Draco llamó al servicio de información de la telefónica suiza para solicitar el número de un abonado de Palermo.
—¿El señor Antonio Sebastiani? —respondió la solícita empleada—. Tome nota del número, por favor.
Marcó el número de Sebastiani. Después de tres timbrazos descolgaron el aparato.
—¿El señor don Antonio Sebastiani?
—Sí, aquí es —confirmó una voz grave, recelosa—, ¿quién lo llama?
—Quisiera consultarle algo relacionado con una reliquia llamada el Sanguino. Me llamo Simón Draco. Estoy en Suiza.
Se produjo un silencio meditativo. Después la misma voz preguntó:
—¿Cómo dijo usted que se llama?
—Simón Draco. Soy investigador privado.
—Aguarde un momento, por favor.
Pasados varios minutos, una nueva voz, más modulada, le dijo:
—¿Señor Draco? El señor Sebastiani no puede hablarle ahora, pero no tendría inconveniente en recibirlo el jueves próximo.
Draco titubeó. Podía ser una trampa. Tanta facilidad resultaba sospechosa. Después pensó, como otras veces, que de algo había que morir.
—Está bien. Indíqueme la dirección.
—Diríjase al hotel Ponte, en el barrio viejo de Palermo. El recepcionista le informará.
Y colgó.
El avión de Alitalia aterrizó en Malpensa, el aeropuerto de Milán, a las 8.35. Draco transbordó a un Airbus y se acomodó en un asiento de ventanilla. Cuando despegaron y ganaron la altura reglamentaria, una agradable azafata morena sirvió un zumo de naranja en un vaso de plástico con el anagrama de la compañía.
—Cada vez que pruebo esta porquería me prometo no volver a hacerlo —manifestó en el asiento contiguo un hombrecillo moreno vestido de manera informal—. Carlo Perini —se presentó—. Soy profesor de sociología en la Universidad de Palermo.
—Simón Draco. Simple turista.
—¿Es la primera vez que viene a la isla?
—Sí.
—Espero que le guste. En esta época del año está muy hermosa. Es una pena que no vengan más visitantes a disfrutar de la belleza de Sicilia. Me temo que damos muy mala imagen con todo eso de la mafia.
Draco miró a su interlocutor preguntándose si aquella conversación era tan casual como parecía. Después de todo, él venía a entrevistarse con un capo de la mafia. El hombre parecía sincero. Probablemente era profesor de universidad. Conversaron sobre las dificultades del sociólogo en una sociedad cerrada a las indagaciones de la ciencia. Inevitablemente volvió a mencionarse la mafia.
—«Mafia» significa coraje, valentía —dijo Perini—. Nació en 1812, cuando el gobierno napolitano intentó abolir los privilegios feudales de los príncipes sicilianos y ellos recurrieron a sicarios u hombres de honor para defenderlos. Más adelante, cuando Nápoles desapareció tras la unidad de Italia, los mafiosos tomaron un sentido patriótico de resistencia contra el centralismo romano. A principios de siglo, muchos sicilianos emigraron a América y se llevaron la mafia como organización de autodefensa. Después se entregaron a los negocios ilícitos, al delito a gran escala y se criminalizaron. ¡Una verdadera desgracia para Sicilia!
—Y los mafiosos sicilianos —preguntó Draco—, ¿sabe la gente quiénes son?
—Todos son conocidos, pero la justicia no puede hacer nada sin pruebas.
—¿Ha oído usted hablar de don Antonio Sebastiani?
—¿Don Antonio? El don de Caltanissetta. Todo el mundo lo conoce en Sicilia. Es un hombre muy poderoso. En 1943, el mafioso americano Lucky Luciano envió un emisario para pedirles a don Antonio y a don Calógero Vizzini que favorecieran el desembarco americano en Sicilia. Los americanos los nombraron Coroneles honorarios como prueba de gratitud y dejaron en sus manos la intendencia civil. Don Antonio amasó una enorme fortuna en pocos años. Ahora su familia vende aceitunas, aceite y naranjas en Estados Unidos. Ya está viejo y enfermo, pero sigue siendo uno de los hombres más poderosos de la isla.
