1
—Lo peor ya pasó —dijo Balbina con la voz dulce—. Dios aprieta, pero no ahoga.
—Dios no hace nada de eso —dijo Jan Julivert.
—Quiero decir que hubo de todo. Algunas personas me ayudaron, otras se portaron mal… Ya te contaré. Todo ha cambiado mucho por aquí, yo misma he cambiado.
—Y quién no, cuñada.
Estaban en el comedor, él sentado a la mesa y con aquella tensión expectante en la nuca de repeinados cabellos un poco largos, densos y negros, y la americana colgada en el respaldo de la silla, que había girado un poco para situarse frente a Balbina. Sobre el hule azul pálido de la mesa, sus dedos jugueteaban con un paquete de cigarrillos.
—Pero es que yo —dijo Balbina— he cambiado mucho más de lo que te figuras.
—Sé que lo has pasado mal.
—Bueno, si te contara…
—Hay tiempo. —Jan Julivert hizo una pausa y añadió—: Seguimos teniendo el mismo número de teléfono, supongo.
—Es lo único que no ha cambiado —sonrió tímidamente—. Eso no.
Ella ocupaba una butaca arrimada a la pared, bajo la repisa con la radio y las novelitas baratas, y estaba descalza, las piernas recogidas y el brazo desnudo sobre la cadera. Su cuñado la observaba con una parsimonia afectuosa, reflexiva. La encontraba blanda, sentimental, vulnerable; ella, que había sido dura y fría como el mármol.
—Cuando murió tu madre —añadió Balbina—, pensé que el chico podía ocupar su cuarto. Supongo que no te importa. Tu habitación…
—Habla un poco más alto, por favor.
—Tu habitación está igual que la dejaste, como quería tu madre. Ni el balcón he vuelto a abrir… Bueno, alguna vez para regar. ¿Has comido? ¿Quieres un café?
Él no la oyó. Intuyó una presencia a sus espaldas y volvió la cabeza mientras sacaba un cigarrillo del paquete.
Néstor, que venía de la cocina mordisqueando una pera, recostó el hombro en la pared y observó la manera con que su tío golpeaba la punta del cigarrillo en la uña del pulgar.
—Oye, ¿te has vuelto sordo? —dijo Balbina medio en broma.
—Un recuerdo de Carabanchel. —Se pellizcó el lóbulo de la oreja izquierda, casi oculta bajo el mechón de cabellos—. Dame algo de beber, anda. ¿Tienes ginebra?
—Es de la barata. La compro a granel en el bar donde trabaja éste. —Hizo un gesto a su hijo, que se despegó de la pared con indolencia y abrió la puerta inferior del buffet—. Antes bebías coñac —recordó ella—. Hijo, trae también el coñac, está en la cocina. Y dos vasos.
Mientras ponía la garrafa sobre la mesa, Néstor pudo ver de cerca la oreja magullada y amoratada, como una coliflor. Jan Julivert encendió un cigarrillo y preguntó:
—¿Has recibido alguna ayuda de mi hermano?
—No. —Balbina se encogió de hombros—. Era de esperar, después de la putada que le hiciste. Pensaría que aquel dinero nos iba a durar mucho, a tu madre y a mí…
—Era bastante, hace trece años.
—Casi todo se fue en médicos y medicinas. Duró lo que duró la enfermedad de tu madre.
—¿Quién la visitaba? ¿Cabot?
—Sí.
—¿Cómo se portó?
—Bien, mientras se le pudo pagar.
—¿Y después?
Balbina parecía buscar algo en los bolsillos de su bata; sacó un dedal de coser, un botón, luego un pintalabios, que tiró sobre la mesa, y siguió hurgando. Néstor trajo la botella de coñac y dos vasitos diminutos.
—Para mí un vaso más grande y otro con agua —dijo su tío. Y sin apartar los ojos de Balbina repitió—: ¿Y después?
—Después no me acuerdo —dijo ella secamente—. Tu madre estuvo bien atendida y cuando murió tuvo un buen entierro, si es eso lo que te interesa.
