¿Eso que llevas en el bolsillo es una pistola o es que te alegras de verme?
MAE WEST
1
El Mandalay sacó dos billetes de cien de la cartera, los dejó sobre la cama con la pitillera y el mechero y regresó junto a la puerta. Era la misma habitación de la otra vez, pero a una hora más temprana.
—Esto es un horno, no sé cómo podéis follar aquí —dijo mientras colgaba la americana en la percha—. ¿Quieres beber algo?
—Empieza y no me hagas perder más tiempo —repuso Balbina.
Se había sentado al borde de la cama y parecía tranquila. Sacó la lima del bolso y empezó a arreglarse las uñas.
El Mandalay echó el cerrojo y se volvió apoyando la espalda contra la puerta, las manos en los bolsillos del pantalón. Tenía en los labios un cigarrillo sin encender.
—Me han dicho que tu cuñado ya trabaja —dijo con la voz meliflua—. Hay que ver. De guarda en el chalet de unos señores.
—¿Y qué?
—Gente de mucha pela, ¿no?
—Pregúntale a él.
Frunciendo los labios, la leve sonrisa cáustica, el Mandalay empinó el cigarrillo hasta casi tocarse la nariz.
—Quién lo hubiese dicho, ¿verdad? Un tipo tan duro, tan orgulloso, un libertario de los de antes convertido en lacayo de señores… —Miró a Balbina de reojo y acentuó el tono burlón—: ¿Te dijo cómo encontró esa ganga de empleo? ¿Fue por casualidad…?
—En cierto modo sí. Una casualidad.
—¿Eso te dijo? —chasqueó la lengua y agregó—: ¿No crees que se ha tomado demasiadas molestias para obtener un trabajo tan cabrón y seguramente mal pagado? El hombre que yo conozco no aceptaría por nada del mundo ser el criado de nadie, a no ser que… —Se quitó el cigarrillo de los labios y lo miró pensativamente—. Balbina, he estado pensando y he llegado a la conclusión de que Jan lleva entre manos un asunto de los buenos. ¿Has oído hablar de Oriol Sansa?
—Yo estoy sorda hace años.
—Es un espadista de tres al cuarto que se quedó sin voz a causa de una explosión de gas… Un desgraciado, muy servicial, de ésos que en la cárcel siempre buscan a quién arrimarse y te lavan los calcetines y te cosen los botones. ¡Pobre diablo —cabeceó divertido—, tenía mala suerte; una vez se pasó casi un año en chirona por algo que hizo otro, en el patio le rompieron dos veces la misma pierna jugando al fútbol y el día que lo soltaron, cuando aún no se había alejado diez metros por la acera, delante mismo de la Modelo, le estalló una tubería de gas bajo los pies!
Soltó una risa gutural y se apartó de la puerta. Cogió la silla y se sentó frente a Balbina poniéndola del revés, colgando los brazos por encima del respaldo. Encendió el cigarrillo y dijo:
—Pues a este Sansa, Jan le escribió desde Carabanchel hará unos tres meses, poco antes de salir, pidiéndole que averiguara el domicilio de un coronel auditor de guerra, que ya no ejerce. Sansa hizo la gestión a través de un primo suyo, un tal Bataller, que entonces empezaba a trabajar de ordenanza en los juzgados, y que también es un viejo conocido de Jan y mío… Jan obtuvo la dirección de este hombre al poco de llegar a casa. Así que de casualidad, en lo del trabajo, nada, monada… Este hombre se llama Luis Klein, es un alcohólico de cuidado y está mal de la azotea, y Jan, por encargo de su mujer, es ahora su guardaespaldas, o mejor su niñera. ¿Sabías eso?
Balbina suspendió momentáneamente el trabajo de la lima.
—Yo sólo sé que él buscaba trabajo, cualquier trabajo —dijo sin mucha convicción—. Y que lo obtuvo gracias a una parienta monja…
—La monja no hizo más que facilitarle las cosas. Lo repetiré una vez más, porque es importante: antes de salir de Carabanchel, Jan ya buscaba al juez Klein. ¿Para qué? Eso es lo que no sé todavía… En otros tiempos habría pensado que quería ajustarle las cuentas. Este juez fue una verdadera bestia hace años, se cansó de firmar sentencias de muerte y mandó fusilar a muchos de los nuestros en el Campo de la Bota. En dos años apenas, del 45 al 47, liquidó él solito a más gente que toda la cabrona policía de Franco en diez años de represión… Era conocido y odiado por todos los de la resistencia; Freixas juró que le mataría y dicen que el Facerías lo intentó una vez. Pero no fue él quien llevó el sumario de tu cuñado. Ahí está el asunto; cuando a Jan le formaron consejo de guerra, Klein ya había sufrido el accidente de coche que le dejó lelo. —Meditó un rato, mirando a Balbina a través del humo del tabaco—. Jan no llegó a conocerle, así que no puede tener nada personal contra él; de lo contrario ya le habría dado su merecido, no es de los que se andan con rodeos… Por lo tanto, tiene que haber otra razón —concluyó pensativo.
—Tal vez quiere vengar a un compañero —dijo Balbina despectivamente, aparentando un absoluto desinterés. Manejaba la lima con renovada energía—. Yo qué sé. No hay forma de adivinar las intenciones de este hombre. Cuando aceptó el trabajo creí que lo hacía por mí, por nosotros…
El Mandalay sonrió burlón.
—No me digas. ¿En serio crees que se ha puesto a pencar para sacarte de puta?
—Yo no he dicho eso.
—Pero te gustaría que fuera así. A fin de cuentas, dicen que ya te acostabas con él antes que Luis te dejara…
Esperaba otra explosión de insultos, pero ella no dijo nada. Había vuelto a suspender la lima ante sus uñas y examinaba algo en la media negra calada, a la altura de la rodilla.
