El Boeing 737 de la Olympic Airways despegó de Zurich a las doce menos cuarto de la mañana. El pasajero del asiento 12 B, un inglés alto y fornido, que vestía una chaqueta de tweed algo ajada y camisa de cuadros sin corbata, contemplaba distraídamente el ajetreo del aeropuerto, los carretones que llevaban y traían maletas de los aviones. No advirtió que el pasajero del 32 A, un hombre rubio y pálido, lo miró con interés al pasar por su lado. Seguramente no podría imaginar que el único objetivo de su viaje a Grecia era matarlo.
El viaje duraba tres horas y media. Simón Draco había adquirido la costumbre de meditar en los aviones, quizá para conjurar el miedo que en el fondo sentía a volar. Recordó primero, con amargura, sus últimos días con Joyce, la felicidad rutinaria que ella había instalado en su vida. Después rememoró viejas escenas africanas que volvían una y otra vez a su memoria, y tarareó mentalmente el cha-cha-cha Enfants du Katanga, bailado en el hangar-discoteca de los mercenarios congoleños. Por su imaginación desfilaron caras desvaídas en el recuerdo, como olvidadas fotos sepia que se encuentran, cada cierto tiempo, en el fondo de un cajón, se contemplan con nostalgia o hastío y se vuelven a sepultar en el olvido, las viejas cicatrices de su alma que no desaparecerían por mucho que las acariciara en los atardeceres lentos de su vida. Las azafatas repartieron los almuerzos. Draco comió con apetito su emparedado de lechuga y jamón cocido, un tomate enano y dos aceitunas negras y brillantes, con una diminuta botella de vino griego espeso y áspero. Unas filas más atrás, Petisú rechazó con asco semejante almuerzo y solicitó un yogur. La azafata le sirvió encantada dos yogures griegos, espesos y ácidos, al educado y guapo caballero del asiento 32 A.
Draco miró por la ventanilla y divisó una costa pespunteada de islitas y arrecifes, ¿Italia, Grecia?, y un mar intensamente azul en el que se divisaban dos o tres diminutas manchas oscuras, cargueros o petroleros, a vista de ángel. Luego se estiró, se arrellanó en el asiento y, medio adormilado, repasó mentalmente su conversación de la víspera con Perceval. Perceval había reunido un informe completo sobre Meteora, el monasterio griego donde estaba aquel misterioso Sanguino. El monasterio de Meteora, al norte de Grecia, entre las montañas del Pindo y de Hassa, en el escarpe de la llanura de Tesalia: hacía seiscientos años, los monjes se habían instalado en la cima de unas enormes rocas de extrañas formas, unos colosales mogotes de piedra labrados por la erosión. Los anacoretas de Meteora habían permanecido incomunicados del mundo durante siglos. Ni siquiera los turcos invasores de Grecia los molestaron. Hay media docena de monasterios, cada uno en su roca, como aves de presa, prendidos literalmente del aire, lo que justifica la denominación Meteora, «aire» en griego.
—Pues, ¿de qué vivían?
—En el valle, al pie de las montañas, tenían campos de cultivo. A los monasterios rupestres se ascendía por frágiles escaleras de madera que podían retirarse en caso de peligro y por rudimentarios ascensores, unas cestas que subían con ayuda de poleas y artilugios de pozo. En aquel remoto lugar, aislado del mundo exterior hasta que se construyó una mediocre carretera en 1929, el tiempo parecía haberse detenido. Hoy es, sin embargo, un centro de peregrinación turística que ofrece el atractivo del paisaje irreal y de los tesoros artísticos acumulados en los monasterios, especialmente pinturas, frescos, iconos y manuscritos. Muchos de estos objetos son donativos de ricos cristianos, algunos llegados de lejanas tierras. Esto puede explicar que la reliquia etíope fuera a parar allí.
El Boeing aterrizó en Atenas a las dos y media, hora local. Los dos viajeros interesados por Meteora sólo llevaban equipaje de mano. Atravesaron sin dificultad la aduana comunitaria, Draco siempre delante, sin advertir que lo seguían, y tomaron sendos taxis.
—Al Divani Palace Acrópolis —indicó Draco al conductor.
—Siga aquel coche, sin acercarse demasiado ni perderlo de vista —le ordenó Petisú al suyo, dejándole un billete de diez dólares en el asiento contiguo.
El taxista lo siguió encantado hasta el hotel, en la calle Parthenonos número 19, al pie de la Acrópolis. Petisú pagó la tarifa, entró en el hotel y fingió telefonear desde el fondo del vestíbulo. Draco se inscribió en recepción, recogió su llave y subió a la habitación. Petisú compró un mapa de carreteras en el quiosco de prensa se acomodó en uno de los sillones del vestíbulo y calculó el itinerario más probable para Meteora, sin perder ojo a los ascensores.
La autovía E-92 cubría gran parte del trayecto hacia Meteora. Luego había que seguir dos carreteras de segunda categoría. Los otros posibles itinerarios implicaban penosos caminos apenas asfaltados. Simón Draco tardaría cinco horas en llegar a Meteora. Petisú decidió interceptarlo entre Metalion y Brisses, donde el relieve era especialmente intrincado y seguramente resultaría más fácil fingir un accidente.
No tuvo que aguardar mucho. A los veinte minutos vio a Draco salir del ascensor y dirigirse al servicio de alquiler de automóviles que había en el vestíbulo. La dependienta le mostró el catálogo, escogió el vehículo, rellenó el impreso, pagó la tarifa y recibió las llaves.
—Nuestro amigo quiere salir muy temprano —dedujo Petisú.
Cuando Draco salió del hotel, el chileno se acercó al mostrador de la agencia de alquiler.
—Dígame, joven, simple curiosidad: ¿qué coche ha alquilado el extranjero ese que acaba de salir? Tiene pinta de persona de buen gusto.
—Un Volkswagen Polo de cinco puertas.
—Esto me confirma lo que pienso: los americanos cuando vienen a Europa prefieren coches europeos.
—Se equivoca en una cosa: ese señor no es americano, es inglés.
—¡Ah! Hubiera jurado que era americano.
Después salió a la calle y tomó un taxi hasta el centro de la ciudad, donde entró en una agencia de alquiler de vehículos y solicitó un todoterreno.
—¿Alguna marca en especial? —dijo la chica que atendía el mostrador.
—¿Puedo verlos?
Se dio una vuelta por el aparcamiento y escogió el que le pareció más idóneo, un Toyota Land Cruiser 100 con un robusto parachoques, más de dos mil kilos de compacto vehículo, ideal para embestir a otro coche y sacarlo de la carretera.