Jan guardó silencio. Néstor trajo el vaso de agua con la rapidez del rayo y volvió a su sitio en la pared, acariciando con dedos distraídos la armónica sujeta al cinto. Observando a su tío, sus ojos cobraron un sesgo adulto, reflexivo; le veía fumar, veía cómo se deslizaban sobre su cara impasible las espirales de humo, las sombras de un furor dormido; se daba cuenta que sus comentarios, ahora, mientras mezclaba un dedo de agua en cuatro de ginebra en el vaso grande, eran expresamente triviales, una estrategia coloquial para no alarmar a su madre. Dijo, con una repentina pereza en la voz, que allí dentro se había acostumbrado a la ginebra de garrafa y que desde que se había apeado del tren en la estación de Francia, hacía una semana, no bebía otra cosa. Balbina le preguntó dónde había estado estos días, pero él se mostró evasivo: se había presentado al juzgado, había visitado a un viejo amigo, se había paseado por las Ramblas y el puerto.
Balbina llenó su vasito de coñac.
—¿Por qué no has avisado?
—No tenía intención de volver a casa —dijo él volviendo la cabeza, mirando el sofá renegrido y las dos butacas de felpa carcomida, las paredes ocre y la vieja lámpara de flecos rojos, demasiado descolgada y un poco torcida sobre la mesa. La clara pupila inexpresiva no acusó las ausencias, el expolio del tiempo; pero ya no estaban en la repisa las porcelanas y las cerámicas amorosamente coleccionadas por su padre, ni el esbelto jarrón de cristal tallado con apliques de plata y tampoco el tresillo en la galería ni la mesa camilla con el brasero de cobre, la mesa donde enseñó a su hermano Luis a desmontar y a engrasar su primera pistola.
Balbina había seguido la trayectoria de su mirada.
—Tuve que vender algunas cosas cuando murió tu madre.
—Está bien.
—Lo demás está igual. No se debe ningún alquiler, ni la luz ni el gas. Una vez me cortaron el teléfono, pero…
—No tienes que explicarme nada.
—Quiero hacerlo, Jan. Este piso no es mío; estoy aquí porque un día tu madre me acogió. Y ella ya ha muerto…
—¿De qué me estás hablando?
—Si quieres que me vaya. Tendrás tus planes.
—No tengo ningún plan —sonrió por primera vez, más con los ojos que con los labios—. Por no tener, cuñada, no tengo ni siquiera la menor idea de lo que voy a hacer dentro de media hora; lo cual he descubierto que es un alivio. No; tú y el chico por supuesto que tenéis que seguir aquí. Mi madre lo deseaba. Quería hablar con el procurador y dejarlo todo resuelto, me lo dijo en su última carta. No sé si tuvo tiempo de hacerlo… ¿Tuviste problemas con el procurador, ése… cómo se llama? ¿Folch?
Balbina tardó unos segundos en contestar.
—No. —Bajó los ojos y se cogió la punta de la bata—. Fue muy comprensivo.
—Mentira —dijo Néstor—. Nos quería echar a la calle, el hijoputa.
—Tú cállate —ordenó su madre—. Y vete a comer a la cocina, mira qué hora es.
—Ya he comido. Y además aún tiene los muebles que le robó a la abuela. Suau dice que este cabrón no tiene en su casa nada que sea suyo…
Balbina le miraba con ojos furiosos. Se levantó para llenar otra vez su vasito, el puño en la cadera, una pierna en reposo. Algo todavía noctámbulo en su postura, en sus ancas pesadas de sueño, afrontaban una batalla que sabía perdida de antemano. Néstor no se movió de la pared. Momentáneamente su tío permanecía en silencio y el chico acechaba este silencio en su perfil de hielo: su manera de entornar los ojos entre el humo del cigarrillo, la extraña tensión de sus pómulos altos y la vida estática del mentón.
Cuando se volvió para hablar con Néstor, lo hizo con una voz neutra:
—¿Qué pasó?
Néstor iba a contestar, pero Balbina le fulminó otra vez con la mirada y se le anticipó:
—Nada; me costó un poco convencerle, eso es todo. Fue por culpa de su mujer, ya conoces a esa bruja. Me había retrasado un par de meses en el pago del alquiler, pero Folch se avino a esperar… Dame un cigarrillo.
