1
Los primeros días apenas salió de casa. Según Néstor, esperaba una llamada telefónica —una señal, le gustaba decir, una consigna, tal vez una orden—, haciendo solitarios en la mesa del comedor con la baraja que se había traído de la cárcel. Sabía hacer, afirmó Néstor, más de veinte solitarios diferentes.
En alguna ocasión le vimos paseando solo por el Parque Güell y también en el mercado de la Travesera, en cuyos puestos de frutas y verduras se paraba largo rato, como si nunca hubiese visto nada parecido. Un domingo se llevó a Néstor a los Encantes de San Antonio, estuvo hablando con un anciano que vendía monedas antiguas y luego recorrió las paradas de libros usados, llevándose a casa una buena provisión de novelas del Oeste. Cada quince días —después sería cada mes— tenía que presentarse al Juzgado Militar de la Rambla de Santa Mónica y dejar su firma en la sección de libertad condicionada. Cuando iba a eso se ponía el traje cruzado marrón a rayas y una corbata negra y a la vuelta solía parar en el Trola a tomarse una ginebra, sin hablar con nadie.
Por lo demás, cada atardecer podíamos verle acodado al balcón de su casa con la chaqueta del pijama gris, el cigarrillo en los labios y los cabellos siempre bien peinados hacia atrás y brillantes, siempre como si acabara de salir del baño; como si el hábito carcelario del cuidado personal y el aseo intensivo —algo que años después nosotros descubriríamos en la mili, una maniática propensión a la pulcritud y al cuidado de las uñas, por ejemplo, que no era más que una forma de matar el aburrimiento en cautiverio— prolongara en torno a su cabeza aquel tiempo sin orillas ni sentido que se trajo de la cárcel: cierta disciplina muscular regía aún sus nervios y su sangre, un hábito físico de la espera que le tenía inmóvil en el balcón sobre la calle durante horas, viendo pasar a la gente. Más tarde, a veces, bajaba a charlar un rato con el viejo Suau en la puerta del taller, y entonces sí, entonces uno podía imaginar el contenido furor de esa espera y su móvil secreto, su activa memoria llena de costurones registrando la pequeña crónica negra del barrio que el viejo redicho y liante le estaría contando: el trato que su madre y su cuñada recibieron de algunos, de ese cachondo del doctor Cabot y de ese infeliz de Folch, por ejemplo, y también del comportamiento del señor Raich aquella noche lluviosa de octubre del 47 que vio a Jan refugiarse herido en su casa, y le denunció… Podíamos suponer las crispadas conclusiones que de todo ello iba sacando el expistolero, pero nunca le vimos alterarse, nunca pudimos captar en su rostro la menor señal de impaciencia. Sentado en la misma banqueta que a lo mejor horas antes había acogido al gordo policía jubilado y a sus baladronadas, cruzaba las rodillas pulcramente y fumaba con calma ofreciéndole a Suau el oído bueno, escuchándole en silencio. A esta hora del atardecer, en el verano, había animación en la calle, se hacía tertulia en la puerta del Trola y los chavales correteaban e insultaban al pobre Bibiloni en su balcón; el loco les arrojaba desde lo alto aviones oscuros y pesados hechos con hojas de diario, que caían en la calzada como pájaros muertos. Alguno aterrizaba a los pies de Suau y de Jan Julivert y éste lo cogía distraídamente y lo desplegaba, leía las noticias en sus alas pero sin dejar de escuchar al viejo chafardero, lo volvía a plegar y lo arrojaba al aire…
La expectación que su regreso había despertado entre el vecindario empezó a decaer. Tal vez ya no tenía edad ni arrestos para nada, tal vez todo le importaba tres puñetas. Sin embargo, la noche de San Juan ocurrió algo que estimuló de nuevo la curiosidad de la gente.
