CAPÍTULO PRIMERO

Yace ahora sobre su destrozado capote, con un viento firme entre sus tranquilos cabellos… Parece un jardín abandonado por los pájaros, parece un canto en la tiniebla…

ODYSSEUS ELYTIS

1

Néstor tenía dieciséis años y aún llevaba la armónica sujeta al cinturón como si fuese una pistola.

La noche que supo que su tío iba a salir de la cárcel birló una botella de anís en el bar Trola y agarramos la primera trompa de nuestra vida tirados en la acera, en medio de un olor dulzón a basuras y a ramas de laurel tronchadas. Ya era muy tarde y el barrio dormía envuelto en una perezosa neblina a ras de suelo. La luz de la farola centelleaba como un alacrán de plata en el contrachapado de la armónica mientras Néstor tocaba, la botella pasaba de mano en mano y gemía a lo lejos la sirena de un buque. Pegada al cristal de la farola, una salamanquesa proyectaba su sombra en el muro, por encima de nuestras cabezas. Luego nos levantamos a mear juntos en la esquina de las basuras, codo con codo, las tres mingas apuntando al mismo sitio. Entonces, a nuestro lado, la negra silueta de un hombre con sombrero y gabardina se encaramó lentamente por el muro.

—Chavales, ¿quién os ha dado permiso para venir a ensuciar esta pared?

—Picha española no mea sola.

—Eso no es una respuesta.

—¿Quiere un trago, forastero?

—Tú, el de la armónica. ¿No ves el retrato pintado ahí?

—Yo no, ¿y usted?

—No me hables en ese tono.

—Pues déjenos en paz. Circule.

—Quiero hacerte unas preguntas. Date la vuelta.

Néstor no se movió.

—Qué pasa. ¿Es usted un poli?

—Podría ser. ¿Dónde vives, mocoso?

—En esta misma calle.

—Entonces sabes muy bien lo que tienes delante.

—Aquí sólo hay un montón de porquería, señor.

—Hay una cara y te estás meando en ella.

—¿Sí? Está muy oscuro, yo no la veo…

—¿Quieres que te la haga ver a bofetadas? Termina de una vez y vuélvete.

—¿Para qué?

—Te voy a enseñar modales, muchacho.

Néstor se volvió, despacio, abrochándose la bragueta. No las tenía todas consigo, pero por lo menos había aguantado hasta terminar lo que empezó. A nosotros, la meada se nos había cortado hacía rato.

El desconocido apareció de pronto bajo la luz macilenta del farol como surgido del mismo asfalto o de una grieta en la noche. Llevaba una trinchera color caqui con muchos botones y complicadas hebillas, las solapas alzadas y la mano derecha en el bolsillo. Bajo la sombra del ala del sombrero sus ojos emitían un destello acerado. Teníamos la sensación de lo ya visto, de haber vivido esta aparición en un sueño o tal vez en la pantalla del Roxy o del Rovira en la sesión de tarde de un sábado… El hombre miraba el garabato negro estampillado en la esquina, el borroso busto regado de orines que parecía asentado en el maloliente montón de desperdicios y pensé apresuradamente en una excusa: no lo hacemos expresamente, señor; sólo con que lo hubiesen pintado un poco más arriba en la pared, aunque de hecho él es bajito y rechoncho, y no es por ofender, ni las basuras ni las meadas le llegarían nunca a la nariz…

Pero el tipo ya se estaba metiendo otra vez con el hijo de Balbina:

—¿Sabes que podría denunciarte? ¿Cómo te llamas?

—Néstor.

—¿Néstor qué más?

—Julivert.

—¿Cuántos años tienes?

—Diecisiete, casi…

—¿Te parece bonito andar golfeando a estas horas?

—Yo me he criado golfeando a estas horas, señor.

—No te hagas el gracioso conmigo o te parto la boca.

—Si cree que me va a asustar porque sea de la bofia…

—No he dicho que lo sea. ¿Trabajas?

—En aquel bar —indicó con la cabeza calle abajo, en la acera contraria—: El toldo naranja.

—¿Cómo se llama tu padre?

Néstor reflexionó antes de contestar.

—No tengo padre.

—¿Y tu madre?

—Balbina.

—¿Está ahora en casa?

—No. Trabaja de noche.

—¿Dónde?

—¡A usted qué le importa!

—No me levantes la voz.

Encendió un cigarrillo inclinando la cabeza. Vimos sus puños al trasluz de la llama de la cerilla, fuertes y delicados a la vez, como de alabastro. Miró a Néstor y dijo:

—¿Cómo se llama tu tío, el que está en la cárcel por atracador?

Néstor tragó saliva.

—Se llama Jan Julivert Mon.

—¿Cuántos años lleva preso?

—Trece años menos cuatro meses…

—¿Sabes que está a punto de cumplir?

—Sí.

El desconocido tardó unos segundos en hacer la siguiente pregunta:

—¿Te acuerdas de él? —mirándole fijamente a los ojos—. ¿Crees que podrías reconocerle, si le vieras ahora?

Por poco se me para el corazón, nos confesaría Néstor más tarde. El hombre retrocedió un paso y, como el telón de un teatro, la sombra del ala del sombrero remontó lentamente su cara hasta la mitad de la nariz. Vimos el mentón duro y la boca musculosa, los pliegues muy marcados bajo las comisuras, los pómulos altos y terrosos.

Néstor no contestó. Luchaba, nos diría luego, con una repentina náusea y un pataleo en la boca del estómago, como si el mono del anís que habíamos mamado estuviera allí dentro haciendo cabriolas.

