Capítulo 28

El Jumbo de Varig Airlines aterrizó en Zurich a las 8.35 horas. Arthur Perceval se había tomado el día libre y aguardaba a Draco en su apartamento de Uraniastrasse, 466, un ático de cincuenta metros cuadrados atiborrado de material electrónico que apenas dejaba espacio para un sofá, un baño diminuto y un mueble-cocina donde se preparaba sus compuestos macrobióticos.

—Tengo tantas noticias que no sé por dónde empezar.

—Comienza por el principio —sugirió Draco.

—La cifra del grabado de Durero, El Caballero, la Muerte y El Diablo, era una clave, relativamente fácil, que remitía a un catálogo de grabados de grandes artistas.

—¿Sólo eso?

—Naturalmente me pareció insólito que una copia de un grabado que se encuentra por un dólar en cualquier mercadillo estuviera guardada en una caja fuerte de la selva brasileña. La comparé con otras reproducciones del mismo grabado, que flotan en distintas páginas de Internet, y era exactamente igual.

Perceval sorbió un poco de la taza de compuesto vitamínico que se había preparado y siguió.

—Se me ocurrió darle la vuelta al grabado para ver el reverso. Había unas anotaciones de números y letras que aparecían perfectamente alineadas. Los números estaban separados por puntos, en grupos de cuatro. Después de cada sucesión había algo parecido a un nombre y apellido en letras minúsculas y sin espacios en blanco entre ambos. Fíjate en la primera sucesión.

Perceval volvió el papel y le enseñó la primera línea del reverso:

209.1.224.17 juanvergino

—Y así el resto de las sucesiones. Todas tenían el mismo sistema. Observé que ninguno de los valores superaba el 255 y comencé a pensar en Internet.

—¿Por qué? —inquirió Draco.

—¿Recuerdas que uno de los principios fundamentales de la cábala hebrea es que toda letra o palabra tiene un equivalente numérico y viceversa? —preguntó Perceval—. Pues bien, toda la informática es una inmensa cábala.

—Debes de estar de broma… —sonrió Draco—. No pretenderás que crea que esas supersticiones de los judíos hayan provocado una revolución tecnológica.

—Lo creas o no, la informática funciona como la cábala: cualquier dato expresado en forma numérica tiene un equivalente alfabético o al revés. Los programas de ordenador se limitan a interpretarlos, según se considere su valor numérico o alfabético. Por ejemplo, el código numérico 65 lo descifraría un procesador de textos como la A mayúscula, y el código 97 como la a minúscula. Sin embargo, esos mismos códigos, interpretados por un programa de retoque fotográfico, pueden equivaler al color verde o al color rojo de un punto. Las series de cuatro valores separados por puntos del reverso del grabado de Durero no superan el valor máximo de 255 y el valor mínimo es 0. Entre 0 y 255, ambos inclusive, hay 256 valores, o lo que es lo mismo, 2 elevado a la potencia 8, que son las posibilidades de la llamada «palabra básica» de informática, conocida como byte[4]. ¿Hasta aquí me sigues?

—Más o menos… —contestó Draco, un tanto confuso—. ¿Y eso qué tiene que ver con Internet?

—Muy sencillo: todas las páginas que se ofrecen en Internet están alojadas en empresas servidoras que ubican en ordenadores propios las páginas creadas por sus clientes. Cuando tú tecleas una dirección del estilo www.loquesea.com en tu navegador, ésta va a un índice que le dice a ese navegador dónde está alojada esa página. Para ello, el índice le envía a tu navegador cuatro códigos de valores numéricos como los que hemos visto en el reverso del grabado. A eso se le llama Dirección IP, que le dice al navegador en qué servidor está alojada la página solicitada. Pues bien, esos códigos no pueden superar el valor absoluto 255, porque son octetos o «palabras básicas».

Draco comenzó a entender.

—Es decir, que esa serie 209.1.224.17 viene a ser como un número de teléfono.

—Pues sí, más o menos. En realidad se le llama URL, que son las iniciales de «Localizador Uniforme de Recursos», que puede expresarse o bien con letras (www.loquesea.com) o en la forma numérica que aparece en el reverso del grabado. Y agárrate porque ahora viene lo mejor: tecleé directamente en mi navegador http://209.1.224.17 y ¡voilá!, apareció en la pantalla la página principal de www.geocities.com.

—Y eso ¿qué demonios es? —Draco no acababa de ver lo que al parecer era evidente.