Anochecía y los chicos ya se habían adueñado de la calle preparando la fogata, tirando borrachos y piulas a las piernas de las muchachas que pasaban y acarreando muebles viejos y cualquier cosa que pudiera arder. En el aire pesado y sofocante colgaban aviones de papel como murciélagos, y desde el balcón de su casa —no le dejaban salir en las verbenas— Bibiloni volcaba al vacío su grávida cara de luna y chillaba creyéndose que él iba en esos aviones sobrevolando algún desastre, funestas columnas de humo negro y ruinas que le perseguían desde niño. En medio de la calzada ya se alzaba imponente la pirámide de desechos, cuyo centro era un armario desvencijado de la señora Carmen y encima tres sillas en equilibrio coronadas por un viejo neumático de automóvil, cuando, desde la puerta del bar, vimos a Jan Julivert asomarse al balcón. Estuvo un rato observando en la calle el trajín de los chavales, que llamaban otra vez a las puertas gritando «¡más madera!», y de pronto ese renacuajo de la carnicería alzó los ojos a él y le preguntó qué daba este año para el fuego. Él se le quedó mirando sin responder, pensamos que no había oído, pero cuando el chico ya se iba le llamó.
—Aguarda un momento —dijo, y se retiró del balcón y antes de un minuto estaba abajo en el portal escogiendo algunos chavales para llevárselos con él, los más fuertes. Ellos le siguieron cuando volvió a meterse en el portal, y Néstor, que había salido del bar y también les miraba, me dio con el codo:
—Vamos a ayudarles —y echó a correr.
Les alcanzamos en el rellano del entresuelo, frente a la puerta del señor Folch, en el momento en que éste abría y empezaba a ponerse pálido.
—¿Qué quiere usted…?
—Hola, Folch.
Jan Julivert le concedió unos segundos para que se repusiera del susto y añadió:
—Estos chicos andan recogiendo muebles viejos para su hoguera. Yo no tengo, pero usted seguramente guarda algo por ahí.
—Este año sí que no tenemos nada, nada…
—Haga el favor de mirar bien.
—Se lo digo de verdad, señor Julivert.
—Seguro que tiene usted algo por ahí, Folch, Me gustaría complacer a estos chavales. Mírelo.
Hablaba en un tono neutro y más bien bajo. Empujó la puerta suavemente y el procurador se hizo a un lado dejándole pasar, pero sin soltar la cerradura; la otra mano la tenía entre las solapas del batín, a la altura del corazón, como si le doliera. Era el mismo batín a cuadros color mostaza con que llamaba a las puertas de los inquilinos con el recibo del alquiler.
Se oyeron pasos en el corredor y el golpe de una puerta, y Jan dijo:
—¿Su mujer está en casa? Pregúntele, verá cómo ella se acuerda.
—No se encuentra muy bien. Bueno, en la terraza tengo unas cajas de madera…
—Creí que me había entendido, Folch —le cortó él, y sus ojos se fijaron en el paragüero-percha del recibidor y más concretamente en la estatuilla sobre la repisa; estaba rajada y el niño que cabalgaba el perro tenía la nariz y un brazo rotos.
El procurador esbozó una sonrisa obsequiosa.
—Hubo un malentendido, con los muebles de su madre, y pensé que aquí estarían más seguros… Fue un error de aquel funcionario.
—Dejemos eso. Vamos a hacer una cosa, Folch… Oiga, ¿se encuentra bien?
—Sí, sí. Mande.
—Haremos una cosa, hombre. Como los muebles ya deben estar muy viejos, se los daremos a los chicos y que los tiren al fuego. Y usted les ayudará a sacarlos a la calle. ¿Conforme?
—Bueno…
Pudieron verlo muchos vecinos. Folch ayudó a los chavales a sacar de su casa el sofá y los sillones y también el paragüero; y lo hizo apabullado, pero servicial y diligente, con una crispada premura, con su batín y sus zapatillas de felpa. Los muebles eran, en efecto, viejos y gastados, pero de ningún modo para ser arrojados al fuego.
Cuando Néstor salía con la figura del perro y el niño desnudo, su tío le dijo:
—Espera. Esto no arde. Dámelo.