El Airbus describió un amplio giro para enfilar el aeropuerto Falcone Borselini. Perini señaló por la ventanilla el distante panorama de montañas peladas con los valles cubiertos de naranjos, olivos y vides, que se divisaba más allá del caserío de Punta Raisi.
—Desde aquí arriba parecería que nada ha cambiado desde que los griegos roturaron estas tierras —suspiró.
Una azafata recorrió el avión para asegurarse de que todos los pasajeros llevaban abrochado el cinturón de seguridad. Draco notó que muchos sicilianos se santiguaban.
—Es que el aeropuerto de Palermo es algo peligroso —señaló Perini—. A un lado está la montaña y al otro el mar, como Caribdis y Escila, y los pilotos tienen que afinar mucho.
Aterrizaron correctamente. Un autobús de servicio interno los condujo a la terminal. Draco, que sólo llevaba equipaje de mano, volvió a coincidir con el profesor Perini en la parada de taxis.
—¿Tiene hotel reservado?
—Me esperan en el Ponte.
—Me coge de paso. Tomemos el mismo taxi y lo dejaré en su hotel.
—Muchas gracias.
La Autoestrada A 29 de Palermo estaba bastante concurrida. El taxista conducía como un demente con el pie a fondo, mientras silbaba alegremente una piececilla de ópera italiana. En un tramo recto, Perini le señaló a la derecha.
—Esas dos banderas rojas marcan el lugar del asesinato del juez Falcone —dijo—; ¿sabe usted quién era el juez Falcone?
—¿El juez que asesinó la mafia?
—El mismo. El 23 de mayo de 1992, tres coches blindados que circulaban a ciento sesenta kilómetros por hora transportaban al juez Giovanni Falcone, a su mujer y a sus guardaespaldas. En aquel puente había tres hombres echados sobre la baranda, contemplando el tránsito. Uno de ellos, el jefe mafioso Brusca, oprimió un botón. ¡Bum! Dos meses más tarde, un atentado parecido acabó con la vida de Paolo Borsellino, sucesor y amigo de Falcone. También lo ejecutó personalmente Brusca.
—¿Cómo se sabe eso?
—Porque uno de sus compinches, un tal Santino di Matteo, lo reveló a la policía. Brusca raptó a su hijo de once años, lo estranguló con sus propias manos y disolvió el cuerpo en ácido.
Tras treinta y cinco kilómetros de autopista desembocaron en un suburbio de casas pobres de Palermo. El tráfico se ralentizó en una calle de edificios modernos algo ajados y polvorientos. Perini le señaló una corona verde y jarrones con flores en la puerta de un bloque de pisos.
—Ahí vivía el juez Falcone —dijo—. La gente le trae flores y cartas.
Pasaron por el barrio del puerto, en el que confluían algunas calles adornadas con guirnaldas de bombillas de colores.
—Es por la fiesta de Santa Rosalía, la patrona de la ciudad —le aclaró Perini.
Draco observaba el aire decadente y algo desvencijado de los comercios y los monumentos de la vieja ciudad. Atravesaron una puerta de la vieja muralla y se internaron en un barrio menestral, donde todavía se apreciaban las huellas de los bombardeos de la guerra. A Draco le sorprendió encontrar tantos palacios abandonados y en ruinas.
—Donde antes de la guerra vivían los aristócratas y los rentistas, ahora sólo hay gatos famélicos —dijo Perini.
El hotel Ponte estaba ubicado en un destartalado edificio de la época de Mussolini. El recepcionista le asignó a Draco una amplia habitación del tercer piso con vistas a una plaza desarbolada con un monumento a los caídos de la mafia, una especie de bloque de hierro oxidado con la inscripción: «Al caduti nella lotto contro la mafia».
Se duchó, se puso una chaqueta oscura y bajó a recepción.
—El señor Sebastiani me indicó que me alojara aquí, ¿dónde podría verlo?
El empleado, un tipo delgado y alto, de cara afilada y profundas ojeras, contempló con recelo al huésped y consultó su nombre en el libro antes de responder.
—Vaya usted al convento de los capuchinos y pregunte por el padre Amaro. Él le indicará.