Se sentó de nuevo y apuró su coñac. Jan le pasó los cigarrillos y se inclinó hacia ella pulsando el mechero de lata, ruidoso, que se negó a funcionar. En los cuarteados labios de Balbina el cigarrillo colgaba como una afrenta. Al encoger las piernas en la butaca, en un movimiento perezoso que él recordaba muy bien, se abrió un poco la bata y apareció una espada de piel soñolienta, morena y áspera. La llama brotó por fin, y, al bajar ella los ojos, mientras acercaba el pitillo al mechero, Jan Julivert envolvió su despeinada cabeza con una mirada sin luz, pero afectuosa; ya casi no podía recordar aquella muchacha bajita de apretadas nalgas y carita de gato enfurruñado, respondona y arisca, no muy inteligente, pero endiabladamente lista, que conoció una noche colgada del brazo de su hermano Luis junto al tablado de la orquesta de Mario Visconti, en una calle de Sants adornada durante la Fiesta Mayor… Entonces ella tenía veintiún años y la rutina un tanto resabiada de ser bonita, dulces hoyuelos en las mejillas y una risa contagiosa y también algunas ilusiones tontas que habían de frustrarse —como la de ser vocalista y triunfar en concursos de radio: chica popular en su barriada, había actuado en algunos entoldados y bailes de domingo hasta que su novio la obligó a dejarlo, aunque a veces, en sus correrías juntos por aquellos pobres festejos callejeros del verano de la posguerra, subía espontáneamente al tablado de la orquesta y cantaba: tuvo siempre la ingenua ilusión de gustar mucho a sus amigos, un atrafagado empeño en calentarles… Ahora Jan observaba el pedacito de papel de fumar pegado al labio, los párpados hinchados, los morenos sobacos sin depilar que dejaba al descubierto la bata sin mangas; veía una mujer que había renunciado a gustar, pero que si ocasionalmente y por la razón que fuese quería gustar, disponía aún para ello de su espíritu animoso y su especial manera.
—La última vez que te vi —dijo él señalando su boca—, en este mismo comedor, también lucías una marca.
—Quién se acuerda de aquello… No habrás vuelto buscando jarana, después de tantos años. Aquí vivimos ahora tranquilos.
—Las muñecas —dijo Néstor—. En la comisaría la ataron a un radiador de la calefacción con las esposas, después de interrogarla, y se desmayó y la dejaron allí tirada…
—He dicho que te vayas, Néstor. —Balbina miró a su cuñado y agregó—: No le hagas caso, tenía cuatro años, no sabe nada.
—¿Volvieron a molestaros?
Ella suspiró con fastidio: no tenía malditas las ganas de hablar de eso.
—Siempre que creían que tu hermano podía estar por Barcelona, o algún otro del grupo, vigilaban esta casa. Una vez me siguieron hasta el pueblo… Pero tu querido hermano nunca vino a vernos.
—Pensé que vendría, sobre todo al principio.
Balbina sonrió burlonamente.
—¿De veras creíste alguna vez que me llamaría para ir a vivir con él a Francia…?
—¿Tú no?
—Nunca.
Jan Julivert bebió un sorbo del vaso y luego dijo:
—Y con mi madre, ¿cómo se portó la policía?
—El comisario volvió días después para hablar con ella. Estuvo muy amable. Se disculpó por lo que había hecho aquel bestia y se fue en seguida. No se metieron más con ella.
—¿Y contigo?
Balbina apretó en la mano el vasito de coñac.
—Tuve que ir a la comisaría de la Travesera dos o tres veces más… Pero yo no sabía nada, así que no me hicieron nada.
—Me extraña. A los que no saben nada tampoco suelen tratarlos bien.
Ella evitó su mirada: con los años había conseguido olvidarlo casi todo, excepto el dorso peludo de la mano del inspector Polo atornillando el cigarrillo encendido junto a su boca; y de la otra mano que sujetaba su nuca desde las sombras también se acordaba ahora… y tal vez, también —de pronto, como una herida cerrada que se abriera de nuevo— el olor dulzón de sus mejillas chamuscadas. La voz calmosa de su cuñado la distrajo:
—Comprendo que no te guste hablar de eso. —Había cogido distraídamente la botella de coñac y parecía leer la etiqueta—. A mí tampoco. Pero me gustaría saber qué te hicieron, y quién lo hizo.
—No me acuerdo. ¿Dónde has dejado la maleta del tío, Néstor?
—En el recibidor.
