CAPÍTULO IV

1

Eran cerca de las once de la noche, un lunes de principios de julio. Un enjambre de mosquitos agobiaba el farol de gas de la calle del Iris cuando Jan Julivert Mon pulsó el timbre junto a la verja de entrada. Llevaba el viejo traje marrón a rayas de americana cruzada recién salido del tinte, camisa azul y corbata marrón claro de nudo estrecho. Mientras se estiraba los puños de la camisa volvió a pensar en lo avanzado de la hora y en la urgencia con que era convocado. Poco antes, al llegar a casa, había encontrado a Néstor haciendo sombra en el cuarto de baño, enfrentado a sí mismo en el espejo. Resoplando, Néstor le dijo que la tía monja acababa de llamar: que fuera inmediatamente a ver a la señora Klein. No sabía nada más. Balbina ya se había ido al trabajo, dejando en el baño aquel rastro de perfume de violetas que exasperaba la machacada nariz del muchacho.

Abrió la verja un anciano con chaleco negro y botas de agua que llevaba un hacha en la mano. Su cabeza calva y renegrida estaba orlada de pelo rizado y canoso.

—A este timbre hay que darle fuerte —gruñó—. Menos mal que estaba fuera y le he visto. Qué quiere.

—La señora Klein me está esperando. Vengo de parte de la Madre Teresa.

El viejo sirviente dio media vuelta y enfiló hacia la casa, y Jan le siguió. En el cobertizo junto al garaje había luz y una pila de leños en la entrada. El porche de la torre estaba alumbrado por dos farolillos y la puerta abierta. Elvira apareció en el umbral con su uniforme gris de rayadillo y sus mofletes sanguíneos. Dirigió una tímida sonrisa a Jan y dijo al viejo:

—Deje encendidas las luces del pabellón, señor Anselmo.

—¿Encendidas? ¿Toda la noche?

—Toda la noche.

—¿Lo ha ordenado el coronel?

—La señora.

El hombre se alejó refunfuñando y Elvira se dirigió a Jan:

—Venga, por favor.

El vestíbulo era amplio y circular, con grandes tiestos cuadrados de losetas azules y blancas donde crecían marquesas de lustrosas hojas verdes. En el vitral de colores sobre el porche figuraba un San Jorge matando al dragón. A la derecha había una escalera con barandilla de mármol que subía hasta la galería del primer piso, y a la izquierda un pequeño salón sumido en la penumbra, con altos ventanales y pesadas cortinas color miel. La criada abrió una puerta de cuarterones debajo del amplio hueco de la escalera y condujo a Jan por un corredor de techo alto hasta otra puerta de cristales emplomados, grande y pesada. La golpeó con los nudillos y abrió sin esperar respuesta, haciéndose a un lado para dejar paso. Era un salón-biblioteca que se abría en abanico y comunicaba con la terraza posterior, frente al parque, mediante puertas correderas de cristal.

Virginia Klein estaba de pie en el umbral de la terraza, de espaldas, la cabeza inclinada sobre el pecho y aspirando por la nariz el aerosol de un pequeño pulverizador plateado.

—Pase y siéntese, haga el favor —dijo sin volverse—. Le ruego me disculpe un momento…

—¿Necesita algo la señora? —dijo la criada.

—No. Puedes irte, Elvira.

La muchacha se fue cerrando la puerta. Jan vio a la señora Klein alejarse un poco hacia la terraza, ensimismada en su aerosol y como en busca de aire. La terraza estaba iluminada por invisibles focos a ras del suelo y también el cuadro de césped en suave pendiente que se perdía más allá, hacia el frondoso parque de pinos y abetos sumido en la noche. Mientras esperaba, Jan paseó la mirada en torno. Repletas estanterías de libros llegaban hasta el techo y en medio de la pared frontal había una chimenea con repisa de mármol. Encima de la repisa colgaba un gran cuadro al óleo representando a una mujer joven de corta melena rubia, con falda blanca plisada y blusa camisera, sentada en un sillón de mimbres con dos rosas rojas en la mano y un libro abierto en el regazo. La estancia estaba escasamente iluminada por tres lámparas de pie con pantalla de flecos y pesaba en ella como un exceso consentido pero no deseado de muebles antiguos y sombríos, profundas butacas severamente tapizadas y viejas riñoneras de terciopelo granate que parecían desplazadas o encaradas a nada, como si nadie tuviera nunca que sentarse en ellas. Vio dos vitrinas isabelinas con tacitas, abanicos y otros objetos de marfil, y un espejo modernista orlado de flores y con una serpiente cuya cabeza en relieve, con una manzana en la boca, se miraba obsesivamente a sí misma. En un ángulo, una larga mesa escritorio con soportes de hierro forjado servía para exponer una colección de jarrones antiguos y nada parecía indicar que pudiera servir para otra cosa. Lo único que ofrecía cierto aspecto de inmediata utilidad era la vitrina llena de bebidas y la mesita oriental con vasos, un cubo de plata rebosante de hielo y un sifón.