El taxi condujo a Draco, a través de la ciudad antigua, entre destartalados edificios de piedra, hasta una plaza polvorienta abarrotada de coches.
—Aquélla es la cripta de los Capuchinos.
El taxista señaló una puerta anodina de la que, en aquel momento, salían dos turistas nórdicos con calzonas, faltriquera marsupial y gorra de visera. Draco entró en una especie de vestíbulo donde había un viejo expositor de postales y una mesita baja con guías del Jubileo romano y tickets de entrada a la cripta. A través de una puerta de cristales, en la habitación contigua, dos frailes capuchinos veían un telefilme americano, uno de ellos acostado en un sofá, con los pies desnudos y sucios sobre un cojín, el otro en un sillón de orejas, igualmente descalzo y sucio, con los pies apoyados en la mesita auxiliar.
Draco golpeó en el cristal con los nudillos. El fraile joven se puso las sandalias con un gesto de fastidio y salió a atenderlo.
—Venía a ver al padre Amaro.
El joven lo miró con recelo. Era imberbe, fofo y pálido de tez, casi femenino.
—El padre Amaro está en la comunidad —señaló con voz aflautada y mujeril—. ¿Quién le digo que lo busca?
—Me llamo Simón Draco.
Tomó nota en un papel.
—¿Quiere ver la cripta mientras lo llamo?
Simón Draco se encogió de hombros.
—Son dos mil quinientas liras —anunció el frailecillo tendiéndole un ticket—. Es por la contabilidad.
Draco satisfizo el óbolo y descendió las polvorientas escaleras que le indicaba el fraile. Desembocó en una triple galería húmeda y ventilada, en la que colgaban de las paredes decenas de cadáveres supuestamente momificados, en realidad meros esqueletos con pitracos de carne reseca, embutidos en polvorientas y podridas mortajas rellenas de estropajo y cañas. Media docena de turistas deambulaban por el secadero contemplando la macabra exposición. Hacía frío. Draco merodeó hasta el fondo de la galería central, donde una reja de madera cortaba el paso. Detrás se exponía el cadáver de una niña en un cajón de madera adornado con polvorientas flores de trapo. Parecía más bien una máscara de cera maquillada como una muñeca barata.
—La Addolorata —apuntó una voz a su espalda.
Se volvió. Era un fraile de unos cincuenta años, atildado y sonriente, con cara de hombre de mundo.
—¿El padre Amaro?
—Yo soy. Y usted debe de ser el señor Draco, ¿no?
—Simón Draco —dijo estrechándole la mano.
—Andrea, el portero del Ponte, me avisó de su llegada. —Señaló a la niña momificada, al otro lado de la reja—. Ésta es nuestra inquilina más joven y mejor conservada. Murió en 1881, el año en que cesaron los enterramientos. El cadáver más antiguo que tenemos es el de fray Silvestre da Gubbio, muerto en 1599. Está en aquella galería, pero usted no ha venido a ver a los difuntos, ¿verdad?
Se detuvo y escrutó los ojos de Draco sin perder la sonrisa.
—He venido a informarme sobre una reliquia llamada el Sanguino.
Fray Amaro asintió y echó a andar de nuevo, las manos en la espalda, en silencio, como si paseara con un viejo conocido. Draco aguardaba su respuesta.
Unos metros más adelante, el fraile le indicó uno de los cadáveres altos, más parecido a un espantapájaros, incluso con paja rancia y cañas brotándole de los harapos, una calavera apenas cubierta de piel apergaminada.
—Éste es fray Silvestro. La soga que llevan algunos frailes difuntos al cuello es un signo de humildad. La corbata humilde —añadió con una sonrisa cínica.
—¿Qué es el Sanguino? —preguntó Draco.
—¿Por qué lo busca usted?
—No lo busco. Busco solamente a los que lo buscan. Soy investigador privado. Un cliente quiere que me ponga en contacto con ellos en su nombre.
—¿Y por eso llamó a don Antonio Sebastiani?
—Alguien me dijo que él tenía el Sanguino.
Habían llegado al pie de la escalinata que conducía al vestíbulo de las postales y a la calle.