—Y ya que hablamos de jodienda y de viejos amores que renacen —bromeó él, escrutando el menor gesto en la cara de Balbina—, ¿nunca te ha hecho una confidencia? ¿Nunca le has oído comentar algo acerca de sus sentimientos?
—A su edad muchos hombres cometen esa clase de tonterías. Pero él no. Siempre fue un cardo, sin el menor cariño por nada ni por nadie, y si te refieres a mí…
—No me refiero a ti, furcia —sonrió el Mandalay—. Me refiero a la mujer del juez.
Ahora Balbina le miró sin ocultar su curiosidad.
—¿Qué dices?
—Lo que oyes —dejó caer la colilla y la pisó—. Hice algunas averiguaciones y resulta que tu cuñado y esa mujer se conocieron hace muchos años. Verás, he estado preguntándome el por qué del comportamiento de Jan, la razón por la cual ha aceptado esta chorrada de trabajo. Y esta señora… ¿Me escuchas?
—Continúa.
—Su nombre de soltera era Virginia Fisas. Tú aún no conocías a Jan, claro, ni siquiera a Luis… ¿Sabías que en el 38, cuando los bombardeos de febrero y marzo, tu suegro expropió un piso de la Rambla de Cataluña que pertenecía a una familia muy rica?
—De expropiación nada, fue un acuerdo entre amigos…
—Bueno, lo que sea —la interrumpió el Mandalay—, es una historia complicada y me tiene sin cuidado. Lo cierto es que tus suegros iban por allí de vez en cuando, aunque parece que no llegaron a instalarse. El que más frecuentó el piso, generalmente de noche, fue Jan, que entonces era agente de policía. La hija mayor de Fisas se había quedado en Barcelona, en casa de unos amigos, y trabajaba en no sé qué centro oficial. He sabido por un tal Bayo, que por aquellos días colaboraba con Jan en la captura de quintacolumnistas, que tu cuñado tenía indicios de que Virginia Fisas filtraba información y utilizaba el piso cerrado de sus padres para sus contactos… Jan montó guardia en el piso y, según Bayo, una noche de bombardeo debió pillarla, porque desde la calle él la vio entrar estando Jan allí. Pero nadie supo qué pasó entre ellos, y a ella no se la volvió a ver desde esa noche. Jan alegó después que las sospechas eran infundadas y el asunto se archivó. En los días que siguieron, Jan durmió cada noche en el piso y no aceptó visitas de compañeros, ni siquiera de Palau, al que antes había permitido organizar allí alguna juerga con amigas. Bayo opina todavía hoy que Jan tenía su juerga privada cada noche… En todo caso, parece claro que le salvó la vida a esta mujer, a cambio de no sabemos qué…
Balbina no parecía nada convencida y le interrumpió:
—¿Qué me estás contando? ¿Una de amor y de guerra? Por favor, chato, que abajo hay clientes que me esperan.
Pero por casa, es verdad, recordó de nuevo apresuradamente, mientras reanudaba cabizbaja el arreglo de las uñas con la lima, todavía circulaba la porcelana del perro y el niño que, según mi suegra, alguien de aquella casa le había regalado a Jan, porque su hijo no era un ladrón. Y recordó también que, cuando salió de la cárcel y recuperó los viejos muebles de su madre que el sinvergüenza de Folch le había robado, esta figura que iba en el lote fue lo único que su cuñado salvó del fuego de San Juan…
—Bueno, no digo que fueran amantes ni nada de eso —dijo el Mandalay pensativo, pellizcándose la cicatriz del párpado sin dejar de escrutar a Balbina—. Tal vez no se vieron más que dos o tres noches, quizá para ella no fue más que una aventura y ya no se acuerda… Era frecuente en tiempos de guerra. Pero vete a saber si para él fue algo más serio.
—¿Y aún le dura? ¡Vaya encoñamiento más largo, hijo!
—¿Por qué no, qué tendría de raro? Estas cosas ocurren —dijo él con cierta melancolía, mirando el vacío—. Hace muchos años, cuando yo era un chaval, iba por la calle Ros de Olano y vi pasar a una muchacha morena con un vestido verde…
No añadió nada más sobre este particular y miró a Balbina, y ahora sus ojos extrañamente mansos y reflexivos parecían ofrecerle un tipo especial de comprensión o de lástima, añadiendo:
—Tú no puedes entenderlo porque eres una fulana.
Balbina se rió suavemente.
—¿Quieres hacerme creer que el recuerdo de un polvo en una noche de bombardeo es lo que ahora, después de más de veinte años, le ha llevado a convertirse en el guardaespaldas de su marido…? Tú no conoces a mi cuñado, guapo. Será lo que quieras, pero no es ni un sentimental ni un viejo chocho. Vivo con él y conozco su mala leche.
El Mandalay se había levantado y paseaba con las manos en los bolsillos.
—Y la otra también, supongo —no pudo contenerse de decir, sonriendo con una mueca sucia—. Seguro que no habéis perdido el tiempo, desde que volvió a casa, ¿eh?
Balbina le clavó una mirada glacial y triste a la vez.
—Eres un cerdo. —Cerró los ojos y suspiró—. ¿Has terminado?
—No.
Balbina descruzó las rodillas con un tenue silbido de seda, guardó la lima en el bolso y extendió las manos mirándose las uñas. Aventuró en tono de chunga, casi zalamero:
—¿Quieres saber qué se propone mi cuñado, tonto? Secuestrar a este hombre y pedir un rescate a la familia… ¿Cómo no habías pensado antes en eso, eh, tonto?
Era una broma y no esperaba del Mandalay otra cosa que indiferencia o todo lo más aquella media sonrisa que a veces tembloteaba al unísono con su maltrecho párpado. Pero le vio sentarse en la silla con aire pensativo.
