CAPÍTULO PRIMERO

Yo insomne, loco, en los acantilados; Las naves por el mar, tú por el sueño.

GERARDO DIEGO

1

La torre de los Klein se alzaba en la linde de un frondoso parque rodeado por un muro de tres metros de alto erizado de vidrios afilados. El descuidado jardín delantero estaba partido por un sendero de tierra roja que conducía hasta el pequeño porche de cuatro columnas con vitrales en la primera planta. El sendero se bifurcaba y, a la derecha, discurriendo entre jóvenes sauces medio recostados en la hierba y un gigantesco eucalipto, llegaba a un garaje cuya puerta metálica alzada dejaba ver un Packard color castaño. Fuera había un Volkswagen de maltrecha carrocería; una muchacha con camisa a cuadros y sombrero de paja lo estaba lavando con una manga de riego. Néstor la saludó con la mano y ella se limitó a mirarles. «La hija del juez —dijo a su tío—; es medio cegata». Anexo al garaje había una leñera rodeada de madreselva. Delante del porche se abría una plazoleta cubierta de grava con tres bancos de hierro pintados de blanco en torno a un viejo surtidor. Por todo el flanco derecho de la torre, respetando solamente la puerta de servicio, trepaba una hiedra reseca y polvorienta como un trenzado de cuerdas podridas. El jardín cercaba la torre y se prolongaba tras ella, pero ya desfigurado por la maleza y abandonado a su suerte, hasta que, abruptamente, unos treinta metros más allá, se convertía en frondoso parque de pinos y abetos. Desde el borde de la terraza inferior partía en suave pendiente un cuadro de césped cuyo verde esplendor se apagaba conforme se acercaba a la linde del parque en compañía de furtivos hierbajos y degradadas margaritas. Al fondo, entre los pinos, se alzaba un pabellón de ladrillo rojo y techo de pizarra.

Mientras Néstor descargaba la carretilla a la puerta de la cocina, su tío se colgó la americana en el hombro izquierdo y se alejó curioseando hasta desaparecer detrás de la casa.

Una joven criada de encendidos mofletes, bajita y de tobillos gruesos, abrió la puerta-mosquitero y dejó pasar a Néstor con la caja de cervezas en la espalda.

—Qué rápido has venido hoy.

—Que me muero por verte, raspa. Oye, podrías ir sacando los envases.

—Sácalos tú, no te vas a herniar. ¿Traes el jerez?

—Sí señora.

Ella se hizo cargo de las botellas de vino, Néstor entró lo demás y sacó las cajas con los envases, cargándolas en la carretilla. En una caja faltaban ocho cascos de cerveza.

—Estarán en el pabellón —dijo la criada—. Ve por ellos, anda, yo tengo mucho trabajo…

—Menuda cara tienes tú. ¿Y Anselmo?

—Ha ido a un recado, y Mercedes está arriba con la abuela. Y a ver qué haces, que la señora anda por ahí… Quita las manos.

Néstor intentó pellizcarla, pero la muchacha se escabulló.

Camino del pabellón vio la hamaca colgada entre los pinos y la larga mesa de piedra. No corría la menor brisa y la atmósfera parecía crepitar; en el borde de la mesa, la cola de una lagartija se inmovilizó un instante antes de desaparecer: Néstor casi tropezó con la mujer dormida en la tumbona. Retrocedió un poco y se paró a mirarla, nunca había tenido ocasión de verla tan de cerca. Llevaba gafas de sol, iba descalza y una de sus bronceadas piernas le colgaba fuera, los dedos del pie rozando los cristales de un vaso roto en el suelo. Al levantarse se puede cortar, pensó. Tenía un libro en el regazo y bajo el rubio mechón de cabellos que le tapaba un lado de la cara, Néstor distinguió la sedosa y delgada cicatriz que corría desde el pómulo a la comisura de la boca, pellizcando el labio superior y tirando de él hacia arriba en un amago de sonrisa… Oyó un ruido a sus espaldas y al volverse vio a su tío que, la mano apoyada en el tronco de un pino y un pie cruzado delante del otro —como si llevara allí un buen rato— miraba también a la mujer.

Siguió hasta el pabellón y entró como hacía siempre, respirando fuerte por la nariz: flotaba allí dentro un olor a cera virgen que le gustaba. Había cuadros con escenas de caza y un diván y dos butacas de cuero negro frente a la chimenea apagada, sucia de colillas y de chapas y corchos de botellas, y junto a la ventana abierta una mesa-tablero de ajedrez con un vaso y tres cervezas vacías. Lo más chachi era la piel de tigre extendida al pie de la cama-turca llena de almohadones de raso de diversos colores. En el suelo había cuatro botellas más, pero la octava no aparecía por ninguna parte. Finalmente la encontró en la repisa de la ventana y al mirar más allá vio a su tío arrodillado delante de la señora dormida en la tumbona, recogiendo con el mayor cuidado los cristales del vaso roto. Había algo reverencial en su actitud, una delicadeza gestual.