—Me parece que va siendo hora de almorzar —dijo el padre Amaro mirando el reloj—. Venga usted a las cinco y seguiremos hablando del Sanguino.
Deambulando por las calles de la antigua capital normanda, Simón Draco llegó a la Porta Nova, decorada con atlantes de turbante y bigote a la turca, con los brazos cortados. La ciudad olía a rosas marchitas. Dejó pasar a un grupo de alegres colegialas con brillantes mochilas y zapatos de la Guerra de las galaxias. Entró, por distraerse, en un establecimiento de artículos para turistas, cercano al aparcamiento de la catedral, y anduvo curioseando entre el batiburrillo de Pietàs de Miguel Ángel de yeso, de imitaciones de vasos griegos, de Cristos y padres Píos de plástico reflectante, de sables japoneses, de escorpiones embutidos en pisapapeles de metacrilato, de estrellas de mar secas, de vírgenes de Lourdes, penes, vulvas y ceniceros fabricados con lava del Etna molida. Dudó si compraba una botella de aguardiente siciliano Fuoco dell’Etna, pura dinamita, pero al final no se decidió: tenía que cuidarse el estómago. Al salir del establecimiento sintió hambre. En los alrededores encontró una mesa libre en la trattoria Trinacria, en los Quattro Canti. Almorzó pasta a la palermitana, pastel de berenjena y media botella de chianti Ruffino, muy satisfactorio. La clientela, de lo más popular, hablaba a voces entre grandes risotadas, a pesar de las palabras admonitorias que había en la pared, junto al dibujo de dos burros rebuznando:
Per la quiete di tutti siete pregati
di utilizare toni di voce adequati.
Draco volvió al hotel, se tendió en la cama, con los postigos de la ventana cerrados, en penumbra, y estuvo largo rato contemplando las imágenes de la cámara oscura que el tráfico de la calle dibujaba en el techo. Los sicilianos tenían su propia manera de hacer las cosas, más lenta y personal. Probablemente Sebastiani le había encomendado al padre Amaro que lo sondeara antes de recibirlo. Por la tarde sabría si don Antonio aceptaba entrevistarse con él o no. Prefería no pensar que había hecho el viaje en balde.
Lola.
Por primera vez desde que se separó de ella se sentía solo. Una soledad parecida a la provocada por la ausencia de Joyce, hecha a partes iguales de deseo de compañía y de simple apetencia de mujer. «Habrá vuelto con Ari, a su rutina. Habrá ganado una medalla en Narcóticos y se habrá olvidado de su aventura brasileña».
Para alejar estos pensamientos encendió la televisión. Estaban entrevistando a un grupo de mujeres cooperantes de una ONG que acababa de regresar de Kenia. Una de ellas, una soltera angulosa de aspecto monjil, narraba el peligro que habían pasado en la selva, donde, al caer la noche, el cocinero se marchaba a su casa por miedo a los leones y las dejaba durmiendo en tiendas de campaña. La cooperante había observado de lejos a seis leonas que acorralaban y cazaban a una cebra mientras el león descansaba a la sombra de un baobab, sin inmutarse. Las leonas aguardaban a que el macho se hartara de carne para comerse las sobras. «Los leones no cazan —proseguía ya embalada—, pero son muy cumplidores y pueden copular cien veces diarias».
Imaginó al rubicundo y fornido Ari copulando con Lola. ¿Por qué aquel episodio transitorio de su vida lo angustiaba? Probablemente porque había perdido a Joyce y se sentía solo. Eso era todo.
A las cinco menos diez, Draco bajó de un taxi en la iglesia de los capuchinos. Le sorprendió encontrar al padre Amaro en un enorme Mercedes de los años cincuenta. También estaban pasadas de moda las ropas seglares que vestía.
—El signore Antonio Sebastiani lo recibirá ahora —dijo con su sonrisa helada—. Suba —añadió mientras abría la puerta contigua.
Salieron de Palermo por la carretera de Trappani, llena de autobuses de turistas que iban y venían de ver los mosaicos de la catedral de Monreale, y se internaron por una carretera sinuosa que escalaba los cerros cubiertos de olivos y vides. El padre Amaro no hablaba, quizá porque iba sumido en sus pensamientos, o porque era un conductor inseguro que debía concentrarse. Después de un largo silencio, Draco preguntó:
—¿Vamos muy lejos?
