Draco volvió en sí con un insistente zumbido en la cabeza. Abrió los ojos y entre la negra veladura de la semiinconsciencia vio que estaba atado con el cinturón de seguridad y que, al otro lado del parabrisas astillado, el capó del Peugeot despedía una densa columna de humo.
«El aceite está ardiendo —pensó—. El coche puede estallar».
Miró a Perceval, a su lado, inconsciente, con el pecho ensangrentado.
—Perceval, tenemos que salir. El coche va a estallar.
Perceval seguía inconsciente. Quizá estaba muerto.
«Nos han disparado», pensó, y mientras pasaba por su mente el lúgubre pensamiento de que seguían a merced del francotirador, que quizá estaba aguardando a que salieran del vehículo para rematarlos, soltó los cinturones, abrió la puerta y sacó por las axilas a Perceval. Una vez en tierra tiró de él arrastrándolo por la hierba hasta que se alejó una docena de metros del coche, al resguardo de un grueso plátano. Justo entonces, las llamas alcanzaron el depósito de combustible y el coche estalló con un sordo estampido elevando al cielo una columna de humo denso y negro.
Llegaron los primeros curiosos y se acercaron precavidamente.
—Llamen a una ambulancia —gritó Draco—. Mi compañero está herido.
Desabotonó la camisa de Perceval y contempló el oscuro orificio de la bala del que manaba a golpes sangre oscura.
—Amigo… —murmuró Perceval, entreabriendo los ojos y dirigiéndole una mirada casi opaca—, llama a mi padre…
—¿Tu padre…?, ¿dónde puedo encontrarlo?
—Lo conoces… es sir Patrick O’Neill.
Perceval tosió un par de veces y aflojó los brazos e inclinó la cabeza hacia un lado. Draco le buscó el pulso en la carótida. No había pulso. Cerró los ojos vidriosos del muerto.
Los bomberos arrojaban chorros de espuma sobre la llameante chatarra del Peugeot. Un sanitario se abrió paso hasta los heridos.
Draco, sentado en la hierba, sentía que había perdido a un amigo por segunda vez en el plazo de un mes. Se juró que el cardenal Leoni, que jugaba a ser Dios, lo pagaría con su vida.