…
—¿Has estado alguna vez en la cárcel?
—No.
—Entonces no hables de aguantar putadas.
—No puedo creer que hayan acabado contigo —repuso Lambán amargamente—. No es posible que te guste exhibirte por ahí como guardaespaldas y chófer de este asesino… Por muy buena que sea la paga.
Jan guardó silencio, sin dejar de mirarle. Se llevó la palma de la mano a la oreja maltrecha y presionó haciendo ventosa. No había cenicero en la mesa y arrojó la colilla al rincón. Lambán insistió:
—Y aun así, nadie va a creer que lo haces por la paga. Y menos que nadie nuestros viejos amigos…
—Yo no tengo amigos. Y acabemos con eso. —Se levantó, sacó del bolsillo trasero del pantalón un pañuelo doblado y lo apoyó suavemente contra la oreja—. Dile a tu hermano que se ande con mucho cuidado. Y que transmita mis saludos al Mandalay, y le explique el asunto.
—¿Has venido a verme sólo por eso?
—Y por mi sobrino. Pero ya que has mencionado a los amigos, no estará de más que también les prevengas.
—¿Por qué? ¿Qué tiene que ver una cosa con…?
—Empieza a haber demasiada gente interesada en lo que hago o dejo de hacer, Lambán. Demasiada gente rondando al juez.
—No te entiendo.
—¿De veras? ¿Qué hacía Félix Mayans rondando su casa esta mañana, camuflado de mecánico de coches?
—¿Félix? No puede ser. Falcón le envió a Toulouse a trabajar en una imprenta hace por lo menos siete años… Te habrá parecido que era él. En todo caso yo no he vuelto a ver a nadie, estoy jubilado.
—Eso me dijeron —le miraba fijamente. Esperó unos segundos y agregó—: ¿Cuándo viste por última vez al responsable del grupo?
De pronto Lambán acusó una pesadumbre muscular y su torso acartonado se removió en la silla, incómodo. Con la voz blanda dijo:
—A Freixas lo cercó la Guardia Civil en Rialp, cuando volvía de ver a tu hermano. Pero no lo mataron allí, sino en el tren en que le traían a Barcelona los de la brigada social; le dieron una paliza en el retrete, esposado, y un subteniente, un tal Polo, le pegó un tiro en la cabeza…
—Eso ya lo sé. Te pregunto por el que manda ahora, quienquiera que sea.
—Falcón.
—Falcón —repitió él absorto, y dio unos pasos de un extremo a otro de la garita—. Sí, el chico prometía… ¿Sabías que a los diecisiete años colgó una senyera en la montaña del Tibidabo? Si no podía darle pronto al gatillo se mordía las uñas… Recuerdo su primer arrebato a mis órdenes; no hubo necesidad de un solo tiro y él casi se comió el pulgar. Un puro nervio.
—Tenía motivos —dijo Lambán—. Klein hizo fusilar a su padre y a su hermano.
—Klein hizo el trabajo que le habían encomendado y Falcón hizo el suyo. Y los dos lo hicieron bien.
Lambán parpadeó.
—Hostia, ¿eso es lo único que se te ocurre decir…?
—¿Cuándo viste a Falcón por última vez?
—Pues hará… ocho años. Cuando le devolví la pistola y me fui una temporada al pueblo de mi mujer. Poco después ellos pasaron a Francia y no volvieron hasta hace un par de años. No, el año pasado.
—Para estar fuera del asunto, pareces bastante enterado.
—Una noche vinieron a pedirme que les dejara el gimnasio para una reunión… Pero me negué. Yo ya no creo en nada, no quiero saber nada. Es perder el tiempo, esto ya no lo cambia ni Dios… ¿Tú qué opinas, Jan? —No obtuvo respuesta y añadió—: También a ti irán a verte y te pedirán que te reenganches…
—Diles que no pierdan el tiempo —repuso dirigiéndose hacia la puerta de la garita—. Me voy. No olvides lo que te he dicho de tu hermano.
Lambán se levantó y fue tras él. Cruzando el gimnasio, Jan observó distraídamente al bisoño boxeador amagando golpes frente al espejo.
—Debería trabajar más la cintura.
—Todos son lo mismo —comentó Lambán con desánimo—. Flojos. Ninguno tiene pegada… El último bueno de verdad ha sido Romero, ¿no crees?
—Tienes poca gente.
—Vienen al salir del trabajo. Este chaval porque penca de noche, es panadero.
En la puerta, Jan se volvió a mirarle.
—Gracias por el saco, Lambán. Te devolveré el favor algún día.
—No me debes nada. Salud.
3
Lambán regresó a la garita, descolgó el teléfono del escritorio y marcó un número.