—No mucho. Sólo unos pocos kilómetros más.
Fueron unos cuarenta kilómetros más antes de que torciera por un viejo arco de piedra y ladrillo con un azulejo descascarillado en la clave con el nombre «Villa Reale».
Al fondo de un largo sendero de tierra rojiza, encajado entre dos filas de palmeras, había un palacete rodeado de cuidados jardines y profusamente decorado con azulejos que representaban mártires y escenas heroicas. El padre Amaro aparcó a la sombra de un corpudo castaño.
Dos hombres jóvenes, uno de ellos con una escopeta al hombro, salieron de la sombra del porche y cachearon al visitante sin decir palabra. Draco se alegró de haber dejado la Glock dentro de la almohada.
El de la escopeta dijo algo en dialecto siciliano.
—El don nos está esperando —tradujo el padre Amaro.
Rodearon la casa y entraron por la puerta principal abierta a una moderna piscina. Desde el amplio porche de ladrillo, flanqueado por dos cipreses, se divisaba un panorama de campos aterrazados y montañas azules. Dentro olía a barniz viejo y a jabón de suelos. Una gastada escalera de mármol ascendía al primer piso. Los muebles eran oscuros y macizos, de madera tallada. Por las blanqueadas paredes había retratos familiares y estampas de santos. Sobre una consola rococó dos velas encendidas flanqueaban un gran retrato del padre Pío, el de las llagas.
Don Antonio era un anciano de ochenta años que iba en una silla de ruedas empujada por un jovenzuelo de chándal. Del respaldo de la silla salía un tubo de oxígeno conectado a una mascarilla. Al enfermo, el pijama y la bata de seda le dejaban al descubierto un pecho pálido con vello canoso. Las zapatillas, también de seda, rodeaban unos tobillos hinchados y deformes. La cabeza maciza, la enorme nariz, el mentón prominente y los labios finamente dibujados le daban al don un aire de senador romano, similar al de aquellos bustos antiguos encontrados al arar los olivares y los viñedos de sus fincas, que decoraban la balaustrada de la piscina.
—Soy Simón Draco —se presentó deteniéndose a respetuosa distancia—. Le agradezco que haya accedido a recibirme, don Antonio.
El anciano miró a la enfermera, que acudió solícita a colocarle la mascarilla. Aspiró profundamente el oxígeno y observó nuevamente al visitante.
—¿Es usted americano?
—Inglés, don Antonio.
El anciano asintió en silencio.
—I speak some English —articuló con fatigosa pronunciación.
—I see —dijo Draco.
—Sin embargo, prefiero que hablemos en italiano. Estuve varios años en Estados Unidos… cuestiones de negocios, pero el idioma no se me daba muy bien. Mi sobrino Lucca traducirá.
El muchacho del chándal saludó levemente.
—El médico me ha aconsejado que todas las tardes dé un paseo por el jardín. Allí podremos hablar tranquilamente, señor Draco.
A una señal del anciano, los dos guardaespaldas tomaron la silla en volandas y lo trasladaron al otro lado del jardín, a la sombra de una pérgola arrasada desde la que se divisaba un panorama de castaños y encinas y, más abajo, de olivos, vides y naranjos. Los hombres se sentaron en un banco de piedra a unos metros de distancia y se pusieron a charlar en voz baja sin dejar de vigilar al visitante.
Don Antonio despidió a la enfermera e invitó a Draco a sentarse a su lado, en el banco circular del cenador. Inhaló una larga bocanada de oxígeno y dijo:
—El padre Amaro me ha contado que usted es investigador privado y que unos clientes le han encargado encontrar el Sanguino. ¿Quiénes son esos clientes?
Draco se traía su historia aprendida. Había calculado que una cierta dosis de verdad podía ser su mejor baza.
—No hay tales clientes, don Antonio —confesó—. Estoy trabajando por iniciativa propia. Hace un mes mi don me envió a Alemania para comprar unas reliquias, unas piedras templarias que un antiguo cabo del ejército alemán, un tal Kolb, había puesto a la venta. Lo encontré muerto y al regresar a Londres también habían asesinado a mi don. Después mataron a mi mujer porque creían que yo tenía las piedras.
