Capítulo 57

Simón Draco condujo por las calles polvorientas de Dashur hasta una casa que tenía una higuera junto a la entrada. Aparcó a la sombra del viejo muro de adobe. Hacía calor y las moscas zumbaban alrededor.

—Aquí es.

Sir Patrick O’Neill se apeó con dificultad apoyando en el suelo el bastón con empuñadura de plata. El dueño de la casa, un hombre moreno y sonriente, que vestía ropas locales, los estaba esperando. Descorrió la cortina, los hizo pasar y les ofreció asiento en un diván. Era una vivienda modesta y limpia, sin televisor ni radio. El mueble principal era un frigorífico, un modelo anticuado que presidía la sala. Por lo demás, la estancia estaba decorada con litografías coloreadas de señoras orondas en jardines irreales, con pavos reales y ciervos saltando manantiales perseguidos por jaurías de perros. Del interior les llegó un agradable aroma a té verde con yerbabuena.

Túbal y su esposa pertenecían a una remota secta juanista, cuyo patriarca, Abimelec el Viejo, había tenido tratos con los maestres del Temple en tiempos de las cruzadas.

La esposa de Túbal dejó la bandeja con las tazas y el servicio delante de los hombres y se retiró al interior. Conversaron largamente sobre la educación del niño que Túbal tenía bajo su custodia. Sir Patrick O’Neill tomó nota de la cuenta bancaria en la que en lo sucesivo debería ingresar la asignación mensual para su manutención.

Antes de despedirse, los visitantes expresaron su deseo de ver al niño.

—Está en el jardín —les dijo, indicándoles el camino.

Era un niño moreno de dos años que jugaba con taquitos de madera y botes de plástico a la sombra de un sicómoro. O’Neill se acercó y se agachó dificultosamente a su lado.

Pensó qué podía decirle, y cuando decidió preguntarle cómo se llamaba, el niño lo miró, lo taladró con unos ojos penetrantes y le respondió:

—Jesua.

Después continuó jugando con su caravana de madera y plástico.

De vuelta a El Cairo, O’Neill le preguntó a Draco:

—¿Lo sabe alguien más aparte de nosotros?

—Nadie.

—¿Ni Lola?

Draco lo miró sonriente.

—A veces ciertos secretos ayudan a que la pareja sobreviva.

—Muy cierto —convino sir Patrick. O’Neill había enviudado quince años atrás. Recordó a su mujer, a la que había amado durante treinta años, sin necesidad de compartir ciertos secretos.

Los dos caballeros que cabalgaban el mismo corcel salieron a la autopista de El Gizeh y se sumaron a la riada de automóviles con las pirámides al fondo.