Capítulo 53

A las diez de la mañana sonó el teléfono.

—¿Simón Draco? —preguntó la voz meliflua de Petisú—. La persona que vas a ver te espera en la suite Verdi, novena planta.

—Bien. Ahora voy.

Simón Draco se metió la pistola en el pantalón, salió del cuarto y tomó un ascensor hasta la décima planta. Prefería bajar un piso para inspeccionar el pasillo por si lo estaban esperando. Petisú estaba al pie de la escalera, sonriente. Como buen profesional, había anticipado su movimiento. ¿Habría descubierto también la bomba bajo su automóvil?

—Su eminencia nos espera —dijo señalando con un gesto elegante la puerta de la suite Verdi.

El vestíbulo estaba amueblado con una lámpara de Murano, una mesa versallesca, una cornucopia y dos sicarios de la mafia rusa anchos como armarios, que lo cachearon sin contemplaciones y le confiscaron la Glock.

Draco sospechó que no se la devolverían. También sospechó que su eminencia no malgastaría su precioso tiempo en regatear sobre el precio de las piedras templarias. Quizá habían previsto una sesión de tortura, una confesión y una muerte rápida, por estrangulamiento o por rotura de cuello, sin mucha sangre, que siempre es escandalosa. Aunque, ¿cómo sabrían que confesaba el verdadero escondite de las piedras templarias? No, no podían eliminarlo tan rápidamente. Su último as era que tendrían que telefonear a Londres para que los rusos comprobaran que las piedras estaban allí, y aun así podrían ser copias falsas; el propio Leoni querría examinarlas antes de deshacerse de su último propietario. No, no podían asesinarlo en seguida. Tendrían que esconderlo en otro lugar y retenerlo unos cuantos días hasta comprobarlo todo. Luego sí, a gozar de la presencia del Altísimo.

Leoni vestía un traje de lana fría de Armani y calzaba zapatos hechos a mano por Bertoldi. Más que un prelado, parecía un modelo especializado en la personificación de ejecutivos atractivos de mediana edad. Tenía el cabello corto y gris, cuidadosamente recortado, y los ojos de un azul magnético, orlados de unas discretas ojeras que denunciaban su afición a la vida nocturna. Lo recibió en una sala amplia, ostentosamente decorada en un estilo híbrido entre arabesco y Luis XIV. Después de estrecharle la mano con un apretón rápido y enérgico, le ofreció asiento en un incómodo sillón forrado de damasco antiguo.

—¿Café?

—Solo, por favor.

Un efebo árabe tocado de fez hizo una reverencia y se dirigió a la diminuta cocina de la suite. Los dos atlantes rusos permanecían atentos e inmóviles, a ambos lados de la puerta, con los musculosos brazos cruzados. Petisú fumaba un cigarrillo rubio, en boquilla de marfil, junto a la ventana y contemplaba la escena.

—Señor Draco, hace tiempo que deseaba realizar esta entrevista y lamento que ahora tengamos que celebrarla un tanto atropelladamente debido a los graves acontecimientos que, como usted no ignorará, me reclaman en Roma. Así pues, me permitirá que vaya directamente al grano: usted tiene las piedras templarias o, al menos, conoce su paradero. Estoy dispuesto a hacerle una oferta por ellas, o por su colaboración para que demos con ellas, una oferta que ningún otro coleccionista de objetos antiguos podrá igualar.

—¿Cómo está tan seguro?

—Diga usted mismo la cifra y en qué moneda la quiere.

—No, me refiero a cómo está tan seguro de que yo tenga las piedras o de que quiera venderlas.

Leoni sonrió heladamente.

—Señor Draco, entienda que ésta es una entrevista cordial. Sé que en el pasado han ocurrido cosas desagradables que lo han afectado terriblemente. Yo soy el primero en deplorar esos asesinatos que se perpetraron sin mi permiso. Pero el pasado es inamovible. Pensemos en el futuro: usted me facilita las piedras y yo lo hago rico para indemnizarlo debidamente por el dolor y las molestias que le hemos causado.

—¿Cómo sabré que después de entregar las piedras no van a asesinarme?

—Piense usted mismo en cómo podemos realizar la transacción, a su completa comodidad, donde quiera y como quiera. Puedo ofrecerle todas las garantías que pida. Usted mismo fija los términos.