—¿Quién es usted? —dijo por fin—. ¿Qué quiere?

Por segunda vez, el hombre pareció dudar. Se llevó el cigarrillo a la boca con el pulgar y el índice, con la parsimonia de los viejos, le dio una chupada y la brasa iluminó fugazmente su cara.

—Darte un buen consejo. Cuando quieras mear en la calle, arrímate a un árbol. Te evitarás problemas.

—Ya. Como los perros.

—A no ser que prefieras dormir en la comisaría.

—Me da igual.

—Déjate de bromas con este señor, ¿entendido? —señaló el retrato de la pared.

Néstor sonrió displicente:

—Hace años que venimos a mear aquí y el señor nunca se ha quejado.

—No te pases de listo. Lo digo por tu bien. Y ahora marchaos.

—¿Por qué? ¿Quién se ha creído usted que es?

—Largo, a mear a otra parte.

—Mi tío no me habría reñido por eso…

—¿Estás seguro? —El desconocido se le quedó mirando y añadió algo muy extraño—: Vete a dormir y abre bien los ojos, muchacho.

Cruzamos la calle pateando una alpargata vieja y bajamos por la otra acera hacia la plaza Rovira. Néstor iba haciéndose el remolón. La botella de anís estaba casi vacía y la tiramos a la cloaca. Al fondo de la cloaca se oían débiles maullidos de gatitos recién nacidos, y Pablo y yo nos agachamos a mirar.

Cuando volvimos la cabeza, el hombre ya no estaba bajo el farol. Desde el ángulo más sombrío de la esquina, siempre con la basura hasta el cuello y meado hasta el gorro, el Caudillo nos miraba.

2

La primera vez que oímos hablar de él, yo era un chaval que no tenía ni media hostia. Fue en el verano del 51, en la barbería de Riembau, mientras a Eloy le trasquilaban el cogote y los mayores que esperaban su turno para afeitarse intercambiaban ensalivados comentarios sobre la viuda Balbina y su ceñido suéter negro. Por aquel entonces, el pistolero ya debía llevar cuatro o cinco años preso y nadie en el barrio creía volver a verle, suponiendo que algún día saliera de la cárcel y sintiera deseos de regresar a casa para vivir con una fulana… La conversación de los parroquianos, aquel sábado en la barbería, fue haciéndose tensa y cautelosa, llena de sobrentendidos y erizados silencios en torno a la madre de Néstor, y, de pronto, el nombre de Jan Julivert Mon surgió en medio de una fantástica constelación de violencias: un atraco a mano armada en las oficinas de una fábrica de automóviles, una sombra desesperada fugándose con un balazo en el hombro, dos grises acribillados en el Puente de Marina, Balbina interrogada y abofeteada en una comisaría y Jan Julivert desplomándose en el comedor de su casa frente al inspector Polo… Alguien mencionó que en su juventud había sido pintor de paredes y boxeador, que se exilió y combatió con los maquis, que conocía todos los pasos clandestinos de la frontera y que había atracado Bancos y meublés, y que la noche que fue detenido en su casa, en octubre del 47, llevaba una semana escondido en el dormitorio de su cuñada. Yo paré la oreja, sobre todo, a ciertos confusos pormenores sobre una pistola enterrada al pie de un rosal…

Un par de años después, cuando teníamos poco más de once, volveríamos a encontrarle ocasionalmente en nuestras convulsas y atrafagadas aventis de los domingos en el vestíbulo del cine Rovira o en el jardín de Las Ánimas. Ensoñaciones que trazaban un amplio arco de refinadas venganzas y brutales ajustes de cuentas y que se elevaba muy por encima de aquellos comentarios que oímos una tarde en la barbería, para luego volver a insertarse, más allá de la versión auténtica y completa que aún se nos escamoteaba, en la pequeña crónica del barrio: curiosamente, en esas ficciones atrabiliarias persistía el rosal y la pistola enterrada, la bala en el hombro y el ajustado suéter de luto de Balbina, que ya empezaba a frecuentar el Barrio Chino… Porque nos faltaban datos sobre el atracador, sus intervenciones eran escasas y ambiguas, no siempre celebradas por el corro de oyentes: Jan Julivert no era todavía de los nuestros, por decirlo así, ignorábamos por qué había luchado y contra qué, no sabíamos aún qué papel otorgarle. Hasta que se nos juntó Néstor —que ya había sido expulsado de la escuela del Parque Güell por robarle a un chaval del Carmelo unos destrozados guantes de boxeo y una navaja, después de marcarle la cara—, aportando a las aventis lo que su madre y el viejo Suau le habían contado, que no era mucho, pero sonaba a verdad verdadera: se trataba de su padre —ya había decidido que lo del tío era una mentira piadosa, que Jan Julivert tenía que ser su padre y que algún día él lo iba a demostrar—, y un hombre con semejantes atributos, exboxeador y expistolero, era una combinación invencible y fascinante.