La señora Klein vio encenderse una luz entre los árboles, al fondo del parque, y entonces se volvió. Llevaba una amplia falda verde manzana con bolsillo y una blusa de seda negra, sin mangas. Era una rubia de rasgos angulosos, alta, de cuarenta y tantos años, grandes ojos oscuros y boca gruesa y pálida. Su cuello y sus brazos conservaban la misma fría calidad de nácar que en el retrato sobre el hogar, pero el suave mentón había ganado en altivez y en torno a su nariz y a su boca entreabierta flotaba ese halo de ansiedad o de alarma de los asmáticos. En el pelo que le caía a un lado de la cara, sobre el pómulo izquierdo, un prendedor de oro y platino con tres pequeños rubíes y en forma de espiga sujetaba una onda rubia cuya misión era ocultar en lo posible la delgada cicatriz curva que se engarfiaba en la comisura de los labios.

Se dirigió hacia él tendiéndole la mano.

—Perdone que le haya hecho esperar… ¿No quiere sentarse?

—Gracias.

Se sentó en una butaca y ella siguió de pie.

—Así que usted es sobrino de la Madre Teresa.

—Sobrino nieto.

—Lamento haberle hecho venir a estas horas, pero tengo cierta urgencia por resolver este dichoso asunto… Supongo que la Madre ya le ha dicho de qué se trata.

—No estaba en casa cuando llamó. Me dieron su recado.

Jan había sacado el paquete de cigarrillos, pero lo devolvió a su bolsillo al ver el aerosol en la mano de la señora Klein.

—Puede fumar si lo desea —dijo ella—. Es esta humedad lo que me fastidia.

—Creo que no me vendrá mal contenerme un rato —sonrió él.

—¿Quiere tomar algo?

—No, gracias.

—Se trata del puesto de guarda, si aún le interesa. —Guardó el aerosol en el profundo bolsillo de la falda y paseó por el salón mientras hablaba. A ratos su voz o su lengua soportaban un pesado lastre de indiferencia o de saliva y sus gestos mostraban la chirriante desenvoltura de una mujer no acostumbrada a mandar—. Me habría gustado llegar a un acuerdo con usted mucho antes, pero cuando la Madre me llamó mi marido ya tenía un recomendado. Luego este hombre no se presentó, ni siquiera hemos llegado a conocerle; supongo que empezó a sentirse mal… Hoy he sabido que ha muerto.

—Lo lamento.

—Al parecer se suicidó. Era un policía jubilado y estaba muy enfermo. Tengo entendido que usted también fue policía, señor…

—Mon. Juan Mon.

—¿Dónde vive usted?

—Cerca. En la barriada de La Salud.

—¿Casado?

—No. Vivo con mi cuñada y con su hijo.

—¿Cuántos años tiene, señor Mon?

—Cumpliré los cincuenta en octubre.

La señora Klein se cruzó de brazos y fijó repentinamente la vista en el suelo, en la punta doblada de la alfombra. Habría jurado que este hombre tenía más de sesenta años. Alzó la mano y tocó levemente el prendedor del pelo, sólo como si quisiera asegurarse que seguía en su sitio.

Con una sonrisa vaga, él añadió:

—Espero que mi tía no le haya dado malos informes.

—Es usted pariente suyo y con eso me basta. —Alisó la punta de la alfombra con el pie—. Bien. Antes de nada quería preguntarle si puede empezar en seguida… Esta noche.

—Por mí no hay inconveniente.

La señora Klein esbozó un gesto de disculpa con las manos.

—Verá, no piense que es por temor a que los ladrones vuelvan esta misma noche. Deseo tranquilizar a mi suegra cuanto antes, la pobre vive aterrada desde que supo que entraron a robar. Por eso he dicho que dejen encendidas las luces del pabellón… La Madre Teresa ya le habrá contado que hemos tenido algún problema.

—Algo me dijo.

—Saltaron la tapia del jardín y forzaron la puerta del pabellón. Allí no hay nada de valor, pero últimamente mi marido suele ir a escuchar música después de cenar. Teníamos un perro, un dóberman, y un día apareció envenenado; aunque sospecho que eso nada tuvo que ver con los ladrones. No he conseguido convencer a la familia, pero estoy segura que esta faena se la debo a un vecino bastante carcamal que odiaba al pobre Riki

Se quedó parada escuchando ruidos en la habitación de arriba: la puerta corredera de un armario, abierta y cerrada con excesivo ímpetu, pisadas sobre la madera crujiente del parquet, y en seguida un portazo. Sacó el aerosol del bolsillo, pero no lo usó. Ahora había algo astuto y excitante, casi corrompido en el hermoso diseño de su boca reseca, en la comisura que pellizcaba la cicatriz.

—En fin —agregó volviendo en sí y mirando en torno—, también entraron aquí. Se llevaron un par de porcelanas de Sèvres, eran de mi madre y para mí tenían sobre todo un valor sentimental…

Jan advirtió que su pensamiento seguía en otra parte y contrariado por algo que no tenía que ver con el robo. Y dijo por decir:

—Comprendo. Pero tuvieron ustedes suerte, por lo que veo. Podían llevarse mucho más que eso.