Néstor hacía rodar vertiginosamente la armónica entre sus dedos, como una hélice. Balbina alargó el brazo para alcanzar la botella y Jan captó el perfume envejecido del sobaco. Ella llenó otra vez su vasito, pero calculó mal y derramó el coñac sobre el hule.
—Encuentro el agua muy mala —dijo Jan—. Deben ponerle mucho más cloro que antes.
Se sirvió otro trago pero esta vez solo.
—La ginebra es mala para la memoria —dijo Balbina—. ¿Por qué no pruebas el gin-fizz? Se pueden hacer muchas combinaciones… En «Los Julepes» hay una chica amiga mía que hace maravillas con la ginebra y el limón…
—No soy muy exigente con la bebida. Ya no —murmuró él, pensando ya en otra cosa. Encendió otro cigarrillo y Balbina miraba sus manos lentas y oscuras, pensando también en la pregunta que llegaba—: ¿Qué es eso de «Los Julepes»? ¿Un bar?
—Sí. Y está en el barrio chino. Trabajo allí, soy camarera de alterne… Ahora lo llaman así. Luego te contaré.
—No hace falta, si no quieres.
—Sí quiero.
Néstor se removió a espaldas de su tío, haciendo señas a Balbina con los ojos. Dijo con la voz tomada:
—Deberías contarle lo que te hicieron en la comisaría, madre.
—Termina de comer y vuelve al trabajo.
—Tío, dile que te lo cuente…
—Tú y yo hablaremos otro día —dijo Jan suavemente. El vaso, en su mano, había quedado inmóvil a medio camino de sus labios—. ¿De acuerdo?
—Bueno.
—Y quítate de mi espalda, me pones nervioso.
Por primera vez Néstor obedeció de buena gana, porque de algún modo esa orden se correspondía a un sueño. Se desplazó hasta la mesa, cogió un cigarrillo del paquete, lo encendió con sus propias cerillas, dio media vuelta y salió del comedor.
Balbina se ajustó la bata y se acomodó en la butaca. No habló hasta oír el golpe de la puerta del piso:
—Tiene mal carácter.
—Ya veo. —Jan Julivert se levantó y echó un vistazo a la galería. En la vidriera polícroma había dos pequeños vidrios rotos, los azules. Estaba todo abierto, pero el calor era agobiante—. ¿Su padre le ha escrito alguna vez?
—Si te refieres a tu querido hermano —dijo ella con sorna—, para nosotros está muerto.
—Está bien vivo, cuñada. Y se ha convertido en un personaje importante. Vive en Montpellier. —Hizo una pausa, la miró a los ojos y agregó—: Casado y con tres hijos.
—¿Cómo lo sabes? ¿Te escribió?
—Claro que no. En la cárcel se entera uno de todo. ¿Por qué te haces pasar por viuda?
—En el barrio creen que Luis murió hace tres años en un enfrentamiento con la Guardia Civil, cerca de Berga, junto con otros dos. Yo nunca lo desmentí.
—¿Por qué?
Ella se encogió de hombros.
—El negro me sienta bien.
—¿Y qué piensa Néstor de su padre? ¿Qué le has contado?
Balbina soltó una breve risa tabacosa.
—¿Qué padre? —dijo con fingida obsequiosidad—. Si te refieres otra vez a tu hermano, nunca le he hablado de él. Pero sé que le odia. A ti en cambio te adora. Lo sabe todo acerca de ti, y lo que no sabe creo que lo inventa. Se te parece mucho, no sé por qué… Pero no esperes de él ninguna muestra de afecto, es un cardo. Nunca dice lo que siente y lo único que le gusta es andar por ahí peleándose con quien sea. No sé qué hacer con él. Ha sido aprendiz de todo y de nada; de joyero, de pintor, de mecánico… El chico no podía salir de otro modo. Un auténtico Julivert, en lo malo y en lo peor.
Se había levantado y con un pañuelo frotaba enérgicamente la mancha del coñac derramado en la mesa. Jan volvió a sentarse y recuperó el vaso.