—No es ningún disparate. Ya se me había ocurrido… Pero no puede hacerlo solo. Incluso para manejar a ese muñeco roto le haría falta ayuda, un lugar donde esconderle, intermediarios…
—Entiendo —ella cogió un cigarrillo de la pitillera y él le ofreció lumbre—. Y tú piensas que podrías echarle una mano y así cobrarte aquella antigua deuda…
—Nada de eso —sonrió con ojos displicentes—. Yo me he regenerado, guapa. Ya no soy un terrorista, soy un honrado estafador que paga sus impuestos igual que el alcalde… No, simplemente quiero saber qué está tramando. Tal vez algo muy especial, tal vez nada: conservar este humillante trabajo de niñera. En cualquiera de ambos casos, no puedo permitírselo: Klein no debe ser tocado para nada.
Balbina miraba sus manos largas y secas, escamosas. Dijo:
—¿Ah no? ¿Y por qué?
El Mandalay echó una ojeada a su reloj.
—De momento dejemos las cosas como están. Volveremos a vernos si no hay novedades. Y una vez más te repito que no debes temer nada… Olvidé traerte un regalito, un perfume. Otra vez será. Y lamento las molestias, de verdad, bonita. —Puso la voz ronca y Balbina notó la mano alertada y rasposa en la rodilla—. Tú preferirías echar un casquete, a que sí…
—Contigo no. —Vio que se inclinaba hacia ella—. No me toques, mala bestia.
La mano se deslizó hacia la liga alzando la falda y ella notó los dedos repentinamente crispados, las uñas en la carne.
—Me haces daño, hijo de puta.
Al retirarse, las uñas dejaron tres líneas rosadas en la piel.
—Estás buena, ahora que me fijo… —Sonrió mostrando las poderosas encías—. Y tendría derecho al servicio, he pagado por él.
—Te clavaré una mierda si lo intentas. Sé cómo hacerlo.
Él se levantó recuperando su aplomo, su pitillera dorada y su vistoso encendedor.
—Claro que no, mujer. Prefiero ser tu amigo. Hasta la vista.
2
—¿Un poco más de café, señor Juan?
—Venga.
Sentado a la mesa de la cocina, Jan Julivert sacó del bolsillo dos pilas, las ajustó a la linterna y comprobó su funcionamiento. Dejó la linterna a un lado, soltó los gemelos de su camisa y se arremangó hasta medio brazo. Mientras encendía un cigarrillo, Mercedes llenó otra vez su taza de café.
—Come usted muy poco. ¿No quiere más pastel?
—No, gracias.
—Lo pondré en la nevera y mañana se lo lleva a casa.
—Por qué se molesta, mujer.
—Y estos canelones también. Digo, si a su cuñada no le importa que le lleve usted las sobras. —Retiró los platos sucios de la mesa y luego, balanceando sus orondas caderas, la cocinera caminó pesadamente hasta el frigorífico, lo abrió y puso dentro el trozo de pastel envuelto en papel de estaño—. Me he pasado la vida cocinando en casas de señores y he visto desperdiciar mucha comida, señor Juan, pero nunca como aquí… Y su sobrino de usted está en edad de crecer.
—¿Ese caradura? —exclamó Elvira empujando con el hombro la puerta batiente, irrumpiendo en la cocina con un servicio de café en la bandeja—. Ése lo que está es en edad de fastidiar… ¿Sabe que esta tarde —dijo mirando al guarda— me quería atropellar con la carretilla? ¿Y sabe lo que dice, el marrano? Se fijó en la venda que llevo en el tobillo y va y me dice: cuando una chica se pone una venda ahí es que tiene la regla… ¿Será bobo?
Jan bebió un sorbo de café y sonrió.
—No debes enfadarte por eso. Yo de chaval también lo creía.
—Pues vaya, qué listos. Me torcí el tobillo. —Había depositado la bandeja sobre la mesa y él captó un repentino y suave perfume a ginebra. La joven criada se sentó frente a Jan y se sirvió café del que había traído—. Uf, estoy muerta.
Mercedes fregaba platos y se volvió a mirarla.
—¿Queda algo que recoger en el comedor? —Advirtió lo que hacía Elvira y añadió—: ¿La señora no quiere café?
—Quiere un té dentro de media hora, en su cuarto. ¿Dónde está Anselmo?
—Fue al pabellón, a cambiar otra bombilla —suspiró Mercedes—. Si yo tuviera un duro por cada bombilla que se ha fundido en esta barraca, ya sería rica.
A propósito de Anselmo, la cocinera informó al señor Juan que su primo se iba pasado mañana para Lebrija. Su anciana madre estaba muy grave, y él ya no pensaba volver. Después de tantos años al servicio del coronel, añadió, seguro que iba a llevarse un buen regalo.
—Es un viejo cascarrabias, pero no me gusta que se vaya —dijo Elvira con la voz enfurruñada—. De día estaremos solas, Merche.
—Se tiene que ir ya, chiquilla. La tía se está muriendo…
Habían bajado la voz y Jan las oía mal. Permanecía sentado y completamente inmóvil, con el cigarrillo en la comisura de los labios. Su mente evocaba metálicos tijeretazos cortando gladiolos y un escándalo de gorriones cobijándose en las acacias del jardín al caer la noche, mientras observaba en la bandeja, junto al servicio de café que la señora Klein había rehusado, un vaso conteniendo dos rosas rojas de largo talle. El vaso no tenía agua.
—Sin agua se pondrán mustias —comentó distraídamente.
Elvira le miró sonriendo con malicia.
—El señor se la ha bebido toda —de codos en la mesa adelantó su vivaracha cara arrebolada y bajó la voz—: Las rosas estaban en el comedor. Huela el vaso, señor Juan, huela… ¡La astucia de este hombre! ¿Le ha visto subir al coche con su hija, hace un rato? Han ido a cenar a casa de la abuela… La señora no se encuentra bien y se ha quedado… —Elvira esbozó una mueca mirando el vaso con las rosas—. Pero huela eso. Él ya iba colocado cuando se fue, ¿comprende?