Ciertamente, ahora nos parecía ya lejos el tiempo feliz de las aventis, en las que todo había resultado siempre inmediato y necesario como la luz, duro y limpio como el diamante. Ahora, a la distancia de seis o siete años, cuando ya habíamos cambiado la escuela por el taller, el colmado o la taberna, sentíamos algo así como si el barrio hubiese empezado a morir para nosotros; mayores para seguir invocando fantasmas sentados en corro, pero no lo bastante todavía para dedicarnos plenamente a ligar chavalas en el baile del Salón Cibeles o el de La Lealtad —en el verano, el largo balcón sobre la calle Montseny abarrotado de chicas con sus vestidos estampados de sobacos húmedos, sofocadas por las apreturas y los achuchones, y nosotros piropeándolas groseramente desde la calle—, no sabíamos muy bien qué hacer los días de fiesta, excepto jugar al billar y al dominó en el bar o machacarnos salvajemente las narices con viejos guantes de boxeo en algún terrado. Y entonces, cuando el vecindario ya estaba sustituyendo su capacidad de asombro y de leyenda por la resignación y el olvido, y el asfalto ya había enterrado para siempre el castigado mapa de nuestros juegos de navaja en el arroyo de tierra apelmazada, y algunos coches en las aceras ya empezaban a desplazar a los mayores que se sentaban a tomar el fresco por la noche; cuando la indiferencia y el tedio amenazaban sepultar para siempre aquel rechinar de tranvías y de viejas aventis, y los hombres en la taberna no contaban ya sino vulgares historias de familia y de aburridos trabajos, cuando empezaba a flaquear en todos aquel mínimo de odio y de repulsa necesarios para seguir viviendo, regresaba por fin a su casa el hombre que, según el viejo Suau, más de uno en el barrio hubiese preferido mantener lejos, muerto o encerrado para siempre. Volverían a discutirse en la barbería y en la taberna su ideal político y sus supuestas traiciones al grupo activista que había comandado, su pasión oculta por su cuñada y su última fechoría, pero a nosotros seguía interesándonos lo mismo que la primera vez que oímos su nombre: su truncada carrera de púgil, en qué peso o categoría había peleado, cuál era su golpe favorito o la marca de su pistola.

Antes de saber que era un peligroso forajido, un hombre con varios muertos en la conciencia, ya sabíamos que era zurdo.

3

El viejo Suau escupió en la acera y dijo:

—Jan Julivert Mon estaba escondido en el lavadero de su casa, bajo un montón de ropa sucia y olfateando con su nariz de águila alguna delicada prenda íntima de Balbina. Ironías de la vida, Polo: la de veces que yo le vi en ese lavadero de la galería durante aquel verano del 47, los domingos que venía de incógnito a visitar a su madre y a su cuñada y le divertía jugar al escondite con su sobrino… Pero lo de esta noche no era un juego. Seguramente ya debía figurarse las penalidades que habrían de pasar las dos mujeres de la casa sin su ayuda, las humillaciones que sufriría Balbina por traerles cada día algo de comer a la vieja y al niño; quiero decir que ya no debía pensar en sí mismo, mientras permanecía allí oculto, sino en su cuñada y en esa manera que ella ya tenía entonces de atraer a los hombres, en el olor a furcia que no tardaría en pegarse a las sábanas que tenía ante la nariz… Porque también en su casa, dicen, ella recibió a hombres, y ni siquiera es seguro que Néstor sea hijo de Luis Julivert. Pero ésta es otra historia… Así que estaba allí quieto, con una bala en el hombro y empuñando aquella pistola que acabaría oxidándose años después en una caja de galletas, enterrada debajo de un rosal…

—¡Y un cuerno! —gruñó de impaciencia el viejo Polo—. Llevaba una «Astra» del nueve corto que le había quitado a un agente después de asesinarlo. La suya, la que está pudriéndose bajo tierra, probablemente en algún jardín de por aquí cerca, era una «Walther» del 7,65. Debió desprenderse de ella poco antes de su detención. Si entonces me entero que sabías eso, te enchirono.

—Siempre me ha costado mucho —prosiguió el viejo Suau sin hacerle caso— imaginar a Jan, un hombre que no pestañeó jamás ante ningún peligro, acurrucado en aquel rincón de la galería mientras llovía, oyendo llorar a su anciana madre en el comedor y sabiendo que a su cuñada la estaban interrogando en comisaría. No tiene sentido. A no ser que los años ya le pesaran demasiado, que ya estuviera cansado de luchar… Por cierto, ese día todo le salió torcido, o él mismo se lo torció. Asaltó la fábrica Eucort de coches con un cómplice llevándose cien mil pesetas, eso dijeron los diarios, y al salir se topó con los guardias y encima el que debía recogerle en una furgoneta no se presentó; pero consiguió escapar y por la noche se reunió con su hermano Luis, y entonces, fíjate, hizo la cosa más extraña: en vez de ponerse a salvo cruzando la frontera con él, tal como habían convenido, le entrega el dinero y regresa malherido a esta calle; no a un lugar seguro de los que sin duda disponía, sino a la casa de su madre, aquí, al 132 segundo segunda, para desangrarse agazapado en un lavadero mientras olfatea una combinación de su cuñada… La cosa tiene su intríngulis, tú.

—No dices más que animaladas —bramó el viejo Polo frotándose la calva sudorosa con el pañuelo.

Era un hombre de ancha faz macilenta, gordo, de movimientos desasosegados y trémula voz gutural, malsana. Llevaba colgada al cuello una cadena de perro con el extremo metido en la empuñadura a modo de nudo corredizo sobre el pecho, para no perderla. Estaba sentado en una banqueta junto al bordillo de la acera, irritado por el calor y con los pies doloridos, pero no se decidía a irse dejando a este loco charlatán con la palabra en la boca, como había hecho otras tardes. En el fondo, a un policía jubilado no le gusta dejar a nadie con la palabra en boca: siempre es mejor obligarle a tragársela, había pensado alguna vez, mejor para todos. Miró distraídamente calle abajo y en la esquina del bar vio al Nene recostando chulescamente la cadera en el cuadro de su flamante bicicleta amarilla, el pulgar engarfiado en el cinturón de gruesa hebilla dorada y la visera del gorrito alzada sobre los rizos negros. Se hurgaba la oreja con una cerilla, según su costumbre, mientras hablaba con los hermanos Bonna y el hijo del barbero, que admiraban la bici. Matrícula robada, pensó maquinalmente el viejo policía.