La señora Klein pasó por alto esta observación y dijo:

—Yo no creo que vuelva a ocurrir, pero mi hija y mi suegra están alarmadas, y no digamos el servicio. Mercedes ve fantasmas por todos lados… Perdone que no me siente —añadió reanudando sus cortos paseos—, parece que así noto menos el calor. Veamos. Quisiera explicarle en qué va a consistir su trabajo, pero no tengo una idea muy clara. Supongo que bastará que haga usted alguna ronda por el jardín y por el parque, cuando le parezca oportuno, para asegurarse de que todo sigue en orden. Puede pasar la noche aquí, en este salón, con las luces encendidas. No creo que exista el menor riesgo, pero si quiere llevar algún arma puede hacerlo… ¿Sabe conducir?

Él esperaba esta pregunta.

—Sí. Pero no tengo carnet.

—Nos ocuparemos de eso. En realidad no necesito un chófer, exactamente. Verá, mi marido no está en condiciones de conducir y normalmente no lo hace, si yo puedo evitarlo… Salvo los miércoles, cuando va a recuperación a una clínica. No es que nunca le haya pasado nada, pero me quedaría más tranquila si usted le llevara y volviera a traerle a casa —hizo una pausa y le miró, creyéndole indeciso—. Sólo sería una vez a la semana. Antes le llevaba mi hija, pero ahora los miércoles tiene prácticas en San Pablo y sale de casa más temprano…

—¿Dónde está esa clínica?

—En la Avenida Hospital Militar —su mano jugueteaba con el aerosol dentro del bolsillo de la falda. Humedeció sus labios con la lengua y añadió—: Mi marido sufrió un accidente, le supongo enterado por la Madre Teresa.

Jan asintió.

—Me habló también de ciertos anónimos…

—Fue hace años —dijo ella secamente—. Olvídelo, no tiene nada que ver con su trabajo aquí.

Se encaminó hacia los estantes de libros, junto a la vitrina de las bebidas, y, erguida sobre la punta de los pies, introdujo la mano en el hueco entre dos gruesos volúmenes de tapas negras y sacó una pequeña llave. Con ella abrió la vitrina, diciendo con la voz repentinamente opaca:

—Mire usted, voy a hablarle con franqueza. Mi marido, como ya tendrá usted ocasión de comprobar, tal vez necesite un guardaespaldas en determinadas ocasiones, nunca se sabe… —sonrió con tristeza y añadió—: Pero yo no le pedí eso a la Madre Teresa; yo le dije que me gustaría alguien con… digamos con cierta autoridad o experiencia. Esta casa está un poco apartada y en una zona solitaria, y todos los días se oye hablar de atracos y de robos. Me tranquiliza, por supuesto, que usted haya sido policía, y espero que a mi sirvienta y a mi cocinera las tranquilice aún más, y sobre todo a mi suegra… Pero naturalmente no corremos ningún peligro inmediato y aquí no hay ningún misterio que investigar. ¿Me comprende?

Él asintió en silencio, bastante sorprendido. Tuvo la impresión, por vez primera, que bajo ese expresivo interés de Virginia Klein por desdramatizar su trabajo de guarda se ocultaba la verdadera naturaleza del mismo, otra cosa que ella aún no quería o no se atrevía a exponerle.

Había sacado de la vitrina una botella de pipermint, se sirvió dos dedos en un vaso y le echó hielo. Colocó la botella en su sitio y volvió a cerrar la vitrina con llave, devolviendo ésta a su escondite entre los libros; erguida nuevamente sobre la punta de los pies, los brazos en alto, la fina telaraña negra de la blusa se tensó y clareó revelando una espalda prieta y juvenil.

—Ésta es la única bebida suave que puedo soportar —dijo al volverse con el vaso en la mano—. Aunque tengo mis dudas acerca de si es una bebida suave… ¿Usted no bebe, señor Mon?

Aunque el tono de la pregunta era convencional, a Jan no le pasó por alto la mirada veladamente inquisitiva de la señora Klein.

—Sí. Pero de noche no tengo costumbre.

—Si luego le apetece ya sabe dónde está la llave. Le ruego que después vuelva a dejarla en su sitio. En cuanto a lo demás —dirigió una lenta mirada a su alrededor— espero que se encuentre cómodo. No solemos utilizar este salón, a no ser que haya invitados. Busque la manera de entretenerse, la noche es muy larga. ¿Le gusta leer? Aquí hay más libros de los que una persona podría leer aunque viviera cien años… Cualquier cosa que necesite la pide a Elvira, la doncella. Vendrá usted cada día al anochecer y se irá a las nueve de la mañana. En la cocina le darán de cenar y el desayuno, Mercedes se ocupará de eso… Bien, había pensado ofrecerle doscientas cincuenta pesetas por noche. ¿Qué le parece?