—No seas tan cotilla, niña —le amonestó Mercedes, y al pasar por su lado palmeó su espalda con su robusta mano mojada—. ¿Me oyes?
Elvira esperó hasta verla entrar en la despensa y prosiguió:
—Ahora se ha inventado el truco del vaso con flores y bebe ante las mismas narices de la señora. A don Luis siempre le han gustado mucho las flores.
Ahogó una risita con la mano y se levantó a conectar la radio en la repisa. Mercedes volvió de la despensa y puso a calentar agua para el té. Riñó a la criada cuchicheando, pero con energía.
Jan encendió otro cigarrillo observando las dos rosas envenenadas de ginebra. Un par de horas antes, al llegar, había visto a Luis Klein con batín y pañuelo de seda al cuello inclinado al borde de un macizo de flores, delante del porche. Hablaba con su antiguo ordenanza y sostenía el vaso con las rosas en una mano; en la otra, un manojo de gladiolos color naranja y unas tijeras de podar. Entregó los gladiolos y las tijeras a Anselmo y éste entró en la casa. El guirigay de los gorriones llenaba todo el jardín. Klein, de pronto, se convirtió en una furtiva sombra jorobada al borde rosa y violeta de la noche: remiso, entumecido, la mano en el pecho como en un remedo teatral y espantable —y riéndose de sí mismo, de su parodia de sí mismo sin público—, dio unos pasos, volvió a pararse, quitó rápidamente las rosas del vaso y bebió un largo trago.
Elvira se sentó a la mesa frotándose el tobillo vendado. En la radio discutían los tenebrosos villanos de una nueva aventura de «Taxi Key». Jan se distrajo haciendo rodar la linterna en sus manos.
—Dime una cosa, Elvira. ¿Cuándo empezaron estas escapadas del señor Klein?
—¿De noche, quiere decir?
—Sí.
—Hará cosa de un año. Antes las cogía buenas también, no crea, pero en casa. Yo creo que al principio la señora se lo consentía por lástima. El pobre, a veces, no parecía estar en este mundo.
—¿Tan grave fue el accidente?
—Terrible, señor Juan —intervino Mercedes—. ¡Cómo quedó aquel coche, Virgen Santa!
—¿Dónde ocurrió?
—En la costa, cerca de Tossa. Se cayó por un barranco…
—Tengo entendido que la señora iba con él. ¿Quién conducía?
—Él —dijo la criada—. La señora no se hizo nada. Bueno, sí, pero sólo le queda esta cicatriz que se tapa con el pelo… En cambio él estuvo entre la vida y la muerte durante meses, y luego no se acordaba de nada y casi no sabía hablar. Hablaba como los tontos y hubo que enseñarle otra vez como si fuera un niño, aunque eso lo aprendió en seguida porque el señor es muy inteligente. Pero de muchas cosas no se acuerda…
—A mi primo —la interrumpió Mercedes— suele preguntarle por cosas de antes, de cuando él era su ordenanza, y le pide detalles sobre el trabajo y nombres de militares y de amigos, y sobre todo acerca de aquellos tribunales… Pero siempre acaba por ponerse triste y lo deja correr, todo se le borró de la memoria. Digo yo que si no hubiese empezado a beber de esta manera, a lo mejor se habría curado.
—Para mí que toma demasiadas pastillas —opinó Elvira—. Para los dolores de espalda y de cabeza, para dormir, para espabilarse, para la mala circulación en las piernas… Si lleva una farmacia en los bolsillos. Y eso, con la bebida, pues ha de ser malo a la fuerza. Y mire que a veces es atento y considerado… Bueno, a veces, no muchas. Pero qué desastre. Una vez perdió todos los documentos y las llaves del coche de la señorita, y en otra ocasión le birlaron un reloj de oro con cadena también de oro y una sortija. Y como luego no se acuerda dónde estuvo ni con quién… Se aprovechan de él. Juraría que más de una vez se ha traído a sus amigotes de juerga al pabellón, de noche. Un día vi la colilla de un puro en la chimenea, y él no fuma puros, y Anselmo tampoco —cruzó por sus ojos una sombra de tristeza y añadió—: A la señora no le gusta que lo veamos cuando llega en ese estado. Y también ella procura no verle; desde hace un año duerme sola, en el cuarto del señorito Álvaro, pero puede que sea por el asma… La única vez que le vi fue una noche que lo trajo un camarero de un bar de la calle París, en un taxi, y oiga, daba pena verle…
Jan inmovilizó la linterna en sus manos y miró a la muchacha:
—¿Cómo sabes que el camarero era de un bar de la calle París?
—Se lo oí decir a la señorita Isabel. Uno de esos bares que ahora se han puesto de moda, chiquitos y muy oscuros, con discos para bailar y parejitas sobándose…
—¿Cómo se llama el bar?
—Eso no lo dijo. Pero seguro que la señorita lo conoce bien —añadió con la voz resabiada.
Bajando los ojos, Jan dedicó nuevamente su atención a la linterna de pilas.
—¿Viste a ese camarero? ¿Era un hombre alto, rubio, con el pelo muy corto, como de cepillo?
—No lo sé. Ya se había ido.
—¿Cuándo fue eso? ¿Antes o después del robo?
Elvira reflexionó unos segundos. Mercedes se le anticipó:
—Antes. Fue una de las primeras salidas del señor… ¿Por qué lo pregunta? ¿Cree que este camarero…?
—¿La señora Klein habló con él? —dijo Jan a Elvira.
—Sí. Le dio una buena propina y le dijo que si alguna otra noche veía al señor en su bar, que hiciera el favor de llamar aquí. Oí comentarlo después a la señorita Isabel, que es muy tacaña; le dijo a su madre que por qué le había dado tanta propina, que el camarero era un aprovechado y un mangante y que no había más que verle, y que en vez de repartir dinero para que otros cuidaran de su padre más le valdría no dejarle solo…
—¿Qué dijo su madre?