—Geocities es un servicio de alojamiento de páginas de Internet —explicó Perceval—. Lo bueno que tiene es que puedes alojar allí tus páginas gratis, a cambio de que ellos inserten publicidad. Es ideal para principiantes del diseño de páginas. El autor de la copia del grabado de Durero había alojado en Geocities varias páginas. Por eso, a cada sucesión de cuatro números le seguía una especie de nombre. En el caso de «juanvergino», que es el nombre de un caballero templario, se trataba del nombre de la carpeta donde estaba alojada la página. Verás.

Perceval tecleó: http://www.geocities.com/juanvergino/

Inmediatamente apareció una página, aparentemente dedicada a Alberto Durero, con el mismo grabado del cartón sobre El Caballero, La Muerte y El Diablo y con un texto que llevaba una serie de instrucciones en inglés:

Albretch Dürer

The Knight, Death, and The Devil, 1513-1514

(196Kb)

Edited by: Juan Vergino

Editor’s Tool: UltraEdit

—¿Y qué hacemos con eso? —preguntó Draco.

—¿Recuerdas que en Brasil encontraste dos grabados impresos en blanco y negro?

—Sí.

—Pues bien. Si observas la parte inferior derecha del cuadro, justo a la derecha de la pata más atrasada del caballo, verás un ligero tono azul en el suelo. Cosa bastante insólita pues, aunque apenas se nota, debería ser todo o blanco o negro. Evidentemente el cuadro ha sido torpemente retocado con alguna intención. Es más: el supuesto Juan Vergino te dice cómo lo ha hecho.

—¿Cómo? —suspiró Draco, cada vez más sorprendido.

—Usó UltraEdit —prosiguió Perceval—, que es un programa que en principio está pensado para editar textos sencillos, pero que en realidad puede editar cualquier archivo, presentando en pantalla dos semiventanas, una para códigos numéricos y otra para letras. El diseñador de la página de Juan Vergino nos lo ha dejado tan fácil que ha puesto un enlace para bajarte el programa en la página de UltraEdit. Verás qué fácil es.

Las manos de Perceval volaban sobre el teclado casi acariciándolo, mientras él comentaba lo que iba haciendo. Primero hizo un clic con el botón derecho del ratón sobre el grabado y en el menú emergente eligió «Grabar en una carpeta». Llevó el gráfico a su carpeta personal con el nombre durero.jpg y renombró el archivo de Durero como durero.txt.

Luego regresó a la página de Juan Vergino e hizo clic en el nombre de UltraEdit, que le llevó a la página donde podía bajarse el editor. Una vez instalado el nuevo programa en su ordenador, abrió el archivo modificado durero.txt con el nuevo editor. Se trataba de una sucesión caótica de letras y números sin aparente relación o pauta en su sucesión. Entonces Perceval comentó:

—Si la parte azul del grabado estaba al final a la derecha, podríamos intuir que si hay alguna modificación provocada, ésta debería estar al final del texto. Veamos… ¡Ahí lo tienes! —exclamó Perceval.

Al final de la ventana de la derecha del programa aparecieron las siguientes letras y números:

BRUTUS 0039/1223/12/9223566600

MAGNUS 0039/0280/88/1000386615

LEXIUS 0039/0012/78/2128742459

—¡Vaya! —exclamó Draco—. ¿Qué es lo que tenemos aquí?

—Pan comido. —Perceval resplandecía—. Brutus, Magnus y Lexius son nombres en clave de algo o de alguien. Fui decodificando por el mismo método el resto de páginas citadas en el reverso del grabado. La última era un índice de los códigos. Se trata de cuentas corrientes de bancos en Suiza y otros datos muy esclarecedores. Lo que nos temíamos.

Draco asintió, anonadado.

—El asunto está claro —añadió Perceval—. Los nombres en clave eran registros mercantiles, compañías ficticias, compañías reales, intermediarios, fiduciarios… todo un mundo subterráneo, una compleja trama financiera que parte de Suiza y tiene ramificaciones de todos los colores: nazis, petroleros árabes, narcotraficantes y cardenales de la curia romana solazándose en el mismo colchón, un colchón relleno de dólares que huelen a mierda.

—¿Aquí en Suiza?

—¿Dónde si no? El lugar ideal del mundo para cruzar hienas con serpientes. Al iniciar las pesquisas saqué un listado de cuentas numeradas del banco Weehrli de Zurich.

—¿Por qué de ése precisamente?

—Pensaba hacerlo con media docena más, pero tuve suerte y acerté a la primera. Durante la guerra, ese banco les tramitaba visados a alemanes para Suiza y les proporcionaba documentación a sociedades de ultramar. En aquellos tiempos, el director del banco era íntimo amigo del primer ministro suizo Marcel Pilet-Golaz: sabían que era dinero robado en los países ocupados por los nazis, sabían que eran los salarios de trabajadores esclavizados por la industria del Tercer Reich, pero ellos miraban para otro lado y facilitaban valijas y pasaportes diplomáticos.