—Me parece bien.

A través de la terraza entró el ruido de un coche poniéndose en marcha, luego un rumor de neumáticos sobre la grava. La señora Klein suspendió el vaso de menta a medio camino de su boca y su cara reflejó fugazmente una contrariedad. Luego bebió y dijo:

—¿Prefiere cobrar mensualmente o cada semana?

—Cada semana, si no le importa.

—Tal vez no le vendría mal un adelanto —y antes de que él dijera nada, agregó—: Mañana Anselmo le dará el importe de dos semanas.

—Se lo agradezco.

—Entonces de acuerdo —se encaminó hacia el velador y cogió una campanilla de plata agitándola con energía—. Conocerá a la familia oportunamente. Ahora Elvira le acompañará a la cocina. ¿Ha cenado?

—Sí señora, gracias.

—Este teléfono —indicó el que estaba sujeto a la pared, junto a una pequeña cómoda-escritorio— se desconecta mediante esta clavija. Si llaman durante la noche y yo no estoy en casa, le ruego que tome el recado. Pero cuando yo esté desconéctelo, para que no le moleste. Mañana le diré a Anselmo que le dé un duplicado de las llaves de la verja, del garaje y del pabellón. Creo que eso es todo.

Se abrió la puerta y Elvira apareció en el umbral frotándose una pierna con la otra.

—El señor Mon se queda esta noche —dijo la señora Klein—. Acompáñale para que conozca a Mercedes y a Anselmo y le atendéis en todo lo que haga falta… —Se volvió hacia él y añadió—: Buenas noches. Espero que todo eso no le resulte muy cansado.

—Seguro que no, señora. Buenas noches.

Cuando ya había salido al corredor y la criada se disponía a cerrar la puerta tras ellos, se oyó la voz de la señora Klein en el salón:

—Elvira. ¿Qué está haciendo Anselmo? ¿Por qué no ha cerrado el garaje?

—Estaba partiendo leña…

—Qué disparate. ¿Quién le ha dicho que vamos a encender la chimenea, con este calor?

—Se lo ordenó el señor.

Virginia Klein no dijo nada. Elvira cerró la puerta despacio y él aún pudo verla allí dentro, en medio de los pesados muebles sumidos en la rancia atmósfera, con el vaso en una mano y el aerosol en la otra, girando en el vacío la rígida espalda y con la mirada tensa, repentinamente asustada, obsesionada tal vez por alguna alteración brusca del ritmo respiratorio.

Las dependencias del servicio estaban en el ala derecha de la torre. La cocina era grande y luminosa y el zumbido del frigorífico, mal asentado, casi ahogaba la música de la pequeña radio sobre la repisa llena de detergentes y estropajos. A su lado, una puerta abierta dejaba ver la despensa. En el centro había una gran mesa blanca y redonda con un montón de vajilla limpia, y bajo la ventana, desde la que se veía el garaje, una máquina de coser y una tabla de planchar con ropa lavada. Tras la tela metálica de la puerta que daba al jardín revoloteaban moscardones y mariposas atraídas por la intensa luz interior. Del cobertizo junto al garaje llegaban los golpes espaciados y sonsos del hacha sobre los leños.

La cocinera, una oronda gaditana de sesenta años, de porte solemne, tersa papada y boca de piñón, se mostró muy contenta al saber que ya tenían guarda de noche. Le preguntó a Jan si había cenado y le ofreció una taza de café, añadiendo que en la nevera había gazpacho por si luego le apetecía.

—En esta época siempre va bien —sonrió mirando a Elvira—: Anda, niña, que ya podrás dormir sin estas angustias…

—¡Bueno! —exclamó la muchacha—. ¡Si es usted la que tiene miedo de los ladrones! Yo lo único que pasa es que a las tres de la madrugada siempre me despierto, pero no es canguelo, que ya me pasaba de niña…

—Anda, deja al señor que se tome su café tranquilo y quita los platos —ordenó la cocinera—. Cotorra.

—Me dijo la Madre Teresa —dijo Jan sentándose a la mesa— que su primo, el señor Anselmo, se va al pueblo.

—Sí —dijo Mercedes—. Su madre está muy enferma, y él ya no piensa más que en volver para allá.

El café era excelente y tomó otra taza. Mientras, la joven criada le informó acerca de los demás miembros de la familia: la abuela, que había venido a pasar unos días —vivía en Santander, con una hija casada con un magistrado— se acostaba siempre muy temprano; el señor Klein acababa de salir y la señorita Isabel estaba arriba viendo la televisión, seguramente —añadió con un mohín desenfadado— después de haber dejado patas arriba el cuarto de su hermano probándose sus camisas… Su hermano, el señorito Álvaro, pasaba las vacaciones en Santander con sus primos y estudiaba para abogado en la universidad de Navarra. La señorita Isabel estudiaba medicina y era miope y su madre no la dejaba salir de noche, y si lo hacía —concluyó la criada— nunca regresaba más tarde de las diez y media.