—Pero la culpa es mía —prosiguió Balbina—. Desde un principio. Yo necesitaba creer en los dos juntos porque nunca tuve fe en ninguno de los dos… no sé si me explico. Sin coña. Acuérdate de aquel invierno, cuando mi tía ya había muerto y yo vivía sola en Sants, y venía cada noche a ver a tu madre y nunca sabía a quién encontraría escondido, a cuál de los dos haciendo solitarios en la mesa camilla, desmontando una pistola o esperando una llamada por teléfono. —Dejó de frotar con el pañuelo y se sentó juntando las rodillas, la mirada en el vacío—. Llegó un momento en que extravié mi cariño, eso es lo que pasó, no sabía a quién había querido ni por qué y todo me daba igual. Tan cojonudos, los dos hermanos Julivert, tan igualitos en la clandestinidad y en el peligro, tan echados palante los dos, con la misma pistola y la misma sobaquera. En cualquiera de ellos yo veía la misma furia y el mismo miedo, la misma loca determinación… Ninguno de los dos sintió por mí el menor afecto, nunca. Tu madre lo entendió muy bien.
—Nadie tuvo la culpa.
—Seguramente —suspiró Balbina—. Hace años que ya no me importa nada de eso. Pero el chico ha heredado algo, no sé… como si realmente fuese hijo de los dos. Muchas veces, durante la enfermedad de tu madre, lo comenté con ella. Era buena. Me decía: el niño es tuyo y de nadie más.
Él no dijo nada y Balbina estiró el brazo sobre la mesa; otro vasito de coñac, otro cigarrillo.
—Pero hablemos de cosas serias. Te preguntarás por qué no te he escrito en todos estos años, excepto para comunicarte la muerte de tu madre.
Porque nunca me has perdonado que convenciera a Luis, pensó él, cuando aún erais novios, para que se uniera a mi grupo; porque cuando Luis ya había decidido abandonarte, yo lo sabía y no te previne; porque yo te he convertido en esa falsa viuda que eres, con un muchacho sin padre y malviviendo sola en una casa desvalijada que no es tuya… Se quitó la colilla de los labios y observó la brasa con prevención, como si ardiera mal, y dijo:
—Porque hoy podrías ser una esposa y una madre feliz, y no lo eres por mi culpa. Por eso no me has escrito, y no te lo reprocho.
—No. Al principio pudo ser por eso, estaba muy dolida contigo; pero luego no. Sencillamente, no tenía nada que contarte… Mejor dicho, no me atrevía.
—Estoy enterado, Balbina.
Ella no pareció oírle.
—Trabajo por la noche en un bar de la calle San Rafael. El dueño alquila habitaciones en un piso que tiene enfrente y me hace descuento. Ya está. Soy una fulana, cuñado. Podía haber sido otra cosa, pero no pude o no supe.
—Está bien.
—Tenía que decírtelo antes de que alguien te venga con el cuento… ¿O ya lo sabías?
—Sí.
—Y lo de Néstor también, seguro. Venga, es mejor dejarlo todo claro de una vez. Tú siempre supiste que el chico no era de padre desconocido, como creía Luis…
—Digamos que lo suponía. Oye, esta ginebra de garrafa está bien porque no le ponen perfume. El perfume estropea el sabor, al menos para mi gusto. —Volvió a examinar la humeante colilla, luego miró fijamente a Balbina y añadió—: Ya te he dicho que en la cárcel se entera uno de todo. Hace un par de años llegó a Carabanchel un tipo que resultó ser de por aquí, de la calle Legalidad. Era mecánico. Había matado al vigilante de unas obras por nada, por querer robar unos kilos de tubería de plomo. Le cayeron treinta años. Una especie de loco peligroso, un esquizofrénico… Te conocía, dijo que había estado contigo un par de veces y que no le gustaron tus remilgos, y que se quedó con las ganas de zurrarte. —Hizo una pausa para beber un sorbo de ginebra—. Bueno, en aquel momento, lo que me dejó preocupado es que te relacionaras con tipos así.
Balbina enarcó las cejas.
—¿Y lo otro…?
—Lo otro es asunto tuyo. —Apagó la colilla en el cenicero y se levantó—. Creo que me daré una ducha. Pero antes quiero ver mi cuarto.
Ella también se levantó, sin poder dejar de mirarle. Tal vez, ahora que lo pensaba, siempre había deseado que volviera a casa sólo para oírle decir eso, con la misma frialdad y la misma indiferencia con que lo había dicho.
