Draco se despidió de sir Patrick O’Neill en el panteón familiar del pequeño cementerio rural de Kilmartin, después del funeral.
—¿Adónde irá ahora?
—Ahora localizaré a Leoni. Ya sé que es el hombre que he estado buscando desde el principio, el responsable de todo.
—¿Y después…?
Draco se encogió de hombros.
—No sé. Supongo que regresaré a Londres y volveré a trabajar para alguna agencia. Quizá antes viaje un poco. Todavía dispongo de dinero.
—Espero que tenga suerte. En cualquier caso recuerde que siempre será bien recibido en Kilmartin.
—Sir Patrick, ¿puedo hacerle una pregunta? ¿Por qué me ayudó a buscar a esta gente? ¿Por qué expuso a su hijo hasta el sacrificio? ¿Fue porque tengo las piedras templarias?
O’Neill sonrió tristemente.
—¿De verdad cree que tiene las piedras? No, querido amigo, las piedras lo tienen a usted. Las piedras han hecho de usted un caballero templario. ¿Recuerda usted la imagen de dos templarios cabalgando un mismo corcel? Usted, sin saberlo, quizá elegido por el destino, está participando en una batalla que comenzó hace ochocientos años. Su escudero, Perceval, ha muerto en combate. Ahora queda usted. Cabalgue nuevamente y haga lo que tiene que hacer. Ahora la Orden es usted. Aunque crea que lo mueve la venganza, en realidad es un instrumento de Dios para que la sangre de Cristo encuentre finalmente su destino, para que se cumplan las profecías.
Draco escrutó el rostro enfebrecido de O’Neill y se preguntó si el dolor por la muerte de su hijo y la vigilia lo habían trastornado. Asintió, regresó a su coche y le dijo adiós con la mano desde el pequeño aparcamiento frente a la iglesia antes de emprender el camino de regreso.
Había estado varias semanas ausente e ignoraba si sería peligroso acercarse a su casa. Quizá el avispero ruso que provocó la muerte de Vasili Danko no se había calmado todavía; quizá el asesino chileno había previsto que regresaría a su casa después del funeral de su amigo y le había preparado una trampa. Decidió pernoctar en un hotel discreto del centro de Londres. Después de cenar telefoneó a Lola desde una cabina de la calle.
—¿Dónde te metes? —le regañó ella cariñosamente—. Creí que te habías olvidado de mí.
—Es una larga historia. Quizá te la cuente algún día.
—¿Sigue mi caballero andante persiguiendo a los gigantes?
—Los gigantes tienen ahora una sola cabeza y me he propuesto decapitarla.
—Ten cuidado, amor.
—Lo tendré. Ahora tengo que dejarte.
—¿Dónde estás?
—En Inglaterra, pero mañana iré a Roma.
—¿Al entierro del papa?
Era la noticia del día. El pontífice había fallecido unas horas antes.
—No, a otro entierro.