—¿Y las tenía?
Draco negó con la cabeza.
—¡Claro que no! —replicó—. Joyce valía más que unas malditas piedras.
Don Antonio aspiró nuevamente oxígeno antes de preguntar.
—¿Qué relación tienen las piedras con el Sanguino?
—No lo sé. Lo único que sé es que los que mataron a Joyce y a mi don van tras las piedras templarias y el Sanguino. Intento saber quiénes son.
Don Antonio miró los olivos cenicientos y las vides sarmentosas y pensó que muy pronto no los vería más. Un rebaño de ovejas distante pacía en un cerrete redondo. Don Antonio se estaba muriendo. Se demoró contemplando el cerrete, pensando que nunca volvería a pisarlo. Había una cabaña en ruinas y un pozo que excavaron los moros mil años atrás. Cuando era joven y vigoroso solía hacer excursiones hasta allí con su mujer. A veces se llevaban la merienda. Extendían el mantel a la sombra de un frondoso olmo y eran felices haciendo proyectos. El olmo se había secado y todo aquello había pasado. Ella había muerto hacía nueve años, después de hacerlo muy feliz durante cincuenta y tres y de haberle dado nueve hijos. Miró a Simón Draco. ¿Cómo hubiera reaccionado él si un enemigo le hubiese matado a su Ana? Lo hubiera buscado, sin duda alguna, aunque hubiera tenido que desempedrar el mundo hasta encontrarlo, y lo habría matado. Aquel inglés era un hombre de honor. No merecía morir simplemente porque un cardenal de la curia papal, un mal cristiano con las manos manchadas de sangre, hubiera decretado su muerte.
Volvió a mirar a su visitante con nuevos ojos.
—¿Sabe usted qué es el Sanguino?
—No. No lo sé. Supongo que una reliquia.
Don Antonio asintió.
—El Sanguino es un relicario que contiene la sangre de Cristo, recogida por uno de sus discípulos, quizá José de Arimatea, al pie de la cruz. —Se santiguó devotamente.
—¿El Santo Grial? —murmuró Draco.
—También han llamado así a una serie de copas que supuestamente contuvieron la sangre de Cristo, pero todas ellas son réplicas del Sanguino. Antiguamente era normal que se hicieran copias de reliquias. Con el tiempo ocurre que cada diócesis cree que la suya es la verdadera. —Levantó la mano para que su sobrino le diera oxígeno, respiró dos o tres veces profundamente y prosiguió—: En 1924, el príncipe etíope Shervington Micheline, hijo del príncipe de Kenia y nieto del rey Menelik de Etiopía, huyó de Etiopía, donde las luchas familiares estaban exterminando a su estirpe, y se alistó en la Legión Española como acemilero. Era un muchacho vivaz, de lengua suelta, que sólo hablaba de sus planes para recuperar el trono de Abisinia con la ayuda de España y Francia. España entonces mantenía una guerra con los rebeldes de su colonia de Marruecos. El príncipe etíope recibió un balazo y tuvo que pasar un par de meses convaleciente en un hospital de Melilla. Allí se hizo amigo del capitán médico que lo atendía y al término de su convalecencia le regaló a la esposa del capitán lo único que se había traído de Etiopía: un estuche de madera oscura que su padre tenía en gran estima.
—¿El Grial?
Don Antonio negó con la cabeza.
—No, no era el Grial. Era solamente un estuche vacío. Su contenido había volado. Shervington Micheline pensaba que debía de ser algo muy importante, puesto que su padre lo había guardado celosamente, pero murió mudo e inmovilizado y sólo pudo señalarle el estuche con los ojos. Era un recuerdo sentimental y el príncipe se desprendió de él por devoción al médico que le había salvado la vida.
El anciano respiró oxígeno un par de veces antes de proseguir.