Permaneció en la acera viendo cómo acarreábamos todo lo demás ayudados por aquel hombre apesadumbrado y sin fuerzas. Poco después, en medio del griterío de los niños, las llamas de la hoguera se alzaban en la noche. Había mucha gente asomada a los balcones y a las ventanas. El humo espeso y negro del neumático, un manto tachonado de chispas y pavesas a merced de la brisa, se abatió sobre la calle y durante un rato no vimos nada; luego cambió el viento y le vimos allí todavía, de pie en el bordillo: sostenía con ambas manos la figura de porcelana y el resplandor del fuego iluminaba su cara impasible y arrancaba destellos de las pupilas del perro.
2
Néstor nunca comprendió por qué su tío había condenado al fuego los muebles de la abuela y sólo había salvado aquella porcelana rota y anticuada. De todos modos, el susto del puerco de Folch había sido algo digno de verse y además demostraba que Jan Julivert no olvidaba. Pero pasaron los días y nada volvió a suceder.
Un lunes al mediodía, delante del Trola, mientras Néstor partía con el punzón una barra de hielo sobre un pedazo de arpillera extendida en la acera, Paco se lo comentó: no se quedará mucho tiempo, ya verás, esta vida de barrio no es para él. Hostia, qué le dijo. Casi lo mata. Paco intentó razonar su idea:
—Está de paso, chaval, ¿que no lo ves? Si ha venido para ajustar cuentas con alguien, ¿a qué espera?
—Te lo dirá a ti, capullo.
—Está viejo, ¿que no lo ves?, y no tiene amigos y está muy fichado. Y es normal que tenga miedo…
En cierto modo todos pensábamos como Paco. Nada ni nadie puede retener a un hombre así por mucho tiempo: ningún hogar, ningún trabajo, ninguna amistad, ninguna mujer y menos aún la familia.
Néstor le agarró del cuello de la camisa y apoyó el punzón en su entrecejo.
—Si vuelves a decir eso te saco los ojos.
Cualquier duda sobre el coraje de su tío le alteraba la sangre. Pero esta vez era otra la razón de su contrariedad, algo que nunca habríamos podido imaginar. Estaba arrodillado en la acera, sobre el hielo partido, y mantenía a Paco acorralado contra la pared. A esta hora no había nadie en el bar, excepto el viejo Suau charlando con el señor Sicart. No soltó la camisa de Paco, pero apartó el punzón de su cara.
Admitió que su tío no había vuelto solamente por eso, para hacerle desear a más de uno no haber nacido; pero que de ningún modo pensaba irse. Lo dijo con los dientes apretados y una rabiosa convicción, que se acentuó aún más al añadir:
—Ya nunca se irá, mamón. Porque está enamorado… Ahora ya lo sabes.
Si lo hubiese dicho otro nos habríamos muerto de risa. Pero Paco no se atrevió ni a parpadear. Néstor jamás nos había permitido un comentario sobre su madre, y no se sabía de ningún chaval en el barrio que lo hubiese expresado en su presencia sin recibir una manta de hostias. ¿De dónde habría sacado esa idea de bombero? Dijo que, un día, registrando el armario del cuarto de su tío, encontró una carpeta con fotografías en las que se veía a él y a su madre paseando cogidos del brazo por el Parque Güell, cuando eran jóvenes. Ahora, después de tantos años de separación, y con tantas cosas que les habían pasado a los dos, el asunto se había enfriado y ya no estaban seguros de quererse ni de querer vivir juntos. Pero él estaba buscando trabajo para quitarla a ella del suyo, y eso era buena señal… Néstor nunca volvió a referirse a ello tan directamente, excepto tal vez con Paquita, pero con el tiempo se le convertiría en una obsesión, una estrategia del cariño o de la venganza, dos sentimientos que en él, lo mismo que en su tío, andaban siempre enredados.
Soltó por fin a Paco y siguió machacando el hielo con el punzón. Ya más calmado, abstraído incluso, como si hablara solo, negó que su tío hubiese vuelto para matar las horas en el balcón viendo pasar a la gente o regando los geranios con el gato entre los pies. No, él tenía un plan y ese plan lo había tramado en la cárcel.
