Capítulo 38

Zurich

Draco paseaba como un turista cualquiera por la Milla de Oro suiza, el triángulo comprendido entre la confluencia de los ríos Sihl y Limmat, que en realidad es un trasvase del lago Zurich hacia el oeste. A esa hora, los comercios, casi todos tiendas de lujo, estaban cenando, y los restaurantes, también lujosos, comenzaban a animarse.

—En la calle sólo verás relojerías, joyerías, tiendas de ropa cara y comercios por el estilo —le había advertido Perceval—. Los bancos, todos dedicados a blanquear dinero, están en los pisos, tras discretas fachadas.

Draco miró la tarjeta: Royal Finance Group, número 71 de la Banhnoff Strasse, segunda planta. Era un edificio moderno, de piedra lisa, escueto y minimalista. Empujó la puerta de cristal y entró a un discreto vestíbulo con dos ascensores y otras tantas cámaras de vigilancia. Pulsó un botón verde y se encendieron unos focos. Una pantalla de cristal del tamaño de una cuartilla se iluminó con una fosforescencia azul. De un pequeño altavoz colocado cerca del techo le llegaron unas palabras en alemán que no entendió:

¿Sprechen sie Englisch? —respondió Draco.

La voz de las alturas repitió la pregunta en inglés:

—¿Qué desea?

—Necesito información sobre su compañía.

—¿Con qué objeto?

—Represento a una compañía interesada en hacer negocios con ustedes.

—¿De dónde viene?

—De Grecia. De Meteora.

—¿Tiene alguna identificación?

—Sí.

Okay. Por favor, póngala en la ventana iluminada y a continuación pulse el botón rojo.

Draco escribió una nota: «¿Siguen ustedes interesados en las piedras templarias?», la colocó contra el cristal y pulsó el botón que le habían indicado. Un escáner de luz azul recorrió la pantalla fotografiando el papel.

—Aguarde un momento, por favor —respondió la voz del altavoz.

Draco se imaginó a los de arriba consultando por teléfono. Pasaron cinco lentos minutos. Finalmente la voz volvió a hablar:

—Suba al ascensor que tiene a su izquierda y pulse el botón del segundo piso.

En el segundo piso, dos hombres de seguridad lo cachearon sucintamente antes de conducirlo a uno de los despachos. Un hombrecillo calvo con cara de ratón lo aguardaba detrás de una mesa de jade. Le ofreció asiento.

—¿Desea tomar algo, señor…?

—A estas alturas, usted debería saber que me llamo Draco.

—Señor Draco, ¿desea tomar algo?

—No, gracias.

—¿Qué es lo que ha venido a ofrecernos?

—Ustedes están buscando las piedras templarias. La persona que las tiene ha decidido sacarlas nuevamente al mercado. Hagan una oferta.

—A esta hora, nuestros posibles clientes son difíciles de localizar. Díganos dónde se hospeda y mañana por la mañana contactaremos con usted.

—No será necesario. Déme un número de teléfono y yo lo llamaré.

—Como quiera, señor Draco. —El hombre abrió un cajón y sacó una tarjeta con el logotipo y los datos del banco. Le subrayó un número de teléfono y apuntó a continuación una extensión.

—Espero su llamada mañana a las diez.