Draco reflexionó mientras bebía el café. Era excelente.

—Tengo que consultarlo con el amigo que las tiene en depósito.

—No hay inconveniente, señor Draco. Ahí tiene usted un teléfono.

—Prefiero hacerlo desde un teléfono público. Ésa es una de mis condiciones.

—Mis hombres lo acompañarán a la calle si lo desea.

—No iré con sus hombres a ninguna parte. Ellos se quedan aquí. Yo salgo, hago la llamada y regreso con la propuesta.

Leoni elevó los brazos en un gesto resignado y bondadoso.

—Está bien, si así lo desea —suspiró—, pero comprenda que el tiempo apremia. Debo regresar a Roma esta tarde para la procesión funeraria de mañana.

—No tardaré más de media hora.

Draco se levantó y se dirigió a la puerta. Los rusos descruzaron los brazos dispuestos a detenerlo pero un gesto de Leoni los contuvo.

Ahora estaba seguro. Leoni tendría otros esbirros en el vestíbulo del hotel que evitarían que huyera. El cardenal estaba dispuesto a conseguir las piedras templarias por cualquier medio y luego, en cualquier caso, lo asesinaría para mantener en secreto la clonación de Jesucristo.

Detuvo el ascensor en el cuarto piso y bajó por las escaleras hasta el tercero, donde volvió a tomar otro ascensor hasta el sótano. El automóvil de Petisú estaba en el aparcamiento de la víspera, tiró del sedal y rescató la tarjeta de plástico dejando la bomba armada y dispuesta para estallar. Subió a la planta baja del hotel y salió a la calle. En la acera opuesta había tres cabinas telefónicas. Entró en una, descolgó el teléfono, insertó varias monedas e hizo una llamada al restaurante Cagney’s de Londres.

Poco después reconoció la voz de su amigo Tonino, el propietario y cocinero del local, a cinco mil kilómetros de distancia.

—¿Qué tenemos hoy para almorzar?

—¡Simón! ¿Dónde demonios te metes? Han venido preguntando por ti, tipos con mala pinta, rusos creo. ¿En qué lío andas metido? Te he llamado varias veces, pero no cogías el teléfono. Ana le pone todos los días velas a sus santos para que te protejan.

—Es que paro poco en casa últimamente. ¿Qué tenéis por fin para almorzar?

—Lo de casi siempre, pastel de hígado y riñones, y pizzas variadas.

—Estupendo. ¿Es que no pensáis renovaros nunca?

—Si vienes, te haré un filete bien gordo.

—Me temo que no podré hoy. Estoy más allá de los mares.

—¿Dónde?

—En Egipto, ¿qué te parece?

Tonino silbó admirativamente al otro lado del hilo.

—¡Qué vida, chico! ¿Te has ligado a alguna bailarina del vientre?

—Nada de eso. Mis intereses son culturales: piedras y más piedras. Bueno, ahora tengo que dejarte. Sólo quería saber que estáis bien. Adiós.

Mientras hablaba, Draco había localizado a un sicario ruso que fingía leer el periódico en la acera. Desde la suite Verdi, con ayuda de unos prismáticos, el cardenal Leoni también lo había estado observando. Abandonó la cabina y volvió a cruzar la calle como si se dirigiera al hotel. El hombre que lo vigilaba se quedó en la acera opuesta, esperando a que el vertiginoso tráfico le permitiera cruzar. Draco aprovechó la ocasión y se metió en uno de los taxis que estaban en la puerta del Nile Hilton.

Le entregó al taxista veinte dólares.

—Esto es para que despiste a unos hermanos de mi amante que me siguen. Lléveme a donde le parezca, pero rápido, y le daré otro tanto.

—¡Eso está hecho, mister! —respondió el conductor estimulado por la mágica visión del billete, equivalente a sus ganancias de un mes.

El coche se sumó bruscamente al río de automóviles provocando una ola de bocinazos que alcanzó el alto mirador de Leoni.

—¡Ese canalla se nos va de las manos! —protestó el cardenal—. ¿Tenéis gente en la calle?

—No hay cuidado, eminencia —dijo Petisú—. Tenemos un coche con dos hombres de confianza que lo seguirá.

—Traédmelo vivo. Es el único que conoce el paradero de las piedras templarias.