—De momento —afirmó— está esperando una llamada de alguien, un aviso, gilipollas. Tal vez la señal para empezar a actuar.
Fue como si de pronto el destino viniera a darle la razón en forma de hombre bajito y rechoncho. Primero oímos crujir sobre la acera los zapatos marrones y blancos y en seguida la voz de rana, que tardó un poco en hacerse entender. Tenía el pelo oscuro y ondulado, la nariz chata y un bigotito negro; una cara redonda y cálida de cantante de boleros. Vestía americana blanca no muy limpia y camisa color chocolate y llevaba al cuello un pañuelo a topos verdes de nudo ampuloso. Su voz era digna de oírse.
—¿Sabéis dónde vive Jan Julivert Mon?
Era un eructo prolongado y profundo y no nacía en su garganta, sino en su estómago. Como si tuviera una carraca en la barriga. Repitió la pregunta y Néstor dijo:
—Es mi tío. Pero ahora no está.
El gordito sonrió mirándole con afecto.
—Así que tú eres Néstor. Vaya, vaya.
Volvió la cabeza al Dauphine naranja parado delante de la tienda de loza, y le hizo al que estaba al volante una seña con la mano indicándole que esperara. Había otro hombre en el asiento posterior, que salió del coche dejando la puerta abierta y se abanicó con los faldones sueltos de la camisa. El conductor dejaba colgar fuera de la ventanilla un brazo velludo con un nomeolvides de plata de gruesa cadena. Los dos llevaban gafas de sol. No tenían aspecto de policías pero su indolente manera de esperar hacía pensar en ellos. La señora Carmen había salido a la calle a vaciar un cubo de agua y se quedó mirándoles con el cubo en suspenso, como si fuera a darles de beber.
—¿Tardará en volver? —inquirió el ronco mecanismo del ventrílocuo.
—No lo sé.
—Me habría gustado saludarle. Dile que le llamaré por teléfono. —Iba a dar media vuelta pero lo pensó mejor y se quedó mirando a Néstor—. Bueno, ya que estoy aquí te dejaré el recado.
—¿Usted es amigo suyo, jefe?
—Hum —le quedaba poco resuello y lo empleó en soltar algo parecido a «como hermanos». Sacó del bolsillo una sobada agenda de tapas negras y un pequeño lápiz, y, mientras anotaba algo, aspiró una bocanada de aire y moduló otro prolongado eructo, en medio del cual pudo añadir—: Dile que ha venido a verle el Caravana, él ya sabe. Y le das esto. —Arrancó la hoja, la dobló cuatro veces y se la entregó—. No lo pierdas, es muy importante. Dile que de todos modos le llamaré desde Sant Jaume.
—¿Desde dónde?
—No me digas que no conoces el pueblo donde naciste.
Sonriendo, le despeinó con la mano y se encaminó hacia el coche con un trote ágil.
Paquita cruzaba la calle en este momento, apoyándose en sus muletas de color rosa y lila y llevando sujetos del asa varios botes vacíos de pintura; iba a tirarlos en la esquina de la calle San Salvador, en el solar donde se amontonaban las basuras junto al viejo camión de transporte. Su corta melena rizada oscilaba al ritmo de las muletas. En la esquina mellada por el camión, al darse la vuelta sobre la muleta derecha, un golpe de viento hizo revolotear su falda estampada y el hombre de la rana en el vientre se quedó mirándola un rato, parado junto al Dauphine. Bajo la ondulación de la falda, junto al pálido garabato pendular, fulguró durante unos segundos el otro muslo broncíneo y esbelto. Finalmente, el gordito ocupó el asiento junto al conductor y el coche arrancó desapareciendo tras la esquina en dirección a Lesseps.
3
—En 1930, a los veinte años, pesaba setenta y dos kilos y su talla era de un metro setenta y cinco. Un peso medio esbelto, largo de brazos, con un estilo muy fino —dijo Suau.
