Capítulo 36

La estación de autobuses de Karditsa era un edificio polvoriento de cemento con una hilera de ventanas con los cristales casi opacos que no se habían limpiado desde la inauguración, en los tiempos de la reina Federica. Había una hilera de bancos de hierro pegadas a la pared que estaba iluminada con antiguos anuncios de caldo de pollo italiano y televisores en color belgas. Petisú, haciendo un esfuerzo por vencer la repugnancia que le producía la cochambre, se sentó en uno de ellos, al lado de un corpulento pope que apestaba a sudor rancio y a tabaco turco. El tobillo le dolía, se le estaba hinchando, aunque no había ningún hueso roto, porque podía caminar, aunque cojeando. Por lo demás, había salido bien librado de su despeño, sin más herida que la de su autoestima. Y el todoterreno, que se había pegado contra las rocas y había quedado para hacer badiles.

El pope se volvió hacia el extranjero y le sonrió mostrando una dentadura firme y amarilla, más equina que humana.

—¿Turista? —le preguntó amistosamente en inglés.

—Sí, turista —concedió Petisú.

—¿Grecia bonita? —preguntó el gigante apurando sus conocimientos en el idioma extranjero.

—Grecia bonita —corroboró el viajero.

Después afirmó la maleta entre las piernas y cerró los ojos fingiendo que dormía para evitarse el incordio de conversar con el patán. No habían pasado cinco minutos cuando el gigante le posó su grasienta mano en el hombro.

—¿Qué pasa? —inquirió Petisú.

El gigante sonreía señalando un destartalado autobús que acababa de entrar en la estación, un Mercedes repintado de rojo que traslucía los rótulos e insignias de las líneas urbanas de Colonia a las que perteneció en una reencarnación anterior.

—El autobús a Meteora —dijo el griego.

Petisú sufrió un sobresalto.

—¿Cómo sabe que voy a Meteora?

El gigante sonreía como si le hubieran preguntado la mayor bobada.

—¿Adónde iba a ir si no?: todos los turistas van a Meteora.