Cuando salió con los envases y se disponía a hacerle una seña, vio que ya no estaba. Regresó dando un rodeo para no despertar a la señora Klein. En la cocina no había nadie y aprovechó para birlar un melocotón del frutero sobre la mesa y le pegó un mordisco; abrió la nevera, no vio nada que le interesara y volvió a cerrar.

Poco antes, la criada había salido al jardín y vio a Jan Julivert esperando en la verja de la calle; miraba las ventanas altas de la torre como si escuchara voces. La muchacha reflexionó unos segundos y se encaminó muy decidida hacia el desconocido por el paseo central.

—Oiga, ¿viene usted de parte de la Madre Teresa…?

Él se quitó el cigarrillo de los labios, un poco sorprendido por la pregunta.

—No.

Néstor llegaba empujando la carretilla y pegándole mordiscos al melocotón. Dijo:

—Si es mi tío, tonta. Ha venido conmigo.

—Ah, perdone. —Se ruborizó un poco, dio media vuelta para irse, pero se paró al ver el melocotón en la boca de Néstor—. ¿Quién te ha dado permiso, eh, caradura?

—Joder, qué roñosa eres…

—Un momento —dijo Jan acercándose a ella. Tiró la colilla y la pisó con el zapato—. ¿Por qué has preguntado si vengo de parte de la Madre Teresa?

—Es que estamos esperando a un señor. —De pronto recordó algo, se volvió hacia Néstor y añadió con viveza—: ¿Sabías que nos han envenenado al perro, al pobre Riki? ¿Y que saltaron la tapia y robaron el tocadiscos del pabellón y una escopeta de caza…?

—Hace tiempo de eso.

—Pues la señora se decidió por fin a decirle a la Madre si sabía de alguien de confianza para guarda de noche —prosiguió algo excitada la sirvienta—. Y yo es que estoy deseando ya de verlo aquí… Mercedes, la cocinera —precisó mirando ahora a Jan Julivert— también está muerta de miedo, y dice que se volverá al pueblo con Anselmo si no ponen un vigilante. La semana pasada la Madre Teresa envió a un hombre, pero la señora lo encontró un poco viejo… Pensaba que venía usted por eso.

Néstor observaba a su tío con el rabillo del ojo. Seguía con la americana colgada al hombro y se miraba el zapato, alzando la puntera sucia de polvo. La americana resbaló y la pilló con un repentino quiebro de muñeca; el movimiento fue tan rápido que la criada se sobresaltó.

Jan Julivert sonrió a la muchacha y se despidió, saliendo a la calle. Durante el camino de vuelta guardó silencio. A Néstor le quemaban unas cuantas preguntas en los labios, pero no se atrevía a soltarlas. Probó con la primera:

—Tío, ¿el señor Klein era juez hace mucho tiempo?

—No exactamente.

—Elvira dice que antes de estar enfermo de los nervios era juez y además militar, y que por eso tiene esta cara de vinagre… ¿Fue el que te condenó en el juicio, tío?

—La criada se equivoca. Era auditor de guerra. Otra cosa: no debes decirle a esta chica que acabo de salir de la cárcel. Eso nunca ayuda a encontrar trabajo, ¿entiendes?

—Sí.

—¿Dónde está la clínica Santa Fe?

—¿Vas a ir a ver a la tía monja?

—Tal vez.

Néstor se lo dijo. La idea de que su tío tramaba algo en relación con la torre de la calle del Iris, y que estaba buscando la forma de aproximarse al señor Klein sin levantar sospechas, se afirmaba en su mente. Y encima, pensó, tiene la suerte de cara…

—Tío —dijo cuando llegaban a la plaza Sanllehy—. ¿Qué harás cuando arregles tus asuntos…? ¿Te irás otra vez?

—No lo sé.

—Si aún tuvieras las viñas del abuelo y aquella casa tan grande en el pueblo, podríamos ir los tres allí y hacer de payeses… ¿Ya no te acuerdas de Sant Jaume?

La vieja casona junto a la plaza, niños jugando descalzos con una pelota de trapos, el campo de fútbol arado y rodeado de almendros y algarrobos y más abajo, por el camino blanco, el cementerio blanco donde están enterrados los abuelos maternos…

—Sí, me acuerdo.

—Tío, ¿es verdad que estuviste escondido en las montañas de Asturias?

—No.

—El viejo Suau dice que ayudabas a pasar la frontera a los aliados que los alemanes perseguían en Francia…

—Hace mucho tiempo de eso.