Ocupaba la mesa más próxima al mostrador y estiró el brazo para alcanzar el cubilete de los palillos. Pinchó una anchoa por la punta, la enrolló hábilmente, la mojó en la salsa roja y se la llevó a la boca. Frente a él, el tabernero le escuchaba sentado al revés en la silla, con sus peludos antebrazos colgando en el respaldo. Cuando tenía poco que hacer, le gustaba hablar de deportes, sobre todo de fútbol y de ciclismo.
—Parece que llegó a disputar el campeonato de Cataluña.
—No pudo —dijo Suau agitando el sifón antes de soltar un chorro a la copa de vermut—. Una semana antes se rompió la muñeca por querer presumir delante de una chica… El peso medio es ideal para un boxeador; reúne la rapidez de reflejos y la agilidad del gallo y del pluma con la pegada del peso pesado.
Néstor entró con el hielo partido y lo metió en la nevera removiendo botellas, haciendo un ruido de mil demonios. Nos sentamos a jugar una garrafiña, y, mientras hablaba, el viejo Suau dirigió una distraída mirada al bolsillo trasero de Néstor, por donde asomaba el papel que le habían dado.
—Era zurdo y le salía muy bien el rizo.
—¿Qué es eso? —preguntó el tabernero.
—Una forma de golpear que ya no se estila, me parece. Pero desde que empezó como aficionado, cuando se entrenaba en un gimnasio de Sants sin que su madre lo supiera, su mejor arma fue siempre el directo al hígado.
Todo esto ya se lo habíamos oído contar hacía mucho tiempo, cuando Néstor le mareaba a preguntas, hasta que se aprendió de memoria el historial del púgil. Usaba guantes de nueve onzas y hacía combates de tres asaltos, a tres minutos, casi siempre en el «Olimpia» del Paralelo. Desde los trece años trabajaba de pintor de paredes y por la noche iba al gimnasio. Su padre era viajante de comercio y sus hermanos trabajaban en Can Elizalde, una fábrica de motores de aviación.
—El mayor, Mingo —prosiguió Suau—, era un cenetista convencido y ejerció una gran influencia en Jan. Y su padre, claro. Pero ésta es otra historia.
—Malo —dijo el señor Sicart meneando la cabeza—. Cuando se mezcla la política, malo.
—Luego la familia se trasladó a vivir aquí y Jan trabajó conmigo —dijo Suau—. Le daba duro a la brocha y era rápido, y buen chico, aunque algo violento… Jesús Blay, un entrenador bastante conocido, le vio boxear y se interesó por él. Pero tuvo que esperar bastante, porque de resultas de aquellos merdés de octubre del 34 Jan fue encarcelado en la Modelo; por cierto, allí conoció a Palau, que era muy aficionado al boxeo y amigo de Blay. Al año siguiente dejó el amateurismo y pasó a profesional. Blay se lo llevó a entrenar a su casita de Vallvidrera, donde tenía un cuadrilátero al aire libre, y le enseñó todo lo que sabía. Después de diez combates como profesional, de los que ganó siete por K. O. y dos a los puntos, haciendo uno nulo, en abril del 36 era el aspirante más calificado para disputar el campeonato de Cataluña. El chico empezó a prepararse a fondo y algunos domingos yo iba a la montaña a verle entrenarse; era todo un espectáculo cuando saltaba a la comba. Por la mañana temprano se bebía un vaso de agua azucarada y se abrigaba con la toalla para hacer marchas. Si era una carrera con paradas y ejercicio, tirar piedras por ejemplo, solía acompañarle con mi bicicleta y charlábamos. Estaba muy ilusionado. El combate se iba a celebrar en el «Salón Iris», en una velada organizada por el célebre empresario Taxonera.
—He oído hablar de él —dijo Sicart con cierta impaciencia en la voz—. ¿Y qué pasó?