—Nada. Tiene una paciencia esta mujer. Y quiere mucho a su marido, a pesar de todo.
—Eso es verdad —terció Mercedes, que ahora fregaba el suelo con el mocho. No resistía la tentación de intervenir, siempre en un tono de voz convencionalmente bajo y como enfurruñada consigo misma—: Pero mire lo que le digo, señor Juan: si no fuera por la señorita Isabel, la señora ya lo habría encerrado otra vez en un manicomio.
—Hala, tú también. En un sanatorio —la corrigió Elvira.
—Es lo mismo, hija. El sanatorio es para los ricos y el manicomio es para los pobres, pero es lo mismo. ¿No es verdad, usted?
Él sonrió.
—Me temo que sí, Merche. —Miró a Elvira—. ¿Cuándo lo internaron?
—Hace dos o tres años… Tres. En Suiza, en un sitio carísimo. Decía la señorita Isabel que ya no saldría nunca de allí, y lloraba, ¿te acuerdas, Merche? Fue cuando la señora tuvo una aventurilla con aquel médico de pelo rizado que se parecía a Jorge Mistral…
—Tú qué sabes de eso —la interrumpió la cocinera—. No la haga caso, señor Juan, es una lianta.
—Pero el señor se puso bien y volvieron a traerlo a casa —siguió Elvira, volcada sobre la mesa frente a él, abriendo mucho los ojos—, y durante algún tiempo se portó de maravilla. Luego empezó a quejarse otra vez de insomnio y de dolores muy fuertes en la espalda, y volvió a las andadas.
—Súbele el té a la señora —ordenó Mercedes disponiendo la bandeja—. ¿Me oyes, cotorra? Y limpia la mesa.
La criada suspiró resignada y se levantó.
Jan consultó su reloj y apagó la colilla en el cenicero.
—Son casi las doce. Voy a dar una vuelta.
Cogió la linterna y fue hasta la silla donde tenía la americana colgada y la cartera de mano. Abrió la cartera y sacó una cajetilla de tabaco; dentro de la cartera llevaba las gafas en una funda marrón, un pañuelo limpio doblado, una novelita del Oeste, dos madejas de lana y agujas para hacer punto.
—Gracias por la cena, Merche. Todo estaba muy bueno.
—Hasta mañana si Dios quiere, señor Juan.
—¿Necesita alguna cosa, antes que me acueste? —dijo Elvira.
—Lleva esto al salón —indicó la cartera y la americana—. Y cubitos de hielo. Buenas noches.
3
Sobre el brillante césped alumbrado por los focos rasantes revoloteaba una nube de mosquitos. Persistían la humedad y la neblina, no corría el menor soplo de aire y no se veía ni una estrella. Al internarse por el parque, Jan encendió la linterna. El angosto sendero del pabellón estaba bordeado de esparragueras y resecas matas de romero. El foco de la linterna acentuaba el verde translúcido del hinojo; cortó una brizna tierna y se la llevó a la boca y su íntimo sabor a anís le devolvió por un instante a los polvorientos caminos alrededor del pueblo de Sant Jaume, quince años atrás, cuando los recorría empujado por el odio en busca de los amigos diezmados por la derrota… Entonces como ahora, los grillos iban enmudeciendo a su paso.
Las luces del pabellón estaban encendidas y a través de la reja de la ventana vio la encorvada espalda del viejo ordenanza, la escoba en la mano izquierda y en la otra una botella de gin, mirando lo que quedaba de su contenido al trasluz de una lámpara de pie. En los flancos del pabellón florecían tardías rosas blancas con vetas sanguinolentas. Jan se alejó dando un amplio rodeo, echó un vistazo a la pequeña y herrumbrosa puerta de hierro en la tapia trasera, inutilizada desde hacía años y medio oculta tras la hierba alta y la enredadera, y regresó a la torre por el otro costado. Descendió el paseo central flanqueado de acacias, comprobó que la verja estaba cerrada y se sentó en un banco de azulejos a fumar un cigarrillo.
Poco después, al otro lado de la verja, vio encenderse los faros de un coche parado en la calle. Se abrió la verja y entró la señorita Isabel. El coche emprendió la marcha, ella saludó con la mano y luego cerró. Llevaba el vestido desbotonado en la espalda. Sus gafas de miope lanzaron destellos cuando Jan, levantándose, enfocó el sendero con la linterna y le dio las buenas noches. Ella ya le había visto y se paró. Traía un sofoco en las mejillas, el pelo revuelto y la falda arrugada.
—¿Ha vuelto mi padre? —preguntó.
—No. ¿Quiere que la alumbre hasta el porche?
—No se moleste, gracias.
Aceleró el paso atusándose el pelo.
Más tarde, cuando Jan remontaba la pendiente de césped, salía de un ventanal del primer piso la voz de la muchacha discutiendo con su madre: después de cenar en casa de la abuela, su padre le había quitado del bolso las llaves del Volkswagen, dijo que iba al baño y aún le estaban esperando. La señora Klein, muy nerviosa, le replicó que no se preocupara tanto por su coche y que no volviera a llamar a su novio a estas horas de la noche, que podía haber tomado un taxi, y la muchacha se enfureció y alzó aún más la voz afirmando que ella no estaba preocupada por su coche, sino por su padre… Se oyó un portazo y luego silencio.
La puerta corredera de la terraza estaba abierta y prendidas las luces del salón. Su cartera de mano y su chaqueta yacían en una butaca. Además del cubo del hielo, Elvira le había traído un termo de café. Dejó la linterna sobre la mesa, sacó de la cartera las madejas de lana y las agujas y se sentó en la mecedora.
Una hora después se abrió la puerta interior y apareció la señora Klein. Llevaba una bata color tostado con el cinturón muy ceñido.
—Vaya —dijo sonriendo—. Es usted sorprendente. Nunca habría imaginado que un hombre hecho y derecho se dedicara a estas labores tan femeninas… Está muy gracioso.