El traqueteo de la carretilla, bajando por la acera maltrecha de la calle Cerdeña, hacía tintinear los sifones vacíos en la caja y ésta iba resbalando.

—Oye —dijo Néstor—, ¿tú has conocido a uno que le llamaban el Taylor, que tenía la cara grabada de viruela y una novia que vivía en nuestra calle, la Margarita…?

—Sí. Vigila esa caja.

—Murió hace cuatro o cinco años y Margarita se fue a vivir no sé dónde. Estaban la mar de enamorados, los domingos él le regalaba flores y pasteles, y ella siempre iba vestida de negro y era muy guapa. Dicen que al Taylor lo mataron en una emboscada. ¿Lo sabías?

Él se había parado a encender un cigarrillo. Quedaba muy lejos su labor de enlace con Juan Sendra, el desastre final del grupo y la muerte del Taylor, desangrado sobre el volante de un coche en la carretera de Cerdanyola…

—¿Y al Quico Sabater lo has conocido?

Jan señaló la carretilla.

—Ten cuidado con eso, se está cayendo.

Néstor paró y aseguró la caja de sifones. Jan Julivert no le esperó y tomó una delantera de varios metros que ya no perdió hasta llegar al bar Trola.

2

Hacía un solitario en la mesa del comedor cuando oyó la voz soñolienta de Balbina en su cuarto.

—¿Jan?

—Aquí estoy.

La puerta del dormitorio estaba entornada. La cama crujió y luego se oyeron las pisadas sobre las baldosas.

—Anoche volvió a llamar ese hombre.

—¿Qué hombre?

—Yo qué sé. Alguno de la vieja camarilla, supongo. Ya te dije que te buscarían.

—Saben dónde encontrarme.

—Era el mismo de la otra vez… ¿Dónde puñeta está mi bata?

Él había suspendido la mano en el aire con la sota de espadas, pensativo. Bebió un trago de ginebra rebajada con agua y dijo:

—¿Qué quería?

—Pegarme un susto, eso para empezar.

—No te oigo. Ven aquí.

—Voy medio desnuda… ¿Has visto mi bata?

—En la cocina.

—¿Y quién la puso allí? No sé qué coño pasa con esta bata que nunca está donde la dejo.

Él se calló que Néstor hurgaba en todos los bolsillos buscando tabaco, trastocando la ropa. Oyó los pies desnudos correteando hacia el pasillo. No había lugar para la sota de espadas y deshizo el juego, recogiendo la baraja. Balbina regresó ciñéndose la bata sin mangas y con el cigarrillo sin encender en los labios.

—No llamó aquí, esta vez —dijo cogiendo el mechero de la mesa y sentándose en la butaca—. Llamó a «Los Julepes». Yo misma cogí el teléfono: «¿Trabaja aquí Balbina Roja?», preguntó. Soy yo, le dije antes de darme cuenta, y después de un silencio me colgó.

—¿Nada más?

—¿Te parece normal?

—Podría ser un amigo tuyo…

—Ni hablar. Era la misma voz.

—Está bien. No hay que preocuparse.

—Pero ¿quién es? ¿Qué quiere?

Él se echó para atrás en la silla, barajando las cartas distraídamente, y guardó silencio un buen rato. Después dijo:

—¿Has oído hablar de un tal Mandalay?

—No me acuerdo.

—Estuvo un tiempo a mis órdenes. Se llama Raúl Reverté. Llevaba el control de las cuotas patrióticas, por decirlo como a él le gustaba, y sabía mucho de explosivos —sonrió burlonamente—. Nunca presentó las cuentas claras pero sus petardos no fallaban jamás… —Miró a Balbina y añadió—: Creo que es él.

—¿Le debes dinero?

Jan no contestó. Al cabo de un rato dijo:

—La última vez que le vi fue en el 47, me ayudó en aquel trabajo en Hospitalet. Luego estuvo una temporada en la cárcel y me han dicho que ahora tiene un bar en la calle París. En el fondo no es más que un sirlero de tres al cuarto.

—¿Ya no anda en lo vuestro?

Jan sonrió.

—Supongo que el once de setiembre aún deja caer con disimulo un ramo de flores en el sitio donde estuvo el monumento a Casanova. Siempre fue un patriota, este chorizo.

Se quedó pensativo y Balbina dijo:

—Entonces, si ya se desentendió del grupo, ¿qué puede querer de ti ahora, si no tienes un duro…?

—Escúchame bien. Es un hombre alto y delgado, de unos cuarenta y cinco años, moreno, de cara larga con un hoyuelo en la barbilla…

—Qué me importa a mí su cara.

—Quiero que no se te olvide por si le ves. Es un tipo de cuidado.

—Pero es a ti a quien busca. ¿Qué puede querer de mí?