—La cosa más tonta del mundo. Un día quiso presumir de músculo delante de unas señoritas que jugaban al tenis, en un chalet no lejos de donde él se entrenaba. Solía correr por aquellos parajes con el mono azul y la toalla liada al cuello, para sudar; empezaba a tener problemas con el peso. A las chicas se les fue la pelota por encima de la alambrada y quedó colgada en las ramas de un abeto. El fanfarrón subió al árbol y las dejó boquiabiertas haciendo monerías a lo Tarzán, pero la rama se partió y al caer se rompió la muñeca. Hubo que suspender el combate y tururut, porque después vino la guerra.
—Hostia. ¿Y no volvió a boxear?
—A los pocos meses marchaba al frente de Aragón con su hermano Mingo, en la Columna Durruti. Creo que después estuvo en Madrid. Volvió con metralla en el hombro y al cabo de un tiempo, por mediación de Palau, obtuvo una placa de agente de policía. Tenía veintiséis años y estaba acabado para el boxeo.
—¿Agente de policía? —dijo el tabernero enarcando las cejas—. ¿No era un anarcosindicalista?
—No era nada, todavía. Un gallito de pelea.
—El otro día el señor Polo dijo que era un hombre… ¿cómo dijo?, un sujeto capaz de todo, capaz de odiar a diestra y a siniestra.
—Bueno, es que a su padre lo fusilaron dos veces.
—Hostia. ¿Ha dicho dos veces?
—Dos veces, sí señor.
También esto se lo habíamos oído contar, y no sólo a él; el viejo Polo esgrimía otra versión. En la mellada boca de cualquiera de los dos, sin embargo, el asunto era un buen galimatías y siempre sonaba a quincalla, aunque de distinta calidad. El policía retirado solía tramar sus rabiosas historias en torno a la familia Julivert con los hilos más nuevos y aparentemente irrompibles de la versión oficial, autorizada e indiscutible. Suau, en cambio, construía las suyas con materiales de derribo, en medio de un polvo empreñador y engañoso; trabajaba con el rumor y la maledicencia, con las ruinas de la memoria, la suya y la de los demás.
—Primero le pillaron y lo metieron en una checa; hubo un error y un día al amanecer lo sacaron con otros elementos del POUM para liquidarlo. —Hizo una pausa para llevarse a la boca el platito con la salsa picante y añadió—: Pero lo fusilaron de prisa y mal, mira, cosas que pasan; y se salvó. Y luego cuando entraron éstos, en enero del 39, le detuvieron otra vez y fue a parar a la Modelo, de allí al Campo de la Bota y fusilado de nuevo. Y esta vez lo consiguieron, los cabrones.
—Hostia.
—Lo que oyes. —Suau miró a Néstor, que estaba detrás del mostrador—. ¿No tenías que darle un recado a tu tío?
—Fue a comprarse ropa. No creo que haya vuelto.
—¿Por qué no te acercas a ver, antes de que pierdas ese papel del bolsillo?
El tabernero entendió que quería alejar al muchacho de la conversación y dijo:
—Anda, ve si quieres, ahora no te necesito.
Néstor salió a la calle y golpeó con un uno-dos el fleco del toldo. Luego se encaminó hacia su casa.
Sicart se levantó, se sirvió un vaso de vino blanco de un barril, encendió la radio del mostrador y volvió a sentarse.
—De modo que nunca más se le vio en un ring. ¿Ni siquiera lo intentó, después de la guerra?
—Volvió del exilio casi tres años después —dijo Suau— y no fue precisamente para exhibirse en público. Sé que a principios del 41 ayudó a organizar el maquis en el Rosellón… Vino por Irún con la ayuda de unos vascos. Tenía treinta años y todos sus amigos habían muerto, además de su padre y su hermano Mingo. Jesús Blay había desaparecido con José Gironés, un púgil muy bueno, habrás oído hablar de él.
—Dicen que era el mejor.
—El mejor, sí.
—Y después, ¿qué pasó?
—Después caca de la vaca. Colgó los guantes.
