Capítulo 39

Draco se dirigió al restaurante Zeughauskeller, en la Parade Platz, esquina Banhhoff Strasse, donde había reservado una mesa desde el hotel, y cenó un Zürcher Leberspiessli, dados de hígado de ternera envueltos en tiras de bacon y aromatizados con salvia. Rechazó la mantequilla y solicitó aceite de oliva virgen con el que regó abundantemente la guarnición de judías verdes y patatas hervidas. De la carta de vinos escogió un borgoña joven recomendado por el maitre. Terminada la cena se dirigió a la Oberdof Strasse y, cuando se cercioró de que nadie lo seguía, tomó un taxi y le indicó que lo dejara en Freigut Strasse, al sur de la ciudad. Desde allí, por lugares poco transitados, regresó a pie hasta el Stadhaus Quai y se aseguró de que la calle estaba despejada antes de pulsar el timbre de la buhardilla de Perceval. Como de costumbre, los cuatro ordenadores estaban encendidos, así como los otros complicados artilugios que conectaban al mago de la informática con sus dominios.

—¿Cómo ha ido todo? —preguntó Draco.

—A pedir de boca —sonrió Perceval—. En cuanto mostraste el mensaje ofreciendo las piedras, los de Royal Finance Group telefonearon a un número de Roma. El titular de ese teléfono es el cardenal Gian Carlo Leoni. He investigado las cuentas del cardenal Leoni y los números a los que telefoneó en abril de 1996, después del hallazgo del Sanguino en Gran Meteora, que ocurrió el día 16 de ese mes.

—¿Y…?

—¡Bingo! En esas fechas, el cardenal hace un número sospechoso de llamadas a los laboratorios Traber Inc. de Toulouse. El gerente de esos laboratorios es presidente de la sociedad farmacéutica Beauser. He investigado sobre la sociedad y resulta que casi todas sus acciones pertenecen a la compañía fantasma Overseas Corporation Limited, con sede en las islas Caimán, que a su vez es filial de la Abedi Inc., con ramificaciones en Liechtenstein y aquí, en Suiza, en la inevitable aldea de Zug, el paraíso de las sociedades fantasma.

—Me pierdo con ese lío de nombres —confesó Draco.

—Ése era casi el final de la cuerda. Al otro extremo está el Vaticano o, mejor dicho, una oficina del Vaticano, el Collegio degli Avvocati Concistoriali, que dirige el cardenal Leoni.

—Supongo que necesitan las reliquias como parte de un proyecto científico —dedujo Draco.

—Un proyecto que radica en esos laboratorios de Toulouse, los Traber Inc. —afirmó Perceval—. Naturalmente he recabado toda la información sobre el tema y me he encontrado con nuevas sorpresas. El Sanguino llegó a los laboratorios, hay que suponerlo, hace cuatro años, hacia agosto. En ese mes contrataron los servicios de una nueva compañía de seguridad, mejor que la anterior, para la vigilancia del edificio. Trece meses más tarde renuevan prácticamente a todo el personal, lo ascienden de categoría y sueldo y les asignan distintos empleos, en los cinco continentes, en empresas filiales.

—Los recompensan por el trabajo bien hecho.

—Los recompensan hasta cierto punto, porque cuatro de las seis personas que componían el equipo básico mueren en los seis meses siguientes, todas en accidentes o de ataques al corazón.

—Parece mucha coincidencia.

—A mí me parece que una vez cumplido el proyecto se dedicaron a eliminar a los que sabían demasiado y no eran de fiar.

—Hoy día es difícil guardar un secreto, salvo cuando se está muerto —señaló Draco resignadamente—. Por lo que dices sólo quedan vivas dos personas de las que participaron en el proyecto.

—Sí, los doctores Bertrand y Hartling. Bertrand está ahora en Melbourne, pero Hartling sigue en Toulouse.

—Creo que debo visitar a Hartling.

—Lo suponía. Aquí tienes un pequeño informe con los datos que he podido reunir sobre él. Casi todo el material público que circula por Internet es de hace cinco años, de antes de entrar en el proyecto de esos laboratorios. Desde entonces se sabe poco de él.

Draco abrió la carpeta de papel reciclado y examinó fotocopias de un pasaporte y algunas fotos de Johan Hartling, un hombre calvo y delgado, con gafas y corbata de pajarita. Había también copias de facturas de luz y teléfono recientes, así como resguardos de Hacienda, de la compañía médica en la que estaba asegurado, del fondo de pensiones y de la documentación de dos vehículos registrados a su nombre.

—Será más que suficiente para dar con él.

Perceval ofreció a su amigo otro refresco de glucosa y lo acompañó a la salida. Antes de despedirlo le entregó un teléfono móvil algo más voluminoso que los corrientes.

—Seguiré trabajando en el asunto y me comunicaré contigo por medio de este móvil. Contiene una serie de filtros para codificar la voz y enturbiar el rastro. Así estaremos más seguros. En cada caso tendrás que pulsar una letra para cambiar de código, la inicial del nombre de la ciudad que yo te dé. Es muy simple.

Draco se echó el teléfono al bolsillo y estrechó la mano delgada y fría del informático mientras pensaba que el mundo estaba en manos de aquella nueva raza de guerreros.