—Lo sabrás si te encuentra —dijo él en tono evasivo.

—No empecemos con misterios otra vez, te lo ruego.

Jan la miró con aire reflexivo:

—Está bien. Digamos que al Mandalay se le debe una explicación. Pero a mí no vendrá a pedírmela, no se atreve. La buscará por otros medios, tal vez por ti… No le ocultes nada acerca de mí y te dejará en paz.

—¿Hay algo que él no debe saber?

—Vete con cuidado, eso es todo. —Dejó la baraja sobre la mesa y se levantó—. Por cierto, no tendrías que preocuparte de nada de eso si te quedaras en casa por las noches.

—Ah, muy bien, ¿y de qué vivimos?

—Voy a hablar con la tía monja, a ver si hay trabajo.

Mientras se echaba la americana sobre los hombros y cogía los cigarrillos y el mechero, su cuñada le observó con una curiosidad esponjosa y placentera que durante años había estado dormida en lo más sensible de su cuerpo: esa precisión mecánica de los gestos, la desdeñosa rigidez de la nuca, la sombría decisión bajo los párpados fatigados, como cuando era joven, pensó, y escuchaba en silencio las lamentaciones de su madre con una afectación sonámbula en los aledaños de la boca prieta, en las severas mejillas embotadas o insensibles, anestesiadas como después de una visita al dentista… Era cuando había tomado una decisión.

—Si te sale un buen trabajo —dijo Balbina— y quieres que me quede en casa… lo haré. Pero antes me gustaría ahorrar un poco. Pasado el verano, tal vez. ¿Qué opinas?

—Es asunto tuyo. Hasta luego.

3

—Sí, claro que me acuerdo —dijo la monja mirándole torvamente por encima de las gafas de montura metálica—. Sobre todo por lo mucho que hiciste sufrir a tu madre. Pero ya eres un viejo, ya no puedes hacerle daño a nadie…

—No diga eso, tía.

—¿Qué te pasó en esta oreja?

—Una pelea con mi hermano, cuando éramos chicos —improvisó él—. ¿Se acuerda de mis hermanos? A ver si sabe cuál de los dos me hizo esto…

—Son demasiados años y ya no tengo humor para adivinanzas —se lamentó la monja con la voz delgada y punzante como una aguja—. Y no quiero ni pensar en la vida que habréis llevado en Francia. No fuisteis ni capaces de venir al entierro de la pobre Antonia. Luis era el peor de todos… Y de Mingo no hablemos. Supongo que en la cárcel tendrá tiempo de reflexionar. Siéntate.

Jan Julivert obedeció, situando el oído bueno frente a la afilada cantinela de la Madre Teresa. Era una anciana de rostro huesudo y terco, nariz aguileña y piel sedosa, más blanca que sus hábitos. Las muchas dioptrías del cristal ampliaban sus negras pupilas, vivísimas, fijándolas en una expectativa no se sabía si de reproche o de compasión. Sentada detrás de una larga mesa, las manos cruzadas sobre una carpeta oscura, estaba rodeada de pilas de toallas y de sábanas limpias y bien dobladas, en un despacho-almacén con estanterías metálicas hasta el techo conteniendo ropa y productos de limpieza. Tras ella y la ventana abierta asomaba el verde penacho de la palmera que se alzaba desde el jardín lateral de la clínica.

Mientras la monja hablaba, Jan intentaba recordar la última vez que la vio. De muchacho, cada año por Navidad, su madre solía llevarle con sus hermanos al convento de las Darderas de la calle Sors, y en una sala amplia y helada la tía monja les regalaba estampitas y caramelos de eucalipto. En realidad, era tía de su madre y ya entonces era viejísima y atrabiliaria: una abusiva confusión de besos y reprimendas y mangas y pliegues blancos que envolvían una personalidad generosa pero fría y antipática, de una insospechada energía. Luego, en la época en que él empezó a boxear, supo que la habían trasladado a un hospital de Tarragona y no volvió a verla. Cuando estaba en el penal de Burgos, en el 53, su madre le hizo saber por carta que la tía monja volvía a trabajar en una clínica de Barcelona y que estaba ayudando a Balbina a ganar algún dinero… Entonces ya dirigía un ejército de novicias, gallegas casi todas, que fregaban los suelos de la clínica y hacían las camas. A las que no tenían vocación religiosa, la Madre Teresa las colocaba de criada en casas de señores, atendiendo sobre todo peticiones de esposas de médicos y también de enfermas ricas, que convalecían en la clínica el tiempo suficiente para que ella pudiera decidir acerca de su solvencia moral y económica.

—Así que acabas de llegar de Francia y buscas trabajo —dijo abriendo la carpeta—. ¿Desde cuándo estabas allí, desde el treinta y nueve, como tu hermano Mingo? Ya ves en qué acabó tanta libertad que os dio vuestro padre. Ay, pobre Antonia… ¿Y qué sabes hacer, en qué has trabajado hasta ahora?