—En cierto modo, Suau, todos lo hicimos —dijo el tabernero suspirando—. No hubo más remedio que colgar los guantes…
Vi cómo lo hacía, recordó Suau, cómo los cambiaba por la «Walther»: iba con él y con su hermano Luis y Palau en un viejo «Ford» hacia Sant Jaume aquel tórrido domingo de agosto, en busca de un hombre que había visto matar a los tres primos de Jan cinco años antes, un curandero vagabundo y medio chalado, muy conocido antes de la guerra en la comarca del Baix Penedès, l’Escanyagats, le llamaban, porque le gustaba ahorcar gatos en las higueras. Pero ésta era otra historia.
—Sí —dijo Suau sonriendo—, no hubo más remedio que bajar la guardia y taparse los huevos. Joc baix y patada a los collons, que decía Palau.
Hacíamos mucho ruido con las fichas del dominó sobre el mármol, en especial ese manazas del Oreneta, y se perdía parte de la conversación. Aparentemente, el señor Sicart seguía interesado en la frustrada carrera deportiva de Jan Julivert. Pero detrás de su interés por la gimnasia estaba la magnesia, por así decirlo, y se vio muy claro cuando preguntó:
—¿Y qué me dices de su cuñada? ¿Él aún peleaba cuando se conocieron?
—Creía que sólo querías hablar de boxeo.
El tabernero sonrió bajando los ojos y restregó la palma de la mano en la rodillera del pantalón. Parecía algo nervioso.
—Ya sabes que mi mujer está enferma y que la he mandado unos días al pueblo…
—Sí.
—Bueno, pues la otra noche me di una vuelta por el barrio chino. Uno tiene derecho a distraerse un poco, sin que la parienta se entere. —Volvió a sonreír tontamente y se rascó el robusto cogote—. Vi a Balbina en ese bar, cómo se llama…
—Sí. Y qué.
—Nada, yo voy a estos sitios de florero. Pero si no fuera del barrio, habría ido con ella.
El viejo Suau esperó un rato y preguntó:
—¿Eso es todo lo que querías decirme?
—No. También pensé en ese hombre… Se dice por ahí que si abandonó el maquis y volvió, fue por ella.
A Néstor le habría gustado estar allí para oír eso. Suau, con su lengua enrevesada y punzante que no solía detenerse ante nada, como una punta de lanza que hurgara siempre en la medrosa memoria del barrio, podía tal vez haberle aclarado muchas cosas al tabernero. Pero el viejo cantamañanas, cuando no quería oír, no oía. Pinchó la última anchoa y se la comió, descolgó de su oreja el medio caliqueño, lo encendió con una cerilla, y, absorto en la contemplación del hilillo de humo apestoso, pero de un azul celeste purísimo, dijo:
—Caca de la vaca, Sicart.
—No me tomes por un chafardero…
—Caca de la vaca.
—Está bien, sólo vino a lo suyo, a asaltar bancos. Y si te da miedo hablar de eso, por si viniera Polo, pues nada…
—Este pobre carcamal ya no asusta a nadie —dijo Suau—. Tú eres un buen hombre, Sicart, aunque le eches agua al vino. Llevas poco tiempo aquí y todo el mundo te aprecia. Y a mí me da apuro hablar de ciertas cosas con un buen hombre, no sé si me explico.
—Pues nada. ¿Otra de anchoas?
—Venga. Están de primera.
Sicart le trajo otra ración y volvió a sentarse. Durante un rato hablaron del calor y comentaron la discusión de la víspera entre los miembros de la junta de vecinos a propósito de cómo pensaban adornar la calle para la Fiesta Mayor de este año. Pero ni el mismo Suau parecía conforme con el cambio de tema, estaba como distraído. Y casi sin transición, en medio de la chirriante música de la radio, dijo:
—Se fue otra vez y volvió clandestinamente en el 42, pero tardó bastante en dejarse ver. Vivía oculto en alguna parte y hacía un trabajo de topo. Propaganda. Yo sabía que algunas noches visitaba a su madre y a su hermano Luis. Balbina aún no vivía aquí, pero venía con mucha frecuencia y a veces se quedaba a dormir, ella y Luis pensaban casarse muy pronto. Luis trabajaba en un taller mecánico de la calle Salmerón y su jornal era el único dinero que entraba en aquella casa. Pero no tardó en unirse al grupo activista de su hermano y empezó a viajar a Francia… Y un día no volvió más. Balbina estaba embarazada.