La mirada de la cocinera la instó a callarse momentáneamente y luego prosiguió:

—Se pone las camisas y los pijamas de su hermano y conduce ese trasto de coche como un gamberro. Ya lo verá usted; y sale con un chico casi tan feo como ella… Pero no se puede tener todo en esta vida, ¿verdad, usted?

—Niña, esa lengua —la previno Mercedes.

—¿Suele salir de noche el señor Klein? —preguntó Jan.

—Pues un día sí y otro también —dijo Elvira, y clavó sus vivarachos ojos en la cocinera—: ¿O tampoco se puede decir, Merche?

—¿Por qué ordenó partir leña? —dijo él.

—Ah. —Elvira se rió—. Pensaría que estamos en diciembre. El señor tiene estos arranques… Usted tranquilo. Verá cosas muy raras en esta casa, pero usted tranquilo.

—Será mejor que hable usted con Anselmo —dijo la cocinera—. Ésta se cree una enteradilla y no sabe nada.

Jan se levantó, señalando la puerta mosquitera.

—Supongo que la cierran antes de acostarse.

La cocinera asintió. Dijo que si durante la noche necesitaba venir a la cocina, para un tentempié o para más café, que ella dejaría en un termo, que debía entrar por el interior de la casa.

Jan apuró la taza de café, dio las gracias y salió a dar una vuelta por el jardín. Rodeó la casa por completo y en la parte trasera se paró sobre el césped delante de la terraza. Las luces del salón seguían encendidas, pero la señora Klein ya no estaba allí. Le llegaron atenuadas voces de la pequeña terraza del primer piso, levemente iluminada, mientras se internaba por el parque. Lamentó no haber pedido una linterna de pilas y decidió hacerlo mañana, o comprársela él. Los pinos despedían un intenso olor mientras se orientaba hacia las luces del pabellón. Al llegar vio las rejas nuevas en las ventanas, aún sin pintar. La puerta estaba cerrada con llave y dentro no había nadie. Retrocedió y rodeó la torre hasta alcanzar de nuevo el jardín por el otro lado. La sombría silueta de la torre y los abetos más altos se dibujaban nítidos sobre el cielo estrellado, y a su izquierda, a lo lejos, titilaban las luces de la ladera del Monte Carmelo. Las voces que provenían de la primera planta eran de un televisor. Siguió por diversos senderos entre oscuros parterres, comprobó que la verja de la entrada estaba cerrada y se encaminó hacia el garaje. El viejo había terminado de partir leña y se había ido. El garaje estaba abierto y en medio de las sombras distinguió el Packard castaño, pero no el Volkswagen.

Terminó su primera ronda, fumó un par de cigarrillos sentado en un banco de losetas frente al porche, se encaminó luego hacia la terraza trasera y entró en el salón-biblioteca quitándose la americana. No se oía el menor ruido en la casa y hacía un calor húmedo y sofocante.

2

Hacia las dos de la madrugada cerró el libro que estaba leyendo y se levantó de la mecedora. Sacó la llave de su escondrijo, abrió la vitrina y se sirvió una ginebra rebajada con agua de hielo, ya fundido en el cubo. Se sentó de nuevo y cuando saboreaba el primer trago oyó débilmente el timbre del teléfono en alguna habitación del primer piso. Dos minutos después se abrió la puerta del salón y apareció la señora Klein con una bata azul y cara de no haber dormido en absoluto.

—Ya veo que sigue usted sano y salvo —bromeó sonriendo.

Jan se levantó.

—Sí, no hay novedad.

—Creo que el único riesgo que corremos esta noche es morir de calor. Por favor, siéntese… ¿Qué está bebiendo?

—Ginebra.

—Espero que haya encontrado su marca. Si no, pídala mañana a Elvira.

—Todo está conforme, gracias.

—Me alegro.

Virginia Klein mantenía los labios entreabiertos, siempre como si estuviera a punto de decir algo que previamente tenía que abrirse paso en sus pulmones. Él observó su cuello esbelto y redondo y la viveza juvenil de su corta melena rubia, un poco alborotada. Sintió de pronto que la atmósfera, además de sofocante, era demasiado correcta, demasiado afable; no era que la dueña de la casa pareciera estar urdiendo un tanto forzadamente y a deshora una convencional relación de confianza con él, sino más bien consigo misma o con alguna idea que ya traía en su mente al bajar al salón… Estaba allí de pie dándole la espalda, en el umbral de la terraza, mirando la mata de hierbabuena de una gran maceta. Se volvió y dijo:

—Veo que está leyendo literatura buena.

—Debe serlo —admitió él—. Pero me aburre.

La señora Klein asintió esbozando una sonrisa:

—Y no es de fiar, ¿sabe? No hubo ese millón de muertos.

Jan Julivert guardó silencio unos segundos y luego dijo:

—No me he traído las gafas y estoy forzando la vista.

—Pues no lo haga, no vale la pena.

Jan miró el libro que acababa de cerrar.

—Parece que el tema de la guerra civil se está poniendo de moda.