—En el campo… Tía, lo que necesito es una recomendación. He sabido casualmente por la criada de una tal señora Klein que usted tiene que mandarles a alguien para trabajar de guarda o algo así…

La monja le miró extrañada.

—Pero si ya lo hice. —Revolvió los papeles de la carpeta, añadiendo—: La señora Klein me habló de eso hace tiempo. Le envié a dos personas, pero no debieron gustarle. Se ve que necesitan alguien un poco especial. Es un trabajo de noche, hijo. ¿Estás seguro que te interesa?

—No estoy en condiciones de escoger. Y hay otra razón por la que necesito el empleo en seguida. Se trata de Balbina, me gustaría sacarla de ese bar donde trabaja. Debe quedarse en casa y ocuparse de su hijo, ¿no le parece?

La anciana suspiró.

—Me temo que ya es un poco tarde para eso. Esa pobre infeliz… Dios la perdone, habrá sufrido mucho. Hace años que no sé de ella. La última vez que la vi fue en este pasillo —señaló la puerta entornada, mirando afuera con expresión compungida y recelosa—. Estaba barriendo y se puso a fumar un cigarrillo que le dio un médico que se paró a hablar con ella, y se reían de un modo… No quiso hacerme caso, no me escuchó nunca. Mientras trabajó aquí no le faltó comida, ni a ella ni al chico. Yo no quiero saber qué pasó con el doctor Cabot, ni de quién fue la culpa; aunque a él le conozco y vaya pieza. Pero a ella le gustaba bromear con todos, les daba demasiadas confianzas y se buscó la ruina. En todo caso hizo mal en irse sin decirme nada. No debía tener la conciencia muy limpia.

Se quitó las gafas y frotó los cristales con la punta de una toalla, se las volvió a poner, ajustándolas con cuidado sobre la nariz, y en este momento entró una muchacha sudorosa con uniforme gris, de ásperos cabellos cortos y nariz chata, llevando un vaso de agua y una píldora rosada en la palma de la mano.

—Permiso… Tenga, Madre.

Le dio el vaso y la píldora y se quedó de pie junto a Jan Julivert, esperando. Él captó su olor a lejía y tuvo una visión fugaz de los lavaderos de la cárcel. La chica advirtió que la monja no se tomaba la píldora y dijo:

—Tómesela ahora y me llevo el vaso, Madre.

La anciana gruñó:

—No te preocupes tanto por el vaso. Ya puedes irte.

—La Hermana Josefa dice que…

—Que sí. Pero vete.

La muchacha obedeció. La monja apartó la píldora a un extremo de la mesa, detrás de la pila de toallas, y bebió un sorbo de agua con diabólica expresión de complacencia. Luego asintió y dijo, sin mirar a Jan:

—Ojalá tengas razón. Ahora que has vuelto, a ver si Balbina sienta la cabeza. Un hombre siempre puede imponer orden en una casa… Además, tú eras el único bueno de los tres. Te creía muerto, pero debí confundirte con Luis, aquel desdichado con sus pistolas. Él y Mingo querían cambiar el mundo… ¡Ay Señor, Señor!

Jan comprendió que la anciana confundía a Luis con Mingo, muerto en el Ebro en 1938, el mismo día del mismo mes en que su padre sería fusilado al año siguiente. Había demasiados muertos en la familia o demasiados años en la memoria de la tía monja.

—He venido a pedirle que hable con esta señora, tía.

—¿Sabes conducir?

Jan la miró con cierta inquietud.

—¿Piden un chófer o un guarda?

—Creo que las dos cosas… No me acuerdo bien. Ahora que caigo: ¿tú no eres policía?

—Lo fui, tía.

—Pues mira, eso podría ayudarte. La señora Klein está asustada desde una noche que entraron a robar en su casa. Por eso quiere un guarda en el jardín, pero solamente por la noche.

—Comprendo. ¿Hace tiempo que la conoce?

—Su cuñado fue director de la clínica. El doctor Klein. El pobre murió en la puerta de un hotel… —La monja sacudió tristemente la cabeza—. También qué mala suerte esta familia. Dicen que lo confundieron con su hermano, que entonces era coronel auditor. Y poco después, hará unos trece años, el coronel sufrió un terrible accidente de coche. Estuvo muchos meses en esta clínica. Fue cuando conocí a la señora Klein. Una bellísima persona.

—¿Y él qué hace ahora?