Le seguía por el pasillo y en el recibidor se adelantó a coger la maleta y abrir la puerta de cristales ciegos y biselados. Encendió la luz. Había una cama de matrimonio con barrotes de latón, una cómoda; dos sillas y un armario de luna con dos maletas en lo alto. Era una habitación bastante grande con un viejo empapelado de oscuras guirnaldas trenzadas y en el techo un cable retorcido con una bombilla. El balcón sobre la calle estaba cerrado, la cortina quitada y la barra metálica apoyada en la cómoda. Por encima de ésta, en la pared, había una docena de fotografías amarillentas sujetas con chinchetas alrededor de unos destripados guantes de boxeo colgados de un clavo. Expuesta sobre la cómoda, una colección de amargas chucherías que su madre siempre quiso salvar del olvido: la oxidada copa de campeón amateur, unos calzones negros con banda amarilla, la placa y el carnet de agente de la Generalitat (¿cómo lograría ocultarlo en los registros?), una escopeta de balines de cuando era niño…
—Fue Néstor —dijo Balbina—. Pensó que te gustaría.
—Hay demasiadas cosas.
—Luego lo quitaré.
—Déjalo. Tira la ropa, está apolillada. Qué idea.
—Lo demás está como tu madre lo dejó. ¡Uf!
Quería abrir el balcón, pero no podía y desistió. Él revisaba el contenido del armario: un traje cruzado marrón a rayas, envuelto en celofán, una larga chaqueta de cuero negro, con cinturón, cuatro camisas, algunas corbatas, un sombrero gris. Todo parecía nuevo y a la vez inservible. El olor a naftalina le devolvió fugazmente el grave perfil concentrado de su madre cuando guardaba la ropa en este armario. Sacó una camisa y la examinó.
—Necesitarás ropa —dijo Balbina.
—Me ocuparé de eso. Pero tendrás que mantenerme un par de semanas.
—¿Es que no piensas quedarte? —Le quitó la camisa de las manos—. A ésta le falta un botón. Coge ésta. —Y mirándole con cierta inquietud, añadió—: ¿Qué piensas hacer?
—Tengo que pensarlo. ¿Dónde hay toallas?
—Lo digo porque… he vuelto a tener miedo. Han llamado tres veces preguntando por ti. Ya saben que estás en la calle, Jan.
Él se volvió a mirarla.
—¿Quién era?
—No ha querido decirlo. Por la voz parecía Palanca.
—Palanca está muerto. ¿No ha dejado ningún recado? ¿Una dirección?
—No —Balbina reflexionó—. No te perdonan aquello, estoy segura.
—Ha pasado mucho tiempo. Si me buscan, seguramente será para repescarme, no para pedirme cuentas. Ninguno de ellos se atrevería a eso; sólo mi hermano podría hacerlo, y está muy lejos.
—Pero tiene gente aquí, siguen con su idea.
—En las fábricas. Sindicalistas, gente de paz, domesticada. —Cruzó una sombra irónica por sus ojos—. Ya no es como antes, cuñada. Pero no se trata de nada de eso… —Mientras escogía un par de calcetines añadió—: Estoy esperando otra clase de llamada. ¿Tenía la voz muy ronca?
—Ése fue el otro día. Hoy me ha dado miedo.
—¿Qué ha dicho?
—Nada. Quería saber si habías vuelto.
Él cerró el armario y dijo:
—Está bien. Dame una toalla.
Balbina se quedó pensando unos segundos.
—¿Qué clase de llamada estás esperando…?
—Nada importante.
—Si tienes algún plan, me gustaría saberlo.
—¿A qué te refieres?
—A tus amigos de antes.
—No. Busco trabajo.
2
Néstor paró la carretilla junto a la acera y cogió un botellín de limonada de una de las cajas que transportaba. Hizo saltar la chapa con los dientes y se bebió el refresco de un tirón. Luego estrelló el botellín contra la pared; se me ha roto uno cuando descargaba, le diría al señor Sicart, como siempre…
Estaba en la calle Paseo del Monte, empinada y solitaria, con oscuras acacias y portales con verjas de hierro siempre cerradas. Más abajo, frente a la torre de don Víctor Rahola, donde años atrás su madre había hecho faenas de limpieza, vio venir a Daniel, el hijo del alcalde de barrio, acompañado por Gonzalo Mir y por otro chaval que no conocía pero de la misma camada azul, pensó, no había más que verle caminar. Incluso cuando no iban vestidos de uniforme, como ahora, ponían cara de desfilar con pendones e himnos idiotas de campamento juvenil.