—Hum. Cuando en este país se pone de moda algo, hay que echarse a temblar.

—No soy un entendido —dijo él—. Leo por distraerme.

—No se lo reprocho. Aquí hay toneladas de cultura, según mi marido —dejó vagar la mirada por los estantes—. Pero me temo que ninguno de estos libros le ayudará a mantenerse despierto…

Se paseó con aire pensativo y, sin mirarle, añadió:

—Señor Mon, quisiera pedirle un favor. Acaban de avisarme que mi marido está en un bar no lejos de aquí, en el Guinardó. Al parecer olvidó la cartera al salir de casa o la perdió, es algo despistado. Y van a cerrar el bar… ¿Le importaría ir a buscarle?

—Claro que no. ¿Dónde está?

—Cerca de la avenida Virgen de Montserrat. Le apuntaré la dirección. —Se dirigió al pequeño escritorio, apuntó algo en el bloc, arrancó la hoja y luego sacó de un cajón tres billetes de cien, que entregó a Jan junto con el papel—. Tenga, coja un taxi. Mi marido se llevó el Volkswagen, pero esperemos que no haya perdido también las llaves —sonrió tímidamente—, en cuyo caso va a tener que oír a su hija… Así que tráigalo en el coche, nadie le pedirá el carnet y menos a estas horas.

Advirtió cierta reserva en la cara del guarda y añadió:

—Si alguna vez se encontrara usted en dificultades por eso, e insisto en que no es probable, puedo garantizarle que yendo con mi marido no le pasará nada.

—Comprendo. ¿Cómo voy a reconocerle?

—Pregunte al encargado del bar.

—¿Él está de acuerdo en volver a casa…? —Lamentó la pregunta, que presuponía un conocimiento de los malos hábitos del juez, y se apresuró a añadir—: Quiero decir que él tampoco me conoce a mí; puede disgustarle que un desconocido le diga lo que tiene que hacer.

—Ya he pensado en eso, señor Mon. Haga lo que le digo, por favor. Diríjase al encargado del bar.

—Está bien.

—Perdone, tengo los nervios un poco alterados…

—No, no, está bien. Usted quiere que lo traiga a casa y eso es lo que voy a hacer.

Se dirigían los dos hacia la puerta y Jan se adelantó para abrir. Ella se paró en el umbral y le miró:

—Pierda cuidado, ni siquiera le preguntará quién es usted. —Su voz se había vuelto opaca, extrañamente ajena. Le miró fijamente y él tuvo la impresión de que deseaba comunicarle algo en especial, decisivo—. Tráigalo a casa y olvídese de lo demás… Puede que esté acompañado; sea quien fuere, incluso alguien que alegara ser amigo suyo, prescinda de su ayuda y obre según le parezca. ¿Me ha entendido?

—Sí. Espero que no haya ningún problema.

—Desde luego. —Salió al corredor y con media sonrisa afable agregó—: Usted es un hombre de recursos, sin duda. Confío en usted, señor Mon.

Lo acompañó hasta el vestíbulo, donde le dio las llaves de la verja. Al pie de la escalera, cuando se disponía a subir a su habitación, le recomendó que a la vuelta evitaran hacer ruido para no despertar al servicio. Parecía muy fatigada y con sueño.

Mientras cerraba la puerta del porche, Jan Julivert la vio subir lentamente las escaleras sosteniendo el plateado aerosol ante sus labios un poco exangües, desarmados.

3

La taberna Orense, en el cruce avenida Virgen de Montserrat con una oscura callejuela en pendiente, cerca de Horta, tenía medio echada la puerta metálica donde campeaba el descolorido anuncio de «Orange Crush». En la acera de dos palmos de ancho un gato revolvía las basuras de un cubo volcado. El Volkswagen estaba unos metros más abajo, amorrado a una farola y con las ruedas laterales sobre el bordillo.

Jan dijo al taxista que esperara y fue a echar un vistazo al coche. El cristal del lado del conductor estaba bajado y las llaves en el contacto. En el asiento había un pañuelo de seda negro, una cartera abierta y un tubo de comprimidos. Cogió la cartera y la registró con rapidez; contenía carnets diversos, una agenda grapada, dinero ninguno y una mala fotografía hecha en un local nocturno en la que reconoció a Luis Klein sentado con un joven rubio que le rodeaba los hombros con el brazo. Los dos se reían. Por efecto del flash o del revelado, la foto parecía quemada y los rostros roídos por un ácido o tal vez por esa pátina viscosa del alcohol… Jan estuvo mirando la cara del rubio acompañante del juez unos segundos y luego metió todo dentro de la cartera y se la guardó. Quitó las llaves del contacto, subió el cristal y cerró la portezuela del coche poniendo el seguro. Después fue a pagar el taxi y lo despidió.