—¿El coronel? Nada. Padecer, supongo. Quedó con lesiones muy graves en el cerebro y tuvo que renunciar a su carrera… La idea de poner un guarda en el jardín debe ser de su mujer, de él no, seguro. Él se ríe de eso. Y es un hombre que ha recibido cartas con amenazas, me consta. Recuerdo que cuando mataron a su hermano, las autoridades le pusieron una especie de guardaespaldas, pero él se lo tomó a chacota y aquel policía terminó de jardinero, más contento que unas pascuas.

Pasó luego a explicarle en qué iba a consistir su trabajo, caso de que le admitieran, y cómo le convenía hacer buenas migas con el servicio, sobre todo con la cocinera Mercedes. Le darían la cena y el desayuno y seguramente de vez en cuando caería algo más que podría llevarse a casa, porque allí siempre sobraba comida y tanto Elvira, la doncella, como Mercedes eran buenas personas. Mientras hablaba, su mano izquierda fue desplazándose sobre la mesa hasta alcanzar la píldora con la punta de los dedos. Tal vez la señora Klein, añadió, le pediría en algún momento regar el jardín o lavar el coche o algún otro trabajo más pesado, y él no debería negarse, porque el viejo Anselmo, el jardinero, primo de la cocinera, aunque hacía un poco de todo ya casi no servía para nada; pronto se iba a jubilar y quería volver a su pueblo… Anselmo había sido ordenanza del coronel, añadió.

—Conviene sobre todo que no olvides una cosa —dijo empujando con la uña la píldora rosada—. El señor Klein está muy enfermo. A veces no sabe dónde está ni se acuerda de lo que hizo media hora antes… No creo que tengas que tratarle mucho, pero tenlo presente.

—Está bien. ¿Cuándo sabremos algo?

—Vaya. Iba a tomármela —dijo ella tanteando la mesa— pero no la veo. Bah, es igual.

Él se agachó, solícito, mirando bajo la mesa.

—Deja, deja —ordenó la monja—. Y ahora vete, tengo mucho que hacer. Hablaré con la señora Klein. Llámame pasado mañana y ruega a la Virgen para que haya suerte. Me extrañaría que aún no tuvieran a nadie…

—Seguramente se irán de vacaciones.

—Este año no. Él sigue un tratamiento especial de recuperación en una clínica y no conviene que lo deje.

Ahora miraba a Jan fijamente, las manos descarnadas y juntas apoyadas sumisamente en el borde de la mesa. Finalmente emitió un leve gruñido.

—Hum. No creas, no estoy muy segura que seas la persona indicada. Para lo que la señora Klein anda buscando, puede que sí, si es verdad que fuiste policía. Pero se trata de gente muy rica y con influencias, y muy del régimen, ¿comprendes?, y cuando pienso en la buena pieza de tu padre y en tus hermanos…

—Quién se acuerda de eso, tía —la interrumpió él sonriendo—. Necesito trabajar, y en seguida. Si no por mí, hágalo usted por Balbina.

La Madre Teresa asintió cachazudamente y Jan se levantó de la silla. Algo crujió bajo su zapato. Al bajar la vista vio el comprimido rosa aplastado. La monja simuló no haber visto ni oído nada, ceñuda, aplicada en revisar el contenido de la carpeta.

4

—¡Otra vez el dragón! —exclamó Néstor irrumpiendo en la galería—. ¿Me oyes, tío?

—Te oigo.

—En el sitio de siempre.

—Déjalo estar.

—¡Justo sobre su cabeza, brrrr…! Me da no sé qué verla durmiendo desnuda y tan tranquila con este bicharraco encima… ¿Qué hacemos?

—Nada.

—Y está engordando, el malparido. Ven a verlo, tío. Por favor.

Jan Julivert estaba leyendo sentado en la galería, frente a los vitrales abiertos, en mangas de camisa y con los pies sobre una silla. Cerró el libro y aplastó la colilla en el cenicero de la mesa camilla.

—Ya te dije que no son peligrosos —observó con fatiga en la voz—. En Ocaña había uno que me hizo mucha compañía. Y se comía todos los mosquitos…

—¿Y si cae y se le mete en la cama?

—Nunca se caen. —Se levantó y pasó al comedor—. Trae la escoba. No hay que despertar a tu madre.

—Ni se va a enterar. Toma pastillas. Una vez que vino un poco piripi y se acostó vestida, yo la tuve que desnudar y ni se movió.

—No deberías entrar cuando duerme. Ve por la escoba.