Balanceó su robusto trasero sobre la frágil banqueta, miró a Suau, que seguía divagando sentado frente a él, y soltó otro gruñido purulento:

—¿Es que nunca podré pararme a descansar un rato contigo sin que me recuerdes ésta condenada historia de hace mil años?

—Su hermano Luis —prosiguió Suau, tanteando la punta del caliqueño pinzado en la oreja— había llegado clandestinamente de Toulouse para llevárselo con él. Pero Jan lo mandó al infierno…

—Me sé de memoria el historial delictivo de los hermanos Julivert. Qué me vas a contar, gamarús —previno Polo. Guardó silencio unos segundos y luego, como si quisiera zanjar la cuestión de una maldita vez, resoplando, precisó—: Luis era un presumido y un mequetrefe que sólo quería mangonear desde el exilio. Enviaba a los demás a morir aquí, él no se mojaba el culo. Ya vivía de puta madre con una francesa rica en Tarascón y hasta creo que tenían un hijo. De su legítima, de esa infeliz de Balbina, ni acordarse. Sí, es verdad que quería terminar con las fechorías de su hermano y que vino a eso, a convencerle de la necesidad de un cambio de táctica… Pero no porque la organización hubiese dejado de alentar y subvencionar bajo mano ese tipo de terrorismo por libre, como os hicieron creer a los panolis. ¿Desde cuándo los anarcosindicalistas no son partidarios del asesinato, del atraco a mano armada o de cualquier otra forma de subversión? ¿A quién quieren engañar? Desde el año 45 las consignas eran otras, dices tú. Tal vez… Pero este desalmado nunca acató consignas o nunca quiso enterarse de ellas. Siempre anduvo a la greña contra el régimen y presumía de eso en plan libertario, a su aire… Cuando su hermano quiso meterle en cintura ya llevaba más de un año cometiendo toda clase de desmanes. Había empezado a tirar los ideales a la cuneta y se dedicaba simple y llanamente al robo y a la extorsión, a parar coches en la carretera de la Rabassada y a limpiarles la cartera a sus dueños, honrados trabajadores que volvían de la fábrica…

—Claro. Honrados trabajadores con su Mercedes.

—… lo recuerdo muy bien, nos llegaban montones de denuncias.

—Bah. Caca de la vaca.

Suau manoteó en el aire estos amañados recuerdos, como si espantara una mosca incordiante. Polo alzó la mano derecha hasta el bolsillo de su camisa azul pálido, donde se transparentaba un sobre de carta. Pareció que iba a sacarlo, pero no lo hizo.

El viejo Suau vio el gesto remiso y sonrió maliciosamente. Tenía una cara agarbanzada, cejas hirsutas y ojos taimados, de parpadeo lúbrico y astuto. Al reírse, el mentón se le encogía hasta casi desaparecer. Ocupaba una silla totalmente pintada de rosa con margaritas verdes y se echó hacia atrás apoyando el respaldo contra la pared, junto a la puerta del taller. En la acera, al alcance de su mano, había un lustroso cubo de cinc con trozos de hielo donde se enfriaba un porrón de cerveza y gaseosa mezcladas. Un desabrido olor a aguarrás y a pintura salía del taller, en cuyo interior sombrío, en medio de atribuladas figuras estáticas y rostros de crispada retórica fijados en colores toscos, deambulaba un enorme collie de lánguido pelaje y trote afeminado.

—¿Has mirado si tiene agua en la lata? —dijo Suau.

—Tiene agua —farfulló roncamente Polo—. Y aún se atrevió, ese maleante, a poner una bomba en un consulado y a colgar una bandera separatista en la montaña del Tibidabo, para contentar a los tontos del culo que aún creían en estas cosas… ¡Menuda cara tenía! Asaltaba una empresa llevándose el jornal de los obreros, y a eso le llamaba dar un golpe económico. Fue de los primeros en implantar con amenazas el impuesto revolucionario.

—Tengo entendido —dijo el viejo Suau aviesamente— que eran aportaciones voluntarias de separatistas ricos, patriotas…

—¡No seas burro! Iba a los industriales cagados de miedo y de buena fe, les ponía la pistola en el pecho y, hala, a cobrar. Tuvo la desfachatez de decir, cuando por fin le trincamos, que ese dinero era para las viudas y los hijos de compañeros muertos. Y quiero recordarte, viejo pelma, que Jan Julivert engañó a Dios y a su madre… Cuando en octubre del 47 vino su hermano para frenarle, él estaba ultimando un plan para asaltar la fábrica Eucort con dos sujetos. La discusión entre ellos fue violenta y sabemos que finalmente Jan se avino a razones, mejor dicho, lo simuló; regresaría a Francia con Luis y acataría las órdenes de la Central, pero con una condición: antes daría ese último golpe, lo había estado preparando durante un mes y según él no ofrecía el menor riesgo. Su hermano comprendió que si quería llevárselo no tenía más remedio que acceder, y dijo que le esperaría, manteniéndose al margen del asunto. Concertaron una cita para una noche, después del asalto, y si todo salía bien se largarían juntos a Andorra con el dinero. Y le salió bien al cabrón, a pesar del tiro que encajó al salir de la fábrica y de fallarle en el último momento el compinche de la furgoneta. Iban tres; el otro era un excomponente de su antiguo grupo, un tal Mandalay, al que también engañó como a un chino: le prometió la mitad del botín, y el Mandalay, que por entonces ya se había convertido en un chulo de putas y no quería ni oír hablar de la causa, le acompañó en la aventura creyendo poder enviar ese dinero a sus padres, que estaban en el exilio pasándolo mal. Jan se comprometió en entregarles personalmente la parte del Mandalay, pero esa gente no tocó jamás un céntimo…