Las gafas en la punta de la nariz, los codos pegados a los flancos y las madejas de lana en el suelo, Jan movía las agujas con notable rapidez y habilidad. Paró y dijo:
—Ridículo, más bien.
—Al contrario —repuso ella dirigiéndose hacia el teléfono. Movió la clavija a un lado y añadió con un deje de risueña tristeza—: Creo que si todos los hombres de este país hicieran calceta, nos habríamos ahorrado bastantes tragedias… ¿Qué es?
—Una bufanda para mi sobrino.
—Por favor, no lo deje por mí…
Jan se había levantado.
—Tengo toda la noche. —Se quitó las gafas y las plegó despacio—. ¿Ha sabido algo de su marido?
Ella negó con la cabeza, sacó el aerosol del bolsillo de la bata y lo pulsó. La pálida y desfallecida boca giró un momento hacia la luz mortecina de la lámpara, buscando alivio en el aire renovado. Guardó el aerosol y miró en torno como buscando algo. Dijo:
—¿Le apetece una copa? Permítame que se la prepare yo, a ver si le gusta…
Salió a la terraza y hurgó en la mata de hierbabuena, regresando con cuatro o cinco hojas tiernas. Las echó en un vaso ancho y bajo con dos cubitos de hielo, presionó el hielo en el culo del vaso macerando las hojas y luego abrió la vitrina y sacó una botella de «Gordon’s» y otra de agua mineral sin gas. Echó ginebra en el vaso hasta cubrir el hielo y seguidamente un dedo de agua, y ofreció el vaso a Jan.
—Nada del otro mundo —dijo—. Lo mismo que hace usted pero con sabor a menta.
Jan bebió un sorbo.
—Está muy bien. Gracias.
—¿De verdad le gusta?
—Resulta… estimulante.
—El primer sorbo es el mejor. A propósito, la otra noche olvidó usted guardar una botella en la vitrina y apareció en el pabellón. Tengo que rogarle el máximo cuidado en eso.
—Lo lamento. No volverá a ocurrir.
—Estoy segura.
La señora Klein sonrió con aire de complicidad y agregó:
—Verá, lo que me molesta es que alguien pueda estropear una buena ginebra metiendo rosas dentro… ¡Qué ocurrencia, ¿verdad?! En fin, puede que le dé un sabor más estimulante que el de la hierbabuena.
—Quién sabe. Hay gustos para todo.
Ella iba a añadir algo pero sonó el teléfono. Acudió a atender la llamada sin mostrar la menor impaciencia. No era Klein ni alguien que llamara en su nombre, pero ella dejó entrever cierta alegría, que reprimió en el acto.
—Igual —decía pegada al aparato, de espaldas a Jan—. Nembutal para dormir y anfetaminas para despertar, y sigue con dolores de cabeza, muy fuertes, generalmente por la tarde… No, eso no, y tampoco ha vuelto a sufrir ningún desmayo, no en casa, por lo menos. Pero insiste mucho en lo de la falta de equilibrio… Toda su voluntad parece emplearla en esos ejercicios de recuperación en la clínica, cada miércoles, no se pierde ni uno; si no fuera por eso ya me lo habría llevado a la Costa, allí estaría más vigilado… Sí, el guarda está aquí —se rió—. Qué tonto eres; estamos en el salón… ¿Cuándo vendrás…? Entonces seguro que nos veremos antes en San Sebastián… Es otra cosa lo que no me deja dormir, Augusto, yo estoy bien. En los últimos tres meses ha librado talones por valor de casi cien mil pesetas, y dice que no se acuerda… Pues sí, es para preocuparse… Te escucho.
Estuvo callada un buen rato. Él se asomó a la terraza con el vaso en la mano y volvió a entrar. La señora Klein añadió algo en un susurro, esperó unos segundos, repitió el susurro y colgó. Al volverse evitó los ojos de Jan y se encaminó directamente hacia la puerta.
—Le dejo con sus labores de punto —dijo con media sonrisa—. Aunque haría usted mejor procurando dormir unas horas; puede que no llamen en toda la noche, no sería la primera vez… Que descanse.
—Buenas noches.
A la media hora el teléfono volvió a sonar; ella se había olvidado de mover la clavija. Jan se levantó de la mecedora y descolgó el aparato, pero al oír la voz de la señora Klein volvió a colgar. Había entendido, sin embargo, e instantes después, cuando ella bajó de nuevo al salón, él ya estaba poniéndose la americana.
—Tengo que molestarle otra vez…
—No es ninguna molestia.
—Me dicen que ahora mismo estaba en la barra del «Bolero». —Traía el ceño arrugado y la boca entreabierta, y sobre la lengua el centelleo fugaz y esmeralda de un caramelo—. Debí suponerlo: desde la casa de mi madre, en Rambla de Cataluña, no habrá ni cien metros hasta ese cabaret, y aun así tenía que llevarse el coche…
Jan cogía los cigarrillos y el mechero.
—¿Va solo?
—Con dos individuos que Pedro nunca había visto…
—¿Quién es Pedro?
—El barman. Pero dice que se acaban de marchar, al parecer le han convencido de ir a comer algo en un sitio que se llama… Tenga, he apuntado las señas —sacó un papel del bolsillo de la bata, añadiendo—: Si no le encuentra aquí, a esta hora ya sólo puede estar en el «Pastís» o en «Jamboree», en la plaza Real.
Estaba más tranquila que otras veces, algo distraída incluso, con el pensamiento en otras cosas y el caramelo rodando en su boca con un ruido de palitos de río.
Jan se dirigió a la puerta y antes de abrirla se volvió.
—¿Llevaba algo de valor encima?
—No que yo sepa… Últimamente, ya lo habrá notado usted, se ha encaprichado otra vez de este pasador —se llevó la mano al pelo, a la onda rubia que lucía la pequeña joya— y cuando me descuido me lo quita y se lo pone en la corbata… Afortunadamente siempre vuelve con él, supongo que gracias a usted.