—Entiendo.
—No, Sicart, no entiendes. —Chupó del caliqueño hasta juntársele casi las arrugadas mejillas y prosiguió—: Una noche, por fin, pude hablar con Jan en su casa. Era otro hombre. Yo sólo quería saber de mi hija, que entonces vivía en Montpellier con un refugiado y no había vuelto a escribirme ni a interesarse por la niña… Seis meses después ya me tienes trabajando con Jan. Falsificábamos pasaportes, carnets de conducir, certificados de matriculación de coches y toda clase de documentos para aquellos que tenían que pasar la frontera o moverse por el país, miembros de comités regionales casi siempre, que andaban de aquí para allá reuniéndose. Yo no dibujaba mal entonces. Lo hacíamos en un pisito destartalado del Pueblo Nuevo que Jan compartía con un joven matrimonio vegetariano, la casa siempre olía a coles hervidas… Aquello estaba lleno de maletas de doble fondo, de sellos, tintes y remaches. Un trabajo bonito, de artista. Pero él necesitaba acción y empezó a desentenderse; un día le vi con la pistola y la sobaquera y supe que había ido con otros a poner una bomba en no sé qué consulado, y otro día mataron a un inspector de policía… Polo conoce la historia. Era el principio de lo que tres años después, luego de una larga estancia en Toulouse preparándose con un grupo especial, le convirtió en lo que Polo llama un facineroso, un atracador de bancos. Para entonces yo había abandonado toda actividad y no quise volver a mezclarme en nada… —Clavó en el tabernero una rápida mirada suspicaz y bajando la voz prosiguió—: A finales del 45 el grupo fue cercado por la policía y prácticamente deshecho, los detenidos sometidos a consejo de guerra y fusilados. En esa época, dicen que Jan juró matar al juez que los sentenció. Él pudo escapar a Francia y meses después volvió con más gente… y así hasta el final. Caca de la vaca. ¿Que si ahora ha vuelto es sólo por eso, por su cuñada, me preguntas…? Pues mira, hazte la cuenta que sí y no le des más vueltas, te conviene. Y deja de hacer el florero en ese bar de meucas, créeme.
En este momento entró Paquita con el cubo y pidió al señor Sicart una cerveza grande, una gaseosa y dos pesetas de hielo; dijo a su abuelo que la comida ya estaba en la mesa y luego arrimó la oreja a la radio sobre el mostrador. Llevaba una bata azul sin mangas y la muleta clavada al sobaco ahuecaba la tela y se le podía ver el perfil de un pecho con el pezón y todo, porque debajo no llevaba nada. Nos sonrió con su boca triste mientras esperaba, en el pelo lucía un ramillete de violetas de mentira. El viejo Suau se levantó y pagó, cargó con el cubo del hielo, pellizcó la barbilla de su nieta y se marchó con ella.
Muchos años después, cuando el historial delictivo de Jan Julivert sería enteramente del dominio público y tan contradictorio en su versión completa, yo había de volver mentalmente a este caluroso mediodía en el bar Trola, al dominó, al perfume a carajillo del mármol de la mesa, a la voz carrasposa del viejo Suau y al pechito de limón de la Paqui; quizá porque de muchachos teníamos siempre engatillada la imaginación, alta la mira, quizá porque estábamos más dotados para captar el brillo casi fanático, el fulgor que solía poner Suau en algunos de sus recuerdos, y porque entonces éramos más sensibles al mágico sonido de ciertas palabras, siempre he preferido, entre todas, aquella versión con el piadoso final y el prudente consejo a Sicart que escuchamos allí en boca del viejo liante…