—Quién sabe —dijo Suau—. Jan se vio con su hermano esa noche, tal como habían quedado, y le dio todo el dinero. Lo que no tiene sentido es que no se fuera con Luis, sabiéndose buscado. ¿Por qué decidió quedarse? ¿Nunca te has preguntado por qué, guripa?

—Nunca me interesó. Lo raro para mí es que renunciara a las cien mil pesetas, entregándolas para una causa en la que ya no creía…

—Porque nunca llegaste a conocerle bien.

—¿Ah no? Conozco a ese pistolero como si le hubiese parido.

—Era pintor de oficio y de joven trabajó a mis órdenes, no lo olvides. Era una buena persona.

—¡Le llamo pistolero porque eso es lo que era y no me vengas con puñetas! Un hombre que recibía la orden de matar y la cumplía ciegamente. Un hombre que alquilaba su pistola…

—Eso no es verdad, Polo.

—Un profesional. Recuerdo cómo mató al inspector Porcel, aquel mallorquín tan pavero y lameculos de la comisaría de Sants. En plena calle, al mediodía, de dos tiros en el flequillo…

—Nunca se probó que fuera él.

—¡Pero yo sé que fue él, coño! —bramó el viejo Polo—. ¿Acaso no querían aplicarle la pena máxima, en consejo de guerra? Tuvo suerte. Le metieron treinta años y ahora saldrá con trece, o ya salió, si es verdad eso que dicen, que le han visto por aquí… Bien, que le aproveche. Si de mí dependiera, aún estaría pudriéndose en una celda.

El viejo Suau guardó silencio un rato y luego dijo:

—Yo te estaba hablando de Balbina Roig y de sus combinaciones negras, capullo. Que eres un capullo.

—Nunca se interesó por su cuñada, si es eso lo que insinúas. Y en cuanto a esconderse en el lavadero, lo hizo para tranquilizar a su madre, y porque ya no debía importarle lo que pudiera pasar. —Su habitual tono gruñón se suavizó, pero no su expresión agria—. En circunstancias normales nunca lo habría hecho, lo admito; ese criminal tenía agallas. Pero había llegado su hora, estaba acorralado.

—Sí. Yo me encontraba allí de casualidad… —se interrumpió al ver a Polo contraer la cara—. ¿Qué te pasa? ¿No te encuentras bien?

Polo tosió un par de veces. Desplegó el pañuelo y lo volvió a plegar cuidadosamente, con tina atención obsesiva. Roído por una íntima conmiseración, murmuró con voz casi inaudible:

—Estoy mal, Suau. Muy mal.

Se quitó los zapatos, estiró las piernas, apoyó los hinchados pies en el bordillo y se quedó absorto mirando sus pobres calcetines morados, translúcidos como telarañas. Suau lo observó en silencio. Sin saber por qué, se preguntó quién le lavaría la ropa y le haría la comida y pensó en el pequeño bar de policías jubilados que frecuentaba en la Travesera, en su solitario piso de la calle Cerdeña, en su úlcera incurable y en su vieja pistola. Por fin el cáncer había puesto sordina a su intolerancia y a sus famosas brutalidades, y él había puesto silenciador a su pistola para seguir divirtiéndose con sus jóvenes centuriones azules en la ladera desierta de la Montaña Pelada disparando contra botellas vacías y latas de conserva. En algo tenía que entretener su mala leche.

El perro apareció en el umbral del taller y se encogió sobre las patas traseras arqueando el lomo, esforzándose por soltar su cagarruta. Polo volvió a ponerse los zapatos, luego tanteó con los dedos la carta que llevaba en el bolsillo de la camisa y murmuró:

—He recibido otra, maldita sea…

—Sí, aquella noche yo me encontraba casualmente en su casa —dijo tranquilamente el viejo Suau, pero Polo ya se había levantado despotricando por lo bajo y se disponía a ponerle la cadena al collie. Suau dijo—: ¿Ya te vas?

—Volveré más tarde, a ver si has cambiado el rollo.

Y sujetando firmemente al perro, traicionándole un poco las torcidas piernas de trapo, se alejó por el centro de la calzada.

4

Suau siguió sentado, escrutando la calle en pendiente con sus ojos de agua. El sol, que había brillado a ratos, se ocultaba ahora tras una masa tumultuosa de nubes grises cuya proa apuntaba al Parque Güell. Era la hora de la siesta y la calle seguía desierta.

El viejo llamó a su nieta mirando las nubes:

—¡Paquita, ¿estás ahí?!

—Sí —respondió una voz juvenil desde el terrado sobre el taller.

—¿Has preparado el gris plata?

—Sí.

—Luego irás al cine Verdi a buscar los programas.

—Bueno.

—Y ya está bien, baja, que no hace sol…

—Un ratito más, abuelo.