La taberna estaba casi desierta, con las sillas patas arriba sobre las mesas y el suelo lleno de serrín mojado. En el mostrador, con la gorra en el cogote y el bolso en bandolera, un tranviario algo achispado cambiaba con el dueño cartuchos de calderilla por duros y pesetas. Un hombre de bruces en una mesa del fondo ceñía con ambas manos una grande y panzuda copa delante de una botella de coñac. No había nadie más, salvo un joven que salía del lavabo en una esquina del local; llevaba pantalones blancos y camiseta negra de manga corta con gaviotas estampadas en el pecho. Se sentó frente al hombre inclinándose para decirle algo jocoso al oído.

Jan Julivert se dirigió al tabernero.

—Vengo por el señor Klein. ¿Qué se debe?

El tabernero le miró con cierta curiosidad:

—¿Le envía su mujer?

—Sí.

El hombre vio la cartera de Klein que Jan llevaba en la mano y suspendió momentáneamente el recuento de la calderilla. El cobrador de tranvía se quitó la gorra y se abanicó con ella.

—¿Dónde la encontró? —dijo el tabernero.

—Dígame qué se debe.

—¿Lo de él también? —señaló con la cabeza al joven de pantalón blanco.

Jan lo miró mientras sacaba el dinero del bolsillo; tendría unos veintitrés años, moreno, de estatura más bien baja. Se había quitado los mocasines y se rascaba la planta del pie.

—También.

—Doscientas cuarenta, con el tabaco y las fichas de teléfono.

—¿Cuánto tiempo llevan aquí?

—Un par de horas.

—¿Llamó él o fue usted?

—Él no puede ni levantarse.

—¿Y por qué no llamó usted antes?

Mientras se calzaba de nuevo, el muchacho le hablaba al juez en voz baja. Pero él seguía de bruces sobre la mesa y no atendía, estaba demasiado borracho.

—Se ve que es usted nuevo en eso —dijo el tabernero mientras devolvía el cambio de trescientas—. Las órdenes de su mujer son de avisarla cuando voy a cerrar.

—¿Y si él se larga antes?

—Supongo que tiene amigos en muchos sitios —repuso con aire cansado el tabernero—. Pero no suele alterar su recorrido. Y si lo hace, al final siempre se deja caer por aquí. En eso, por lo menos, sigue teniendo buena memoria.

—Dame cigarrillos. Negro.

El hombre enarcó las cejas.

—Oiga, ¿por qué me tutea? ¿Acaso nos conocemos?

—Tú no sé. Yo muy bien: me has cobrado esa botella de Veterano como si fuera coñac francés.

—Eh, menos guasa, aquí tiene la cuenta…

—¿Conoces al tipo que está con él?

El tabernero meneó la cabeza.

—No es de por aquí.

—¿Han venido juntos?

—Con otro. Uno rubio, fuerte. Se las piró cuando llamé a su casa. No me gustaba… En cambio éste —señaló hacia la mesa—, es un muerto de hambre, no hay más que verle.

—¿El señor Klein ha echado en falta algo, además de la cartera?

—A estas horas ya no se le entiende. —Volvió a sus cartuchos de calderilla, que el tranviario seguía amontonando a un lado del mostrador—. Pero no sé qué dijo de una rosa en el pecho… Menos mal que ha encontrado usted la cartera, pensé que se la habían birlado. No sería la primera vez. Lléveselo, haga el favor. Vino con ganas de cogerla de prisa, esta noche.

—Supongo que tú le has ayudado.

—Se basta solo para eso. Y oiga, yo no soy la niñera de nadie. Aquí tiene el tabaco. Obsequio de la casa —gruñó volviéndole la espalda.

Había alzado un poco la voz y Klein se incorporó mirando a Jan. Era un hombre enjuto y esbelto, de unos cuarenta y cinco años, bien parecido, de ojos azules sorprendentemente claros y pelo lacio, descolorido y veteado por el sol. Llamaba la atención el color de su piel, ceniciento y tenaz como el de algunos vagabundos, en contraste con la calidad y hechuras de su atuendo: un elegante blazier con botones de ancla dorados, camisa blanca de seda, pantalón crema y zapatos blancos. Cierto poroso encanto juvenil vagaba en torno a su decrépita cabeza y a sus frágiles hombros, la espigada supervivencia de una cualidad núbil, una jactanciosa inmadurez que mantenía una relación desleal o cuando menos equívoca con su edad. Se levantó un poco de la silla y escrutaba a Jan a través de la atmósfera enrarecida del bar, y, por espacio de unos segundos, desde la barra, el expresidiario aguantó la famosa mirada azul con el secreto temor de un súbito entendimiento; pero bajo la pesadez de los párpados abotagados, los ojos no alcanzaban más allá de un par de metros, enredados en la náusea y en una desmemoria seguramente feliz.

Su joven amigo depositó una mano en su hombro y le obligó a sentarse. Luego golpeó la mesa con la botella vacía.

—El señor tomará otra copa —dijo.

—El señor no tomará nada —dijo Jan sin mirarle y sin alzar la voz. Se guardó la cajetilla del tabaco, cogió la cartera del mostrador y fue hasta la mesa dejándola encima. Pedirle a Klein que comprobara su contenido, como habría sido su deseo, era perder el tiempo.