—El capitán médico volvió a España y al poco tiempo murió. Su viuda, que era una mujer joven y atractiva llamada Adela, se quedó en una mala situación económica. Vino la guerra civil y mi hermano Salvatore, un bala perdida que se había hecho fascista con gran disgusto de mi padre, se alistó en el cuerpo expedicionario que Mussolini le envió a Franco. Lo hicieron capitano. Salvatore era un gran consolador de viudas y huérfanas; en realidad se iba detrás de todo buen culo que se le pusiera delante. Adela fue su amante y le regaló el estuche del etíope con un pañuelo bordado por ella, muy primoroso, con sus iniciales, cuando regresó a Sicilia. Él le regaló un broche de oro.
»En 1946, mi madre le buscó a Salvatore una buena novia y lo casó. Él y su mujer murieron dos años después en un accidente, pero nos dejaron el consuelo de un sobrino que ahora es ingeniero naval en Estados Unidos. Bueno, la cajita que perteneció al príncipe etíope fue la que llevó las arras el día de su boda. Estábamos firmando las actas en la sacristía cuando se cayó al suelo y se rompió dejando al descubierto un doble fondo en el que apareció un papelito, un trozo de papiro escrito en un idioma extraño que no conseguimos descifrar. Al principio pensamos que hablaría de un tesoro, aunque si el tesoro estaba en Etiopía no iba a ser nada fácil buscarlo. La familia estaba, y está, en muy buenos términos con el Vaticano porque los Sebastiani hemos sido oumini de fidenza desde los tiempos de mi tatarabuelo. En fin, el obispo le escribió a un amigo de la curia y Salvatore lo acompañó en un viaje a Roma donde un profesor de la Universidad Pontificia descifró el papel. Estaba escrito en la lengua ceremonial de Etiopía y hablaba del Sanguino, el cáliz con la sangre de Cristo, la reliquia más sagrada de los cristianos coptos que había ido a parar a un monasterio griego. Una parte del mensaje estaba cifrado y no hubo manera de leerlo. Al principio no le dimos mucha importancia, pero hace diez años me lo pidió el obispo de Palermo y naturalmente se lo entregué, con caja y todo, y le prometí no hablar del asunto con nadie, aunque a esas alturas lo sabía media Sicilia.
—¿Sabe cómo se llamaba ese monasterio griego?
—Sí: Meteora. La reliquia estaba en el centro del monasterio, debajo de una losa marcada con una cruz, pero al parecer el papiro era imprescindible para encontrar el lugar exacto.
El sol caía sobre el horizonte y una brisa procedente del mar comenzaba a refrescar el ambiente. Regresaron a la casa. Antes de despedirlo, don Antonio lo invitó a una taza de café con leche con un bollo dulce.
El padre Amaro apareció de nuevo y habló brevemente con el don. Cuando regresó junto a Simón Draco parecía sorprendido.
—Ha impresionado usted al don, que no se impresiona fácilmente —comentó cuando abandonaron la finca y enfilaron el camino de regreso.
El padre Amaro detuvo el vehículo en la plaza de los Caídos, junto al hotel Ponte.
—Bueno, señor Draco, espero que su estancia en Sicilia haya sido satisfactoria. ¿Quiere que lo lleve mañana al aeropuerto?
—No será necesario. Muchas gracias.
Al estrecharle la mano al padre Amaro, Draco vio asomar la culata de una pistola bajo la chaqueta. Quizá no era tan fraile como parecía.
Draco cenó en la cercana pizzería La Massaría, instalada en un antiguo molino de aceite, y se acostó pronto. El recepcionista siniestro se mostró servicial con el inglés al que don Antonio Sebastiani había recibido, y le concertó el traslado al aeropuerto, a la mañana siguiente, en un autobús de turistas españoles para que se ahorrara el taxi.
Camino del aeropuerto, las turistas, casi todas mujeres solteras, viudas o separadas, charlaban animadamente de los lugares exóticos a los que habían ido en anteriores viajes. En la expedición había también un salchichero gordo cuyo tema de conversación eran las chacinas que se comen en cada lugar, mientras que su señora, rubia teñida, aún de buen ver, enumeraba las joyas, piedras preciosas y semipreciosas que adquiría en cada viaje. Mientras, Draco pensaba en su siguiente movimiento. El monasterio griego de Meteora, quizá.