Suau se levantó trabajosamente de la silla, entró en el taller, se plantó frente al cartel que recibía la luz de un ventanuco alto, escogió un pincel fino y terminó de pintar el revólver plateado que empuñaba el vaquero de rubios cabellos agitados por el viento. Observó que la llama roja que vomitaba el cañón del revólver era demasiado grande para ser verdad, pero no pensó siquiera en corregirla, ya no le importaban esos detalles.

Más tarde volvió a salir a la puerta del taller, se sentó en la silla y echó un largo trago del porrón. Fue entonces cuando vio pasar por la otra acera al doctor Cabot. Caminaba como siempre muy despacio pero con expresión apurada y la puntiaguda barriga por delante. Su elegante y sedoso pelo blanco con raya en medio se ondulaba airosamente hacia atrás, sus ojos negros brillaban y también sus zapatos marrones de puntera blanca calada. Tampoco esta vez aceptó el trago del porrón que le ofrecía Suau, pero se paró y, sin bajar de la acera, con la cartera de mano pinzada entre las rodillas, aflojó el nudo de su vistosa corbata color miel y dijo:

—¿Cómo está Paquita?

—Igual. Se queja mucho de la cadera…

—Que se ponga el bálsamo que le di.

—Ya lo hace, ya.

—Es esta puñetera humedad, Suau.

Pugnaba todavía con el nudo de la corbata, que no quería aflojarse más. Suau carraspeó y dijo:

—Qué, ¿ya sabe la noticia?

—¿Qué noticia?

—Jan Julivert ha salido de la cárcel. Los chicos dicen que le vieron la otra noche, que incluso hablaron con él.

—¿En serio? ¿Dónde?

—Aquí, en la calle.

—No me digas.

Sus manos sonrosadas se habían inmovilizado sobre la corbata y miró el balcón del piso de Balbina, unos treinta metros más abajo en la misma acera de Suau; como siempre, estaba cerrado herméticamente y con los mismos geranios sedientos y raquíticos.

—¿Y ya está en su casa?

—No que yo sepa —dijo Suau—. Todavía no. Seguramente tendrá que resolver algunos asuntos por ahí, antes de venir…

—¿Crees que vendrá?

—¿Adónde va a ir si no? Aquí está su casa.

Con la cartera de mano entre las rodillas, el médico dio un fuerte tirón al nudo y la corbata quedó colgando en sus manos. La miró un instante como si no fuera suya ni supiera qué hacer con ella, y luego se la metió de mala manera en el bolsillo.

—Pues no sabía nada —dijo—. Unos quieren volver y otros quieren irse. Así es la vida, Suau.

—Bueno, yo no me fiaría mucho de estos chavales.

—¿No? ¿Por qué?

—Parece que habían agarrado una buena trompa. Por lo que pude sacarles, cada uno lo vio a su manera; ese grandullón de la señora Anita jura que llevaba una gabardina y Néstor que no, que iba a cuerpo pero con sombrero… No se ponen de acuerdo.

—Vaya una pandilla. —El doctor Cabot encajó la cartera bajo el sobaco y siguió su camino—. Me voy, que aún tengo que comer. Mañana pasaré a ver a tu nieta.

Se fue cabizbajo y pensativo, la corbata colgando de su bolsillo, y Suau le siguió con un destello burlón en los ojos.

5

Media hora después, Polo remontaba la calle paseando al majestuoso collie de la señora Grau. Como cada día, antes de ir a devolverlo a su dueña, recaló de nuevo a la puerta del taller sentándose en la banqueta y echó un buen trago del porrón. Luego colgó la cadena de su cuello y observó la caca que el perro había soltado en la acera.

Como si el policía jubilado no se hubiese movido de la banqueta en todo el rato, el viejo Suau prosiguió tranquilamente:

—Yo me encontraba allí de casualidad, pintando el techo del pasillo. Lo hacía por afecto a la pobre vieja, sin cobrarle un duro, y de noche, porque entonces yo tenía mucho trabajo. Y desde lo alto de la escalera veía al chico, que no tendría cinco años, de pie en un rincón del comedor. Tú acababas de llegar de la comisaría con Balbina, después de interrogarla durante dos horas, y el chico miraba la sangre en el labio partido de su madre con esos ojos furiosos que al crecer se le han comido la cara…

—Este animal va estreñido.

—Y la vieja limpiaba un plato de lentejas sentada a la mesa. Y al ver lo que le habían hecho a su nuera, empezó a llorar; o tal vez lloraba por su hijo escondido en el lavadero. Balbina estaba de pie a su lado, muy pálida y asustada y con su jersey que le estaba pequeño, y tan recomido en los puños que podían verse sus muñecas despellejadas…

—Hala. Ya será menos.

—Estuvo sangrando una semana.

—Yo no tuve nada que ver con eso.

—Y le quemaron la cara con puntas de cigarro. Pregúntale al doctor Cabot, él la curó.

Polo sonrió irónicamente:

—Lo que le hizo Cabot todo el mundo lo sabe. Se la ventiló.

—Y allí estaban también unos cuantos de la brigada social, con sus chubasqueros mojados y cara de sueño… Llovía mucho y el viento silbaba en la galería. El piso ya lo habíais registrado aquella misma tarde, pero el comisario, no recuerdo cómo se llamaba, mientras se sentaba amigablemente a la mesa para interrogar a la madre de Jan, ordenó registrar de nuevo. Simple rutina, dijo. Erais siete, por lo menos, y todos armados. ¿O erais más de siete?

—Dos —gruñó Polo—. Dos y el comisario Arenas. ¿Es que vamos a estar siempre con la misma cantinela?