—Su esposa me envía a buscarle, señor Klein.

El juez miró la cartera ante él como si viera visiones. Por un brevísimo instante mantuvo los ojos totalmente abiertos, luego los cerró y arrugó el ceño pugnando con alguna idea. Dio un par de cabezadas, farfullando:

—¿Y usted quién es? ¿El nuevo perro guardián?

Jan observó los puños sueltos de su camisa.

—Voy a llevarle a casa. Guárdese la cartera.

—Buenas noches —dijo Klein—. Abur.

—Ya lo ha oído usted, amigo —dijo sonriendo su acompañante—. El señor prefiere quedarse un rato más…

—Levántate —repuso Jan volviéndose hacia él.

—¿Cómo ha dicho?

—Arriba. Te quitaré un peso de encima, muchacho.

—No sé de qué me habla…

—Enséñame el forro de tus bolsillos y te puedes ir.

—¿Qué bolsillos…?

No se movió, pero ya no sonreía. Tenía un mentón redondeado y algo prominente de rufián simpático y patillas largas y en punta. Muy arriba en el brazo izquierdo, bajo la corta manga de la camiseta, lucía la satinada marca de la vacuna y un enrevesado tatuaje floral con dos golondrinas dándose el pico. Permaneció acodado a la mesa, acariciándose suavemente el puño con la otra mano.

—Oiga —dijo enarcando las cejas—, ¿no es usted algo viejo para meterse en follones…?

Jan dejó caer la mano en su hombro, con un gesto que en principio más bien parecía de salutación o de pésame, y lo agarró de la camiseta y lo levantó. La banqueta cayó hacia atrás rebotando en el suelo. Ahora, en los fríos ojos grises a un palmo de los suyos, el joven chuleta vio que la cosa iba en serio y obedeció, estirando el sucio forro de los bolsillos a ambos lados de las caderas. Cayó un pañuelo sucio y arrugado, un llavero y algunas monedas. Luego, con aire resignado, llevó lentamente la mano al bolsillo trasero del pantalón, tan ceñido que sólo le permitía introducir dos dedos, maniobrando con dificultad hasta extraer algo que entregó con el puño cerrado; el dueño del bar y el tranviario le miraban desde el mostrador. Jan deslizó los gemelos en el bolsillo interior de la americana de Klein después de echarles un vistazo; eran de oro y tenían la curiosa forma de raquetas de tenis, con un primoroso calado.

—Se le cayeron en el coche —dijo el muchacho—. Pensaba devolvérselos ahora…

Jan ya estaba incorporando al borracho. Le cogió del sobaco y, sin muchos miramientos, le obligó a moverse y lo sacó de la taberna. El juez masculló insultos durante un rato, pero una vez sentado en el Volkswagen se calló, inclinó nuevamente la cabeza sobre el pecho y se hundió en un sopor inquieto.

La torre estaba sumida en el mayor silencio cuando llegaron, pero desde la oscuridad del parque la brisa filtrándose entre los pinos llegaba como un rumor de olas al retirarse sobre la arena. La luna estaba alta y los abetos se destacaban oscuros delante de la fachada, en ninguna de cuyas ventanas se veía luz. En el vestíbulo, el juez rechazó su ayuda y al empezar a subir las escaleras tropezó y se volvió a mirarle como si le viera por primera vez.

—¿Qué hace usted aquí?

—Trabajo. ¿Puede arreglarse solo o quiere que le acompañe?

—Largo.

Se quitó la chaqueta azul marino y subió con ella colgada a la espalda, dando cabezadas y asegurando los pies en cada escalón.

Él esperó al pie de la escalera hasta verlo desaparecer en lo alto.

Ignoraba si su mujer seguía despierta y se ocuparía de él. Oyó una puerta cerrándose de golpe y luego apagó las luces.

Las de la biblioteca seguían encendidas. Se sirvió una ginebra con poca agua y salió a la terraza. Miraba entre los árboles la luz del pabellón cuando oyó sobre su cabeza un reiterado chasquido de labios, como hace uno cuando no da crédito a lo que ve. Alzó la mirada a la terraza superior y vio a Luis Klein asomado al pretil de piedra arenisca, la chaqueta balanceándose en su mano como si fuera a dejarla caer al vacío. Observó que el juez no le veía, que miraba fijamente a la noche y a la nada. Llegaba desde alguna parte, no sabía si desde un estanque vecino o desde el trasfondo de la memoria, una terca sinfonía de ranas croando…

Cuando Klein desapareció en su dormitorio, él entró en el salón, escogió otro libro en los estantes y se sentó en la mecedora bajo la lámpara de pie. Eran las tres de la madrugada. No pasó de la primera página, el primer trago de ginebra resultó decepcionante y los siguientes se le antojaron tardíos e inútiles, como si también el tiempo de beber para recordar se hubiese quedado atrapado en alguna de las malditas cárceles que había conocido.