—¿Señor Draco? ¡Qué afortunada coincidencia! Permítame que me presente. Soy Adolfo Morel Kurtz.
—Sé quién es usted —le respondió heladamente Draco—. Raramente olvido a alguien que ha intentado matarme un par de veces.
Petisú sonrió e hizo un gesto de disculpa.
—Compréndalo, señor Draco, no es nada personal. Usted es un profesional y lo entiende. Mi mera presencia aquí, esperándolo, es una muestra de buena voluntad.
—¿Qué busca?
—No, yo no busco nada, más bien vengo a ofrecerle. A ofrecerle un trato justo. Mi patrón quiere que olviden las diferencias y lleguen a un acuerdo. Está dispuesto a ser generoso.
—¿Cómo de generoso?
—Tanto que ya no tendrá que preocuparse de oler braguetas en una agencia de detectives de Londres. Lo hará rico para el resto de sus días.
—Suena muy atractivo, pero seguramente querrá algo a cambio.
—Eso tendrá que discutirlo con él. Yo soy meramente un correo.
—Está bien. Dígame dónde está.
—Está consagrando una nueva capilla en el colegio de las misioneras irlandesas, ya sabe usted, buena política ahora que se avecinan tantos cambios en el Vaticano, pero le ha reservado habitación en el Nile Hilton. Su eminencia desea que sea su invitado mientras permanezca en Egipto. Si acepta, yo mismo lo llevaré al hotel. Tengo el coche ahí fuera.
Draco dudó un momento, considerando la posibilidad de que se tratara de una trampa. No, probablemente querían negociar hasta conseguir las piedras templarias. La trampa vendría después.
—Está bien. Vamos allá.
Salieron al desolado aparcamiento del aeropuerto. El coche de Petisú era un Mercedes verde oliva último modelo que olía a ambientador caro con notas de desinfectante.
—Quizá le interese saber que su buen amigo el doctor Hartling murió ayer.
—De muerte natural, supongo —comentó Draco, sin mirar al chileno.
—¡Los británicos siempre de broma, cómo los admiro! —comentó el chileno—. Pues no, esta vez se equivoca. No murió de muerte natural. Al parecer se suicidó colgándose de un gancho en el aparcamiento de los laboratorios. Una lamentable pérdida.
—Ya me imagino que usted lo ayudaría a decidirse.
Petisú se limitó a sonreír.
El camino hacia el hotel, en la Corrniche Nil, plaza Tahrir, discurría a lo largo de un muro infinito por encima del cual asomaban las copas de árboles variados.
—El cementerio de El Khalifa —explicó Petisú amablemente—. El mayor cementerio del mundo. Toda esa gente que sale y entra por las puertas vive ahí. Son los guardianes de las tumbas y sus familias, en total más de doscientas mil personas.
Pararon a repostar en una gasolinera y Petisú aprovechó para telefonear. A su regreso dijo:
—Acabo de hablar con monseñor. La entrevista será mañana a las doce en punto, en la suite Verdi, en la novena planta del hotel.