—¿Lourdes…? Soy Pedro. Dile a tu hermano que ya tengo el mono de entrenamiento que me encargó… Sí. Mersi.
Media hora después, Pedro Lambán compraba El Mundo Deportivo en un quiosco-portería de la calle Asturias, cerca de su casa. Cruzó la calle y se sentó muy tieso en el murete que delimita la zona central de la plaza del Diamante, desplegó el diario y empezó a leer. El sol batía la plaza casi desierta, un niño pedaleaba agazapado en su triciclo y dos mujeres con la bolsa de la compra se habían parado a conversar. Planeaba una bandada de palomas y en la única antena de televisión visible, asomando en lo alto de un edificio, se había enredado una cometa roja, que colgaba descalabrada. Las palomas se posaron alrededor de un hombre rechoncho en mangas de camisa que, en medio de la plaza, arrojaba puñados de cañamones de un cucurucho. Vestía pantalón negro ancho y deformado, como si llevara piedras en los bolsillos, y protegía su cabeza de los rayos del sol con un periódico doblado en forma de capilla. Al poco rato, con algunas palomas picoteando en su mano, el hombre estaba sentado junto a Lambán en el murete.
—¿Qué hay?
—Jan Julivert ha venido a verme —dijo Lambán.
—Vaya. Esto facilita las cosas… ¿Qué impresión has sacado?
Lambán hojeaba calmosamente su diario.
—No creo que se pueda contar con él.
—¿Por qué?
—Sencillamente, ya no es el que era.
—Eso se verá. ¿Qué más?
—Si te refieres a sus intenciones, no hay forma de saberlo. Pero me juego lo que quieras a que será un estorbo.
—Tú sacas conclusiones muy de prisa…
—Se ha tomado su trabajo demasiado en serio.
—Eso crees tú —dijo el otro—. En mi opinión está fingiendo.
Estrujó el cucurucho vacío y sacó otro del bolsillo del pantalón. Las palomas seguían picando a sus pies. El diario de la mañana que le cubría la cabeza había resbalado un poco hacia delante y Lambán veía de reojo los sudorosos pliegues de la nuca y el borde raído del cuello de la camisa.
—Explícame eso —dijo Lambán—. Su trabajo consiste precisamente en protegerle.
—Así es. Y qué.
—Klein suele meterse en follones de taberna y cuando esto ocurre él tiene que jugarse el tipo… ¿Crees que se puede fingir hasta ese punto?
—Si conviene a sus planes, sí. Ya hablamos de eso.
—No conmigo, Ángel —dijo Lambán ásperamente, y el otro giró la cabeza y le miró por debajo del borde de su improvisado sombrero.
—¿Qué te pasa ahora?
—Pasa que nos vemos poco…
—También hemos discutido eso, y no vamos a empezar otra vez. —Calló unos segundos y añadió—: Qué más, por favor, no voy a estarme todo el día aquí. ¿Le has notado algún interés hacia nosotros, o por saber algo de Falcón…?
—Respecto a lo que estabais esperando, nada.
El hombre gordo reflexionó y luego dijo:
—Pero ha ido a verte, y eso ya significa algo.
—No ha venido por mí —dijo Lambán—. Ha venido por mi hermano.
—¿Tu hermano?
—El juez frecuenta el negocio del Mandalay y tiene un lío con Julio… Jan cree que le están sacando los cuartos.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo lo hacen?
—Yo qué sé —repuso Lambán irritado—. Mi hermano es un fachenda. Se ha convertido en el gancho de Raúl.
El gordo reflexionó y dijo:
—Nada de eso debe importarnos. Nosotros a lo nuestro. Ya sabes que hay un viejo pleito entre Jan y el Mandalay… —Observó una de las palomas con atención, inclinado hacia delante, y añadió—: Y bien, ¿esto es lo único que has sacado en claro? Pues estamos igual que antes… Tiene una pata rota, mira.
Lambán agitó las rubias pestañas, deslumbrado por el sol, mientras doblaba su diario.
—También me ha dicho que no perdáis el tiempo.
—Podemos perder todo el tiempo que queramos.
—Pero no con él. Falcón se equivoca en eso: no debe contar con Jan, ya te lo he dicho…
—¿Ah, sí? ¿Y qué quieres que haga? —le interrumpió el otro impaciente—. ¿Qué harías tú, vamos a ver, después de meses preparando el asunto, después de no sé cuántos viajes y reuniones para obtener el visto bueno de Luis, y cuando ya está decidido Jan sale de la cárcel y ves que lo primero que hace es meterse en la misma casa del juez?… ¿Qué pensarías?
Lambán chasqueó la lengua.
—Lo mejor sería exponerle el plan claramente.
