Zurich
Cuando sonó el móvil, Draco realizaba la flexión treinta y nueve de su gimnasia matinal. En el auricular sonó la voz de Perceval deformada por el mecanismo informático del decodificador.
—Noticias frescas. He localizado una lista de pagos de la Beauser Inc. a seis especialistas, procedentes de distintas universidades, sin otra conexión entre ellos que la de su especialidad: la arqueología.
—¿Para qué necesita seis arqueólogos una compañía farmacéutica?
—Eso me pregunto yo. Por otra parte, lo normal hubiera sido contratar a un equipo de la misma universidad. Supongo que prefirieron contratar a especialistas que no se conocieran por simple precaución. He pasado la noche intentando localizarlos.
—¿Y?
—Asómbrate: los seis arqueólogos murieron a lo largo del año siguiente de terminar su trabajo en Meteora: tres en accidente de tráfico, otro ahogado accidentalmente en el Ródano y los dos restantes de ataques al corazón.
Draco inspiró profundamente.
—Demasiada coincidencia, ¿no?
—Eso me parece.
—Alguien, en las alturas, ha eliminado las pistas —dedujo Draco—. ¿Por qué interesan tanto dos simples reliquias?
—Creo que la clave reside en el paradero del Sanguino —dijo Perceval—. He sabido algo nuevo de los laboratorios Traber Inc.: un artículo recientemente aparecido en la revista Nature los sitúa entre las diez empresas líderes mundiales en estudios de ingeniería genética.
—¿Qué estás pensando?
—Te advierto que te va a parecer una locura…
—No te preocupes por eso. Hace tiempo que todo este asunto me está pareciendo una locura. Dispara.
—Pues sospecho que están fabricando a Cristo. Ahora tengo que colgar por seguridad. Nos encontraremos en Atlanta.
«Atlanta» significaba que apagara el móvil y pulsara la letra A del teclado adjunto para activar un circuito distinto. Draco lo hizo y cinco minutos más tarde volvió a sonar el aparato. Reanudaron la conversación.
—Contemplemos nuestro material —sugirió la voz distorsionada electrónicamente de Perceval—. Un cardenal de Roma financia una costosa expedición arqueológica a un monasterio de las montañas griegas: durante mes y medio seis arqueólogos levantan el subsuelo de una iglesia, localizan un sembrado de reliquias y se hacen con la presunta sangre de Cristo. Éstos son los hechos.
—De acuerdo.
—Segundo paso: las personas implicadas, el cardenal romano, el abad del monasterio y los arqueólogos que participaron en el proyecto, todos ellos mueren antes de un año. Esto también son hechos.
—Parece la maldición de los faraones… —convino Draco.
—Creo que están intentando clonar a Cristo y los que mueven los hilos en las alturas más elevadas van eliminando testigos a medida que el plan progresa.
Se produjo un breve silencio. Después Draco dijo:
—El Sanguino contiene restos de la sangre de Cristo a partir de los cuales se puede reconstruir el código genético, pero te recuerdo que también están asesinando por las piedras templarias, que sólo son dos piedras.
—No le encontramos lógica porque no sabemos para qué las quieren —replicó Perceval—. Lo de la sangre de Cristo tiene lógica porque ya sabemos lo que pueden hacer con ella.
—Reproducir a Cristo —reflexionó Draco—: me parece una barbaridad. Volver a la vida a un hombre que vivió hace dos mil años.
—Y que probablemente fuera muy diferente a como la Iglesia lo ha representado. Algunos historiadores sostienen que el secreto de los templarios consistía precisamente en la verdad sobre Jesucristo: que era un príncipe judío empeñado en expulsar a los romanos, un patriota. Solamente después del fracaso de su rebelión armada y después de su ejecución por los romanos, el complot de Pascua, algunos seguidores suyos, especialmente san Pablo, comenzaron a hablar de Cristo como hijo directo de Dios, Dios en la tierra y hacedor de milagros enteramente imaginario. Los templarios conocieron el secreto por una antigua secta juanista que se había mantenido en Palestina al margen de la Iglesia oficial. Eso les costó la enemistad de Roma.
—Un Cristo imaginario que ha servido para justificar el poder de la Iglesia y de las monarquías tiránicas —observó Draco.
—La revelación de ese Cristo —continuó Perceval— podría subvertir los cimientos cristianos de Occidente, especialmente los de las Iglesias que llevan siglos e incluso milenios vendiéndole humo a sus feligreses. Las consecuencias de la resurrección de Cristo en los albores del tercer milenio pueden ser incalculables. Imagínate a Cristo vivo de nuevo sobre la tierra, viendo el mundo como es ahora. Gran parte de la humanidad es cristiana. Occidente es cristiano. Y Occidente tiene el poder del mundo. Ese hombre, Cristo resucitado, tendría en sus manos el poder del mundo. Reinaría realmente sobre el mundo.
—¿Qué sentido puede tener que un cardenal esté detrás de todo esto, si el Cristo verdadero abominaría de la Iglesia?
—Supongamos, como hipótesis de trabajo, que la Iglesia, o al menos una facción de ella, quiere fabricar a ese Cristo para controlarlo. Bastaría con que se encargaran de su educación, que lo manipularan desde niño, como los budistas hacen con los pequeños lamas, para adaptarlo a sus intereses. Sería un arma de poder incalculable en manos de la camarilla que domina la Iglesia, la curia cardenalicia o una parte de ella.
—Tiene sentido. Desde hace un siglo, la Iglesia está perdiendo poder. Controlando a ese Cristo resucitado podría recuperar el control mundial. Dirían que se ha producido un segundo Advenimiento y muchísimos fieles lo creerían, viniendo de donde viene.