En el semblante de Draco se reflejaba el asco.

—Quizá tengas una idea sesgada de estos banqueros calvinistas —sonrió Perceval—. Voltaire decía de ellos: «Cuando ven a uno de ellos saltar por la ventana, saltan detrás, probablemente haya dinero que ganar». Las cuentas del banco de Zurich me condujeron a la trama económica de Klaus Benz.

—¿Y qué has sacado en limpio?

—Supuse que Klaus Benz, que ha volado al cielo para reunirse con su querido tío Adolfo, tendría contactos con los camaradas con los que hizo negocios durante la guerra. Parte de esos negocios sobrevivieron tras la derrota de Alemania, entre otras cosas porque a los vencedores no les convino que desaparecieran. Peiné los registros mercantiles alemanes buscando ciertos nombres asociados a ciertos productos. Me salió una lista demasiado larga. Entonces entré en el fichero central de la Comisión Z.

—¿Qué es eso?

—En Ludwigsburg, Alemania, en la Schorndorfer Strasse, 58, existe una central federal para el esclarecimiento de los crímenes de la era nazi. Se llama la Zentralstelle, o Comisión Z. Es la única organización alemana que persigue a los nazis históricos a escala nacional o internacional. Tienen ciento setenta mil fichas de criminales nazis. Hice un nuevo peinado de nombres, apliqué el programa de concordancias y obtuve una lista de empresas más reducida. Después la reduje aún más, limitándola a las que tenían oficinas o apartados postales en Luxemburgo.

—¿Por qué Luxemburgo?

—El tráfico de teléfono y teletipo de la provincia del Alto Paraná, Paraguay, con Luxemburgo era sospechosamente intenso, según me informó el ordenador central. Apliqué el sentido común y deduje que, aparte de los monos y las serpientes, la única criatura del Alto Paraná que podía tener tratos con Luxemburgo era precisamente Klaus Benz.

Draco asintió.

—Sorprendente.

—Ya te advertí que los detectives del futuro no necesitan salir de casa. Se puede husmear todo con este cacharro —dio unos golpecitos en el teclado y en la pantalla apareció una sonrisa ruborosa—. Bien, no nos distraigamos. Después de la guerra, los nazis invirtieron el oro robado en distintas compañías radicadas en Liechtenstein, en compañías fantasma domiciliadas en las Antillas y en varias docenas de sociedades de testaferros radicadas en Luxemburgo. Esto me llevó directamente a la sede de los archivos de la Confederación Suiza. Ayer di un agradable paseo hasta la colina Blumberg a la orilla del Aare, justo enfrente del palacio federal, un lugar peligroso, porque al cruzar el prado puede atropellarte uno de esos oficinistas cuarentones que hacen jogging hasta que los fulmina un infarto. Logré llegar al edificio, presenté mis credenciales como empleado de la UNESCO, obtuve el permiso, bajé tres plantas en ascensor hasta el nivel de los topos y recorrí un buen tramo de los treinta y cinco kilómetros de expedientes de cartón que duermen el sueño de los justos, custodiados por celosos enanos de bata blanca.

—Veo que te lo estás trabajando —dijo Draco con sincera admiración.

—Lo paso bien y de camino me consuelo de la vida que llevo tan… monástica —sonrió Perceval, pero repentinamente se puso serio y añadió—: Toda la miseria del mundo yace allí abajo, puedo asegurártelo. Es increíble la podredumbre que sale a la luz cada vez que levantas una alfombra informática. En fin… Te diré cómo he procedido: cribé los ficheros buscando las palabras clave de los nombres de las compañías que ya llevaba anotados, y saqué un montoncito de datos interesantes con los que he alimentado nuevamente el ordenador central de mi oficina. Paso por alto las comprobaciones de seguridad, los vericuetos que he seguido y las artimañas informáticas que me han permitido esquivar las zonas reservadas. La conclusión es que Klaus Benz y Aníbal dos Mares eran meros agentes interpuestos. La persona que busca las piedras templarias está más arriba.

La expresión de Draco se endureció. El antiguo mercenario respiró profundamente y se recostó en el respaldo de su asiento.

—¿Te interesa encontrar al que busca las piedras templarias? —preguntó Perceval.

—Aunque sea lo último que haga —pronunció Draco con voz ronca—. No tengo otra cosa que hacer en la vida.

Perceval asintió tristemente.