—Eso, cinco —dijo Suau sin inmutarse—. Y el más bruto abrió de una patada la puerta vidriera del dormitorio de Balbina, que daba al comedor. Ese cuarto, que Balbina ocupaba desde las navidades del 42, cuando llegó embarazada pidiéndole cobijo a su suegra, había sido una especie de biblioteca del difunto Siseo Julivert, que fue un hombre instruido, viajante de comercio. Tú no llegaste a conocerle. Era de un pueblecito de la provincia de Tarragona, Sant Jaume dels Domenys…

—¿No fue donde llevaron a Balbina, para que pariera a ese bastardo…?

—Néstor no es ningún bastardo —le cortó Suau—. Decía que el registro se hizo de mala manera y la vieja se quejó al comisario. El comisario le dijo que fuera a acostarse y se llevara al niño, pero ella se negó tercamente y entonces él, un poco nervioso, no era mala persona, ordenó que la sacaran de allí. La pobre mujer se aferró a su plato de lentejas y no se movió de la silla. Y en este momento intervienes tú.

Suau hizo una pausa mientras raspaba con la uña del meñique la colilla apagada del caliqueño. Polo le miraba hacer eso como aquejado por una súbita miopía, y tosió un par de veces. Suau prosiguió:

—Movido por un exceso de celo, digamos, empezaste a zarandear la silla de la vieja, y te inclinaste a decirle algo al oído y ella tuvo que apartar la cara, porque ya entonces tu aliento olía a perro muerto y no se podía aguantar, perdona los detalles pero así es, Polito. Y le gritaste: No le vuelvo a usted la cara del revés porque es una anciana. Y de un manotazo tiraste al suelo su plato de lentejas… Aquellos días un plato de lentejas era un plato de lentejas, y la mujer se agachó con intención de recogerlas, y también Balbina con sus muñecas descarnadas, pero ya no hubo tiempo para nada.

Se oyó como un silbido de serpiente, recordó Polo, o como si de pronto un viento afilado como un cuchillo circulara por el piso, y entonces le vimos en el umbral de la galería abierta, de pie, muerto de sueño y de fatiga y con una barba de tres o cuatro días. Llevaba un traje negro a rayas con la americana echada jovialmente sobre los hombros, como cuando volvía del trabajo, muchos años atrás, y se paraba un rato a bromear con los amigos delante del bar. Empuñaba la pistola a la altura del cinturón, con la mano izquierda, recordarás que era zurdo, precisó Suau, y clavó los ojos brillantes de fiebre en el entrecejo del comisario, en el punto exacto donde metería la bala si alguien movía un dedo.

—No era zurdo —dijo Polo.

—Sí que lo era.

—Pues yo no lo sabía.

—Pues ahora ya lo sabes.

El viejo Suau escupió a su derecha y lejos, con cierta urgencia, y, por un instante, la ruina de su rostro se animó con el pasado esplendor que evocaba. A pesar de la sarcástica e implacable precisión en los detalles, cuya finalidad no era por supuesto amenizar la historia, sino removerla en la espesa conciencia del viejo policía, seguía siendo en el fondo el mismo relato que contara por vez primera en la barbería años atrás, hoy archisabido y ya desgastado por la liturgia bisbiseante del vecindario, pero en el que aún fulgía serenamente, como en los viejos crucifijos de plata desfigurados por el roce y apenas sin relieve, el garabato abstracto de la violencia. Aún no había encendido la apestosa punta del caliqueño; seguía escarbando la ceniza con el dedo meñique y Polo le miraba hacer entre sugestionado y furioso, como si ese dedo hurgara en su propia memoria —por cierto no menos calcinada ni apestosa, según el mismo Suau le dio a entender en más de una ocasión.

—Si alguna vez en mi vida he visto a un hombre dispuesto a matar, fue ese día —recordó Suau—. Dio un paso al frente, sin fuerzas, y las lentejas crujieron bajo sus zapatos. El comisario os dijo quietos, no se tiene en pie, no aguantará, ¿te acuerdas? Pero Jan aguantaría lo bastante como para hacer algunas cosas, seguramente no todas las que le habría gustado hacer, sobre todo contigo, aunque en mi opinión fueron suficientes. Primero miró las muñecas ensangrentadas de su cuñada y su labio partido y comprendió; luego miró a su madre arrodillada sobre las lentejas y luego te miró a ti…

—A mí de qué —masculló Polo—. Si no podía ni abrir los ojos. En fin, ¿has terminado por hoy?

—No señor.

—Va a llover.

—Que llueva. Su madre le miró mientras él la ayudaba a levantarse, y comprendió que el fin se acercaba. Y entonces él se desplomó, cayó como un saco a los pies del comisario, sin soltar la pistola ni apartar los ojos de ti. Así fue.

—Te has vuelto loco pintando esos cartelones de películas, Suau. Un día me vas a cabrear.

Los dos viejos se quedaron unos segundos expectantes, mirando en direcciones opuestas y como si en efecto oyeran llover. Dos golondrinas planearon sobre la acera rozando la esmirriada hierba que crecía en las grietas, doblaron la esquina de la calle Martí y desaparecieron. Un poco más abajo ya había niños jugando a la pelota y de la plaza Rovira llegaba el chirrido prolongado, casi musical, de un tranvía virando en la curva frente al cine. También la calle parecía hoy expectante bajo la sombra de los nubarrones bajos, con las tres banquetas vacías en la acera del bar Trola, cuyo viejo toldo naranja no tardaría en cobijar el crispado aburrimiento juvenil de la tarde del sábado. Aunque transcurría la primera semana de junio, el calor ya era agobiante; la calle soltaba, le pareció de pronto al viejo Suau, un olor a musgo y a tierra húmeda igual que en los tiempos en que aún no estaba asfaltada, y su ajetreo cotidiano, su pulso, era distinto; pero los ojos rapaces del pintor no captaron ninguna señal, el menor síntoma de aquello que esperaba con ansiedad desde hacía días sentado a la puerta del taller. A su lado, el hielo del cubo se derretía en torno al porrón.