Néstor fue a la cocina y él abrió la puerta del dormitorio. Vio en el techo la sombra inmóvil con la cola no muy larga en forma de rizo. Era una salamanquesa ventruda y grande, lo bastante como para causarle un buen sobresalto a cualquiera. Probó a ahuyentarla arrojándole la blusa que encontró tirada al pie del lecho, pero el bicho no se movió. La blusa cayó blandamente sobre la rodilla alzada de Balbina, que yacía bocarriba con una mano yerta entre los oscuros muslos. Un tirante del viso malva había resbalado hasta su codo y en la penumbra destacaba la suave hinchazón lechosa del pecho. Sorprendentemente, en medio de la cama revuelta, con las dos almohadas fuera de sitio y la sábana arrugada en una esquina inferior, Balbina dormía bien peinada y con los labios brillantes de carmín…

De nuevo captó en el aire, en alguna parte, la vibración visual de una escena recompuesta, repensada y de algún modo artificiosa. Alzó los ojos al techo y se quedó un rato mirando la salamanquesa. Los redondeados flancos de su abdomen inflado y verdoso parecían palpitar.

—No encuentro la escoba —dijo Néstor asomándose al cuarto—. ¡Ajjj…! ¡Qué repugnante bicharraco, qué repugnante…!

—¿Has mirado en la galería?

—¡Eggr…! ¡Qué asco! —pero sus ojos camuflados tras el flequillo no miraban al bicho, sino que iban veloces de su madre a su tío—. ¡Ajjj, pobre Balbinita, si se le mete en el pelo! ¡Brrr…!

—Deja de hacer tonterías y trae la escalera de mano.

—Tío, espera. ¿Has visto que tiene un morado en el pecho? Mira, aquí —señaló el pecho de su madre—. ¿No podría ser que ya la hubiese mordido?

—No podría ser. Baja la voz.

Arropó a su cuñada con un extremo de la sábana y observó las tres cerillas de madera en el mármol de la mesilla de noche y las dos tazas con restos de café y colillas deshechas. Las cerillas, sin usar, tenían adheridas a la punta inferior una viscosa suciedad marrón. Tras él oyó la solícita, enternecida voz del muchacho:

—Un día de éstos le voy a hacer un regalo a mi madre.

Él había alzado de nuevo los ojos al techo y miraba la salamanquesa con curiosidad creciente. No dijo nada y Néstor añadió:

—¿Sabes lo que más le gusta?

—Qué.

—Las medias de rejilla. Pero de las finas, ¿eh?, no ésas de tía de revista del Paralelo…

—Ya.

—Negras. Y hasta arriba del todo.

—Está bien.

—Lo digo por si algún día piensas hacerle un regalo.

—Bueno.

—¿Te has fijado —insistió Néstor— que cuando duerme se le marcan más los hoyuelos de las mejillas…?

—Salgamos de aquí, anda.

—La Paqui dice que se parece a Ava Gardner, pero a quien se parece de verdad es a otra artista. ¿Tú qué opinas, tío?

—¿A quién?

—¿No has visto Pandora, con el Mario Cabré?

Salieron del dormitorio y Jan cerró la puerta. Sus ojos claros y afilados escrutaban al muchacho furtivamente.

—Hace años que no voy al cine.

—Pero conoces a los artistas.

Jan reflexionó un momento.

—En mi tiempo había uno que se llamaba Chester Morris, lo recuerdo porque tu madre decía que yo me parecía a él…

—Ah. No sé quién es. A quien se parece Balbina es a… ¿cómo se llama? —chasqueó los dedos—. ¿Has visto esos carteles antiguos y medio rotos que hay en las paredes del taller del viejo Suau?

—Sí.

—Hay uno de una peli que me habría gustado ver, El hijo de la furia, con una artista que es igualita, igualita que ella… Se llama Gene Tierney. ¿No te has fijado?

—Pues no.

—Va vestida como de hawaiana y tiene los mismos hoyuelos en la cara de gato y la misma sonrisa un poco dentuda… Bueno, Balbina está un poco más llenita y tiene los ojos negros. Y claro, no lleva flores en el pelo ni esos vestidos de indígena que lo enseñan todo, que si no…

Cabizbajo y con las manos en los bolsillos seguía a su tío, que enfilaba el pasillo hacia su cuarto. Jan se paró de pronto y se volvió mirando al chico con una sosegada, pero bien marcada seriedad en el rostro.

—Escúchame bien, cantamañanas —dijo golpeándole el pecho con el dedo—. Cuando tu madre se despierte, ese bicho ya estará muerto y en la basura. ¿Conforme?

Néstor rehuyó su mirada y dijo de pronto, como si acabara de acordarse:

—¡Eh, ¿qué hay de mi saco de entrenamiento?!

—Por ahora nada. ¿No deberías estar en el bar? Pues andando.

5

Poco después descolgaba el teléfono del recibidor y llamaba a la clínica Santa Fe. Le hicieron esperar un buen rato, pero ya no consiguió volver a centrar sus pensamientos en Néstor y en su fantástico dragón y lamentó no haberse traído un trago para entretener la espera.

La voz de la anciana monja no expresaba la menor contrariedad, pero tenía malas noticias. La señora Klein ya contaba con un recomendado para el puesto de guarda.