—No. De momento no. Hay que tomar precauciones. Tal vez no se pueda contar con él, o tal vez sí… Primero hay que averiguar eso: si va a ser una ayuda o un estorbo.
—En mi opinión, un estorbo.
—Entonces se le aparta y ya está. Pero yo sigo pensando como Falcón: que Jan puede haber tenido la misma idea que nosotros. No olvides que se trata de un viejo proyecto suyo, de cuando él mandaba…
—Ahora no podría hacerlo solo.
—No sabemos si está solo, Pedro. Y de todos modos es capaz de intentarlo.
Lambán se abanicaba con el diario. En el de la cabeza de su amigo leyó distraídamente un titular: Caryl Chessman consigue otro aplazamiento de la ejecución. Hostia, qué tío, pensó. Al otro lado de la plaza, bajo el toldo azul desvaído de la verdulería, había un papagayo en una jaula. Erguida sobre las puntas de los pies, una muchacha morena con un vestido verde hablaba con el papagayo. Lambán observó sus bonitas piernas color canela, las corvas esbeltas y luminosas.
—¿Has leído eso del Chessman? Qué tío —dijo.
El gordo asintió, acomodando el periódico en su cabeza. Sus ojos oscuros y suaves, de sedosas pestañas negras, escrutaron el perfil de Lambán.
—¿Cómo está tu mujer?
—Regular. Duerme muy malamente… Si alguno hace un viaje que traiga esas píldoras franchutis, dice que la alivian mucho…
—Bueno —estrujó la segunda bolsa vacía y la tiró, las palomas se dispersaron—. ¿Algo más?
—Sí. ¿Quién se ha encargado de vigilar a Klein?
De nuevo había en su voz el resentimiento del que sabe que podría dar mucho más de lo que se le pide con desgana y a menudo con desdén, y el gordo lo captó.
—Creemos que no es necesario que lo sepas. Lo único que puedo decirte es esto: cada miércoles, a las nueve de la mañana, Klein sale de su casa para ir a una clínica… Al parecer está muy jodido y sigue un tratamiento que debe ser importante, porque a esa clínica no falla ningún día. Fue lo que acabó de decidirnos: puede faltar a su trabajo, si se le puede llamar trabajo a su enchufe en el Consorcio, pero nunca a la clínica… Bien. Hasta hace poco iba en su coche, solo, pero ahora le lleva un chófer. ¿Y sabes quién es el chófer?
—Sí.
—Entonces ahí tienes el problema. ¿Comprendes ahora?
—Te he preguntado quién se encargó de averiguar todo eso.
El gordo suspiró con expresión de cansancio y dijo:
—Félix.
—Pues él ya lo sabe. Le vio esta mañana.
—¿Y lo ha reconocido? Sólo se habían tratado una vez, hace quince años…
—A Jan no se le borra una cara, Ángel.
—Bueno, no importa. Tarde o temprano, tenía que enterarse.
—¿Y qué dice Falcón? ¿Ha fijado ya la fecha?
—No. Mañana viaja a Douzens. Pasará quince días con su familia y luego irá a Toulouse a ver a Luis para ultimar detalles. Supongo que le hablará de su hermano, de cómo están las cosas por aquí… Cuando vuelva decidiremos. Tal vez para entonces Jan se haya buscado otro trabajo y tengamos el campo libre.
—¿Y si estáis en lo cierto, si va por él y lo liquida antes de que vosotros podáis hacer nada…?
—No anda en eso; matarle, no. Ya lo habría hecho.
Mientras se levantaba añadió:
—Si vuelve, aunque sólo sea por este asunto de tu hermano Julio, avisa.
—Está bien.
—Recuerdos a María.
Se alejó despacio cruzando la plaza en diagonal, hacia la fuente pública, sujetando el diario sobre su cabeza con la mano gordezuela.
Pedro Lambán permaneció un rato sentado, los robustos brazos en jarras, observando cómo Ángel se inclinaba torpemente, espatarrado, la boca abierta bajo el caño de la fuente. Luego le vio doblar la esquina y desaparecer con su paciente, trasudada voluntad de anonimato en la espalda. De algún balcón abierto salía una música de radio y el esplendor del día en la plaza tranquila sumió repentinamente a Lambán en un hondo desconcierto. Pensó con envidia en el voluntarioso muchacho que boxeaba en el oscuro gimnasio frente al espejo, mirándose en los furiosos ojos de mañana; pensó en la ducha que luego se daría, en su alegre carrera por las calles con la bolsa deportiva en la espalda y los puños ardientes, hacia el bar de la plaza donde encontraría a sus amigos… Él había sido ese muchacho, y también Jan Julivert lo fue, y Ángel Boyer y Falcón…
Consultó su reloj y se levantó.