—Cuando se repuso lo sacaron esposado a la calle y llovía a cántaros, y al subir al coche se volvió un momento a mirar el portal de su casa y la calle desierta e inundada, aquella riada de agua fangosa que no podían absorber las cloacas… Y ésa fue la última vez que le vi.

Polo alcanzó el porrón, bebió con calma y lo dejó caer ruidosamente en el agua del cubo. Se quitó del cuello la cadena del perro y se levantó entrando en el taller. Mientras sujetaba al collie, tras él, desde las sombras, Edward G. Robinson le sonreía con su tensa boca de seda dolorida y su abrigo de solapas de terciopelo, erguido sobre un fondo nocturno de rascacielos. Polo estaba rodeado de botes de pintura, listones de madera y estrujados retales de grueso papel marrón. Espiándole con el rabillo del ojo, Suau pensó que, a pesar de la desdeñosa indiferencia que Polo mostraba en el trato, a pesar de sus fanfarronadas y sus insultos, también su recuerdo de aquella noche de lluvia debía estar contagiado por el miedo; y que la presencia de los coloreados monigotes que ahora le rodeaban, estos pobres fantasmas de cartón condenados a perpetuarse en la fachada de un cine en el acto de disparar, de besarse o de morir, aquí y ahora debían hacer mucho más real, en su ánimo exasperado, la presencia de aquellos otros fantasmas que poblaban su sucia memoria de policía.

—Has recibido otra carta, ¿verdad? —dijo Suau cuando Polo salía con el perro, tocándose otra vez el bolsillo de la camisa—. Trae, a ver.

Polo chasqueó la lengua.

—Para qué. ¿Para que te lo tomes en coña…?

—Si has venido por eso, hombre. Anda, dámela.

Polo sacó el sobre y de dentro un papel doblado que entregó a Suau. Éste lo desdobló con sus dedos manchados de pintura y empezó a leer. Era una hoja rayada que había envejecido en algún cajón, con los bordes amarillentos y salpicada de diminutas cagadas de mosca. Estaba escrita con letra clara y suelta, elegante.

Maldito expolicía ha llegado tu hora. No me das lástima por viejo yo no olvido ni perdono. No eres nada sin tus matones y pronto pagarás todo el mal que has hecho. En esta barriada hay personas que todavía tienen en la piel la marca de tus torturas. Morirás como un perro rabioso. Es el último aviso tus días están contados cerdo. SHANE.

—Igual que las otras —dijo Suau—. Yo no haría caso.

—¿Qué diablos es eso de Shane?

—De una película. Tonterías. La última iba firmada por El Coyote de Las Ánimas, o sea que es un bromista o un chalado.

—Me cago en su padre.

—Podría ser el pobre Bibiloni…

—¿Desde cuándo escriben los ciegos?

—No está tan ciego como parece, Polito. Tiene eso que al salir a la calle necesita media hora para acostumbrarse a la luz, y al entrar en un sitio oscuro igual…

—No me llames Polito, viejo bandarra.

—Vete a tomar por el saco.

—No me gusta recibir anónimos. No me gustan las amenazas.

Se guardó la carta y Suau dijo:

—No sé por qué las guardas, sólo conseguirás que empeore tu úlcera. ¿Cuántas van?

—Tres.

—Bah, no es más que una broma. Olvídalo —desarrugó el ceño y en sus ojos ladinos chispeó una luz afectuosa—. ¿Qué hay de tu nuevo trabajo? ¿No te ofrecían un empleo de guarda en una torre, por la noche…?

—No acabo de decidirme. La noche es para dormir.

—Siempre sería mejor que pasear perros de señoras —Suau advirtió por su cara enfurruñada que seguía rumiando el asunto de los anónimos y dijo—: Yo no me lo tomaría en serio. Parece una chiquillada.

—¿Dónde está Paquita?

—No lo sé.

—Dile que venga.

—No me da la gana. Y estás loco si piensas que mi nieta…

—¡No he dicho que sea ella! Podría ser alguno de esa pandilla de descarados que vienen por aquí, cualquiera de estos holgazanes amigos suyos que no respetan a nadie… Quiero que la chica vea la letra.

—¿Y cómo va ella a saber de quién es esa letra? —se encrespó Suau—. ¿Crees que los chavales le escriben cartas de amor, a una pobre coja, o qué? Estás viejo, Polo, ya no eres aquel sabueso.

Polo reflexionaba sujetando la cadena del perro. Dio un fuerte tirón y el animal le siguió.

—No hay prisa —dijo—. Ahora tengo todo el tiempo del mundo. Veremos quién es el gracioso. Le cogeré y a guantazos le quitaré las ganas de jugar al justiciero enmascarado… Me voy, se hace tarde.

Cuando Polo se marchó, Suau pensó de pronto en las lejanas montañas azules que cerraban la verde pradera barrida por el viento, en las altas cumbres que se erguían en el horizonte a espaldas de Shane, y le entró el deseo imperioso de pintar las crestas de nieve.

Se levantó con parsimonia y volvió al trabajo.