—Hay heridas que no las cura el tiempo —murmuró con tristeza—. Está bien. En ese caso, mi promesa sigue en pie. Te ayudaré a dar con él. Sólo quería hablar contigo antes de proseguir la indagación. Me temo que las pistas conducen a docenas de sociedades que, a su vez, se ramifican en otras docenas. Hice un liviano cálculo estadístico y resultó que procesar toda la información nos llevaría años. Hay, no obstante, una línea que parece segura.

Sacó de un cajón un taco de folios que puso delante de Draco. Se trataba de un listado de sociedades. Uno de los nombres de la primera página estaba subrayado en amarillo.

—En 1948 —comenzó Perceval—, los aliados hicieron comparecer ante el tribunal de Nuremberg a una veintena de responsables de la firma IG Farben acusados de emplear mano de obra esclava, y de haber suministrado el gas Zyklon B, el que usaban en los campos de exterminio. La Farben tenía en Bâle una sociedad anónima, IG-Chemie, que en 1940 cambió su nombre por Interhandel. Esta sociedad se fusionó en 1966 con la Unión de Banca Suiza y pasó a ser el banco más importante del país; pero dejó atrás, como una mera excrecencia financiera, una sociedad química denominada Hayser, ¿me sigues?

—Hasta ahora, sí.

—La Hayser se ha mantenido durante tres décadas con un pasivo equivalente a cero y sin ninguna vida, fuera de los buzones de Zug.

Draco arrugó el ceño: ¿Zug?

—Me refiero al pueblo de Zug, aquí en Suiza, famoso por el gran número de sociedades buzones que tiene instaladas. En una sola oficina puede haber quinientas, atendidas por un solo empleado. Todo lo que se necesita para mantener en activo el nombre de una empresa ficticia. A cambio de dinero, claro. La autonomía judicial de los cantones suizos es proverbial: cualquier sinvergüenza puede sentirse a cubierto. Pues bien, le seguí la pista a nuestra sociedad fantasma Hayser y descubrí que estaba perfectamente inoperante, técnicamente muerta, aunque mantenía cajas de seguridad en bancos de la Unión o sus filiales. De pronto, hace dos años, la Hayser parece que resucita o que despierta de un sueño, nace fuerte y entera, como la Bella Durmiente, perfectamente capitalizada y comienza a figurar en el mercado de valores como copartícipe en distintos proyectos médicos, especialmente en los relacionados con la investigación genética. Naturalmente esa súbita resurrección me extrañó y eché un vistazo a sus papeles, o sea, a sus soportes informáticos. No te aburriré con las enrevesadas maniobras de hacker que tuve que desarrollar para hurgarle los cajones. El caso es que, de pronto, ¡eureka!: encuentro una reunión del comité científico cuyos protocolos y transcripciones se ficharon y archivaron en soporte informático con la clave Alfa.

—¿Alfa?, ¿qué significa?

—Significa reservado a las dos personas de la cúpula de la empresa, y a nadie más, alta seguridad. Ni el Pentágono pone tantas trabas informáticas. Naturalmente me he colado a husmear en sus archivos, y ¿qué me encuentro?: una pavada, una tontería. En aquella reunión solamente se decidió crear una fundación cultural, un museo. Una propuesta tan inocente no tiene sentido que se clasifique en Alfa.

—¿Un museo de qué? —preguntó Draco—, ¿cuadros y estatuas?

Perceval ensanchó su sonrisa.

—Ahora viene lo bueno: acordaron que eran imprescindibles para ese museo dos reliquias antiguas, las piedras templarias y el Sanguino.

—¿Qué es el Sanguino?

Perceval se encogió de hombros.

—No tengo ni idea. Las actas no lo aclaran, pero remiten al posible propietario de la reliquia, un tal Tonino Sebastiani.

—¿Sabes quién es?

—Lo he averiguado: es un potentado siciliano que hace grandes negocios con América, aceite de oliva y zumo de naranja. Es un mafioso, pero está estrechamente vinculado al Vaticano porque su abuelo o bisabuelo perteneció a la nobleza negra papal. Era un uomo di fidenza, un hombre de confianza del Vaticano.

Draco contempló pensativamente un tapiz de la pared que representaba una estrella de doce puntas inscrita en un círculo.

—Las piedras ya sabemos dónde están —dijo—. Quizá sea un buen momento para entrevistarse con ese hombre, con Tonino Sebastiani, y averiguar qué es ese Sanguino. Él nos podría orientar.

—También puede ser peligroso, Simón.

Draco asintió.

—Ya me hago cargo, pero aun así quiero seguir adelante.