Petisú recibió la llamada de Leoni en el móvil cuando se dirigía a Toulouse por la autopista. El fusil de alta precisión y mira telescópica viajaba en el maletero, disimulado entre palos de golf.
—Soy Brenner —dijo Leoni secamente—. Cambio de planes. Los dos hombres han conseguido lo que buscaban. Ahora conducen de vuelta a Suiza. Elimínelos y rescate el material informático robado. ¿Ha comprendido?
—He comprendido.
Petisú aparcó en el área de descanso de Lot y consultó La Guide des Autoroutes ASF. El laboratorio Traber Inc. estaba al otro lado de Toulouse. Calculó que, a aquella hora de la madrugada, Draco no habría invertido más de veinte minutos en alcanzar la autopista norte. Calculándole una velocidad media moderada, unos ciento cuarenta kilómetros por hora, y suponiendo que regresara a Suiza por el camino más lógico, en aquellos momentos podía encontrarse en algún punto entre Narbona y Nimes. Consultó el reloj: las seis y veinte. Salió del área de servicio y atravesó la autopista por el paso elevado para aparcar nuevamente a un kilómetro escaso, en un espacio despejado que encontró en la cabecera del carril de aproximación en dirección norte. Sacó de la guantera unos prismáticos y se apostó sobre el paso elevado desde el que cómodamente podía ver el tráfico que fluía por la autopista en dirección norte. Durante veinte minutos observó los coches que pasaban, hasta que el Peugeot 2792 B 34 suizo apareció. Mantuvo los prismáticos elevados para que le taparan la cara y miró pasar el coche por debajo de él. Draco iba dormido en el asiento del copiloto y un hombre joven, pálido y delgado, manejaba el volante.
—Ya son míos —murmuró, y dirigiéndose a su coche se unió al tráfico de la autopista.
Petisú localizó el Peugeot 2792 B 34 y lo siguió a prudente distancia dejándose adelantar por otros vehículos. Condujo así durante una hora hasta que, a unos kilómetros de Tournon, el Peugeot encendió el intermitente de la derecha para entrar en el centro de descanso de Vallier. Petisú lo siguió y cuidó de aparcar en el extremo opuesto de la explanada, lo más lejos posible de su objetivo.
Mientras Draco y su joven acompañante desayunaban, Petisú reconoció los alrededores, buscando el lugar adecuado para la emboscada. Antes de incorporarse a la autopista, el carril de aceleración atravesaba un tupido bosquecillo de pinos replantados, con merenderos y fuentes falsamente rústicas. Había una mesa de piedra, disimulada tras un cobertizo de jardineros, que parecía a propósito para albergar a un tirador que pretendiera disparar sobre el carril. Petisú aparcó su automóvil en las proximidades, medio oculto por un majestuoso sauce llorón, y se apostó en el lugar elegido con su fusil automático.
Cinco minutos después, el Peugeot 607 se puso en marcha y rodó tranquilamente hacia el punto donde Petisú lo aguardaba.
Había calculado disparar primero contra el conductor, suponiendo que después del descanso, Draco tomaría el relevo. Cuando vio que nuevamente el joven desconocido se hallaba al volante sintió una ligera decepción porque no respondía exactamente a lo que había planeado. Titubeó. ¿No sería más prudente, después de todo, disparar primero contra el tipo más peligroso? «No, atengámonos al plan», se dijo. Lo canónico es disparar primero contra el conductor, sea quien sea.
Aunque mitigado por el silenciador, el sonido del disparo percutió como un seco trallazo entre la arboleda. La bala astilló el parabrisas hasta convertirlo en una tupida red de hilos blancos, atravesó el pecho de Perceval y salió por la puerta trasera del vehículo. El Peugeot, descontrolado, se salió de la calzada, descendió por un suave balate de hierba y fue a estrellarse contra un pino, ya casi sin fuerza. Petisú introdujo una nueva bala en la recámara y corrió hacia el coche. A pocos metros de distancia vio que sus dos ocupantes permanecían inmóviles y que del capó brotaban llamas azules y espeso humo negro.
«El coche está ardiendo y estallará de un momento a otro», pensó.
En un instante, el humo atraería a una muchedumbre de curiosos, al servicio de bomberos del área de descanso y a la policía. Era preferible dar por perdido el material informático. De todas formas iba a arder con los difuntos. Petisú guardó el fusil en su bolsa de golf y se dirigió tranquilamente a su coche. Cinco minutos después se confundía entre el denso tráfico de la A-7, dirección Lyon.
Pasado el peaje de Vienne, Petisú marcó un número de móvil.
—Aquí Brenner —dijo la voz de Leoni.
—Los dos sujetos y el coche han ardido.
—¿Has rescatado el material?
—Me temo que también ha ardido con el coche.
—Buen trabajo.