Esperó a tenerles cerca y se puso de cara a la pared. Ellos se pararon a mirarle y Gonzalo dijo:
—Si buscas follón otra vez, lo vas a tener.
Néstor sonrió mirándole por encima del hombro.
—¿Es a mí, capullo?
—¿Cómo hemos de decírtelo? Apártate de ahí… ¿Quieres otro escarmiento?
—No te hagas el guapo conmigo, Gonzalito, que te machaco.
Gonzalo llevaba un bote de pintura negra con una brocha dentro y Daniel una placa de metal cuyo vaciado era una cara, la misma que Néstor regaba ahora copiosamente en la pared y que parecía necesitar un repintado. A eso venían ellos, obedeciendo consignas de la Delegación de la plaza Lesseps, lo hacían cada año por esas fechas, remozando también las «arañas» de todo el barrio. El nuevo que les acompañaba era medio rubiales y chato; apoyó el pie en la carretilla de Néstor y le observó mientras meaba. Los otros dejaron sus utensilios junto al bordillo y dieron un paso al frente.
—¿Tienes mierda en las orejas, cabrón? —dijo Dani—. Te han dicho que fuera de ahí…
—Ven, acércate más —dijo Néstor trazando en la pared amplios círculos, amarillas filigranas de orina—. Te mearé en un ojo, a lo mejor te gusta.
Su mano izquierda extrajo la armónica del cinturón y la empuñó. Se volvió bruscamente hacia ellos con lo poco que aún tenía en la vejiga y lo soltó, intermitente y sin fuerza.
—Aún queda para ti, Gonzalito. Abre la boca.
—Que no se escape, Dani.
—Aquí me tienes, mamón.
Tranquilamente se sacudió la titola, la metió en la bragueta, abrochó ésta y esperó. Previno al rubiales:
—Tú, gilipollas, quita el pie de mi carretilla.
El aludido seguía mirándole fijamente y con expresión burlona. Dijo entre dientes:
—¿Qué haces tú aquí, desgraciado? ¿Quién eres?
Sin prestar atención a Gonzalo y a Dani, que avanzaban hacia él cada uno por un lado, Néstor se adelantó apoyando la mano en el tronco del árbol, miró al otro y dijo muy despacio:
—Soy amigo de los Starret.
—Estás chalado. Ni siquiera sabes quién es tu padre…
—¿Qué has dicho?
A su lado oyó la voz nasal del hijo del alcalde:
—¿Sabías que mi padre y mi tío fueron los primeros en pintar eso? —Dani señalaba la pared mojada—. ¿Lo sabías, Néstor?
Él vigilaba al otro, al más fuerte, pero contestó a Dani sin dignarse mirarle ni alzar la voz:
—Pues que les den muy por el culo a tu padre y a tu tío, y a tu madre una patada en la figa y a tu hermana que se la folle un bombero y los tres me la chupáis por tiempos…
Se agachó esquivando a los dos y se revolvió lanzando el puño que atenazaba la armónica contra los dientes de Gonzalo, y luego se lanzó de cabeza contra el estómago del otro. Cuando caía le pateó la cabeza. Luego se abrió paso entre una maraña de golpes, vislumbró las prietas mandíbulas de Gonzalo y lanzó de nuevo la izquierda con la armónica, y en seguida la derecha a la bragueta y cuando le vio parpadear, medio sonado, tanteando el vacío en busca de apoyo, le segó las piernas de una patada en abanico y le tumbó. Pero Dani ya le había cogido del cuello por detrás y el otro ya se había levantado y le golpeaba la cara. Brillando sus ojos de júbilo —Gonzalito seguía tumbado, medio grogui— cortó con la punta de la lengua la sangre de la nariz y se deshizo de Dani de dos codazos en las costillas. El rubiales bizqueaba, como si la patada en la cabeza le hubiese descentrado las pupilas, pero seguía pegándole donde podía aunque con golpes imprecisos y sin fuerza, desarbolado por la emoción y los nervios. Néstor lanzó el puño armado de arriba abajo y con el canto de la armónica le desgarró el pómulo.