Él sonrió vagamente.
—Está más seguro en su pelo. Hasta luego, señora.
Virginia Klein se adelantó y dijo:
—Señor Mon —la mano en el bolsillo tanteando el aerosol, la breve melena rubia un poco alborotada y a la vez estable, fijada en un desorden jovial y expectante—. Le agradezco mucho las molestias que se toma por nosotros.
Jan asintió y abrió la puerta.
4
Luis Klein recostaba la espalda contra el mostrador, los codos echados hacia atrás y un largo vaso de vodka en la mano.
—Hola, perro —dijo al ver a Jan—. ¿Qué bebe?
—Nada, gracias.
—Hoy casi consigo despistarle, ¿eh?
—Debemos irnos, señor Klein.
—Tome antes una copa, perro.
—No me gusta el sitio. ¿Dónde ha dejado el coche?
—No tengo la menor idea. Oiga, esto tiene gracia: en el asiento de atrás había un preservativo sin usar, seguramente de este idiota que sale con mi hija… ¿Qué debe hacer un padre en semejante situación?
—Vámonos, señor.
—Pida un trago, maldita sea. Se me acabaron los cuartos, pero llevo el talonario.
Era una pequeña bodega en un callejón lleno de bodegas y pensiones baratas próximo a la plaza Real. Apenas había un metro de espacio entre la mugrienta pared y la barra casi desierta. Las vidrieras pintarrajeadas con rótulos y dibujos de tapas variadas no dejaban ver la calle y el humo del tabaco flotaba inmóvil como una gasa. Al fondo en penumbra sonaban palmas y de cuando en cuando se erguía la fina cabeza azabache de un gitano joven de ojos alertados, habituados a captar el lenguaje mudo de las miradas. Junto a Klein, en el lado contrario al que Jan se había situado, discutían de pie dos tipos bien trajeados y una furcia madura con indumentaria doméstica, chancletas y rulos en el pelo. Al ver al desconocido abordando a Klein, los dos individuos estuvieron un rato observándole distraídamente y luego, dejando a la mujer con la palabra en la boca, se dirigieron a Klein:
—¿Quién es éste? ¿Qué quiere? —dijo el más joven y bajito. Tenía el oscuro rostro afilado y diminutos ojos rasgados y vestía un ajustado traje príncipe de Gales con corbata blanca. Bebía un chato de tinto—. ¿Le está molestando, coronel?
—Es el perro de mi mujer —masculló Klein—. Ya os dije que daría conmigo.
—Mándelo a paseo y pida otra ronda.
—No se meta en eso —dijo Jan.
El juez lanzó una carcajada ronca y se frotó la pierna dolorida. Dijo:
—Tiene malas pulgas.
—¿Ah sí? —sonrió el más alto—. Pues se las vamos a sacudir, si se pone pesado.
Era un poco grueso, cachazudo, de unos treinta y tantos años, cabellos rizados y sonrisa pintada. Llevaba un arete de oro en el lóbulo de la oreja izquierda y un clavel rojo en la solapa de la vistosa americana color burdeos. Sin hacerle caso, Jan dijo mirando al juez:
—¿Tiene las llaves del coche?
—Oye, tú, parece un tío bragado —dijo el otro—. ¿Es amigo suyo, coronel? Llévelo al «Calipsso» alguna noche, le trataremos bien…
—Sí —añadió el alto—, allí le quitaremos las ganas de aguarnos la fiesta.
Klein le puso la mano en el hombro.
—Calma, Antonio. Este señor cumple órdenes. No busca camorra.
Como siempre, sus inteligentes ojos azules, risueños y limpios, no acusaban ningún exceso, y hablaba todavía con fluidez; pero su cuerpo daba la impresión de que al menor roce podía caerse. Jan había hecho una seña a la mujer gorda y sonrosada que atendía la barra y ella dijo que todo estaba pagado. Entonces vio la cartera de Klein entre los vasos sucios, del lado de ellos. La alcanzó, deslizándola en el bolsillo interior de la chaqueta del juez, y observó de paso su camisa de seda limón manchada de salsa, lo mismo que el pañuelo negro anudado al cuello. No vio su reloj en la muñeca y dijo, repitiendo el truco de otras noches en sitios como éste:
—¿Tiene hora, señor Klein?
—Tempranísimo —sacó el reloj del bolsillo y se lo mostró.
—Pues ya podemos irnos. Andando.
—Eh, usted, déjele en paz, cojones —dijo el llamado Antonio—. ¿No ve que no quiere irse? Ahora vamos a casa de Silvia y allí estaremos tranquilos, ¿verdad, coronel?
—Habíamos dicho de ir al «Copacabana» —protestó su compañero—. Esto no es serio…
—Ya estará cerrado —repuso el otro oliéndose el clavel.
—Mi bondadosa suegra —farfulló lentamente Klein— guarda en su casa una botella añeja de coñac Tres Ceros…
—¡Pues vamos por ella, me cago en sus muertos…!
—Él no irá a ninguna parte —lo calló Jan sin mirarle. Tampoco vio, o simuló no ver, que el del arete en el lóbulo se desplazaba a un lado pasando por detrás de la furcia, que se había acercado y desde hacía rato sólo tenía ojos para Jan. Éste volvió a preguntar a Klein—: ¿Recuerda dónde dejó el coche?
El juez meditó la respuesta:
—En la cárcel. Lo están pudriendo en la cárcel…
—El coche de su hija, el Volkswagen.
—Le digo que está en la cárcel, pobre diablo.
Jan registró sus bolsillos en busca de las llaves. Los otros se echaron a reír y sonaron más briosas las palmas al fondo del local. Klein añadió:
—Ya lleva diez años. ¿Cree que finalmente lo matarán…? Le estoy hablando de ese Chessman, el asesino de la linterna roja. ¿Usted cree que se librará de la cámara de gas?