—¿Por qué no la avisó a usted, si ya tenía a alguien?

—Porque no era seguro —dijo la Madre Teresa—. Parece que este hombre, un jubilado, no acababa de decidirse. Ella aún no le conoce, sólo sabe que vendrá por mediación de un secretario de juzgado amigo de su marido… Así que paciencia, hijo. La primera en lamentarlo ha sido la señora Klein, que hubiese preferido un recomendado mío. Dice que te tenga en reserva por si acaso, pero yo creo que es mejor ir pensando en otra cosa. Sé de una empresa de productos farmacéuticos que necesitan un conserje, pero sólo por las mañanas.

—No sacaría mucho. —Reflexionó unos segundos y añadió—: Tía, estaba pensando… Tal vez este hombre estaría dispuesto a compartir el trabajo con otro, nos podríamos turnar. ¿Sabe cómo se llama, dónde vive?

—Ni idea. Podría preguntárselo a la señora Klein…

—No, no lo haga —se apresuró a decir él—. No quisiera molestarla por tan poca cosa. ¿Conoce usted a este secretario amigo de su marido, al que lo recomienda?

—Sé que está en un juzgado de Instrucción. El catorce. Pero yo en tu lugar no perdería el tiempo con eso…

—Gracias, tía. Volveré a llamarla.

Colgó y marcó otro número. Oyó a Balbina tosiendo en el dormitorio.

—¿Bataller…? Soy Jan. Necesito que me hagas un favor. —Adivinó la mueca recelosa al otro lado del hilo—. No temas, no te voy a comprometer. Quiero que obtengas una información de alguien que seguramente conoces, el secretario de un juzgado de Instrucción, el catorce…

—Don José Ramos. Una buena persona.

—Escúchame bien. Ese Ramos ha recomendado a alguien para guarda de noche en casa de Luis Klein. Quiero saber quién es este hombre y dónde vive.

Se oyó un bufido y la voz llegó recelosa:

—¿Te refieres al juez Klein, el que era auditor de guerra cuando…?

—Sí.

—¿Qué estás tramando, Jan? He oído rumores.

—No sé de qué me hablas.

—Mira, yo no quiero líos. Ahora estoy bien, y tengo una familia que mantener…

—Escúchame, Bata. Estoy buscando trabajo y lo hago a mi manera. Eso es todo, ¿entendido? —Suavizando el tono añadió—: Ya estoy viejo para lo otro.

—Mejor así. Si vuelves a las andadas no cuentes conmigo.

—Te pido un pequeño favor. Procura sonsacar a Ramos del modo más natural. Quiero el nombre y la dirección de ese tipo que ha recomendado.

—¿Corre mucha prisa?

—Sí.

—Está bien. Veré lo que puedo hacer.

—Respecto a Klein… —Pensó en los recelos de esta rata de juzgados y agregó—: Yo creía que había muerto.

—Estuvo muy cerca.

—Sólo por curiosidad, Bata: ¿a qué se dedica ahora? Sé que ya no ejerce.

—Está en la asesoría jurídica de una empresa importante —dijo Bataller—. ¿Has oído hablar del Consorcio de la Zona Franca? Bueno, en realidad no hace nada, el hombre no está para muchos trotes. Es un enchufe. Tiene un despacho al que sólo va un par de horas a la semana a hacer crucigramas… y algunos chanchullos que deben darle mucha pela.

—¿Por ejemplo?

—No sé. El Consorcio es un tinglado muy gordo. Klein se colocó allí después del accidente de coche. Quedó prácticamente inútil.

—Ya. ¿Fue por el accidente que pidió el retiro del ejército?

Bataller dejó escapar una risita.

—Eso es lo que se dijo. Pero también se dijo que iban a formarle un tribunal de honor. Parece que el coronel llevaba una vida algo misteriosa… La verdad es que le echaron.

Añadió que el enchufe en el Consorcio le vino por la familia de su mujer; su suegro había sido secretario general de la empresa y uno de los promotores más agresivos, ya en el año treinta y dos llevó a cabo unas sonadas expropiaciones de huertas y viviendas en el Llobregat con la ayuda de unos matones…

Jan le interrumpió:

—¿Dónde tiene el despacho?

—Cerca de la estación de Francia… ¿Vas a hacerle una visita? Te advierto que ya no es el que era, no le vas a reconocer. Aquí en los juzgados se oye cada cosa de él… De borracho y de cornudo para arriba…

—No te olvides de mi encargo.

—Te llamaré en cuanto sepa algo.

—No uses el teléfono. Hay un bar aquí cerca, en Torrente de las Flores esquina Martí, mi sobrino trabaja en él. Si no me encuentras, le mandas a casa a buscarme.

—De acuerdo.