Un hombrón que casualmente pasaba por allí los separó a guantazos y Néstor cogió su carretilla y se escabulló. Antes de entregar el pedido de refrescos en una torre elegante de la calle Camelias se anudó el pañuelo en la mano izquierda porque le sangraban los nudillos y tocó un poco la armónica. El canto metálico de la armónica era digno de verse.
3
Al día siguiente, un gris lo fue a buscar al bar Trola y lo llevó a la comisaría de la Travesera de Dalt. El comisario, un hombre atildado y de maneras suaves, le dijo que llamara a su madre. Balbina se presentó a los cinco minutos. El comisario conocía a Balbina y estuvo amable con ella, que alegó que seguramente el chico no se había fijado en lo que había en la pared, y no lo había hecho a propósito. En cuanto a pegarse con aquellos buenos muchachos, admitió que estaba muy mal, que sí, que Néstor era pendenciero y que ella siempre le estaba regañando por eso… Al comisario no le interesaba la pelea, solamente la meada. Afirmó que orinarse en la calle ya era algo que se podía castigar con multa, pero que, además, hacerlo donde él lo había hecho, era mucho peor: algo que podía llegar a constituir una ofensa grave. Diez años atrás, por mucho menos que eso, explicó, habría enviado al chico al Asilo Durán; y recordó aquel chaval que una noche de verbena, por San Juan, hacía muchos años, le vieron tirando un petardo a la cara del Generalísimo pintada en una esquina y fue encerrado en el correccional. Por esta vez lo pasaría por alto, terminó diciendo, pero si recibía otra queja tomaría medidas muy severas. A orinar a casa, concluyó.
4
—A ver esa mano —dijo Jan Julivert.
—Un día tienes que enseñarme un golpe secreto, tío.
—No tengo ningún golpe secreto. Ven aquí.
Néstor había empezado a contarle la pelea, pero no consiguió despertar su interés. Su madre retiró la baraja de la mesa y puso los cubiertos. En el umbral de la galería, mientras examinaba los nudillos pelados de Néstor, Jan preguntó a Balbina:
—¿Cómo se llama el comisario?
—No le conoces. No es el que te…
—Pero tú pareces conocerle bien.
—Antes estaba en el Distrito Quinto.
Jan soltó la mano de Néstor.
—Ponte un poco de yodo.
Néstor esperaba algún consejo técnico, pero no lo obtuvo. Verás como ahora me haces caso, pensó.
—Esta mañana un hombre ha preguntado por ti en el bar.
—¿Qué quería?
—Saber si ya has encontrado trabajo, y dónde. Habló con el señor Sicart. A mí me ha dicho: tú eres su sobrino, ¿verdad?
—¿Por qué no me has avisado?
—No estabas, te vi salir de casa.
—¿Le habías visto antes?
—No, no es de por aquí.
—¿Y qué le has dicho?
—Yo nada. El señor Sicart cree que es un poli en misión de rutina, de ésos que se hacen el longuis para saber qué tal te portas al salir de la cárcel, qué clase de amigos tienes ahora, si te emborrachas, si vas a misa los domingos… A que sí, que preguntan eso.
Creyó advertir que su tío no le oía y rodeó la mesa en pos de su otra oreja.
—¿Cómo era? —dijo Jan.
—Alto y rubio, y muy fuerte. También preguntó dónde trabaja ella —dijo señalando a su madre.
Balbina cambió una mirada con su cuñado.
—¿Se lo has dicho?
—No. A mí la bofia me la sopla.
—Cuidado que no te sople yo una castaña —dijo su tío—. No quiero oírte decir majaderías.
Balbina interrogaba a Jan con los ojos alertados:
—Es normal que hagan eso, supongo —dijo sin el menor convencimiento.
—Puede ser. Pero ése que ha hablado con el chico no es un policía.
—¿Cómo lo sabes?
Él guardó silencio y luego se dirigió a Néstor suavizando el tono:
—Está bien. Si vuelve por aquí me avisas.
—Vale. Oye, que no he terminado de contarte la pelea. Eran tres contra uno…
—Eso ya lo has dicho. Ponte yodo en esa mano y siéntate a la mesa, vamos a comer.