Sin dejar de mirar a Jan, el tipo alto del clavel palmeó la espalda de Klein:
—Usted ya le habría condenado, ¿verdad, juez?
Él masculló una respuesta incongruente, y, por vez primera, una sombra temerosa cruzó por sus ojos. Luego dijo en voz alta:
—No recuerdo lo que yo habría hecho…
—Ese tal Chessman es un jabato —opinó la furcia.
—Lárgate ya, mujer —ordenó el bajito cogiéndola del brazo—. Tenemos que hablar de negocios con el coronel. ¡Amparo, otra ronda, que paga el coronel!
—Di que no, Amparo —repuso la fulana—. Que le han dejado sin un duro.
Jan intentaba sujetar al juez para sacarle de allí, pero se dio cuenta que no se tenía en pie. Uno de los gitanos, un muchacho, se había acercado a mirar.
—Hazme un favor, chaval —dijo Jan—. Búscame un taxi.
El gitano se fue corriendo y Klein resopló:
—Ahora me acuerdo. El coche lo dejamos delante del «Pastís».
—Iremos en taxi hasta allí.
—¡¿Otra vez el malaje éste?! —exclamó el del clavel y la sonrisa pintada—. Usted quiere follón y lo va a tener. El señor se queda, ¿estamos?
Jan había adoptado una paciente actitud de espera junto a Klein, pero algo en su cuerpo estaba tenso y vigilante. De algún modo, la furcia lo advirtió y se apartó de él.
—Sí, nosotros nos ocuparemos de llevarle a casa —dijo el otro—. Más tarde, ¿verdad, coronel?
Jan seguía mirando al alto, aunque habló dirigiéndose al juez:
—Despídase de sus amigos, señor Klein. Ya se van.
—¡Es usted muy gracioso, oiga! —el alto se dobló riendo y palmeó su hombro.
—Quita esa mano.
—Zúrrale ya, Antoñito —dijo su amigo.
Jan notó en el hombro la crispación súbita de la mano y se inclinó un poco hacia él, despacio; pareció un gesto irreflexivo, como si se dispusiera a oler el clavel de su solapa. Le golpeó sordamente, con el puño que no se vio, en el costado derecho, a una distancia de menos de tres palmos. Antoñito seguía mirándole a los ojos, sonriendo, y pasaron unos segundos, como si el golpe le hubiese llegado con un extraño efecto retardado, hasta que la cara morena empezó a ponerse amarilla. Su mano tanteó torpemente el borde del mostrador, puso los ojos en blanco, se le doblaron las piernas y se desplomó como un abrigo de una percha. Antes de llegar al suelo, su amigo le sujetó por los sobacos.
Klein ni pestañeó, en lo alto del taburete; parecía dormido.
5
Al llegar a casa no quiso acostarse y le propuso al guarda una partida de ajedrez en el pabellón. Jan declinó la invitación alegando sueño y dolor de cabeza, y Klein pasó con él al salón. Vio el termo de café y pidió una taza, se quitó los zapatos y se repantingó en una butaca.
Dormitó media hora mientras Jan hacía punto sentado en la mecedora. Cuando despertó, pidió más café y se paseó descalzo de un lado a otro, muy despabilado y con ganas de charla. Después de servirle otro café, Jan se dejó caer de nuevo en la mecedora y apoyó la cabeza en el respaldo, las manos cruzadas en la nuca. Klein se había parado y observó atentamente, con una reflexiva intensidad, su manera de sentarse. Le explicó que, a veces, el hocico de la memoria le jugaba malas pasadas husmeando pistas falsas, cierta manera que tenía Jan de moverse o de gesticular —no lo que hacía o decía, precisó con viveza, visiblemente satisfecho de su teoría— y que producía de pronto una especie de chisporroteo en su descalabrado sistema nervioso… «Ésa es la abominable jerga de mi neurólogo», se disculpó. El asunto le fascinaba y al mismo tiempo, en ocasiones, le causaba pavor; no es que evocara una cara, precisó, sino una expresión; una forma de reírse, de callarse, o de estar simplemente cerca de él; no recordaba unos ojos, sino una manera de mirar…
Una vez más, Jan creyó que iba a reconocerle.
—El otro día, por ejemplo —prosiguió Klein muy animado—, viendo a Anselmo llevarse mis zapatos para lustrarlos, se me encendió una lucecita en el coco y por un instante volví a ver mi despacho en el Juzgado… Fue por algo que hizo este gandul con los zapatos —se interrumpió y chasqueó los dedos—. Se lo demostraré ahora mismo, verá qué divertido.
Jan alegó que era muy tarde y que Anselmo estaría en el mejor de los sueños. Klein ni le escuchó y fue a sacar al viejo de la cama, golpeando en la puerta de su cuarto. Volvió al salón y poco después apareció Anselmo con el pantalón del pijama medio caído, el albornoz ajado y una cara de fatiga y de resabiada paciencia.
—A sus órdenes.
—Llévate mis zapatos, los quiero limpios para mañana a las ocho —ordenó Klein secamente.
El viejo ordenanza le miró un instante con sus ojos apagados, como si no entendiera, y cogió los zapatos del suelo agachándose con parsimonia. Cuando se iba, cabizbajo, frotó distraídamente la puntera del calzado con la manga del albornoz.
—¿Ha visto? —exclamó Klein eufórico, una vez solos—. Pues fue sencillamente eso, su manga frotando mis zapatos. Asombroso, ¿no le parece?
Jan asintió. Lo único que había visto era un anciano aturdido y con sueño manejado sin consideración ni respeto. Miró al juez con frialdad: había olvidado lo sórdido que podía llegar a ser, y de lo que era capaz.
—Con su permiso voy a hacer mi ronda —dijo levantándose.
—No diga tonterías, Mon. No necesita hacer ninguna ronda.
—De todos modos la haré. Buenas noches.
Cuando volvió, veinte minutos después, Klein se había ido a acostar.